Noticia de un Secuestro

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3 Maruja abrió los ojos y recordó un viejo adagio español: «Que no nos dé Dios lo que somos capaces de soportar». Habían transcurrido diez días desde el secuestro, y tanto Beatriz como ella empezaban a acostumbrarse a una rutina que la primera noche les pareció inconcebible. Los secuestradores les habían reiterado a menudo que aquélla era una operación militar, pero el régimen del cautiverio era peor que carcelario. Sólo podían hablar para asuntos urgentes y siempre en susurros. No podían levantarse del colchón, que les servía de cama común, y todo lo que necesitaban debían pedirlo a los dos guardianes que no las perdían de vista ni si estaban dormidas: permiso para sentarse, para estirar las piernas, para hablar con Marina, para fumar. Maruja tenía que taparse la boca con una almohada para amortiguar los ruidos de la tos. La única cama era la de Marina, iluminada de día y de noche por una veladora eterna. Paralelo a la cama estaba el colchón tirado en el suelo, donde dormían Maruja y Beatriz, una de ¡da y otra de vuelta, como los pescaditos del zodíaco, y con una sola cobija para las dos. Los guardianes velaban sentados en el suelo y recostados a la pared. Su espacio era tan estrecho que si estiraban las piernas les quedaban los pies sobre el colchón de las cautivas. Vivían en la penumbra porque la única ventana estaba clausurada. Antes de dormir, tapaban con trapos la rendija de la única puerta para que no se viera la luz de la veladora de Marina en el resto de la casa. No había otra luz ni de día ni de noche, salvo el resplandor del televisor, porque Maruja hizo quitar el foco azul que les daba a todos una palidez terrorífica. El cuarto cerrado y sin ventilación se saturaba de un calor pestilente. Las peores horas eran desde las seis hasta las nueve de la mañana, en que las cautivas permanecían despiertas, sin aire, sin nada de beber ni de comer, esperando que destaparan la rendija de la puerta para empezar a respirar. El único consuelo para Maruja y Marina era el suministro puntual de una jarra de café y un cartón de cigarrillos cada vez que lo pedían. Para Beatriz, especialista en terapia respiratoria, el humo acumulado en el cuartito era una desgracia. Sin embargo, la soportaba en silencio por lo felices que eran las otras. Marina, con su cigarrillo y su taza de café, exclamó alguna vez: «Cómo será de bueno cuando estemos las tres juntas en mi casa, fumando y tomando nuestro cafecito, y riéndonos de es~ tos días horribles». Ese día, en vez de sufrir, Beatriz lamentó no fumar. Que estuvieran las tres en la misma cárcel pudo ser una solución de emergencia, porque la casa donde las llevaron primero debió de quedar inservible cuando el taxi chocado reveló el rumbo de los secuestradores. Sólo así se explicaban el cambio de última hora, y la miseria de que hubiera sólo una cama estrecha, un colchón sencillo para dos y menos de seis metros cuadrados para las tres rehenes y los dos guardianes de turno. También a Marina la habían llevado de otra casa -o de otra finca, como ella decía- porque las borracheras y el desorden de los guardianes de la primera donde la tuvieron habían puesto en peligro a toda la organización. En todo caso, era inconcebible que una de las grandes transnacionales del mundo no tuviera un mínimo de corazón para mantener a sus secuaces y a sus víctimas en condiciones humanas.


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