Mujercitas1

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Louisa May Alcott

Mujercitas

—Me alegro que sea así. Pero, por favor, abrazadme y besadme todas, el vestido me trae sin cuidado. Si es por algo así, espero que se arrugue mucho en el día de hoy. —Meg abrió los brazos para estrechar a sus hermanas, cuyos rostros resplandecieron de felicidad al comprobar que el nuevo amor no había destronado al antiguo en el corazón de Meg—. Ahora iré a anudar la corbata de John y luego estaré un rato a solas con papá en el estudio. —Dicho esto, Meg bajó a toda prisa para cumplir con los dos pequeños rituales y poder dedicar el resto del tiempo a su madre, que, a pesar de sonreír amorosamente, sentía la tristeza interior que acompaña a todas las madres cuando el primer pájaro abandona el nido. Aprovecharé que las más jóvenes están reunidas dando un último repaso a sus sencillos atuendos para comentar cómo ha cambiado su aspecto en los últimos tres años; sin duda, todas están en su mejor momento. La figura de Jo es mucho menos angulosa, y ahora camina, si no con gracia, cuando menos con soltura. Le ha crecido el cabello y suele recogérselo en una gruesa cola de caballo, que favorece mucho más a la pequeña cabeza que corona su espigado cuerpo. Sus mejillas morenas tienen un toque lozano de color, y sus ojos, un brillo suave; en un día como este, se esmera por refrenar su afilada lengua para no pronunciar más que comentarios amables. Beth está ahora más delgada, pálida y callada que nunca. Sus hermosos y tiernos ojos parecen más grandes y su mirada tiene una expresión que genera tristeza en quien la ve, aun cuando ella no la sienta. Se diría que la sombra del dolor planea con patética paciencia sobre el joven rostro. Pero Beth casi nunca se queja; al contrario, suele hablar esperanzada de una «pronta mejoría». A Amy todas la consideran con justicia «la flor de la familia». A sus dieciséis años, tiene el aspecto y la actitud de una mujer hecha y derecha. Más que bella, posee ese atractivo indescriptible al que nos referimos como «gracia». Asoma en las curvas de su figura, en la forma y los movimientos de sus manos, en el vuelo de su vestido, en la caída de su cabello, natural y armoniosa y tan sugerente como bella. A Amy le seguía preocupando su nariz, que se negaba a adoptar un perfil griego. Tampoco le agradaba su boca, que le parecía excesivamente grande y con un labio inferior demasiado prominente. Esos rasgos imperfectos dotaban a su rostro de personalidad, pero ella no lo veía así y solo encontraba consuelo en la maravillosa blancura de su tez, sus vivos ojos azules y sus bucles, más dorados y abundantes que nunca. Las tres vestían trajes finos, de color plateado (sus vestidos de gala para el verano) y llevaban pequeñas rosas en el cabello y en el pecho. Y tenían el aspecto de lo que eran: jóvenes alegres de corazón y de rostro lozano, que han hecho una pausa en su ajetreada vida para leer emocionadas el capítulo más dulce en la novela de toda mujer.

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