Mujercitas1

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Louisa May Alcott

Mujercitas

duro y pone a prueba mi paciencia —se quejó la señorita Malaprop tras varios días consagrados al ocio, la despreocupación y el ennui. Ninguna quería reconocer que estaba cansada del experimento pero, el viernes por la noche, todas suspiraron aliviadas en secreto, pensando que la semana estaba a punto de terminar. La señora March, que estaba de muy buen humor, decidió llevar la lección al extremo y rematar el experimento con un final adecuado. Así pues, concedió el día libre a Hannah para que las chicas conocieran el resultado de un sistema de vida basado en el entretenimiento. Cuando las muchachas se levantaron el sábado por la mañana, no había fuego encendido en la cocina, ni desayuno sobre la mesa del comedor, ni rastro de su madre. —¡Válgame el cielo! ¿Qué habrá ocurrido? —exclamó Jo mirando alrededor con espanto. Meg corrió escaleras arriba y bajó de nuevo enseguida, más tranquila pero también perpleja e incluso algo avergonzada. —Mamá no está enferma, sino muy cansada. Dice que se va a quedar todo el día en su habitación, reposando y que hagamos lo que podamos. Todo esto es muy raro, esta actitud no es propia de mamá. Dice que ha tenido una semana muy difícil y me ha pedido que nos ocupemos de nosotras en lugar de quejarnos. —Es fácil y me gusta la idea. Me muero de ganas de hacer algo… quiero decir., de buscar un nuevo entretenimiento… Ya me entendéis —se apresuró a añadir Jo. De hecho, todas se sintieron muy aliviadas ante la perspectiva de poder ocuparse en algo útil y se pusieron manos a la obra llenas de buena voluntad. Sin embargo, no tardaron en comprobar que Hannah tenía razón cuando afirmaba que «las labores del hogar no son ninguna broma». La despensa estaba llena de comida y, mientras Beth y Amy ponían la mesa, Meg y Jo prepararon el desayuno, maravilladas de que las sirvientas considerasen duro el trabajo. —Aunque mamá me ha dicho que no nos preocupemos por ella, le subiré algo de desayuno —dijo Meg, que se sentó presidiendo la mesa y se sentía muy maternal detrás de la tetera. Prepararon una bandeja y se la subieron a su madre antes de empezar a desayunar, con los mejores deseos de la cocinera. El té estaba amargo, la tortilla francesa, quemada, y las galletas tenían grumos de bicarbonato, pero la señora March agradeció la comida y no rió con ganas hasta que Jo se hubo retirado. ¡Pobrecillas, mucho me temo que van a pasar un mal día! Pero no les hará ningún daño y les vendrá bien, se dijo, y se dispuso a comer unos manjares más apropiados que había preparado ella misma con antelación, después de vaciar los platos del

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