San Ignacio de Loyola

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universitarios, para ofrecerse al Papa, cerca de la ciudad, en una pobre ermita destartalada -"La Storta"-, Ignacio mientras oraba absorto, sintió que veía a Cristo con la cruz, y al Padre que le decía: "Quiero que nos sirvas". Ignacio empezaba a entender para qué lo había conducido Dios por aquella larga peregrinación: para ser como un profeta moderno de la gloria de Dios, de la mayor gloria de Dios, y al servicio de Cristo y de su Iglesia. Esto era ya el esquema fundamental de la misión que Dios encargaba a aquel grupo de "amigos E N E L Señor", que no se llamarían Iñiguistas, ni Ignacianos, ni Loyolanos sino compañeros de Jesús, "la Compañía de Jesús". En Roma les había precedido el rumor malintencionado de que Ignacio era un escapado de las hogueras de ¡a Inquisición, sospechoso de herejías. Ni faltaron frailes y curiales que recibieron con sospecha a los sacerdotes-maestros. Pero Ignacio supo aclarar con acierto las cosas, pidió y exigió sentencia legal de aquellas inculpaciones, donde fueron los acusadores los que salieron malparados. El Papa aprobó el modo de vida y la doctrina de aquellos sacerdotes. Ignacio quería más: la aprobación solemne del Papa para su grupo llamado "Compañía de Jesús", pues conocía la oposición de varios Cardenales, Obispos, dignatarios de la Corte papal y no pocos frailes, que veían mal la formación de otra Orden Religiosa; ya había bastantes. Pero cuando Maestro Ignacio hincaba el clavo, nadie podía sacarlo. Y con paciencia, con prudencia, con atinadas visitas, con 3.000 Misas celebradas por esta intención, consiguió que el 24 de Septiembre de 1540, el Papa Paulo III firmara el bula "Regimini militantis Ecclesiae" que es la fundación oficial de la Orden de los Jesuitas. Pero aquel día sólo había en Roma, para celebrarlo, tres Jesuitas, Ignacio, Salmerón y Codure. Los demás corrían ya por el ancho mundo, a las órdenes del Papa: Javier navegaba hacia la India y el Japón, Rodríguez misionaba en Portugal, Fabro y Laínez estaban por Alemania... La Compañía de Jesús se reunía para dispersarse por toda la tierra, propagando la fe, frenando las herejías, ayudando a los prójimos. Precisamente por esa movilidad de "caballería ligera", la Compañía de Jesús necesitaba una estructura sólida pero ágil, un gobierno espiritual, no político, un reglamento adaptado a la realidad, y un espíritu invencible. El espíritu lo habían de sacar de los Ejercicios Espirituales, el sistema aún no superado para vencerse cada uno a sí mismo y entregarse a la voluntad de Dios y al servicio de la Iglesia. El Reglamento lo iba trazando el Padre Ignacio en "Las Constituciones" de la Compañía de Jesús, testimonio insigne de la capacidad creadora del Maestro, de su conocimiento de los hombres, de su docilidad a la acción de Dios en su alma. La estructura de los Jesuitas resultaba una gran novedad y como un reto para la vida de las Ordenes monásticas: no tendrían coro, no tendrían hábito, no haría Conventos, no se instalaría en un sitio fijo, no se atarían a un apostolado determinado... Sería un cuerpo, "una compañía" infinitamente adaptada a las realidades, las llamadas, la necesidades cambiantes, los pedidos del papa, los dolores y los errores de los hombres... Fue genial esa visión de la vida religiosa sacerdotal y apostólica y desde entonces muchas Congregaciones y Comunidades Religiosas se han inspirado en este modelo. Pero entonces no escapó a las críticas y desconfianzas de muchos sectores de la Iglesia. Y el gobierno sería al mismo tiempo, monárquico -como en la Iglesia-, y consultivo y constitucional, con el aporte y la corresponsabilidad de todos los compañeros. Quería Ignacio que la capitanía de la Orden recayera en alguno de los compañeros; lo harían por votación. Pero en todas las votaciones que hicieron salía infaliblemente su nombre como General de aquella Compañía. Y se lo


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