San Ignacio de Loyola

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refuerzos a Pamplona, y confía la defensa de la ciudad y del castillo, al Alcaide Antonio Herrera y al Capitán Loyola. El enemigo francés se acercaba con 12.000 de infantería, 800 lanceros, y más de 30 piezas de artillería. Ante tal situación, el Concejo de Pamplona decide la capitulación, a condición de respetar a la población civil. Los soldados de la ciudadela no querían aceptar la rendición, que el mismo Alcaide creía casi necesaria. Pero el Capitán Iñigo les convence con su palabra entusiasta: No podemos traicionar al Rey y al Duque, que nos han confiado la defensa de la fortaleza; pronto llegarán refuerzos de Castilla; es preciso resistir unos días. Un soldado del Emperador, no se rinde... Y la fortaleza enarboló el banderín de guerra. Era el día de Pentecostés, 20 de Mayo de 1521. Seis horas duró el bombardeo francés, mientras que el castillo sólo respondía con tiros de ballesta y disparos de escasas culebrinas. En esto, una bombarda vino a dar en la pierna derecha del Capitán Loyola, destrozándosela toda; la otra también quedó malherida. Iñigo se desplomó en el suelo, sin sentido. Cuando se recobró, aturdido, se vio rodeado de cirujanos y enfermeros franceses que curaban su tremenda herida, componían los huesos triturados y entablillaban la pierna malparada. La fortaleza se había rendido, al faltar él, y en lo alto ondeaba la bandera francesa. A los cuatro días, los médicos opinaron que ya podía trasladarse el herido a su tierra de Azpeitia. Un primo de los Señores de Javier, Están Zuastia, se hizo cargo del Capitán Loyola, que por orden y clemencia del General André de Foix, era devuelto a su gente. Agradecido Iñigo, repartió su armadura entre los enfermeros que le habían curado: casco, coraza, rodela, espada. El viaje, en parihuelas, de Pamplona a Loyola, por valles y montañas duró varios días, y fue terrible para el herido. En la Casa-Castillo de Loyola lo recibió con exquisito cariño y ternura, su cuñada Magdalena de Araoz, mujer de Martín Loyola. El enfermo agradecía con los ojos; hablaba poco; estaba agotado. Los físicos y cirujanos examinaban las heridas: otra vez los huesos se habían descompuesto, la rodilla era un amasijo de huesos, carne y nervios. Hubo que volverle a componer todo, sin anestesia alguna; sólo Iñigo apretaba los puños contra la cama; pero su cara no se contraía. Acabada la operación, -mejor, la carnicería-, Iñigo quedó exhausto, y los médicos no veían con buena cara el final de todo aquello; el herido empeoraba. El día 24 de Junio, San Juan, la pierna parecía gangrenada; los doctores creen que ha llegado el fin. El caballero recibe los sacramentos, al fin, como buen cristiano. Luego su cabeza delira: tal vez pide, como Don Quijote, su espada, su coraza, su caballo... En la Casa de Loyola todo son murmullos, lágrimas y rezos. Iñigo se muere. Pero quiso Dios que la noche del 29, San Pedro, inesperadamente el herido comenzó a mejorar: la pierna se desentumece, desaparece el color amoratado, su cabeza empieza a funcionar bien. Los galenos no pueden explicar aquellos cambios; aquello no era obra suya, sino de Dios. Y la verdad fue que en pocos días, Iñigo sale del peligro; le vuelven las fuerzas, las heridas cicatrizan bien, y pronto pudo levantarse, sentarse junto a la ventana que miraba hacia la campiña, los manzanos, las praderas, la cumbre del Izarraitz. Renacen la vida y la esperanza del caballero; pero advierte que los huesos de la pierna quedaban deformes y salientes. ¿Cómo calzar, así, las botas de montar? ¿No se podría corregir aquella deformidad? Claro que se podía corregir, pero sería abriendo otra vez, por lo vivo, y serrando los huesos salientes. Pues a ello, dijo Iñigo. El cirujano pide atar los brazos del paciente;


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