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P. Horacio Arango Arango
+ Medellín, 23 de febrero de 2016
Resulta en extremo difícil, recapitular en escasos párrafos los rasgos distintivos de un ser humano de la calidad de Horacio Arango. Quizás la mejor manera de lograr una grácil aproximación sea partir de una de las convicciones que condujo su vida: La paz como acción espiritual. Este principio y decisión vital de su existencia, también dio nombre a un discurso que dirigió a los empresarios antioqueños en el Centro Fe y Culturas, el 26 de julio de 2005. Las palabras arriba citadas hacen parte del mismo, y se refieren al testimonio personal como primer medio espiritual para construir la paz. La vida de Horacio, sin duda, estuvo preñada por el testimonio radical y amoroso, que brotaba de su interioridad lactada por una de las bienaventuranzas del Evangelio: Bienaventurados los que procuran la paz, pues ellos serán llamados hijos de Dios. Ahora podemos sintetizar su vida: Horacio fue un esmerado hijo de Dios en procurar la paz, como férreo defensor y protector de la vida. Después de sintetizar su itinerario en la Compañía, dejaremos a algunos de sus amigos jesuitas dar algunas pinceladas de su personalidad.
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Nadie construye la paz fuera de sí mismo, sin que pase por su propia interioridad la decisión absoluta de defender y proteger la vida, de no devolver odio y violencia a quienes traen odio y muerte, implica el testimonio radical de quienes rompen con el camino del fratricidio.
Horacio Arango Arango, SJ
Horacio nació el primero de octubre de 1946 en Medellín, la ciudad de la que era natural doña Helena Arango Villa, su madre, esposa de don Ricardo Arango Puerta oriundo de Sopetrán (Antioquia). Fueron nueve sus hermanos: Martha, María Helena, Gloria, Carlos, Luis, Jorge, Luz Marina, Juan Ramiro y Óscar. Era además sobrino del P. Gerardo Arango Puerta, SJ, quien fue Provincial de Colombia entre 1974 y 1979. Sobre su entrada a la Compañía recuerda el P. Julio Jiménez, SJ: “El 20 de enero de 1965 a las 6:00 p.m. mirando el segundero del reloj que estaba encima de la puerta del Noviciado de La Ceja, Horacio me empujó y yo lo agarré y nos dijimos: ¡Adentro hermano! Pocos minutos antes lo había hecho Javier Giraldo quien llevaba sotana de botones.” Emitió Horacio los votos del bienio el 2 de febrero de 1967. El Juniorado lo inició en Santa Rosa de Viterbo (19671968) y lo terminó en Bogotá en el Colegio San Bartolomé La Merced en 1969. Estudió Filosofía en la Javeriana entre 1970 y 1971. Después fue destinado a Medellín para su etapa apostólica, que realizó en el CESDE los años 1972 y 1973. Durante los tres años siguientes adelantó los estudios de Teología en la Universidad Javeriana de Bogotá, donde también estudió Ciencias Políticas y una maestría en Teología. Recibió su ordenación sacerdotal en Medellín el 10 de diciembre de 1976; nueve años más tarde fue llamado a realizar la Tercera Probación en Bogotá (1985), y se incorporó de manera definitiva a la Compañía el 2 de febrero de 1987. Complementó su formación académica con estudios de Sociología Política en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París (1979-1981).
En 1981 se vinculó al CINEP, trabajo y colaboración que se extendió durante esta primera etapa de su vida apostólica. Entre 1987 y 1991 sirvió además en la formación como superior del Teologado. No obstante, el año 1989 marcó el inicio de un segundo momento de su vida apostólica con la fundación del Programa por la Paz, del cual fue Secretario Ejecutivo hasta 1997. Durante ese período también sirvió como Asistente de Socio Pastoral (1992-1997) del P. José Adolfo González el entonces Provincial, de quien fue sucesor entre 1997 y 2003. Después de un semestre sabático, asumió como Rector del Colegio San Ignacio y como director del Centro Fe y Culturas de Medellín. La muerte lo sorprendió en esta ciudad, el 23 de febrero de 2016.
Horacio Arango, un retrato de su vida
Amor que se hace invitación, no imposición
Horacio logra comprender que el amor de Dios para con él y para con los demás se tiene que convertir en el motivo fundamental para vivir y trabajar, por eso pasó toda su vida regalando amor, preocupado por todas las personas, buscando siempre el respeto a la dignidad de cada ser humano, luchando por un mundo más justo y equitativo, tratando de conseguir la paz en este país, porque cuando uno siente en el fondo de su corazón el amor de Dios, no puede permanecer intranquilo ante la violencia, ante la corrupción y ante tantas cosas que
destruyen la relación entre nosotros. Horacio, movido por Dios desde su corazón, con los ojos puestos en Jesucristo, se decidió a pasar su vida haciendo el bien y no de cualquier manera.
Horacio fue capaz de mostrarnos aspectos tan definitivos en la vida como la mejor forma de vivir la fe: cómo vivir una fe llena de pasión y amor, de misericordia, cómo vivir una fe que no se convierta en un rollo, en un cuento barato, cómo vivir una fe que se hace justicia, que se hace reconciliación, una fe que se hace diálogo con el otro, porque creo que con el otro puedo dialogar y escuchar, una fe que se hace colaboración, porque la construcción de una sociedad como la nuestra, no la hace ni una ni dos personas, la hacemos todos juntos, en participación. […] Horacio, muy seguramente, nos dice desde el cielo, nunca olviden que Dios nos ama profundamente, nunca se olviden de la misericordia de Dios como nos la ha dicho el Papa Francisco, miren a Jesucristo, porque Jesucristo es el rostro misericordioso de Dios, porque con sus acciones, con sus gestos, con su forma de relacionarse, nos mostró que era Dios, no un juez implacable, sino Dios lleno de amor por la humanidad, un Dios que le duele que nosotros nos perdamos en la corrupción, en la violencia, en la codicia. Que el Señor mueva nuestros corazones, como lo fue el de Horacio, que el Señor fortalezca nuestras vidas como fortaleció la de Horacio. ¡Que Dios nos conceda esta gracia y que podamos seguir juntos transformando nuestro país!
P. Carlos Correa S.J (Apartes de la Homilía de exequias) Un afecto que disolvía el peso de las contradicciones
Cuando cumplimos 50 años de Compañía, Horacio Arango, Julio Jiménez y yo, quisimos recordar in situ aquellos momentos que nos habían unido en una estrecha relación de amigos en el Señor, más fuerte que la muerte. Habíamos entrado al noviciado el 20 de enero de 1965. Un cuarto compañero nos había abandonado desde el Juniorado. Al cumplirse los 50 años nos dimos esta cita en La Ceja al atardecer, respetando la misma hora de nuestro ingreso a ese caserón inolvidable. Recorrimos todos los pisos ya vacíos y en ruinas, pero recordando con profundos sentimientos lo que allí habíamos vivido. Luego, celebramos la Eucaristía en la casa aledaña de La Colombière. Cada vez que nos encontrábamos a lo largo de esos 50 años, repetíamos nuestra admiración al comprobar que éramos tan distintos y que sin embargo un lazo afectivo muy profundo nos amarraba, proyectándonos en la experiencia teológica: “tres personas distintas y un solo (amor) verdadero”.
Como flaco y pálido se caracterizó en el Noviciado, pero depositario de una calidez que lo llevaba siempre a buscar el diálogo amistoso y a tenerle un cierto pavor a la soledad. Su espiritualidad era afectiva y buscaba conversar y conversar, siempre con el condimento de la broma y el chiste. No le importaba brincarse las reglas para exorcizar la soledad en los momentos más serios. Muchas veces lo tuve que sacar de mi camarilla de novicio donde se me metía a charlar y a molestar con bromas, violando
la orientación de las distribuciones. En una ocasión me hizo saltar la piedra y lo saqué a punta de latigazos con la disciplina; este episodio me lo recordó jocosamente infinidad de veces a lo largo de los 50 años.
Nuestros caminos en el apostolado de la Provincia no coincidieron, aunque siempre se rozaron. Tuvimos profundas contradicciones en las lecturas de la realidad, contradicciones que se hicieron más agudas en su provincialato. Hubo momentos de mucha tensión, pero en las coyunturas de más álgido distanciamiento racional salía desde su fondo el afecto de nuestra historia común, que revivía la primavera de nuestro ideal jesuítico en la concreción episódica de nuestro caminar. Vivimos tensiones profundas en el momento en que me forzaron al exilio y en el que yo insistía en ponerle un fin, pero allí mismo, en los momentos más duros, reventaba de pronto la calidez amistosa que se plegaba a la concertación.
La muerte de un amigo tan cercano y tan cálido, atado a nuestros inicios como jesuitas, lo pone a uno frente al desenlace de este “cuarto de hora” que es nuestra historia concreta. Lo que se va decantando progresivamente es el sentir de la vida enmarcada en los miles de episodios que han ido marcando nuestra ruta, en la cual es ineludible encontrar reiteradamente los rostros, las palabras y los afectos de quienes se hicieron parte de nosotros mismos en ese caminar. El afecto es el hilo conductor y en eso Horacio fue un maestro. Ese afecto trasciende inmediatamente las fronteras de la muerte y lo convierte en presencia que ya no es vulnerable al sufrimiento ni a ninguna fuerza negativa. Reposará en mi memoria como el compañero cálido y parte inescindible de nuestra aventura común.
Javier Giraldo Moreno, SJ (Apartes de su obituario dedicado a Horacio)
Cuando un amigo se va… Quiero evocar a ese “mono alzadito” que, de joven alborotado y necio, revoltoso, inconforme, azuzador de protestas, le produjo a su tío provincial más de un dolor de cabeza, y que la vida misma se encargó de domesticarlo para hacerle ver que, sin perder su profunda y existencial pasión por la vida, por los más débiles, por la paz de su país, por una sociedad más humana y justa, el método del diálogo, la reconciliación, el perdón y la bondad eran mucho más efectivos.
Recuerdo ver llorar a Toño Calle, mi maestro de novicios, pidiendo a Dios que no dejara morir al joven Horacio, gravemente enfermo del hígado y prácticamente desahuciado. No fue la única vez que estuvo delicado ni tampoco la única bordeando los territorios de la Parca. Mas no fue el hígado, ni la diabetes que ocultó por años, los males que lo mataron, fue un fulminante y sorpresivo infarto. Su corazón no resistió más… me cuentan que Helenita la mamá estaba delicada y no hacía más que llamar a su hijo amado… esa orfandad inminente, esa inaceptable y amarga soledad que se veía venir debió dolerle en el alma hasta doblegarlo.
Horacio se hizo mejor ser humano en el contacto personal con la enfermedad, el dolor, el sufrimiento y la muerte. De esas estrategias se valió la vida para “agacharle el moco” altivo, propio de su tierra, de su gente y de su sangre. Muchas veces fui testigo del ejercicio práctico de su humildad y del no querer herir los sentimientos de nadie, de ser absolutamente respetuoso del ser humano cualquiera fuese su condición. En la consulta lo sentí siempre absolutamente delicado, por no decir exquisito, a la hora de afrontar los delicados casos de personas que a veces deben tratarse.
El Mono, como le decía el Gordito Pilín [Bernardo Botero, SJ], era un gocetas de la vida. Me parece verlo con su mirada y su sonrisa pícaras, soltando frases de doble sentido; rimando pseudo poéticamente de una forma tan chambona que Toño Calle, que había sido su profesor de literatura en Magisterio, a carcajadas no ocultaba su vergüenza; goloso y mecatero empedernido le encantaban los chomelos y los pandebonos… de hecho sostenía que la dirección del carro a ellos lo llevaban. La única forma de frenarlo era cuando con el Gordito y Jorge Julio armábamos un complot para dominarlo: se trataba de sacarle en cara sus historias pasadas, desde cuando entró al Noviciado con Julio Jiménez y Javier Giraldo, pasando por sus juveniles “fechorías”, su Tercera Probación “por correspondencia”, hasta sus siempre ocurrentes pilatunas. Vernos juntos le producía pánico porque en contados minutos le hacíamos juicios sumarios que lo dejaban muy mal parado.
En una cosa no nos pudimos entender y fue en el fútbol. Hincha enfermizo del Poderoso, casi barrabrava, me criticó tenazmente por ser Verdolaga, vestirme su uniforme, regalar boletas dizque para sobornar al personal del colegio y dejar que Nacional entrenara en sus canchas. Cuando se convirtió en Rector hizo lo propio y con su intencional amnesia característica se hacía el de las gafas cuando se le cuestionaba por hacer lo mismo que a mí me criticaba tan duramente. Algún domingo me puse el atuendo del verde para ir en la tarde al Atanasio: ¡más me valiera no haber nacido! Se sentó en mesa aparte y escandalizado llamó a Rapidillo, entonces Provincial e hincha también del rojo, para denunciarme. No le fue bien pues Gabriel Ignacio lo animó entonces a irse para Arrupe. Hasta ahí llegó su ímpetu, pero eso le constó al jefe que lo calificara de desteñido y mal hincha y siempre encontrara la ocasión para “montársela” por demasiado juicioso y formal. Si ganaba Medellín era insoportable por tres días, si perdía, pasaba a la vida oculta y escondida.
Horacio supo llegarle a la gente a quien cautivaba con su oratoria. Hablaba desde lo profundo de su corazón y eso conmovía y sacudía. Escribía con inspiración y profunda convicción. Desde cuando era Provincial soñó con crear el Centro de Fe y Culturas hasta que lo logró años más tarde, dejándolo bien posicionado en Medellín. Fui testigo de su quehacer cotidiano y del particular carisma para conciliar a los desavenidos… me impactó siempre cómo lograba sentar en la misma mesa a gente de lo
más pobre de las comunas con los dirigentes más ricos de la cultura paisa.
Muchas son las anécdotas y las historias que podría contar del amigo Horacio. Siempre me tomó del pelo y se burló de mí todo lo que quiso, cobrándome mis alianzas con el Gordito Bernardo. Se lo devolví con creces, por supuesto. Hablamos por última vez con ocasión de mis cumpleaños y nos reímos de nuestras tontas ocurrencias. Con su partida he llorado porque “cuando un amigo se va… deja un vacío que no lo puede llenar la llegada de otro amigo…” He llorado con los cientos de mensajes y llamadas que he recibido, con los videos de homenaje que le han hecho, con los escritos de sus estudiantes expresándole los más bellos y nobles sentimientos. Sin duda alguna, el vacío que nos dejó Horacio con su partida a la casa del Padre, es muy grande y así digan que hay que alegrarse como cristianos por la muerte que es encuentro cara a cara con el buen Dios, dejémonos de vainas y reconozcamos que humanamente nos afecta hasta las lágrimas la muerte de un ser querido… y para rebatir al que lo dijo: los jesuitas cuando mueren sí tienen entre sus hermanos quién los llore.
P. José Leonardo Rincón, SJ
Referencia: Noticias de Provincia, N° 2, febrero 2016, pg. 5-15.