Hijos del viento

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Un cuento de

RENI LEVY

Fotografías de

Jesica Berman

HIJOS DEL VIENTO



“… rumbo al país que existe más allá de los hielos millones de pinguinos han pasado.” “Los pinguinos” de “Todos Bailan”.

“Los poemas de Juancito Caminador” Raúl González Tuñón.


HIJOS DEL VIENTO

Clarisa vio a los pinguinos en Punta Tombo por primera vez, creyó llegar a un lugar muy esperado. No era como las postales turísticas. El surco que debían recorrer los visitantes estaba en medio de ruidos y arbustos, desde donde los pinguinos escapaban del sol tremendo, en las primeras horas de la tarde. Los más pequeños -nacidos hacía no más de dos meses- estaban metidos en los huecos que los “adultos” habían cavado con el pico bordeado de un rojo intenso. Erguidos, dos rayas negras marcaban el comienzo del frente blanco. Otras dos cerca del cuello. La cría tenía un pelo suave, grisáceo, que iría variando hacia el negro. Piaban pidiendo comida. Gritos agudos, que se perdían entre los ruidos del viento y el mar. Los guardafaunas, también explicaban a los turistas, que los “adultos” recorrían en un día y medio o dos, el trayecto que iba desde el nido a la playa, para recoger la comida en el mar y alimentar a sus pichones. Les pedían a los turistas que no se pusieran de frente a los pinguinos, porque si los detenían en su marcha, perdían la orientación hacia el nido. Y su único modo de recordar, era regresar otra vez a la playa, perdiendo más de un día de trayecto. Esto le hizo pensar en los olvidos humanos. Cuando de una habitación a otra, deben regresar, para hacer memoria de qué era lo que habían ido a buscar. El primer parecido. Los otros irían asomando de modo innumerable. Sobre todo la quietud: Hacían un movimiento y luego, estáticos durante minutos, podían doblar su cabeza como quisieran hacia atrás o a los costados,


buscando esa materia viscosa con la que untarían el resto de su cuerpo, para protegerse. Viendo tan de cerca esa lucha por la supervivencia, no le pareció diferente a la de los humanos. Parecían percibir algo lejano que les imprimiría el deber de obligaciones impostergables. El acecho de los pumas que a veces los atacaban, o las gaviotas que anhelaban los huevos como uno de sus manjares favoritos, los volvían aún más frágiles.

Pero esa quietud, esa tensión, como una escucha de la especie, parecía ser lo más cercano para Clarisa. Le hacía sentir que algo de ese ruido tenía que ver con el suyo. No era tan diferente a la lucha diaria de los humanos. Como si fueran insomnes buscadores de alguna verdad oculta, imprescindible para seguir viviendo. ¿Cuál era la diferencia con el infierno que el hombre atravesaba en la búsqueda de sí mismo?, más allá de lo que fácilmente le ofrecían para entregarse a su medio ambiente domesticado. Clarisa concluyó que los pinguinos le enseñaban algo acerca de la reflexión. Como si le dijeran: “Medita larga y prolijamente sobre tus movimientos. En ellos te va la vida.”

De regreso, en la ruta de ripio, la guía les señaló a cuatro ovejas que permanecían como en el viaje de ida. Quietas, paradas una al lado de la otra


formando un círculo. La explicación de la guía, fue que de ese modo se protegían del viento, al que necesitaban resistir. Modos de supervivencia. Otra vez, Clarisa se sumergió en el silencio haciendo sus comparaciones con los hombres. Éstos, con recursos más sofisticados, se protegían para resguardarse del paso de tiempo. ¿Los demás, también pensarían que otros eran más hábiles, o que había algo que todavía debían aprender? Secretos, riesgos, aventuras. No era posible confiarse. Los imprevistos estaban al acecho. Allí nomás, un grupo de tres autos con gente que iba y venía, terminaba de socorrer al que había volcado. Con sus ruedas en el aire y el techo abollado, hizo que la guía se detuviera unos minutos y enterada de la novedad, prometió que en la parada que estaba a unos kilómetros, avisaría del percance. Que por suerte no había heridos, sólo una anciano descompuesto. Los comentarios en el auto eran racionales, tratando de esconder el miedo.

Leyendo el diario de Puerto Madryn, Clarisa se interesó por una noticia ocurrida en la Reserva de Pinguinos (Punta Tombo), hacía sólo dos semanas: Un hombre que había realizado el paseo, a última hora, durante dos días seguidos, había sido visto escondido detrás de los arbustos que utilizaban los pinguinos para resguardarse del sol. El hombre justificó su actitud, diciendo que estaba sacando fotos, y como era un estudioso del tema se entretuvo sin tomar en cuenta que era el horario de cierre. Luego de esto había sido visto alguna que otra tarde. Tomaba notas, sacaba fotos, y permanecía sentado en uno de los bancos de madera, repasando sus papeles. Según se comentó


había almorzado en el único restaurante de Punta Tombo desde donde podía observarse un panorama casi completo y desde lo alto a través de los ventanales. No había hablado con nadie, y parecía un estudioso del tema. Una tarde, una mujer guardafauna, recorriendo los nidos y contestando algunas preguntas de los turistas, vio a un hombre demasiado cerca de un nido, sentado en el suelo con la cámara de fotos en la mano. Vio cómo el lente de esa máquina profesional, estaba casi tapado de arena. La mujer se fue acercando despacio y observó que no se movía. Estaba sentado en posición yoga, con sus piernas cruzadas y la ropa color gris claro En su mochila había un cuaderno y una bolsa de dormir. Cuando estuvo a su lado, él se movió levemente, para girar el lente de su cámara. La joven le dijo que no era posible que permaneciera allí, tan cerca de los pinguinos. El hombre sonrió, se levantó pidiendo disculpas y se alejó con lentitud. Días después lo encontraron más lejos. El estado de sus pantalones, su remera, y su abrigo con arena y humedad eran una respuesta a si habría pasado la noche en la reserva. Cuando lo ayudaron a levantarse, parecía estar mareado, confuso y era evidente que no se había alimentado. Pidieron una ambulancia Lo trasladaron al hospital más cercano. Estaba deshidratado y se negó a recibir alimentos por lo que debieron colocarle suero. Murió al día siguiente. Buscaron los documentos de identidad para dar con sus familiares. Lo que resultaría más valioso, fue un cuaderno de anotaciones,


donde había reflexiones sobre la necesidad de regresar a la especie a la que decía haber pertenecido. Explicaba con detalles, que el hombre podría salvarse de la autodestrucción, si pudiera volver a vivir como los pinguinos, mimetizarse con ellos. Regresar, a través de un minucioso aprendizaje. Conectarse en silencio con el mundo interno. Estar con la naturaleza y escuchar con atención la música del viento, el mar, el piar de los pingüinos pequeños. Los ecos más leves de los arbustos, animales, aves. Comenzaba a desarrollar una teoría que según había registrado, debía pasar por la experiencia personal. Etapa en la que fue encontrado. El desenlace interrumpió su investigación.

Clarisa decidió averiguar adónde había sido internado. Quería saber algo más sobre él. Se sintió muy cerca de las reflexiones, que decían había escrito en su cuaderno. Si habían ubicado a sus familiares. Si habría escrito algo más. El dueño de uno de los restaurantes más conocidos de Puerto Madryn, le aportó un dato muy valioso. Eso sí, debió inventar una historia creíble: que había sido su compañera en un curso especializado sobre los pinguinos empetrolados. Obtuvo a cambio la dirección del hermano. Al día siguiente fue a verlo. Una casa frente al mar en la Avenida Roca. Una ventana blanca. La pared color beige. Pensó que no lo encontraría. Pero luego de tocar el timbre, la cortina se movió levemente. Y un hombre de unos cuarenta años, en bermuda y ojotas, de pelo castaño claro y barba de unos días, la miró en la puerta sin decirle nada.


Clarisa lo saludó con calidez. Se presentó como compañera de estudios de Esteban Vignoli, agregando que sentía mucho lo que le había ocurrido. Él dio un paso adelante, le extendió la mano y dijo: -Pedro Vignoli, adelante, pase por favor. La penumbra de la sala se disipó cuando él encendió la lámpara, junto a un sillón de dos cuerpos. Le señaló otro que hacía juego, frente a la mesa ratona. Una vez que se sentaron, ella notó las ojeras en Pedro, que no salía de su silencio. Su pelo algo despeinado, caía sobre su frente, como si fuera un adolescente. Clarisa se disculpó por molestarlo en esos momentos tan penosos, diciendo que la noticia que había leído en el diario, había provocado su gran necesidad de saber algo más acerca de él. Pedro bajó la cabeza y no parecía encontrar qué decir. Ella insistió con la idea de la especial forma de ser de su hermano, la sensibilidad que siempre había tenido hacia las costumbres de los pinguinos, y de las notas en el cuaderno. -Sí, es todo lo que me queda de él. Innumerables fotos que todavía no puedo terminar de ver. Que a su vez parece la misma repetida infinitamente. - Es que él vería detalles para su investigación que quién sabe pasan desapercibidos. -Puede ser ¿Ud. lo conoció en algún curso? Hace tiempo que no sabía de


él. Dos, tres años… Cada tanto me enviaba un mail, desde que decidió irse de casa. Clarisa, callaba apretujada en un sinfín de nudos agolpados en su pecho: -Me imagino- Sintió pudor de continuar mintiendo, ya que en realidad no se lo había cruzado nunca en su vida. Pero sentía que sí lo conocía. Agregó: -¿Sería mucho pedirle conocer algún comentario sobre sus notas? -No, no sé. Él hacía tiempo que tenía una teoría acerca del hombre como depredador de la naturaleza. Una especie humana destructiva. Y que debíamos aprender de ciertos animales. Entre sus preferidos estaban los pinguinos…- Pareció perturbarse al escuchar su voz, hablando como si ya la conociera. - Nosotros nacimos en el sur, en Villa la Angostura. De chicos, nuestros padres vinieron a vivir a esta casa. Murieron relativamente jóvenes. Esteban a los treinta se fue a vivir en pareja y después de dos años se separó. Regresó a casa, pero su espíritu sombrío lo acompañó siempre. Clarisa no pudo esta vez contestar nada. Y el silencio la ganó, igual que a Pedro. Las palabras habían puesto un lazo en su garganta. En el primer gesto de amabilidad que él pudo recobrar, le ofreció limonada con azúcar, y ella aceptó. Se despidieron minutos después, una vez que acordaron reunirse en tres o cuatro días, para ver las fotos y hablar un poco más del cuaderno de Esteban.


No sabía bien qué la llevó a decidir alquilarse un departamento chico por poco tiempo. Quería estar tranquila, porque así el dinero le rendiría más. Así que lo único que hizo durante esa espera, fue organizarse frente a un futuro, que la llevó a comprar en un supermercado para una semana.

Los medios de comunicación: correo electrónico o teléfono fueron obviados para la próxima cita. De modo tácito sabían que se volverían a ver para leer el diario o cuaderno de Esteban. Clarisa entendió que ahora eran los dos, empujados por la curiosidad, el afecto, los lazos desde dónde y porqué. Hicieron que bajo la misma penumbra, comenzaran a leer su diario. Creyeron que sí, sería un cuaderno con fechas y en donde las anotaciones a veces eran ilegibles:

7-2-10 Hijo del viento (leí la frase en un camión, en la ruta). Una ola del mar, la más cercana que llega a la playa y busca mis pìes quietos y los moja de sal, arena y una película de agua blanca y espumosa. Somos esa ola que se renueva. La imaginé, la vi envuelta, segundos antes en la espuma bravía, de las olas más altas que chocaban, aplauso de agua para replegarse después. Muda, vital desde el medio del océano hasta aquí. Recorre impensadas profundidades, salta cerca de la orilla o se apaga acariciando la


arena. En un ir y venir que no se rinde, que se deja llevar. Y aunque sea monumental, hay algo que debe seguir, que es esa corriente continua. Hijo del viento –pensé- mientras me fui yendo, sin dejar de darme vuelta un par de veces, dejando caer las botamangas de mis pantalones y ponerme las zapatillas. ¿Adónde ir? No hay lugar posible Si siempre es necesario salir De donde ya no queda nada. Esteban 26-2-10 Voy viajando con mi bolsa de dormir y acampo cuando ya estoy cansado de caminar. Debo llegar a Puerto Madryn, porque ya estoy muy cansado. Y mis pocas energías, las quiero dedicar a ver la reserva de pinguinos en Punta Tombo. Quien sabe sea hora de escribirle a mi hermano. Esteban

Pedro empezó a toser. Tenía la taza de café en una mano, el cuaderno sobre sus rodillas y no pudo seguir. Fue rápido hasta la cocina y Clarisa aprovechó ese tiempo para dejar caer unas lágrimas buscando desesperada un pañuelo de papel en su mochila. -¿Querés tomar un mate?- preguntó Pablo con el pelo sobre los ojos.


- Sí, dale- dijo rápido con la cara sonriente. ¿Se habría dado cuenta que lloró? Atragantarse, toser, llorar.

28-2-10 Es mi primer día en la reserva. Esto es hermoso. Pareciera que regreso a un lugar en el que ya estuve. Me es familiar. Siento que los pinguinos son parecidos a mi. Yo, parecido a ellos. Silenciosos y distantes, con la ventaja de no tener que soportar preguntas acerca de ese estado. 2-3-10 Por primera vez siento una paz interna. Sólo los fotografío y trato de imitarlos. Hijos del viento. Guardianes de los mensajes de las ramas, del mar, de los animales. Escuchan a sus pichones, grito primordial que les hace correr hacia el mar (“Contra viento y marea”), para trerles pescados a su cría. Defienden a su hembra y al nido, peleando a veces cuerpo a cuerpo por el lugar. He sacado tantas fotos, quién sabe es para aprender más, para incorporar esa sabiduría. Incorporar: meterla en mi cuerpo, ser uno de ellos. Volver a ser lo que fui. Con el poco tiempo que ha pasado, no sé si tres o cuatro días, ya no quisiera

moverme de aquí. Me lo advirtieron, pero ya no me

importa fingir. Pertenezco a este lugar.


Hasta a mi me suena raro. Yo, que siempre debí irme, necesariamente debía partir lo antes posible, ahora siento que quiero quedarme. Que ya pertenezco a este lugar.

Esteban

Estos eran los últimos párrafos entendibles de su diario. Después había rayas, líneas desordenadas. Pudo haber sido que él creyera escribir, pero sus fuerzas menguaban, permaneciendo en un estado casi inconciente, hasta que lo encontraron al día siguiente Clarisa escuchaba con dolor. Agradecía que Pedro le hubiese leído del cuaderno de Esteban, esos últimos días. Por eso le dijo: -Gracias, Pedro. Es un honor que hayas compartido estos momentos tan íntimos de tu hermano. -No, no te preocupes. Si no hubieses venido, no sé cuándo me hubiera animado a abrir el cuaderno, a leerlo…Así es un poco más fácil. Aunque mucho no entiendo o no quiero entender porqué se fue tan lejos. Cómo no pude tender una red, un no sé… Algo que hubiese permitido que él deseara quedarse. - Sí, es difícil. Creo que quién sabe ya no era posible. Su decisión estaba tomada- dijo Clarisa respondiendo con una convicción impensada mientras abrió su mochila y sacó un paquete con una vela gris oscura, con forma de cubo, que le extendió con su mano abierta diciendo: -¿Querés que la prenda? -Sí, él esta aquí, ahora.




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