Mujercitas1

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Louisa May Alcott

Mujercitas

—Hannah lo dejó un instante sobre la mesa de la cocina y los gatos se lo han comido. Lo siento mucho, Amy —explicó Beth, que seguía al cuidado de los gatos. —Entonces, tendré que conseguir una langosta, porque con la lengua sola no bastará —afirmó Amy, decidida. —¿Quieres que vaya corriendo al pueblo a conseguirte una? —preguntó Jo con la magnanimidad de una mártir. —No, la traerías bajo el brazo, sin papel, solo para poner a prueba mi paciencia. Iré yo misma —respondió Amy, cuyo ánimo empezaba a decaer. Envuelta en un grueso chal y armada con un cesto, Amy salió de casa, convencida de que tomar el aire y caminar un rato calmaría su agitación y la ayudaría a afrontar con mejor espíritu las tareas del día. Tras un breve lapso, consiguió la tan ansiada langosta, además de un bote de aliño para ensaladas que le ahorraría tiempo en casa, y emprendió el camino de vuelta satisfecha con su gestión. En el ómnibus iba un único pasajero, una anciana dormida. Amy se cubrió con el chal y se dispuso a conjurar el tedio del trayecto pensando en qué había gastado su dinero. Estaba tan absorta en sus cálculos que no vio que un nuevo pasajero subía a bordo sin que el vehículo se detuviera y, al oír una voz masculina decir; «Buenos días, señorita March», levantó la vista y se topó con uno de los elegantes compañeros de universidad de Laurie. La joven, confiando en que el muchacho se apearía antes que ella, fingió que el cesto que estaba a sus pies no era suyo, se felicitó por haberse puesto un vestido nuevo y le devolvió el saludo con la dulzura y elegancia que la caracterizaban. Todo marchaba bien. La principal preocupación de Amy se disipó de inmediato al saber que el caballero se bajaría antes que ella. Ambos estaban charlando animadamente cuando la anciana se levantó para apearse y, al ir hacia la puerta, dio un golpe al cesto, y ¡oh, horror!, la langosta asomó la cabeza, revelando su vulgar tamaño y fulgor ante los ojos de un auténtico Tudor. —¡Por Dios, esa señora se ha dejado la cena! —exclamó el joven, mientras daba con el extremo del bastón al animal para que volviese al interior del cesto y se disponía a cogerlo para dárselo a la anciana. —No, por favor, es mío —murmuró Amy, casi tan roja como la langosta. —¡Oh, lo siento! Es un ejemplar magnífico, ¿verdad? —dijo Tudor muy serio, tratando de mostrar auténtico interés, prueba de su exquisita educación. Amy se rehízo de inmediato y, dejando el cesto sobre el asiento, preguntó entre risas: —¿No le gustaría comer un poco de la ensalada que prepararemos con esta langosta y conocer a las encantadoras jóvenes que han sido invitadas a degustarla?

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