San Ignacio de Loyola

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siempre, vuelve siempre, recomienza de nuevo, como las hormigas, su trabajo y su servicio, porque su intrepidez y su constancia forman parte de la herencia y tenacidad de Ignacio, forman parte de la mayor gloria de Dios. 8. EL PEREGRINO LLEGA AL INFINITO Todo ese inmenso aparato que era La Compañía de jesús, entonces y después, estaba movido por un piloto pequeño de cuerpo, medio cojo, calvo, de ojos profundos y alegres: el peregrino Ignacio de Loyola. Y ese piloto estaba movido por Dios: ese era su secreto y su fuerza; como en los profetas, que son imparables. Dios lo hacía todo con Ignacio, porque Ignacio dejaba en todo actuar a Dios. Su clave será, desde Manresa, "buscar y cumplir la voluntad de Dios". Ignacio había comprendido que la razón de su existencia era conocer, hacer reverencia, amar y servir en todo a Dios, seguir la bandera de Cristo Crucificado; acogerse como niño desvalido, bajo el amparo de Nuestra Señora. Aquel hombre que tuvo tres nombres a través de su vida -Eneko, Iñigo, Ignacio-, tuvo también tres almas y tres vidas: vida de soñador alegre y pecador; vida de caballero andante, hasta el heroísmo; vida de servidor de su Divina Majestad. Y en cada vida, el peregrino llegó a lo más lejos que se podía llegar, porque en todo y siempre aspiró a lo más, lo mejor, lo mayor, en dar, servir y amar. De Ignacio se ha dicho que era un organizador genial, un ejecutivo extraordinario, y conocedor y director asombroso de hombres, uno de los personajes más influyentes en el mundo; por eso, aun sus enemigos y detractores, a través de la historia, se han quitado el sombrero ante él. Y con todo, esta imagen de Ignacio de Loyola es sólo la corteza y la apariencia. Como en todo hombre, lo realmente suyo era lo interior, el alma, el corazón. Sólo ahí descubrimos su auténtica imagen: es un místico, un hombre totalmente puesto en la presencia de Dios, en las manos de Dios, como arcilla en manos del alfarero. La vida espiritual del peregrino, de la cual él habló poco, y lo que escribió se perdió casi todo, lo coloca entre los hombres que más ha intimado con Dios, más han confiado, más han vivido en su presencia: Cuando veía las flores del camino, cuando miraba por la noche las estrellas del cielo, cuando decía su Misa absorto en Dios, y también cuando peregrinaba por los caminos, trataba los negocios de su Orden, conversaba con los personajes de su tiempo..., Ignacio siempre estaba con Dios, lo escuchaba, lo sentía dentro. De ahí su paz imperturbable, su alegría permanente, y la eficacia de su obra: él sabía que era la obra de Dios. Pero siempre los verdaderos enamorados de Dios han resultado ser los mejores amigos y servidores de los hombres. Exactamente así ocurrió con el Maestro Ignacio: su entrega a Dios le hizo convertirse en un hombre entregado a los demás, preocupado por sus vidas, sus sufrimientos, sus errores, sus esclavitudes. Estos ideales que él inculcó a sus seguidores como herencia paterna, forjó el estilo propio de La Compañía de Jesús, que en nuestro tiempo se ha formulado como "promoción de la fe y defensa de la justicia" en todos los campos. Y por ahí libran su batalla los Jesuitas,


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