Drunvalo Melchizedek - Serpiente de Luz Después de 2012

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Sentimos una sacudida. Nos miramos mutuamente y supimos con exactitud qué era lo que debíamos hacer, pero no el porqué. Sin pronunciar una sola palabra, corrimos tras el joven y entramos en el muro de vegetación. Un camino bien definido se alejaba de Palenque, y al cabo de unos minutos estábamos avanzando por la selva más espesa que habíamos visto en México. Palenque no está situado en Yucatán, sino en una zona denominada Chiapas, más hacia el interior del país. Allí las colinas podrían denominarse montañas. Ésa es la belleza de Palenque; todos los templos están edificados sobre montañas a diferentes alturas, lo que le da un cierto aire de misterio. Nuestro joven amigo maya había desaparecido. O bien era mucho más rápido que nosotros, o bien había tomado otro sendero, pero aquello carecía de importancia. Sabíamos que ése era el camino para encontrar el punto especial, aunque no sabíamos por qué ni cómo. Debimos caminar al menos once o doce kilómetros por la jungla. A esa distancia de la civilización, la selva vuelve a la vida. De los árboles colgaban las serpientes y unos raros y coloridos pájaros pasaron volando junto a nosotros para ver quién era el loco que penetraba en aquel mundo misterioso. Todo estaba húmedo y viscoso, lo que nos hacía resbalar y caer a cada momento. Pronto adquirimos el aspecto de dos mugrientos mendigos escapando de la justicia. Pero nada podía detenernos. De repente, el terreno cambió y comenzamos a correr cuesta arriba. Aquello parecía no tener fin. En lo alto de la colina prácticamente tuvimos que escalar, usando nuestras manos para auparnos a lo que parecía ser un saliente de la roca. Y entonces, cuando alcanzamos la cumbre de la montaña, nos asomamos al otro lado para descubrir otro mundo. Toda la falda sur era un campo de maíz. Resultaba enormemente extraño pasar de la jungla salvaje, húmeda y fresca, aparentemente interminable, a un campo de maíz, fabricado por el hombre, seco y cálido. Aquello supuso un fuerte choque para mi cuerpo. No podíamos creer lo que estábamos viendo. Pero cuando nuestros ojos se volvieron a acostumbrar a la luz, tras salir de la oscuridad de la maleza, pudimos ver que allá abajo, en el valle que se encontraba frente a nosotros, había un auténtico pueblo maya, a poco más de un kilómetro de distancia. Nos quedamos muy quietos y nos sentamos para observar a sus pobladores. Mi corazón se sentía inmensamente feliz de poder comprobar que los mayas seguían viviendo igual que hacía cientos de años. Me eché a llorar. No pude evitarlo. Seguían vivos. De alguna forma, me habían hecho creer que los mayas ya no conservaban sus antiguos modos de vida y que habían sido asimilados por la civilización. Había al menos quince cabañas redondas de hierba, con perros y otros animales correteando a su alrededor. En un hoyo en el centro del grupo ardía un fuego. Unas cuantas personas se movían de acá para allá entre las cabañas. Era como si hubiéramos corrido hasta un pasado distante muy anterior a la llegada del hombre moderno. Me invadió una sensación de paz y mi respiración se ralentizó, pues mi cuerpo prácticamente había detenido su funcionamiento. Alguien se estaba comunicando conmigo. Se me apareció la imagen de un templo y el espacio junto a él. No lo reconocí. La imagen se concentró en una zona pequeña, de no más de un metro cuadrado, junto a una de las


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