Luna de tor

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MARIAM AGUDO

LUNA DE TOR

hubiera crecido una segunda cabeza—. Eso es imposible. —No, no lo es —afirmó con vehemencia—. ¡Y no estoy loca ni tengo alucinaciones! —le amenazó, malinterpretando sus palabras—. Existen. Hay uno en esta casa, uno que… trata de acabar conmigo o… seducirme… o… ya no lo sé —se derrumbó. La extrañeza era patente en el semblante masculino. ¿Cómo podía el espíritu haberla agredido, si él era ese espíritu? Aquello era absurdo. La idea de que existiera otro como él se abrió paso en su mente, produciéndole una emoción agridulce, alivio por no saberse solo y rabia al descubrir que era esa otra ánima quien trataba de herir a Áurea. Pero ¿por qué? ¿También habría acariciado su cuerpo? —Áurea, necesito saber… —No estoy loca, Isaac —lo interrumpió, su rostro estaba pálido—. Sé que todo esto suena un tanto absurdo, pero te digo que… —Te creo, Áurea. Te creo. —La silenció. —¿Me crees? —preguntó con incredulidad, clavando sus enormes ojos castaños en los de él. —Sí, ¿eso he dicho, no? —gruñó. Se arrepintió al momento de la brusquedad de sus palabras. Áurea, ofendida, tragó saliva y permaneció en silencio. —¿Me crees? ¿Así como así? —susurró al cabo de unos segundos. —Sí, así como así. Si tú lo dices, sé que es verdad. —«Si ella supiera…», decía su mente mientras, con los pulgares, acariciaba los labios de la mujer y con sus ojos los de ella. Una calidez desconocida la recorrió ante la confianza ciega que le demostraba. Por un momento, su mente regresó a la noche anterior, a la breve imagen del ente ante ella. Sus rasgos, durante unos instantes, le resultaron tan familiares, tan parecidos a los de Isaac que… Pero no, aquello era absurdo. ¿Un espíritu no era un ser sin vida? Alguien muerto. Por el contrario, Isaac estaba vivo, muy vivo, confirmó al sentir cómo él la apretaba con más fuerza contra su pecho, haciendo más cerrado el anillo de sus brazos a su alrededor. Un escalofrío de anticipación la recorrió de pies a cabeza, sus sentidos se encendieron al sentir cómo el rostro masculino se sumergía entre los cabellos lacios e inhalaba el olor que desprendían, como si se tratara de un perfume embriagador. Era consciente del calor que emanaba de Isaac, a pesar de las capas de ropa que lo cubrían con un jersey blanco, un grueso abrigo sobre éste y un par de tejanos. La prueba de que Isaac estaba tan excitado como ella era inconfundible, se apretaba contra su vientre. En otras circunstancias se habría incomodado por el modo posesivo en que la tocaba; se habría avergonzado de protagonizar ese episodio de abierta excitación con un hombre al que apenas conocía, pero nada de eso sucedió. Se sintió a salvo, protegida, feliz de estar rodeada por sus brazos. Cerró los ojos y se apoyó,

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