Coordenadas (Lonely Planet: Japón)

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notas de edición

Me llamó Jose, su compañero de piso y propietario del mismo. Pagó el alquiler del último mes y se largó. Yo andaba buscando un piso céntrico y cuadró. Se llevó su ropa, maletas, sus sábanas, todo menos estos papeles y objetos. Sobre la mesa, grapadas y corregidas, hojas de 90 gramos impresas, versiones sobre su “plan”, notas en cuadernos arrancadas, tickets y abonos que recogería del suelo del autobús porque me hablaba de eso. Creía que cada uno de ellos contaba la historia del tacto de un mes, de las vueltas de una persona por el mundo con sus ilusiones, su cotidiano feroz y que eran pistas que él solo podía descubrir porque estaban codificados y él, como trabajador de la CTM había aprendido. Antes creíamos que estaba como una cabra, aunque sé que nunca contaba estas cosas a las chicas con las que se acostaba, con las que ligaba en los pubs. Era un tipo normal, festivo, alegre. Solo en ocasiones le daba una crisis y podía llamarnos a las 3 de la madrugada, cansado de la vida, de “su” vida y le parecía que todos los demás eran felices. Una noche, después de cenar, me llamó para contarme una historia. Le encantaba hacerlo y nosotros que lo hiciera, cuando nos reuníamos en un bar o en una cafetería y los demás coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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nos extendíamos en cuestiones del trabajo o nuestras relaciones, él asentía, negaba, seguía las conversaciones, se reía hasta que contaba algo que había visto, escuchado, o lo que relacionaba con lo que había leído en la página 34 del periódico. A partir de eso, creaba una historia nueva, que a algunos les cansaba y yo admiraba esa capacidad de, no evadirse, sino de abrir campos, puertas, ventanas, de airear las camas, de agitar las cortinas, de mover las ramas de los árboles, de huracanar las persianas hasta abatirlas de par en par y la habitación quedaba abierta en canal. Aire era su palabra favorita. Y océano. Aquella historia de aquella noche me sedujo tanto que comprendí el alcance de su plan y lo maravilloso. Me dijo que recibió un paquete con sus datos correctamente acentuados y la dirección sin error alguno. Era una guía de Lonely Planet y el país descrito, Japón. Nunca habíamos hablado de ese país y eso que habíamos fantaseado con irnos a recorrer Argentina de punta a punta o perdernos por Estados Unidos y pasar de ver las películas a vivirlas. Pero de Japón nada de nada. No la había visto hasta que entré en su habitación y ahí, en una esquina de la estantería, nuevecita. Su escritorio era un inmenso campo de batalla, siempre le gustaron interminables como este, robustos, tallados oscuros. Tenía libros nuevos que no leía, solo los abría y escogía palabras o coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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párrafos al azar y los copiaba en una libreta de media carilla y escribía su propio texto. Creo que no leyó nunca un libro completo pero había escrito miles, más personales, a su medida, los que le encajaban como un guante y eso que

su

biblioteca

se

reservaba

con

un

plantel

de

grandes

autores

seleccionados. Si le hablabas de Las ciudades invisibles de Calvino, él te hablaba de su “Calvino” y si te gustaba te regalaba su producto. Y asi conocimos “su Rayuela” con varios de los personajes y con otros suyos, su “Lolita” de Nabokov a la que desgajó y sus líneas necesitaban ventiladores a la máxima potencia para liberar todo el calor acumulado. Abrí los tres cajones y había fotografías y un sobre con algunas seleccionadas con un título que se repetía y repartía: coordenadas. Otra carpeta bajo unos libros con esa palabra, pero no había ni un resquicio de orden por ningún lado, anarquía total. Por eso, para mi mente más científica les puse números, más o menos con un sentido. En otro de los cajones encontré dos cartas de respuesta, abiertas y un par de textos que parecían extraídos o escritos a partir de noticias del periódico. Alquilé la habitación tres meses para que todo esto tuviera un principio y un final. Algo que me llamó la atención relacionado con esto de darle un sentido : no sé cuántas veces leí la palabra “ausencia”. Me parece que la disolvía en las coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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innumerables tazas de té que apuraba cada noche cuando terminaba su turno. Ausencia e insomnio tenían la consistencia de unos voluminosos cortinones decimonónicos y le pesaban por los hombros más que una estatua de mármol o con el mismo frío. No sé cuántas semanas empleó en dejar este cuarto plagado de termitas en forma de papeles que se comían cada resto que levantase la voz ausente o insomne.

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No había truco ni maquillaje. Le miraba directamente a los labios, dulcemente. Ella seguía contándole no sé qué historias, de la secretaria del jefe, de no sé cuántos compañeros porque los nombraba como si los conociera, me daba

exactamente igual, flamante americana impoluta y sus labios carnosos aún sin domesticar lo suficiente. Tenía que aguantar esos rollos, esas demostraciones de que la vida no le está oxidando. Cada una de las chicas con las que se citaba hacían lo mismo, hablaban de sí mismas, parecía que escuchaban y lo único que querían era verse delante de un espejo, actuante, ellas orgullosas engreídas pero con las mismas ganas que él de satisfacerse temporalmente, exudación, rozamiento, gemido, caerse de la cama. Luego se pillan de uno, buscan bombones en un trato donde no figuraban ni por asomo, donde todo quedó transparente, ni tampoco las llamadas repetidas constantes, solo porque echan de menos su reflejo, mi disponibilidad. En él se resumían todos los aspectos que evitaban, en lo que jamás acabarían : mi aire de abatido, de alegría momentánea, de fulgor inesperado pero tenue, mi cierto fracaso. En uno de sus ratos libres había leído la historia de Grisha Perelman, el matemático que abandonó reconocimientos, premios, el tipo resolvió la conjetura de coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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Poincaré, no tengo ni idea que es esto pero parece de lo más serio, y el tipo, dijo que no, que además viendo cómo se comportaba esa realidad de los matématicos que no podía ser otra cosa que perfecta, sin fallo, dijo adiós, ahí os quedáis. Para él, la realidad ya había pasado la ITV y no le gustaba nada, el resultado fue negativo. Tenía la manía de hacer un gestito delante del vaho del espejo cada mañana antes de ducharse : ponía el índice y el pulgar a manera de pistola y se lo ponía en la sien. Era una costumbre estúpida que no tenía que ver con el suicidio sino que lo veía como una manera de ofrecer a ese mundo que estaba fuera, su condena, su rechazo. Hasta que un día, se miró, se vio tan humano que reconoció que todos estábamos hechos de la misma pasta, que aquello que le incrementaba la úlcera no era ajeno y que él podía arreglar todo este tinglado. Se comprometió con la vida tan decidido que se coló en su raíz, en sus posibilidades. Por eso, escribía cartas para continuar las historias que se quebraban o para crearlas allí donde pudo ser. Cada vez que lo hacía sabía que estaba sustituyendo la realidad y ya había recibido gritos de señoras porque no paraba donde debía, tan concentrado como andaba. Recordaba aquella moto que tuvo que vender y con la que recorrió mil veces las rondas de Barcelona porque eso le permitía pensar y vuelta tras vuelta después del trabajo. Escribir. coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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Era lo que había encontrado como sistema eficaz. Había desarrollado tanto la técnica de la escritura que solo tenía que mirar y el fino hilo que abría una botella semivacía le impulsaba a completar una historia a su medida, se le aceleraba el pulso cuando pensaba en la de cartas que estaban surgiendo. A veces, en las noches de otoño, le sobrevenían todos los destinatarios y nacían, se encontraban en un limbo sin alas, y mantenían conversaciones. Menos mal que solo era a veces porque de lo contrario hubiera acabado loco por completo y no era precisamente su intención.

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Todo en su vida tenía un poso amargo o de renuncia. Todo acto implica una renuncia, lo había escuchado mil veces. Estaba hasta las narices porque ni siquiera él sabía qué significaba esto y lo aplicaba a rajatabla y así le había ido todo. Su trabajo como conductor de autobuses empeoró su salud. Se aburría metódicamente, se pinchaba con la impresión de que todos sus compañeros habían triunfado y él había acabado vistiendo la camisa azul cielo, el jersey azul oscuro, el pantalón azul oscuro y los zapatos negros. Ese dato, « negro » que a un viandante común pasaba desapercibido para él significaba que todo tenía su lógica, que aunque estuvieras empantanado, hasta las cejas de deudas, hay una dispersión, algo que lima las asperezas, que no huye hacia las nubes, eso es el fracaso, no, existían unos zapatos negros con fondo azul que encajaban a la perfección en un sábado de coladas.

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Desayunaba a las 8h30 en la cafetería restaurante La regenta, lo de siempre, un cortado y unas tostadas bien cargadas de mantequilla y con mermelada de fresa, exclusivamente. La leche, caliente, porque le emocionaba alargar ese momento y olvidar la tragedia de tantos amores rotos a los que no se entregaba por completo porque al final no eran capaces de entender que las cosas funcionan a otro ritmo y que él también tenía derecho al suyo. Eso de tragedia sonó forzado, ridículo, teatral. Le gustaba tanto sentirse la víctima… Juan Aparicio, nº 5243, turno de tarde-noche hasta las 23h. A veces, cambiaba el turno como hoy, con uno de sus mejores amigos. Estaría en casa hacia las tres y podría ver las noticias. Creía que en cualquier instante, encendería la radio o la televisión y comenzarían con una pantalla en arcoiris como la carta de ajuste o con un picnic derretido, noticias humanas, que nos hacen sentir felices. El turno no fue ni mucho menos interesante: asuntos mecánicos, asintiendo formalmente, hola, buenos días, me abre la puerta, vayan hacia

atrás, perdón, no pica. A las 14h55 estaba en casa y nada más entrar encendió el fuego y puso un cazo con agua y un poco de sal. Le apetecía arroz con verduras. El vapor...Escuchó en la tele que hablaban de una manifestación por coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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la justicia (sinceramente solo escuchó un ruido ininteligible de la presentadora del informativo, piquetes, reivindicaciones salariales) y pensó en esa relación tan idílica con Julia que terminó en poco menos que en una carga policial. Nunca sabrá si era lo que esperaba para moverse, pero el caso es que desde aquel día y cierta acidez de estómago le hizo concebir la idea de una actuación y mandarle una carta de ahí te quedas cariño con todas las repercusiones que podría tener. Bye, bye, tampoco soy tan estúpido.

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La técnica. Se compró un bloc de 120 hojas, suficientes para escribir unas cuantas. Un lote de BIC (rojo negro azul verde). Color. Era lo que buscaba. Color, variedad, multitud, todo lo que menos tenía que ver con la soledad. En sus cartas no hablaría de sustantivos abstractos, estaba cansado de ellos, no le decían nada, solo llenan la boca y si bajan un poco más obstruyen la garganta. Cada vez que terminaba un circuito le sobraban unos cinco minutos dependiendo del tráfico y como no tenía muchas ganas de observar pasivamente, de completar su cerebro con hechos causales que se escapaban en estado embrionario, sucio, deforme, los aprovechaba. Esos cinco minutos ganados a la rutina serían los que sentarían la base de las cartas. Era su forma útil de hacer el mismo gesto del espejo, pegar un tiro a esa vida, que no era a la vida sino al conformismo, mejor dicho, al sentarse cómodamente en el sofá nada más llegar a casa encender la televisión efectuar tareas higiénicas y prácticas para el siguiente día, y repetición de gestos. Quería sacar de raíz ese endurecimiento de la piel, ese quiste, esa berruga a la que le salen unos pelos horribles, duros, cuando se descuida. Como el amor. La técnica. Elegiría los personajes de todas sus vueltas por la ciudad, línea 50 : una chica con los coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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gestos de otra, un novio con los rasgos de tres o cuatro que entraron, objetos de todos. María, la destinataria, era laura, julia, engracia, elisabeth, isabella, los complementos de todas ellas la definirían. Su manera de coger el libro o mejor, nada de libros, es más sofisticada y enreda sus dedos entre su cabello rizado o juega con el collar que le trajeron de Zanzíbar. Había un reposabrazos cerca de la puerta, ese sería su escritorio.

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El primer libro que entró en su vida fue algo de Emilio Salgari, con portada roja y ciertas líneas doradas en una edición demasiado barroca. Iba de un lado a otro de casa, entraba a las habitaciones de sus hermanas repitiendo el nombre. Salgari, Salgari. Le parecía un grito de guerra, el bastón de mando de una tribu desconocida, una despedida entre desconocidos en un andén brumoso de película en blanco y negro. No fue algo de un día. Seguía una agenda de cumplimiento obligatorio y solo en los días que figuraban con un círculo rojo grueso, solo esos eran de Salgari. Sin embargo, nunca leyó ese libro. Nunca. Miraba las portadas curioseaba entre las páginas y escribía algunas frases sueltas, nombres de otros personajes, objetos varios y los dejaba en una hoja de papel para que tomaran la fisonomía de nuevas historias. Creía que saldrían solas, que potencialemente todo lo que entraba en contacto con Salgari, con esa varita mágica, cobraba vida. El último fue hace unos días, esta guía de Lonely Planet de Japón. Como el primer libro, no tuvo nada que ver. No la había pedido.

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Sonó el timbre. Dos veces. No había quedado con nadie. Contestó y desde abajo una voz funcionaria. Le dijo que tenía un paquete a su nombre. No había comprado nada. Nadie le había informado del envío, esa prudencia que se toman las personas para que no se pierda nada, solo por el hecho de no fracasar, sentir que lo que hicieron tenía un sentido. Su nombre y su dirección, todo correcto. El remitente le sonaba de algo, de algún artículo comprado hacía ya un tiempo. Cerrada la transacción, fin de la historia. A santo de qué, tenía ese paquete. Con seguridad, se trataba de un error. Estuvo a punto de devolverlo pero no tenía coste de reembolso y la curiosidad le invadió de la cabeza a los pies. Sin nota, sin ninguna pista. Lonely Planet: Japón. Nunca había pensado ni pensaba viajar a Japón. Alguna vez, dijo en voz alta como de pequeño Salgari, Tokio, Tokio. Era tan contundente, tan precisa. Tokio. Tokio.

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Algo así como en One our photo o Retratos de una obsesión ese Parrish meticuloso, intrincado, fino como una hebra, intenso como una bolita de pimienta en la lengua. Eso sí, sin acabar como una puta cabra. Era lo que se dice, cliché, un tipo normal, más bien ordinario con unos hábitos cortados a la medida del 80 por ciento de las caras cansadas del metro, de los andenes a rebosar a las 7 y media de la mañana y a las dos del mediodía. Imaginaba unas chinchetas marcando en un corcho la línea divisoria de los kilómetros de esa carta expuesta. Desestimó este hecho por considerarlo enfermizo y además le vinieron a la cabeza los asesinos en serie de las películas o la del número 23, las paredes repletas de recortes de periódicos ya amarillentos, fotografías rotas, ajadas, arrugadas. No, las quería mantener impolutas, vivas no desmembradas. Mantenerlas siempre dispuestas a mezclarse, a crear infinitas maternidades.

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Las primeras cartas no eran nada del otro mundo, le salían sin chispa, apenas cinco líneas con un regusto a lo pomposo de los salones franceses de la Ilustración. Impaciente en la número uno. Había decidido que las distancias crecerían a medida que se ampliaban las líneas y las hojas. Ruth García Linares fue algo local casi vecinos. Una línea más y saldría de esa ciudad, hasta entonces escribiría por su barriada.Tenía que poner sumo cuidado en el vocabulario que emplearía, uno intermedio bastaría, sin ofender, sin incomodar y sobre todo, sin que diera a entender que era un acosador, un pervertido sino que era una historia que intervendría en su vida directamente. El azar hacía el resto, le daba ese punto de curiosidad que buscaba, necesario. La dirección era la puerta abierta, el hecho discordante en la mente de ella. Esa carta la haría propia, ese imprevisto en su vida incidiría en su cotidiano, rompería la simetría. Se encontraría con varias amigas y les contaría este hecho y la potencialidad aumentaría, lo contaría como algo suyo, íntimo, dudaría entre abrirla o no, preguntaría a la casera, y confirmaría que nunca hubo una chica llamada así, buscaría en Google, Facebook, no, no existe, o sí porque alguien le ha escrito. Dentro escribiría un remitente, un contéstame y a partir de esa inquisición, la coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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apertura medida, la apertura rasgante, imperfecta, si hay una respuesta. Él tendría la constancia. Y si no, esto habrá desencadenado sin apenas esfuerzo una cadena de microhistorias, de posibilidades. Siempre la posibilidad. Quizás se consuma como un café en un desayuno o sea motivo de regreso cuando las cosas no vayan como quiere uno. Solo le aterraba un poco que terminaran muchas de ellas sin recoger o tiradas sin abrir en el cubo de la basura entre peladuras de patatas, yogures caducados, huesos de pollo asado.

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Estaba solo desde hacía un año y sabía que todos los insultos, recriminaciones, reproches, todas esas palabras tan sucias, cenagales, salieron de su boca porque se le fue la mano. Iban dirigidas a él mismo, pero claro, necesitamos un cuerpo delante y le tocó a ella, que era él. Nunca lo comprendió y como para comprenderlo. Le encantaban las mujeres, las adoraba hasta con sus más viperinas estrategias. Realmente son más agudas que los hombres, más incisivas y saben lo que quieren y cómo conseguirlo. Anda que no se han hecho programas especiales sobre este asunto. Tan obvio. No tienen moderación, se entregan con las tripas. No podía quitarse de la cabeza que estaba en una carnicería pidiendo la vez y dependiendo del día de la semana, escogía cordon bleu, pechuga de pollo, muslos, lomo de cinta adobado, ternera, aguja, salchichas o pasaba a la sección de embutidos y

mortadelas. Consistencia.

Carnívoro. Sin excepción saciaba el apetito y eso sabía que, a la larga, terminaría matándolo, lentamente pero certero y esas visiones se completaban con un ridículo disfraz de diana. En fin, no era tan difícil, señalar, decir la cantidad, pagar el importe y salir con la bolsa de plástico. Aunque “el cambio se coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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ha agotado. Será el momento de dejar de fumar”, rotundo y los tornillos se pasan de rosca, las tuercas se aflojan y la carnicería cierra por reformas. A la suerte hay que tenderle trampas y, tarde o temprano, cuál es tu número de

teléfono.

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Siempre, pero cuando digo “siempre” es así, me equivocaba en los cumpleaños. Desde niño. Siempre terminaba fingiendo un dolor de estómago y claro, para un niño y más si es el que organiza, el hecho de que termine la tarta o el bol de las patatas fritas llenos de vómito le condiciona hasta tal extremo que no presta demasiada atención a tu ausencia. Creo que por ese motivo no tuve demasiados amigos porque no pensaba en lo que podían necesitar o le encantaba y siempre caía un libro inverosímil cuando el agraciado pensaba en el último guerrero de Mattel o lo más anunciado en la TV que éramos niños a punto de dejar de serlo y debíamos aprovechar los últimos desvelos. Poco a poco, me deshacía en la presentación y felicitaciones y sé que ni uno solo de mis regalos permanecerá en la vitrina de sus recuerdos y no será referencia adulta de nostalgias ni siquiera en su lista de cosas que se llevaría a una isla desierta. Es un fracaso y punto.

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"En 1947, después de la muerte de su esposa, Jorge Guillén pasó varios días encerrado en un cuarto, leyendo una por una todas las cartas que él le había escrito a lo largo de dieciséis años". Solo fue un hola, qué tal las vacaciones y después fueron creciendo y pasando por todas las etapas de la vida: lactancia, niñez, escuelas, jardines de infancia, aprender a andar, nadar, ir en bicicleta sin pegarse morrazos, adolescencias, timideces, acné, siempre la clase B, la de los gamberros como decía mi madre, el instituto y los de delante y los de atrás montándola, el primer beso y el segundo, la universidad, los viajes transatlánticos buscando el mar o algunas chinitas para los bolsillos a fin de no volar a todas horas, los hijos, los atardeceres y la madurez, así guillotinados, pasos con zapatillas de casa de cuadros con goma, las arrugas, o sí, las arrugas, la muerte silenciosa con olor a cueva y ese color a cera que mata, y luego, "en 1947, después de la muerte de su esposa, Jorge Guillén pasó varios días encerrado en un cuarto, leyendo una por una todas las cartas que él le había escrito a lo largo de dieciséis años". El rescate. Paré de contar las cartas cuando llegué a las 126.

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Comprobó que la ropa estaba seca. Su camiseta de la selección, sus pantalones cortos (los que tienen tantos bolsillos y que siempre son motivo de bronca que si has dejado unas piedras, que por qué no quitaste la arena de dentro, que si papeles, que si cinco euros, que si un cartón...). Las zapatillas secas, ayer se las empapó jugando al fútbol por la tarde en un terreno con mucho barro, habían sacado el césped a patadas. Su abuelo le iba a llevar al centro a cambiar sus cromos y miraba con mucha atención el reloj de pulsera de su abuelo y este, ni corto ni perezoso, le dijo toma y él se lo puso con una sonrisa a corazón abierto. Sí, le colgaba hasta el suelo, le quedaba muy suelto, no importaba y menos cuando vio cómo una niña suspendía entre sus dedos un pájaro de papel arrugado. Pensó, habrá volado desde Etiopía sin escalas. El día no podía ser mejor: su padre le había contado como un secreto entre hombres que a su vuelta tendría spaguetti con albóndigas y queso cheddar, su preferido. Siempre había sido un chico resolutivo, despierto, que se emocionaba con esas pequeñas cosas que todo el mundo teme y ama a partes iguales. Más tarde, entendió que lo evidente era demasiado fácil y que en la vida lo que opera y mueve los hilos tiene medidas rayando lo invisible. El amor por ejemplo, no es coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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el beso, es una mirada, un imperceptible cric cric, y despu茅s lo obvio y el orgasmo. Nunca le falt贸, pero parece que le pasaba como a aquel reloj de su abuelo, que le resultaba holgado.

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El mar. Era una manía incontrolable, un latigazo en medio del cogote cada vez que asistía a una reunión o me presentaban a alguien. El mar. Eran las 6 de la mañana y al abrirse las puertas me quedé mirando una de esas pegatinas de “Literatura móvil” y puede ser tan trascendente como un cambio de gobierno y Juan Farias me susurró que una mañana de aguas vivas en agosto, casi casi como la de hoy, pura coincidencia, trajo un tronco grande, posiblemente un mástil de barco o un poste de teléfono. Desde ese momento, desmontar la idea de que el mar era algo misterioso, cerrado, inabarcable flotando sobre su propio fango inconsistente, cambiante, se constituyó como una finalidad en mi tiempo libre. Manías del ser humano por fijar residencias con lo que nos supera. Pepe Hierro decidió ser poeta para poner voz a lo que sentía en el mar y por ahí, Baricco decidió nombrar “mar” sin decir “mar” porque no tenía gracia. Ese tronco no aleatorio, nada azaroso reivindicaba con su presencia unas coordenadas precisas, un mundo existente, con sus patas, sus problemas existencialistas, su necesidad diaria de preparar la comida y fregar los platos. Era justo el impulso que necesitaba porque sucedía lo mismito con las cartas, eran un espacio nuevo, una grieta, una forma maravillosa de trazar las líneas coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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maestras del mar, sus coordenadas. Tras una noche de bares residuales me confiaron como un secreto que para ser marino mercante necesitaba una buena guía de estrellas y la trigonometría y eso me recordó instantáneamente a lo variable de las vidas, de las direcciones tan expuestas a mudanzas, reparto de bienes,

herencias,

defunciones,

ampliaciones

familiares

y

cualquier

extravagancia que nos hace cerrar con fuerza la cremallera de la maleta y dejar tras de sí ese mundo que se hunde. Por eso, dos mañanas más tarde cogí el primer vuelo a Barcelona y me senté en el puerto con un cuaderno de notas a observar en el rostro de los que se embarcaban un indicio, una marca, como el del que regresaba y compararlos, tomar al vuelo sus direcciones. Después, terminado el trabajo las situé en la ciudad, ganada al mar, es decir, antes era mar y ahora el destino de mis cartas. Decidí que las cartas irían a la costa y que Barcelona y San Sebastián serían el primer destino de ellas. Después cuando se hicieran más grandes, Buenos Aires y por último, Canadá con su Vancouver.

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En el supermercado hay tantas secciones como ausencias o como desparejados que buscan llenar ese vacío con los yogures o el kilo de naranjas. Me contaron una historia buenísima sobre dos que se encuentran en el super y solo queda una caja de cereales o un tarro de mermelada de fresa. Sus manos se encuentran o sus miradas o se chocan los carros, no lo recuerdo bien y el final de la historia es de reality show. Parece mentira que abunde tanta cursilería. Hoy está lloviendo y me apetece pensar en estas situaciones. A veces sirven y otras saben a todo el mar en la boca, así por completo y saladísimo. Duele, duele, es algo como una niebla que sube desde los pies, al principio es gracioso porque hace cosquillas y luego, no sé cuándo se vuelve turbia, ennegrece y en este punto irrita la piel y cuando ya ha llegado a los labios es tan áspera que cuesta digerirlo. Llegas un día a casa y estás tan harto, tan quemado de las valoraciones, de la interpretación de los gestos, actuaciones, actuaciones que te vuelves contra su fantasma y tiras todas sus cartas con todas sus palabras por la ventana y rezas para que llueva como nunca “desde hace 20 años nunca vi algo parecido”. Después del incendio, repueblan el monte. Lo mismo con las cartas. No te voy a recuperar, no me interesa, no está en mis planes. Iré coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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cerrando habitaciones, una a una y cuando llegue a la puerta de la calle, esperaré un instante, comprobaré que todo está en orden y la cerraré cuidadosamente y sin llave. Nada de re-, es hora de crear, con todo su encanto de esfuerzo, porque tiene que costar, todo está marcado con un precio, este café en esta luz tenue, la vida, se murió Kirchner y Cristina le llora, el país está a un paso de ser devorado por las mismas jaurías de siglos. Es otoño y algunas hojas caídas en los sumideros son vidrios rotos de cerveza.

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Entre la cena y el ordenar las cosas para el día siguiente, entre Tirso de Molina y Tribunal, entre el Bingo y la fábrica de Bosch, entre “depuración” y “bandeja de salida”, entre “tengo que” y “me gustaría”, el incendio no es algo que figure en la agenda y no sirve de nada que prepares la mesa con velas de canela y naranja o te compres un conjunto interior de encaje o el nuevo Kenzo, no. Cuando sucede, te levantas como un resorte, tiritante, como aprendiendo de nuevo a subir en bicicleta, desencajado, desliado y se nota, das traspiés para habituarte al nuevo paso, un cambio de piel como una anaconda o una mantis religiosa. No hay vuelta atrás y descubres que la piel es un papel secante, que hay regiones sin escritura, descuidadas, y, joder, nos damos cuenta de que nos estábamos comiendo con patatas una vida de tragaperras, de cera, como borregos.

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Suspense. Las ventanas se cerraron de golpe, las cafeterías terminaron por romper las últimas tazas del día y los niños, por primera vez, no tuvieron que copiar 5 veces la lección 17. Suspense. La medianoche avanza con ese vaho con el que disfrutamos los no fumadores desde la infancia. Buscamos un refugio con olor delicioso a café y conversaciones interrumpidas. Sé más del mar que de la noche, así que informadme aquellos que tenéis piel de secano, qué pasa con los campos de trigo en madrugadas de luna llena. Después, después de pulirme los discos de los Beatles y hasta los de los Duncan Dhu es de día y una serenidad de cuento chino murmura la lluvia a las 10 de la mañana de un martes de ceniza o de posos de té. Enero avanza hacia la primavera con todos los matices del arcoiris. Así

"se inventaron los-sueños-dorados / entre las

perfumadas basuras / de la calle donde estuvimos esperando / voló por los aires / un camisón perfectamente frágil y rosado / voló como un hada protectora / a la hora triste y perfecta de la tarde", Paco Urondo ha abierto zanjas en mis cortinas con el cigarrillo prendido. El tiempo fulmina al tiempo, y nada más cerrar los ojos, los domingos se pintan los labios de rojo y me dejan coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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con los calcetines bajados. Tras aquello del « No, lo siento. No bailo.-dijo él, mientras apuraba la décima copa. Tengo una cita...Y al fondo del patio, el ruido de la puerta avisó de un pintalabios rojísimo y una sonrisa... ». Nada de suspense, chico, es la realidad, ya no existen príncipes azules y aquello de besar al sapo es asqueroso, perdí todas las hojas del cuento. Ciertas noches de Madrid guardan la lluvia y los zapatos rojos en calles silenciosas, pegajosas, melancólicas.

Lugares

donde

sucede

todo

repentinamente:

una

pareja

besándose y sobrepasando la dosis recomendada por los médicos, un mechero sustituye a la luna, unas manos que se escapan por una esquina y fotografías tiradas por el suelo de un tal Michael. Nada de suspense. Hay que moverse y dejar de lanzar besos por la ventana cuando pasan las borrachas cantando a Britney, eso es de lo más deprimente. Así que ponte los calzoncillos limpios y pierde los papeles, si es estrictamente necesario.

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Mirar a los zapatos para ver el cielo, el que mira directamente al cielo está huyendo y camina sobre arenas movedizas. Hay más zapatos que pies para calzar, son la invasión lenta y pienso que esto es así porque nos pegan gritos, son el testimonio de que el mundo está para ser gastado, que es antinatural meterse las manos en los bolsillos y decir, sí, sí, a todo, como uno de esos perros en la bandeja del maletero. He cambiado de vestuario tantas veces, sobre todo a las mujeres, y les he dado tanta vida comprándoles sin que se enteraran collares, complementos, medias de infarto, tacones de fiesta de cumpleaños o de nochevieja, les he igualado el maquillaje, retirándoles el innecesario, me he enamorado de un total de doce. He desprendido las etiquetas, he limado los bordes de las piezas metálicas y he deshilachado las blusas más conmovedoras. Ventajas de ser el chófer.

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En Japón, 36 Norte 138 Oeste, no hay habitaciones número 4 en los hoteles ni en los hospitales. Dicen que tiene el mismo sonido que « muerte ». Creo que el centro de la ciudad es un gran contenedor de números 4 porque todos tenemos uno, una especie de armario donde dejamos los cuatros en desuso, ajados, una muerte que implica una vía de abandono y una carretera hacia un destino a mil kilómetros. Caminar entre ellos es como entre espectros que nos atemorizan con manos saliendo por las puertas a plena luz del día, bajar por Montera donde todos absolutamente todos están fuera para evitar enfrentarse a esos números 4. Yo me estoy enfrentando, estoy estableciendo unas coordenadas. Cuatro es volátil, inflamable. El trébol de cuatro hojas es una muerte diminuta, una salvajada del destino que discrimina otras opciones. Curiosamente las disyuntivas, siempre elige una elige otra, esta o aquella, aquí y ahora, la tercera es una variable prudente o cobarde, del que huye y no es capaz de elegir y coge el primer autobús que pasa por el cruce de caminos. La cuarta es la correcta, la que está por crear, pero conociendo previamente las reglas, un poco como hicieron los románticos en sus orígenes. En fin, que no se me quitaba de la cabeza qué haría con las direcciones, al azar o inventaría números y algunos se coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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me escaparían de las manos, quedarían en promesas mojadas, desechadas hasta que, tan ridículo como una tarde sin nada que hacer y una noticia sobre costumbres japonesas, se coló el “shi” entre el sushi y el arroz, sonoro como un espejismo y real como la corteza de un castaño, cortante como un papel recién comprado.

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Cuando termine mi turno pasaré por la papelería de Jacinto Benavente y me pondré manos a la obra. Me perderé entre papeles ciruela frambuesa cáñamo vainilla castaño

arena cemento mármol, nunca imaginé que los papeles

tuvieran otro nombre que no fuera el suyo “papel”. Extraños insomnios que llevaron a alguien a procurar la definición de los más débiles dotándoles de nombre y apellidos y descendencia. Aceitado. Apergaminado. Avitelado. Carbón. Cebolla. Continuo. Cuché. De barba. De China. De estraza. De filtro. De fumar. De hilo. De lija. De tina Estucado. Higiénico. Litográfico. Manila. Pluma.Satinado. Secante. Tela. Vegetal. Vergé. Y en la impaciencia reuniré más datos, más incógnitas en la ecuación con los sellos, las estafetas de correos. Ni en un millón terminaría, caballero, touché.

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Al próximo que diga que la vida es una mierda, le cierro la boca de un puñetazo. Así a tiro limpio. Ya lo sabemos. Mi modelo no es Batman sino Jóker. Los días cotidianos están llenos de esa ceniza que dejan las miradas tristes, caídas, en la cuneta. No me da la gana de seguir pagando con mi respiración tanto gris, tanta corbata perfectamente anudada, tanta prisa por coger un asiento en el metro. Mis superhéroes han cambiado de acera. Elijo a los malos porque siempre sonríen y los buenos siempre tienen cara de momia. Por lo tanto, al próximo que me escriba una nota por debajo de la puerta y lea que la vida es un asco, lo atropello con un camión de Coca Cola.

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Noviembre entra de puntillas, se sienta a mi lado apenas con el chasquido de un cigarrillo. Le digo que no fume más, que lo matará un día. Se ríe sabiendo perfectamente que yo terminaré fumando una pipa con tabaco suave. Nadie podría decir que estoy empapado si no se acercan y me huelen la ropa, el cuello, las manos, la mirada. Aún tengo manchas de grasa en las botas y heridas abiertas en las palmas. Me dice que le cuente por qué volví si mar adentro está la razón de todo, la utopía que se desvela y se concreta en algo espeso, masticable. Le digo que algunos hombres se quedaron allí y pidieron que alguien se quedase en la orilla para hablar de ellos, para que no se perdieran, para que otros supieran el camino. Noviembre entorna los ojos, dice eureka, y pregunta si hay algo para comer y estruja la colilla en el cenicero, a

veces desearía ser abril pero me tocó el mes de las rebajas y las fotos de postales. Me río, ya preparo algo para saciarnos esta noche.

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No sé por qué últimamente Madrid huele a mar. Mejor dicho, a mí. Será que en esencia está llamándome poderosamente al exilio, nuevamente. Huele también a violetas frescas. Esa mezcla me gusta, mucho. Mar, violetas frescas y colada. Sí, colada en domingo como si fuera en sábado. Y los sábados son el preámbulo a un salto sin red de la semana, de ese lunes que a veces con un cortado se resuelve en algo esperanzador. Recuerdo esos versos míos "varias son las vueltas y continúo girando". Pienso que hay millones de personas que viven en Madrid y están bien o llanamente están. Pienso que hay gente con el rostro curtido por el mar y la sal y están bien, siempre me los imagino soñando más allá del horizonte. Aquí en Madrid te tapa los sueños el siguiente bloque de edificios o las peleas de madrugada o las ambulancias a todas horas. Hasta las amapolas se marchitan en apenas unas horas a pesar de manos dulces. No se puede permitir que unas amapolas, que unas violetas, que unos tulipanes sean tan efímeros con tanto sueño derramado en ellos. Porque los sueños dicen que permanecen siempre. Está atardeciendo, la luz es extraordinaria como un gigante que se adormece intuyendo al fondo del escenario un resto de océano.

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Me había comprado una Sony DCR-SX73E Videocámara de definición estándar con memoria Flash Excelentes imágenes, hasta 11 h de vídeo en memoria interna de 16 GB, para prolongar el tiempo de grabación, con zoom potente que le permite acercarse más. Me gustaba y hallé mi alter ego, mi alma gemela en Fallen Angels porque cuando me dejó ella ya no tenía a quién enviar nada (o no me dio la gana o la pereza me carcomió las entrañas). No estaba de acuerdo con el protagonista ya que no me lo autoenviaría. Me meterían en la cárcel si enviara algo como un vídeo o una foto. Tentaciones.

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Buesa, Buesa, con “B”. José Ángel Buesa. Tantas veces había recibido negativas en su búsqueda, que acababa por obsesionarse como me pasó con Sobre

héroes y tumbas incluso en esta ocasión, lo empecé a leer contraviniendo mis normas de comportamiento. Era una tarde vulgar, de cocacolas en un bar cerca de la parada. Aún quedaba hora y media para el turno y ya había ingerido todas las tilas capaces de soportar. Estábamos a mediados de diciembre y era una locura, si no evitabas las calles principales. No encontré ninguna actividad más entretenida que pasarme un momento por la sección de poesía de la FNAC, desplazada del pasillo principal y emancipada humildemente en une chambre

de boursier. Siempre me distrajeron las conversaciones ajenas, quizás para sentir que en alguna de ellas estaba incluido sin querer, una de esas generalidades estentóreas, suspendido en la idea de que nos creemos únicos e irrepetibles y no es así, alguien vive nuestra vida exactamente en otra parte del mundo. Por lo menos deseo que sea así, porque encontrarme conmigo mismo sería un quiebro filosófico que no lo concibo ni como supositorio. Tampoco me entristece este hecho, ni me cuelga en una depresión de esparto. Simplemente lo constato, lo sé y punto y juego con descubrir en esas conversaciones rasgos coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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que podrían ser lo mismo y construir un nuevo Juan Aparicio con las piezas de veinte conversaciones. Así que, en el tiempo que escribí esto estaba mirado las novedades y ex-novedades, y una chica hizo la pregunta que yo hacía comúnmente y escuchó la respuesta que invariablemente escuchaba yo para muchos de mis libros, de los cuales más de tres cuartas partes no he leído una línea. ¿Pero es colombiano, andaluz? Me di la vuelta y la chica estaba preocupada y no estaba nada mal. No, cubano, cubano. Le aseguraron que no tenían ni una sola obra de este tipo y esa seguridad daba la sensación de que jamás harían el mísero esfuerzo por tener algo suyo. Antes de ser conductor, trabajé en una empresas de suministros sanitarios como comercial y me pareció divertido poner en práctica esas técnicas en un escenario diferente. No era una gran vendedor, pero sabía aprovechar el momento y ese era uno de esos, no lo dejé escapar. Me acerqué a la chica, se llamaba Ana, logré convencerle de que Buesa era mi poeta preferido, que dormía con sus textos y de que casualmente, de tan memorizado que lo tenía, quería desprenderme de uno de mis ejemplares y estaba en standby hasta que alguien lo deseara tanto como yo. Se me pasó el tiempo de un lado para otro y nos intercambiamos los móviles y esa fue su sentencia porque al día siguiente era mi día libre y acabé coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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de madrugada en su casa, en su cama, sudoroso y mil papeles mojados que había llevado para reforzar la venta. En fin, Buesa con “B”.

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Le gustaba que el aire y la luz entraran oblicuos por la ventana del salón. Solo permitía como un exceso la radio a volumen bajito. De la ducha aún salía ese calor húmedo y de vaho con goteo. Usaba ropa dos tallas más grande, agradable al tacto, ajustable a sus formas y que no encogiera ni a tiros. No lo soportaba. Esto no. Podía salir despeinado, con tirabuzones mortales o con un calcetín a rayas negras y blancas y el otro liso y verde o con el día cruzado. Cualquier cosa. En cambio, odiaba hasta la extenuación estirar una camiseta, ponérsela y descubrir que, por mucho que tirara de abajo, aquella indeseable se obstinaba en permanecer arriba. Por eso, sentía que las cartas tenían que soltar amarras, bonita metáfora, tópico de tópicos, pero viene al pelo, poder tirar del hilo de ariadna y hacer el camino inverso hacia el laberinto. Jugaría con lo que pasa en cualquier conversación, en esa mesa que está enfrente. La dosis, la dosis. Hasta dónde podemos contar, hasta dónde queremos. Somos unos aprendices de comerciales, sin saberlo, todos. Las cartas tendrán que hablar, expresarse, ser pura piel en el papel, arrastrarse o pillar la curva recta-recta a toda pastilla, clavar el pie en el acelerador o meter la marcha atrás, recular, meterse en camisa de once varas o en el huerto del vecino, con dos líneas o con coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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cincuenta o frenar repentinamente como al ver un venado en una carretera secundaria y el p谩nico, hacernos cometer el mayor de nuestros errores o salir indemnes.

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Beta o VHS. Carne o pescado. A máquina o a mano. Tus letras parecen

cucarachas. A los diez años esa escenita en el encerado. En un minuto, escondiendo las manos en los bolsillos. Los niños son unos hijos de puta, muertos de la risa y luego aguantando las bromitas durante todo el calendario de actividades extraescolares del semestre. Alguno, en el colmo de la excelencia y de la sofisticación compró una cucaracha a cuerda y la metieron en mi bolsa de deporte. Desde ese momento, usé la siniestra, perfeccioné tanto mi caligrafía con los cuadernos Rubio que me convertí en ambidiestro. La derecha sería una cucaracha, una maniobra de evasión para que le dejaran en paz, para no concentrar la atención en él, en fin, para hacer lo que le dé la gana con la izquierda, la que vale, la que se ha desarrollado. La otra, queda como un apéndice intimamente relacionado con la pasividad de la mitad de la sociedad, la misma que encontrará mis cartas y sin más las tirará a la basura, sin pensar siquiera si hay alguna cucaracha de plástico con muelle o un boleto de lotería o un cheque al portador. La derecha es una fotografía en sepia de esos compañeros que no saben que el que ríe el último, ríe mejor. Y yo soy el último con un as en la manga. Escribiré a mano todo. Lo demás, no elijo, carne y coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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pescado, beta y vhs, que al elegir elimino mil posibilidades y eso para mi combinatoria no es nada sano.

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Lo importante no es el desnudo, recorrer esas finas formas monticulares coronadas por un pezón sonrosado, endurecido y luego, blando y viceversa. Ni siquiera el carrousel de las caricias del cómo reaccionará cuando le bese el ombligo o cuando una de mis manos descienda más de lo debido y se cuele, se pierda decidida y a veces temblorosa, buscando provocar una bomba nuclear más expansiva que la de Hiroshima y Nagasaki. Lo que más me incita es el cómo desnudarla, ese acto que comienza en invierno desmintiendo a la nieve que entierra las botas, y ese jersey de cuello alto ha desaparecido, aniquilado a mis pies. Cómo será la precisión de mis dedos, exactamente cuántas pieles guarda, a qué huelen sus manos, la camiseta interior, su sujetador, sus bragas, si estarán húmedas, si llevaba medias o pantys en invierno o si el leve vello que cubre sus piernas se habrá erizado. Cómo será el clic del sujetador, por detrás. A partir de ahí, todo será lo mismo que una actuación con ajustes de escenas, con indagaciones, qué es lo que pide el público, una adecuación del catálogo institucional del Kamasutra. Me lo sé de memoria. Lo que nunca encontré en los archivos fue un manual de emergencia que indicara con todo lujo de detalles coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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los pasos necesarios para ese salto al vacío sin paracaídas que es que pierda los papeles y la ropa.

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El otro día entró una mujer con un abrigo de visón, con su abono caducado, pitando, incorporando en las paredes del autobús un sinfín de recriminaciones que me daban igual. La dejé pasar, justo cuando lo que ella pedía era consideración, algo que yo no estaba dispuesto a concederle. Ella esperaba una reprimenda o no tengo ni idea qué. Yo no tenía ni el día ni las ganas de perder el tiempo de escritura en su banalidad ni en su insistencia inútil. Hay gente que vive así, pendiente de las cosas más insignificantes que nada tienen que ver con la elección para la próxima carta de un papel más caro o con un matiz de hilo de oro por las esquinas. Sin embargo, la interrupción por idioteces afectan a mi equilibrio emocional y en este momento activé el piloto automático.

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Al principio, conservaba una copia para él, pero ese acto le pareció al poco tiempo algo impío y que manchaba su intención primera. No hacía nada de esto para él, no era el destinatario. El juego que había aceptado no contenía esa idea de museo, no quería mostrar lo que había hecho sino provocar acciones que no eran las suyas. Decisiones, quizás dar esa patada que estaban pidiendo a gritos. Aceptó las reglas, conocía de sobra la volatilidad del papel, destructible, reducible a cenizas en apenas un minuto o menos, fragmentable y dos o tres pérdidas de sus trocitos significaba no descifrar el mensaje. Y a la vez, tan cortante, certero, infalible, lleno de armas, de secretos desvelados y otros huidizos, tan james bond con el clásico del espía “este mensaje se autodestruirá en diez segundos” y un fleco de humo sellando ese maleficio de lo efímero e importante. No era tonto y sabía que eran disparos y que algunos darían en el blanco, diana, cuarenta puntos, y muchos más errarían el tiro y el olvido adquirirá el aire lechoso de la nieve en Plovdiv o la incongruencia de una saca de correos dando vueltas en Melbourne o Reims o en el cubo de la basura de una urbanización alicantina. Solo conservó unas cuantos, las que olvidó en los cajones entre otros papeles, quizás pruebas, no sé si las envió porque no coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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llevaba un censo ni una agenda de las direcciones. Las descubrí cuando alquilé su habitación. Siempre olía a incienso o a madera quemada o a vela consumida. Había muchas cerillas en un cenicero. Y una propaganda del Carrefour con una esquina arrancada y un resto de tinta azul en uno de sus márgenes. En uno de los periódicos estaba escrito « cheshire », tres veces, como dicho en voz alta. Y un papel con una esquina arrancada, eso ya lo dije.

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He contado unos siete aviones en menos de diez minutos. Un rápido cálculo suma un total de unas dos mil historias, multiplicadas por un dos o tres familiar. No cuento las que cada uno de ellos piensa. Sería una pesadilla para mí, escribirlas todas. Leí algo de eso en Borges y me siento un poquito bibliotecario metiendo la pata de lleno en un agujero inaudito. Por lo tanto, más me vale seleccionar las conchas, el cuarzo que deposita el océano a mis pies y mantenerlo en mi palma, con mi sudor como un secreto hasta mediodía y después, soltarlo, entregarlo.

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cosas concretas

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Latitud: 57.053429 (57° 3' 12.34'' N) Longitud: -92.605820 (92° 36' 20.95'' W) Port Nelson (Canadá) coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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Latitud: 39.175853 (39째 10' 33.07'' N) Longitud: -9.351768 (9째 21' 6.36'' W) Maceira (Portugal) coordenadas (Lonely Planet: Jap처n) Pablo Esteve

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Latitud: 43.532620 (43째 31' 57.43'' N) Longitud: -6.722260 (6째 43' 20.14'' W) Navia coordenadas (Lonely Planet: Jap처n) Pablo Esteve

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Latitud: 47.234490 (47째 14' 4.16'' N) Longitud: -2.191772 (2째 11' 30.38'' W) Saint-Nazaire (Francia) coordenadas (Lonely Planet: Jap처n) Pablo Esteve

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Latitud: 41.945192 (41째 56' 42.69'' N) Longitud: 3.239594 (3째 14' 22.54'' E) Begur coordenadas (Lonely Planet: Jap처n) Pablo Esteve

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El motor encendi贸 a la primera. Las direcciones estaban claras, hab铆a despejado.

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Construiré tu ciudad, la que diseñaste en un plano y dejaste en la guantera.

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No hace falta que limpies tu alma, solo tienes que amarme con los intestinos.

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Aquella noche la pasó pensando en qué debía comprar en el supermercado y cuándo hablaría con ella.

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Latitud: 36.529688 (36° 31' 46.88'' N) Longitud: -6.292657 (6° 17' 33.57'' W) Cádiz coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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Huan Yue Jorge Wang. 25 años. Operario de una fábrica a las afueras de Pekín.

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Rubén González Sánchez. 46 años. Dependiente de una tienda de corbatas.

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Kalim Nasser. 27 a帽os. Escultor en Argelia. Electricista en Madrid.

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John Edwald. 37 a帽os. Teleoperador y mimo.

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Rodrigo Ruiz Álvarez. 32 años. Repartidor y pirotécnico.

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correspondencias

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Hola Edith

Es mi última apuesta. Te he buscado por las librerías que frecuentabas y por las tiendas de abalorios. He preguntado a tus ex-compañeras dónde te has metido. Debí callarme aquella tarde. Me enamoré de ti, no pasa nada si eso te asusta, solo necesitaba decírtelo porque no pienso estas cosas dos veces, las digo si las siento. Como todo en mi vida, así me va, no me callo y si alguien no me gusta lo digo, no tengo la cortesía francesa ni la diplomacia británica. Haz lo que quieras. Tienes una cita permanente en el café Barbieri. Si vas y no me encuentras, deja un mensaje en la barra. Cuidate mucho.

Salí de casa y llovía. Desde que dejé de fumar, movía demasiado los dedos, tenía que sostener cualquier cosa con ellos: un billete antiguo, un envoltorio de caramelo y cada vez más consistente, un paraguas, unas gafas de sol, una cuchara de sopa. Me compré el móvil más voluminoso del mercado para eso.

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Hola Elena

¡Qué bueno reencontrarnos de nuevo después de tantos años, después del instituto! Ya te casaste, tuviste hijos, algo típico, de lo que se habla cuando tienes 30 años, el pelo menos rizado, menos en sí, y con más canas que dinero en el banco. Lo pasé muy mal porque tuve que irme de aquí, sí, un poco el desengaño con Cristina, novia a la que conociste y con la que llevaba desde los 17 años. Todo el mundo me presionaba y yo no sabía ni lo que quería hacer. Me largué y trabajé de camarero en un pueblo cerca de Glasgow. Eso no te lo conté porque todo eran recuerdos del instituto y todas esas banalidades que se cuentan en una reunión de risas y nostalgias. Luego si lo piensas fríamente, cuando aparece el insomnio, te pones a llorar como si el esqueleto te crujiera, como si ese antepasado del que hablaba Umbral se hiciera tú mismo y antes de morir, te convirtieras en duro antepasado en la médula de una carne que se evapora, ligera, inerte. Tampoco quiero que te entristezcas, me vino estupendo veros a Mario y a ti tan felices, tan ordenados. Al final, cuando sucede esto eres un poco más real, más en el curso del río y no como me dicen a mí, como noto coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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que piensan por encima de mi hombro. El caso es que deberíamos repetir esto, nos viene bastante bien contarnos batallitas.

Mi gran temor, lo escribo al margen, es que dentro de unos años no nos reconoceremos y no seremos más que unas apariencias, unos paños turbios, unos monstruos o un hospital desahuciado o un parto tardío. Lo más probable es que yo tenga una cara de niño cagado de miedo, lloriqueando.

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Hola Juan

Me decías siempre que no se podía jugar al balón en el patio. Tu madre echándome la bronca en el barrio, abría las ventanas y nos tiraba unos gritos que no veas. Luego, fuimos amigos y ahora tengo que pedirte un favor. Te resultará extraño que recurra a ti después de siete años y de aquello. No hay ningún misterio sin resolver y la única explicación que encuentro es mi manía por saltarme todas las normas de comportamiento a la torera. Todo el día recriminándome, por aquí y por allá, terminó por convertirme en un imbécil que actúa desordenadamente y para quien la sensatez no existe y así me va. Todos se enteraron de lo que pasó menos tú, o al menos, tú fuiste el último y eso jode. Ni lo pensé en el momento. Te has aprovechado de mi sinceridad, has

comerciado con ella como te ha venido en gana, la has manoseado. Vale, la información que me diste sobre Leticia fue primordial para usurparla, para convencerla de que yo era un tipo interesante y excitarla hasta tal punto que la

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volví medio loca y te rehuía. Pero te necesito y como eres abogado...El martes estaré en el café Malabar a las 18h30, te lo pido, déjame al menos explicarte.

Me basta con rozar la piel de tus manos para sentirme armónico. El silencio de las primeras horas de las tardes de domingo con frío. El contratiempo de café a deshoras. Me basta con el ruido del plástico de un paquete de galletas en la cocina. Me basta con escuchar la puerta del baño, justo antes de girar el grifo de agua caliente. Me bastaba con que estuvieras delante, te quitaras los pendientes de ámbar y los dejaras, con sumo cuidado, sobre la mesilla.

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Hola Julia

Ese aire maternalista no te merece nada. Eres mucho m谩s fiera, m谩s consistente. La pr贸xima vez ponte esa minifalda, sutil que te viene de perlas. La misma que te pusiste cuando quedamos y tu marido estaba ya tan perdido por su amiga de la infancia que te empezaron a salir ojeras permanentemente.

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Como un director de orquesta te aflojaba los botones de tu pantalón, te desabrochaba el sujetador, por detrás besándote a la vez, era un artista, sin impaciencia. Mis dedos enloquecían y anunciaban una plaga de serpientes por todo tu cuerpo, deslizadas a tumba abierta, sincronizándose con tus espasmos. Sin puerta de salida, con todos los servicios de emergencia en huelga de celo, no había escapatoria y de ahí, saldríamos dioses o estropajos. Lo sabías y me dirigías la mano hacia tu ingle para que te desprendiera toda la tristeza de un plumazo. Después era todo encontrar el espacio, el punto de fisura y entregarnos sin pasaporte ni medida hasta que las gotas de sudor, enfurecidos, se desplomaran cabecero abajo. Me decías ¿tienes hambre? y el absurdo de unos spaguetti con tomate y queso, me hacía reír y contestar que no, que así estaba bien y en aquel momento descubríamos que habíamos recuperado el habla, los sonidos articulados, la gramática, que el saco roto donde creíamos que los habíamos lanzado, estaba intacto, que alguien a nuestras espaldas le había cosido la parte inferior. Ahí seguían. Como si nada. Y yo, director de orquesta, saludaba al público y el espejismo se nos iba con un pañuelo de seda recorriendo la frente. “Ven, vamos a quedarnos así un rato”.

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Hola María.

Siento haberme despedido de esa forma el otro día. Tuve un mal en el trabajo, parece que para los demás soy un estúpido y que cada vez que entro en la oficina, el ambiente se enrarece. ¿Por qué no me pasa lo mismo contigo? Cuando fuimos a cenar al Malabar, nos enganchó tanto el ambiente que no tuvimos más remedio que besarnos. Y menudo beso, casi crujiente. Sabía que tenías que irte por un tiempo y perdona si fui brusco pero me dolió tanto que me lo dijeras a última hora, casi sin poder reaccionar. Quiero que sepas que siempre tendremos una cita pendiente en el café Barbieri.

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Insisto porque me da la gana. Los cabos sueltos nunca me han gustado. La llamé unas cuarenta veces. Sin mala intención, tragándome un número de insultos anotados cuidadosamente en una libreta que dejo sobre la mesita de noche, justo cuando aparecen los fantasmas en constelaciones y juegan a las cartas hasta que la oscuridad es una mandíbula dispuesta a hincar los dientes a plomo. Odio apagar la luz, tengo un miedo atroz porque me recuerda a ti cada una de las arrugas de mi cama y todos los olores de los armarios son termitas o mejor cucarachas, arañas inofensivas, dañinas con su presencia y basculan mi organismo haciéndome desear algo que nunca deseé : que empiece el día ya. Chica, te echo de menos, es cierto y ventilo varias veces al día la habitación y paso el aspirador cada dos días y friego el suelo todas las mañanas. Y sigues, sigues atravesando las paredes. Empezó acabó, no lo podría asegurar, cuando me invitaste a desayunar y yo no llegué a una hora moderada y cada una de las excusas inventadas, eran pura paja o hierbajos pasto de las llamas.

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Hola Susana.

¿Cuántas veces hemos quedado ya? Recuerdo la primera vez y cómo te enredabas los dedos en tu pelo rizado. Me reí varias veces, te conté un par de chistes malos, como para destensar el ambiente, para llevarnos al frenesí que luego sucedió. Pensamos cuando nos despedimos que ese “te llamaré pronto” era la forma ambigua de decirnos adiós para siempre, tanta película en mi imaginario. Seremos la excepción que confirma la regla. Aún me quedan un par de meses aquí y pasaré una semana en Lisboa y de ahí, una nota bajo tu puerta con “Nos vemos a las 19h30 en el Barbieri” y no habrá sustitutos que te excusen ni nescafé con crema en dosis invididuales.

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Tu amiga María. Ella. Sabías que no nos soportábamos mutuamente. Esto suele pasar, no es algo trascendente y ella no era quién para hablar de relaciones porque siempre se liaba con el más estúpido y el que peor la trataba y ella, venga a escribirles, venga a preocuparse de si estaban bien, y cómo no iban a estar recuperados si a las primeras de cambio se pillaban a la típica salida de discoteca y se lo montaban en el aparcamiento, detrás del coche. Que se deje de historias. La cantinela de “no duraréis ni dos días” cansaba tanto que ya no tenía ni pies ni cabeza y ella lo decía por su propia incapacidad y eso terminaba por desquiciarme y a la vez, qué importa ya, me atraía.

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7

Hola Vicky

Tras la fiesta me marché porque no me sentía bien. Ya sé que era tu cumpleaños y que habías montado todo con mucho amor y mucha dedicación. Para contrarrestar esta ausencia, te invito un día de estos. Por eso, te envío una carta física, para que la tengas como una invitación sin fecha para cuando te apetezca. Tienes mucho trabajo y viajas bastante, no te robaré más de diez minutos o cinco horas, tú dispones de los días, tú dispones del tiempo. ¿En tu cafetería preferida? ¿O innovamos?

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Fue después de una conversación telefónica de casi dos horas. Lo cuidé todo y no perdí un solo detalle: inicio, saludo, la introducción, el cuerpo, la despedida. No salió ni una sola abreviatura, las comas no estaban donde tenían que estar. Quizás fue ese el maldito problema, no acertar con la colocación, molestarme los calcetines, picarme el jersey, agobiarme el abrigo. Salté a otro párrafo y parece que perdí la línea natural. A mí, al tipo que escribe desde los doce años, me tumbó una pausa mal justificada. Aunque a veces pienso que mucho tuvieron que ver los labios de Úrsula y el clic de su sujetador antes de precipitarse líquido al suelo.

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Hola Esther

Los viajes en tren de mi casa a mi trabajo me recuerdan que hace dos años nos despedimos en Montparnasse y no sabías muy bien qué ibas a hacer, pero te largaste y me dejaste con la envidia a flor de piel. Nunca lo aclaraste, si había alguien más o necesitabas caminar por unas calles medio vacías o comprarte nueva lencería, más fina, más de la que adorabas y no dejarte llevar como hacías últimamente. Haciendo limpieza entre mis cajas apareció esta dirección, la de tus padres y tenté a la suerte. No sé si aún vivirán ahí. En fin, se me vino a la cabeza el armario de tu entrada que siempre estaba abarrotado de maletas, y no era algo casual porque podía ser un paragüero o un arcoiris. Incluso tu padre me llegó a ofrecer una, quizás porque lo estaba pasando fatal y entendió que debía hacer algo y claro, no encontró mejor solución que esa.

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Sabía que tenía que provocarles la curiosidad, con algún toque enigmático, palabras a veces recién planchadas, abrigos de visón que encajan a la perfección o gabardinas corregidas en movimiento, algo que les hiciera clic en el cerebro. Me hacen gracia las señoras con la bandera del que más sabe el diablo

por

viejo

que

por

diablo,

enjoyadas,

disfrazadas

para

pasar

desapercibidas. Son escáneres de la infancia, adolescencia, madurez, son estadísticas vivientes, estudios de mercado. Lo logré varias veces contigo y eso me conmueve. “Hechizante”, me decías con la boca atascada de magdalenas o los labios manchados de bechamel.

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9

Hola Alberto

No te contesté antes porque no me dio la gana. Estaba tan enfurecida que mi carta

hubiera

estado

llena

de

obscenidades,

reproches

tangibles,

tan

comestibles que te hubieran dado arcadas. No fue tu culpa lo sé, pero esa tía que te acompañó a la gala era una furcia y todo el mundo estaba al tanto. ¿Por qué no le mandaste a la mierda? ¿Por qué desapareciste hacia los baños con ella de la mano y luego, te venías ajustando la camisa?

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Sí, sí, te puedo mandar a tomar por culo en los anuncios. Y no pasa nada, qué va a pasar, pura consecuencia de una reacción mecánica. Sin embargo, si te lo dice tu padre, por primera vez, es lo más doloroso que puedas imaginar, queda en ti, rebota, incide en tu masa cerebral como un percutor. Que bueno, decírselo a ella, sí, es como caminar torpe sobre un tejado de zinc caliente, será una onda explosiva que tendrá consecuencias más Hiroshima que otra cosa. Porque se reparte, porque las mujeres son más que bicéfalas y recibes un promedio de cinco bofetadas por sistema en cada embestida. Sí, claro que le puedo mandar a tomar por culo, pero esto es una declaración de guerra frontal y por los flancos. Realmente no duele, solo mutila, saquea, pero doler, duele que el que te lo diga sea tu padre por primera vez. El resto, sonará como unas castañuelas, ya se curará.

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10

Hola Pablo

Sí, ya sé que que te parecerá impensable que te escriba después de nuestra acalorada discusión del otro día cuando te dije que se acabó, que la situación era insostenible. Me mirabas con un aire ceniciento, como si te hubieran apagado todas las luces de la habitación, un instante después de decirme que la oscuridad te aterraba. No era mi culpa, todo fue demasiado rápido, una mirada intensa algo que se asemejaba más a un vaso de cristal que al reflejo en el Limingen. Ayer me fui de casa con lo puesto. Que lo sepas. No lo creerás pero ya está.

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Ni siquiera me dejó una nota. Un día, llegué a casa y un olor a cerrado me indicó que algo había pasado y lo asumí con la misma parsimonia con la que colgué el abrigo, dejé las llaves en el cenicero de la entrada, revisé el contestador, escuché varios mensajes y pensé en preparar la cena. Recuerdo que me duché, vi la TV y me dormí. Fin de la historia. No llegué ni a los créditos. Eso sí, al día siguiente, ventilé las habitaciones e hice una colada y limpieza general.

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11

Hola Ingrid

Todavía no me he repuesto de la impresión que tuve al ver a tu bebé. Hemos pasado tantas horas uno enfrente del otro, horas perdidas entre las 10h15 y las 10h45, hablando y hablando, tomando café, pensando en qué días son los que pediste para las vacaciones de semana santa o a quién han despedido después de llevar toda la vida en la empresa. Hemos coincidido en que hacía falta una nueva máquina de café porque está malísimo y a veces no pone ni el azúcar ni la cucharilla. Me contabas que los informes a última hora de la tarde te envejecen tres años cada día. En fin, que todavía no me he repuesto porque no me lo esperaba ni por asomo y parece que he sido el tonto, el último en enterarme.

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Mira que trataba de hablar con ella, de decirle que tampoco estábamos tan mal, un poco engañándome. Luego, escuchaba las conversaciones de los viajeros que siempre tienen la manía de hablar para el universo, hacerse notar como que importa, conseguir gratuitamente, sin esfuerzo un público, decir a todos, ey, escuchad tengo amigos, relaciones sociales. Terminaba oliendo todo a patchuli para tapar su propia insignificancia. Ese olor se me ha quedado atravesado. No sé por qué me dio por ahí. Una mañana me sentí peor que de costumbre, una mala posición en la cama, una torcedura y, a partir de esa fragilidad, empecé a pensar en negro, oscurísimo y ese maldito olor a patchuli que abre sus válvulas en cuanto se levanta algo de viento.

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Hola Marta

Cinco años sin saber de ti y ahora me pasaron tu nueva dirección y en esta tarde de sábado, con tiempo porque estoy enfermo, te escribo unas líneas. Cada segundo que pasa es una apuesta desleal, es un juego de arena, es una promesa incumplida “ya hablaremos”. Solo me queda ese recuerdo tuyo de una noche antes del taxi, tenías el maquillaje desaparecido, el rímel corrido y solo decías me lo he pasado genial, genial, dame tu móvil, chicos qué mal me

encuentro. No somos unos adolescentes y aquello de la pandilla, del colegueo se reconfigura en fines de semana de pareja, compras de supermercado o de tiendas. A todos nos ha pasado, tenemos treinta años, todos salimos del pueblo o de provincias a comernos la ciudad y nos la hemos comido con una mezcla de pieles, de borracheras, de tocar de puerta en puerta y recibir ostias sucesivas. Que la vida iba en serio, lo descubrimos más adelante, cuántas veces repetíamos esto de Biedma, como un chiste, como algo evidente. Cinco años han pasado y no sé nada de ti, salvo lo que me contó Rubén. Si algo me define, es que me gusta que me digan las cosas directamente y si alguien quiere hablar coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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conmigo, que no sean segundas personas. Por eso he decidido escribirte, casi sin esperar respuesta, pero había que dar un paso y siempre tenemos esa idea de que si ella no me escribe, yo no le escribo y viceversa. Y al final, no importa que se solapen, lo que es realmente concluyente es que se diga, que se respire una respuesta, un hola, sigo vivo, esto que es cada vez más importante. Ya no es ese juego estético de escribir sobre suicidios, muertes, típico de los chicos que hacen sus primeras intervenciones literarios y tratan de parecer adultos con un cigarrillo en la boca, siendo más duros que Robert Mitchum. Cómo te gustaba esa película y lo enamorada que estabas de ese actor.

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Hola Natalia

Eres infalible, acertaste de lleno. Cuando me comentaste en la cena del Liberty aquello de que o hacía algo o me daban más palos que otra cosa. En el trabajo no me iba demasiado bien, bueno, nada bien, la verdad. Los horarios eran espantosos y tener que pasar en el metro dos horas me agriaba tanto, que miraba a todos con despecho y hasta con cierto odio, todo me molestaba, hasta el sonido elástico del cierre de las puertas. Lo que pasa es que si estás dentro no te das ni cuenta y eres más conformista que un perro en su guarida o un niño con el estómago lleno que duerme la siesta. Me lo pusiste todo delante y nada, yo empeñado en el no, en que había solución, que las cosas se solucionarían tarde o temprano, pero, cariño, nunca he sido un devoto de las divinidades y no, no, o saltas en marcha o ya te digo. Y diste en el clavo. Bueno, el 17 de septiembre estaré en el café Malabar a las 19h30 y si sigues trabajando en la inmobiliaria, sé que te pilla de camino. Te contaré cómo me fue en Berlín, que eso ya es otra historia larga de contar.

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De niño mis padres no nos contaban cuentos. En la calle, la imaginación se reducía a un balón de fútbol y a pintar las rayas de la portería y el campo con tiza, algo que pareciera real y que lo superara. En casa por mis hermanas, cayeron los Hollister o el club de los Cinco y sin percatarme, se fueron acumulando en las estanterías el Vale y las revistas típicas de adolescentes con pósters y pegatinas en plena aceleración de hormonas. Más tarde, en los entrenamientos por un campo de tierra más barro, explanada ganada a la fábrica de galletas, nos refugiábamos de la lluvia bajo una tejabana y contábamos historias de terror,sobre todo, y nos hipnotizábamos. No podía hacer otra cosa que en mi mente coincidieran lluvia e historias y cuando viajábamos al sur de vacaciones, pasaba por delante de los chicos con el ego ascendido a los cielos, como si poseyera un don, y solo yo y los norteños pudiéramos crear historias y contarlas porque ellos carecían de lo más importante: la lluvia. Y ésta era sinónimo de gasolineras polvorientas en medio de una carretera, con las puertas batidas por el viento (hasta el lejano oeste nos llevaba nuestra imaginación y las películas de las cinco y media por TVE) y bosques con crujidos. Claro que siempre estaba el silbato del entrenador con un “qué coño hacéis ahí” que a pesar de nuestros doce años sellábamos con un coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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continuar谩 que dur贸 con la misma eficacia que el aroma a canela y a dulce de las galletas y de las chimeneas.

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Hola Teresa.

Tiempo, tiempo. No es justo que pase tan rápido, fugaz entre los dedos de un reloj de aceite, forma más evidente de decirnos ey, tempus fugit. No te rías, todo esto es porque leí un artículo en Quo sobre cómo nos degradamos, las transformaciones químicas y todo eso, con esos gusanos que dicen que habitan nuestros intestino. Me hacen pensar en la fragilidad y, más aún, en los cumpleaños no felicitados, los regalos devueltos y en por qué al chico que te pidió tantas veces que te casaras con él le diste tantas largas. Sí, ese chico que era yo. Ni el tiempo ni la vida son justas. Luego te liaste con Rubén y te pasaste los siguientes ocho años de puerto en puerto, algo perdida, sé que no fue del todo bueno por las cartas que me enviaste, después perdieron el norte y cesaron. Tengo que decir que las olía, las miraba por un lado y por otro.

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Hola Martín

Me dejaste esta tarjeta, esta dirección dentro de mi bolso en un descuido. Lo esperaba, sabía que antes de pagar era el momento, por eso me fui al baño, deseando que hicieras algo, un gesto. Me sobrevino un rubor infinito y ya conoces a las mujeres que son muchos años de cine con subtítulos y tantas imágenes de cine al aire libre y él se acerca y ella se deja llevar. Qué quieres, nos gusta alargar el instante, sentirnos atravesadas de punta a punta, carne de gallina. Tuve que ir al baño también a respirar hondo porque la opresión del pecho terminó por desquiciarme, bloquearme. Nos despedimos, que si cojo el

primer taxi que pase, y justo apareció uno, cuando no lo esperas, cuando desearías estirar la distancia entre él y tú, ahí está, con los intermitentes incordiando, exigiendo que no te demores en la despedida.

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¿La conocí? Gestos: retorcerse los dedos entre el pelo, morderse las uñas, el labio inferior. Termino jugando al despiste y cuando llegué a conocerla, cambiaba, imponía deberes a las tardes de domingo, sobre todo eran esos días y cierto olor a mustio abría las camisas que esperaban su turno sobre la tabla de la plancha. El lunes volvía a las mismas especulaciones, a los mismos movimientos frenéticos de manos, brazos, pestañas y algunos sábados cuando colgaba la ropa, adquiría un formato en technicolor que casi parecía indecente. El problema es que me gustaba, sin embargo, no sé hasta qué punto la conocí.

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Hola Maribel

Hablamos. Eso me dijiste. No es del todo cierto que te odiara, que te despreciara hasta lo más bajo de mi ser. Nada de eso que dijiste es cierto. En La Rochelle estará lloviendo y aquel Hotel de l’Île tendrá sábanas limpias con el perfume que repetías una y otra vez: “esto huele a mango y a frambuesa”.

2739 kilómetros en total. Ni uno más y ni uno menos. Duino iluminado de fondo, abajo una ranchera y un porche que después descubriríamos a la secretaria y al jefe en la habitación de al lado. Hotel de frontera, pocas personas y Rilke, iluminado. Estaba yo tan emocionado con las Elegías que no reparé en que te habías desnudado y que todo olía a recién duchada.

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Hola Esteban

Hoy es el día más feliz de mi vida. Por fin, tengo el trabajo que quería y hace dos semanas me fui con Jose a nuestro nidito de amor. Ya tenemos las llaves y la lista de compra porque faltan muebles, estanterías y tarros de conservas. Me dijiste que teníamos una cena pendiente y creo que es el momento, si te parece. Cuando nos cruzamos el mes pasado estabas tan despistado que no me reconociste, tan ocupado con tus nenes que acababan de empezar en la escuela y todo era un sinvivir de mochilas, zumos con el nombre escrito para no confundirlos, el vocabulario que crece intenso subiendo por los andamios de las historias que están deseosos por contarnos. Te divorcias, creí escuchar, te perderás muchas cosas...

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Alguien te preguntará por el tipo aquel que trabaja como conductor, sí, el que tenía buen gusto combinando la mirada y una conversación sostenida, densa y a la vez ligera. Sí, no está tan mal. Ese tipo. Por pura curiosidad o por satisfacer un último deseo de que haya gente que está peor que uno mismo, cuando los días pasan más rápido y el término « aburrimiento » es sinónimo de derrota, más que de no saber qué hacer. Ese alguien será alguna amiga en común, y tú le dirás, quitándole la máxima importancia, como sacudiéndote los hombros, “parecía envejecido, más desaliñado, le ha sentado fatal lo nuestro, se lo merecía, es su problema” por no decir que sí, que era más viejo, pasaron unos 3 años y medio, pero que lo viste y se te subió un hormigueo como el primer día, salvaje, y te resistes por miedo a hacerte permeable y te atraviesen lágrimas con fecha de caducidad pasada y que puedan dañarte más de lo que pensabas. « Parecía estar pasando por un mal momento, no recibía noticias de su ex-mujer, sí, había tenido un hijo al que pasaba una pensión », dirás todo eso, mezcla dispersa de verdades a medias y mentiras de postre, lo dirás para no sentirte mal, con ganas de gritar en la sobremesa. No sirve de nada eso del “ponle un bizcochito a este café” que vi estampado en un vasito de plástico.

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Hola Fátima

¿Te conté que el otro día dejaron en mi buzón First Among Equals de Archer Jeffrey. Jose me recomendó efusivamente que lo tirara inmediatamente a la papelera porque comprobamos marcas de alguna inundación que se comió varias páginas. Pero a mí me fascinaron las anotaciones sobre vocabulario, la letra femenina de grafito y al final, la fecha: 09/11/94. Coincidía casi casi con la del día que lo recibí, salvo por el año. Tíralo, escuchaba desde la sala mientras el tío buscaba el partido Valencia-Real Madrid en el Plus. Ya sabes cómo le gusta y cómo es mi tortura.

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Inservibles. ¿Dónde se acumulan esas horas que pasamos juntos? ¿Dónde aquellas 11 de la noche que fuimos a bailar porque te habías puesto los zapatos adecuados y nos quedamos solos en el garito más turbio de Malasaña? Y, tardes de verano con olor a calamares, bañadores mojados, vamos a darnos otro baño, qué fácil, dónde, dónde, el agua está congelada y habrá que volver, dónde está eso, maldita trampa chapucera que nos pusieron, dónde las esperas en el Charles de Gaulle, la quimera, las nuevas canciones que adjuntamos a nuestro repertorio soltero, las medianoches en taxi o los viajes en bus con butacas reservadas, el reservado de ciertas esquinas con chasquido y cosquillas por el vientre. Dónde. Inservibles como juguetes olvidados en un cajón que cuesta abrirlo.

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19 Hola Ignacio

Estoy aún aturdido por las consecuencias que tuvieron mis palabras. No sirvió de mucho dejarlo claro el primer día, justo cuando sabíamos que aquella escenita sería vital para nuestras vidas. Lo supimos después. Lo que algunos llaman supervivencia, yo lo llamo canibalismo. Mira, solo copié las primeras letras de tu listín sin saber que eran los peces gordos, los super clientes y de cara a la empresa fue un golpe de suerte y para ti, el despido inmediato. Nos acusamos mutuamente como niños a los que les hacen falta en un partido de fútbol.

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Canibalismo es lo que tenía contigo. Puro y duro. No hay otro calificativo que defina mejor el día a día de matrimonio bien avenido. Nos encantaba abrir el armario y disfrazarnos. Casi me adormecía cuando en alguna mañana de noviembre sacaba un par de galletas (el sonido del plástico me hacía vibrar) y sonaba la jarra del agua en ebullición y al trasluz se veían las burbujitas y el vapor. La tentación de lanzarme en picado y sin salvavidas era una cuestión delicada y muchas veces me traicionaba el aguijón y a partir de ahí, todo se desmontaba, desarticulaba, rodaba por el suelo de la cocina, se quemaba el estofado y el silbido de la cafetera italiana enfebrecida cavaba una fosa común de la que escapábamos por túneles subterráneos. Primero, erguidos, corriendo y años después, a rastras y perdiendo los nervios.

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Hola Carol

No te comenté nada y el verano terminó como vino, sin entender muy bien por qué los días se acortan tanto. Me confundí de libro a propósito para que tuvieras que volver a verme. Fue una estrategia arriesgada. Los pilares de la

tierra no eran de tu estilo, cómo no saberlo si hemos pasado un montón de tardes perdidos, rompiendo los esquemas espacio-temporales y provocando marejadas en océanos completamente en calma. Parece que no funcionó porque me dejaste de hablar, cambiaste de móvil, te mudaste de casa y quisiste darte un nuevo punto de inicio y arrasaste con lo que oliera a indefinido. No me sorprendes, te conozco desde la adolescencia. Aunque ahora que lo pienso, más que arriesgarme fue un suicidio cobarde, un no decir las cosas a la cara.

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Ni un 20%. Sacas tu conclusión ahora que todo se ha ido al garete. Para mí, espero que no te sienta mal saberlo, era una gran burbuja durante estos años, siempre al límite de la resistencia, o como una goma que sabes que se romperá, pero no cuándo. Aprovechabas cuando trabajaba para desplegar el mapa de mis rasgos en forma de cientos de fotografías para ver si descubrías realmente quién era, para chuparme la sangre como un vampiro.

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Hola Juanan

Nunca sabes dónde te surgirán unas palabras, un inicio de contacto. Andamos tan estresados, que todo se convierte en un sprint, en un 100 metros lisos continuo. Estoy de viaje entre Burgos y Soria, un cortado con sandwich de jamón y queso, mis vacaciones ya se terminaron y la familia, perfectamente como siempre, ese concepto tan general. Es como si no cambiara. Te escribí un par de emails pero ya sabes que cuando hay una necesidad, más permanente, algo como una veleta estancada oxidada que se rebela al viento y marca obstinadamente un destino, cuando hay ganas de que cada palabra cuente y cada resto de aceite de las croquetas que he apurado hace unos segundos, señala coordenadas como ejes geográficos y escribe a mano. Todo esto para decirte que, a pesar del viaje, me corroe una duda.

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Veleta. Eso lo dejaba tieso. No le hacía ni pizca de gracia que le dijeran “veleta”, sinónimo de no hacer las cosas por sí mismo, como si alguien fuera dueño de sus actos. ¿Quién había decidido que enviara todas las cartas? Posiblemente ella diría que de alguna forma el programa de televisión, la señora que entró llorando porque le acababan de comunicar que le quedaban dos meses de vida y hacía doce años y tres semanas que no había vuelto a ver a sus nietos.

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Hola Ángela

Tiritabas de frío glacial mientras en vertiginosos espasmos el mar sucedía al orden vigente en esta ciudad más de alga que de musgo. Te daba por raspar las paredes

que

no

te

gustaban,

desconchándolas

y

sustituyéndolas

por

habitaciones con espejos, pinturas con una profundidad primaveral casi infinita. Creo que lo hacías por si acaso, por si a la vuelta de la esquina o del papel pintado hubiera una caja de música, un pasadizo por el que había un inicio, una puerta abierta. O era una excusa para llamar la atención, para que te invitara a bailar porque no te controlabas y jugabas conmigo al escondite con esa mirada de cuento hasta diez y te sorprendo con un destello de cucurucho cuatro sabores o con un estallido de sandía a borbotones o con una tormenta de perfume, no del nuevo, sino del que apenas te quedaban un par de gotas.

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Casi diez euros por una botella de Bordeaux. Era el final apoteósico que admiran los críticos, lo mejor de lo mejor. Ya se hizo la hora de despertarse y correr antes de que salga el último ferry que permite abandonar esta isla llena de escayolas, piscinas con un olor a cloro impronunciable, gangrena, de filetes pasados. En mi agenda he marcado una fecha y he escrito “morder”. Un mordisco con el sabor de una copa de vino compartida donde se buscan los labios ajenos, la marca en el círculo vicioso del cristal. Y morder los tobillos de todos los que tengan un plano de una ciudad conocida desplegado. Un mordisco y la conquista es verme envuelto en una trama de columpio, de hierba húmeda goteante, recién llovida. “Quiero morderte”, masculló como una súplica, como si aquello le quitase la vida. “Muérdeme hasta que se desgasten los colmillos”. Era la época de usar más los dientes y la ternura que los olvidos.

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constataciones

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(ella)

Tengo las piernas demasiado delgadas, los jeans me sientan siempre mal y no encuentro ni uno, es insufrible. Solo me queda ya que me toque la lotería o jugármelo todo al bingo. Soy una auténtica vaga y parece que, en vez de sangre, tengo horchata. Ya se murieron papá y mamá para sacarme las castañas del fuego, el juego de la vida se me presentó un día en la puerta de casa cuando esperaba un paquete de mis primos. Correos, el servicio postal es de lo más incompetente. ¿Por qué soy yo siempre la elegida y la publicidad del Carrefour y las cartas que no son para mí las dejan en mi buzón? A veces pienso que mi tristeza se transparenta más allá de las noches de insomnio, los lingotazos de gintonic, telecuranderos, teletiendas y ojeras. En esta, no figura ni el remite pero es mi dirección correcta, la calle minuciosamente escrita con una caligrafía decente, diría yo puntillosa, cuidada, ni siquiera han errado en el código postal. El único problema es que mi nombre no es María Jiménez Cumplido. No es una carta certificada, más bien parece que es una carta de amistad o de pedida de mano o de segunda oportunidad o de primera, una declaración unilateral de amor, menudas ocurrencias, eso me pasa porque todavía no ha empezado el día como decía Marías, no he abierto los ojos y el coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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que no desayuna, permanece en la esfera de orfeo, sin duda, es esto. Otra nota curiosa: el papel está escogido, el sello precioso, simétricamente pegado al milímetro sin sobrar por la derecha por la izquierda por arriba por abajo. Bah, ahí se queda, en la mesa. ¿Quién vivía antes aquí? Tengo que colgar la ropa. Quehaceres, hermosa palabra, qué hacer y ese plural que desborda incendiario un bidón de gasolina de 20 litros.

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(él)

Apagó la televisión de mala leche, le dolía todo el cuerpo y cualquier interferencia le irritaba hasta lo más hondo. Llevaba más de cuarenta y ocho horas sin salir de casa y no le estaban sentando nada bien. Tampoco era tan difícil ducharse, coger un pantalón vaquero, una cazadora y las converse de cuero y largarse. Lo que pasa es que sentía la casa como un refugio o lo menos malo para que la realidad le arrebatase la libertad. Era su engaño porque sabía que nada más salir fuera respiraría. Creo que lo que estaba haciendo era autoflagelarse y esa rabia contenida le cosía a tiros frente al espejo de su guardarropa. Se tragó varias películas de aventuras, una era la de Regreso al

futuro 2 y la otra, Arenas salvajes, sobre un monstruo-oruga que salía de una mina abandonada. Un auténtico bodrio, pero eso le permitió ganar tiempo hasta las siete de la tarde, ya anochecida. Aburrimiento infernal, él que nunca se aburría y llamaba a alguna amiguita aburrida como él y se lo pasaban en grande. Le gustaba reservar una suite de un hotel y quedar con la primera que estuviera disponible y pasar allí la tarde y salir como quien no quiere la cosa cuando les daba la gana y no volver. Pero, la gente crece, abunda, cierra puertas y ventanas y se muda a la conforme existencia de una casa, marido, coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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domingo bajo manta, peli, y al terminar, baja una cortina de humo con un mensaje en una botella estrellada en la nuca: hay que pensar en mañana, qué

ropa ponerme, tengo que planchar la camisa, no saldré hasta las ocho, esas divinas palabras que terminan provocando una úlcera de estómago. El caso es

que no llego ni a eso y veo un especial Hombre en el dominical y me troncho al ver a una pareja medio hippie saliendo de un velero más pijo que pijo. Sin embargo, tirito, tiemblo como una txalupa a la que el viento del norte ha cortado amarras y está a la deriva y nadie, absolutamente nadie, echa en falta. Abrí la ventana para que el olor a corteza de castaños consumiéndose en alguna chimenea lejana rasgara mis fosas nasales hasta los pulmones, un harakiri que lo despertara. La basura, la basura sería su única salida. Sin querer, miré el correo porque el viernes no lo había hecho. Descubrí una carta y el mecanismo hizo crac crac y una rueda dentada engrasó su deseo. No es del banco, no es publicidad del chino de la esquina ni del supermercado, dos por uno, ofertas en carnicería, no, es una carta con papel elegido, con caligrafía clara, como escrita con el mejor de los deseos. Deseo: tendencia de la voluntad a conseguir algo. Lo que no entiendo es por qué está mi dirección correcta sin errores, sin posibilidad de errores, muy claro, muy limpio no hay 4 que parezca coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

Jonathan Hilton Project 2010-2011 Febrero 2011


un 9 ni nada por el estilo. Es mi direcci贸n y todo cuadra. El problema es que yo no me llamo Natalia Estrada Gutierre. Ni conozco a nadie con ese nombre.

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Frédéric

1

Realmente, nadie sabía qué hacía ese tipo allí a las 4 de la tarde. Su Canon E50 lo delató enseguida y lo desaconsejó para una conversación normal. No era cierto aquello que nos contó la camarera sobre su procedencia, que si había vivido en Amsterdam o que había recorrido medio Brasil trabajando donde podía y que nada más conseguir algo de dinero se embarcaba en lo primero que avanzara kilómetros y echaba millas hasta la otra punta, sin más intención que la de hacerse lo más insospechadamente anónimo o la de cubrir de impulsos o de vida la habitación de Verónica, que en vez de aferrarse a sobrevivir, desistía. Pero no, esa no era la intención porque su egoísmo podía más que sus buenas razones. Aquella tarde estaba feliz porque le habían contestado de un trabajo en el mejor de los estudios de Madrid y por fin, podría quedarse a vivir. Se fija en Rebeca, ella no porque mira desorientada al libro que no avanza, a la pareja que se tocan, se besan, se lanzan promesas inaudibles con lápiz y goma, redactan un texto en común que no parece que tiene fin esta tarde y por último la calle, le atrae lo suficiente como para perder coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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el sentido en breve. No le gusta el azúcar en el café. Todos salen ganando en este café: unos azucarillos, una nota, un teléfono en una servilleta, un sueño en unas postales gratis donde flotan los cisnes, sucesión de elementos actores que se interrumpen cuando Frédéric decide largarse y se arregla el pelo, coge la cámara, la bandolera, sus papeles y elige dos postales y, sin venir a cuento, accede a la vida de esa pareja que ha perdido definitivamente las agujas del reloj. No sé qué les dice, ellos se callan, desanudan sus manos y le siguen en su desaparición larga por el decorado.

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2

Hoy su lugar, ese que insistentemente se coló en un jueves de marzo en Pablo y en Cris y en Denis, lo ocupa una tal Rebeca que viene de Frankfurt y tiene la mirada más perdida desde Bette Davis en Dangerous. Próximamente, una chica con guiños negros y rojos, con el índice más desarrollado que los demás dedos. Me pregunto que le llevó a ocupar mi lugar, mi espacio, mi camarote en esta tarde de abril, a mediados, justo ahora que no tengo ni la menor idea de cómo continuaré. Cada uno que se cruza conmigo tiene la mirada más larga que la lengua o las dos cosas. Limpiamente saben del futuro. Cuando llegué el lunes al trabajo, me dijeron que la primavera estaba a punto de terminar, asombrosamente verano. O al menos, pensaba. ¿Por qué no deja de mirarme, seré la musa? Siempre soy yo el que me concentro, el que deseo, el que hago que deseen otros lo que nunca jamás soñaron más que en mi imaginación. Esta vez, será ella la que pulse varias del piano, las más altas. Esta vez no se me escapa ni ella ni Frédéric.

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3

En otoño me lo volví a encontrar. Dos días seguidos. Su pelea por el periódico lo delató. Creo que me reconoció, o más bien, se le hizo conocida mi cara. Había olvidado que fumaba y en su manera de encender el cigarrillo. Se iguala en atracción fatal a Alberto, quizás todo se reduzca a la calma, al hábito perfeccionado en cómo cogen el mechero y cómo lo prenden. Fuera está jarreando y los ventiladores de aspas interrumpen a ritmo constante la luz fluida sobre las conversaciones impregnantes de los salones del Pepe. Él no es ningún salvavidas, se limita a fumar, a leer el periódico secuestrado, a escuchar música, a atusarse el pelo despeinado, un aire a película en blanco y negro y de cine mudo. Magnetismo dirán unos cuantos, yo hablaría de composición química, como ese olor casi original que nos ha atravesado siglo tras siglo, de costado a costado. Se fue treinta y siete minutos más tarde y volví a preguntar a la camarera si le conocía y me contó que había vuelto de un viaje por Rusia, que había enamorado a tres chicas y que no salió en una semana del hotel de Sebastopol. Inmediatamente, busqué su figura cómo desaparecía y miré cuántas postales quedaban en la repisa, sin percatarme de que estaban desordenadas y sé que en otra esquina, en otro café estará cortando cabezas. coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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Mario

Mario subió las escaleras de tres en tres y se le cayó el café que había comprado en la máquina. Una llamada fue lo que desencadenó la ilusión porque aquello sabía que era mejor que un cupón de la Once premiado. Ella. Ella le había llamado y le había puesto « Just Like Heaven » de The Cure y solo le dijo, "ven" y el insomnio, los dolores de cabeza persistentes, las ojeras, las canas, el mate de su piel desaparecieron y se imaginó en el mar que conoció con ella contando todas las estrellas del universo y escribiendo nuevos cuentos para las que se incorporaran. Nunca entendieron sus amigos por qué sentían eso el uno por el otro, una coctelera de marshmallows, savia de pino, charcos, luna, el frío de diciembre y el de enero, las sonrisas y miles de argumentos para sospechar que esconden algo en la chistera y no es un conejo.

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Llátzer

“Había comenzado a decaer, tras la muerte de Rubianes. En los últimos meses no tenía ganas de comer ni de fumar, una muy mala señal”, Llátzer soñó por última vez con la mañana tibia del 87 apenas levantar la persiana del puesto de pipas y gominolas que regentaba en la Barceloneta, decía que así la vida era un torbellino de lo dulce y lo salado, tanto que se relamía al pensar en los besos de Eugenia. Al principio, sus convecinos le miraban con recelo porque dejaba que los niños del barrio le robaran un par de bolsas de maíces o algunos ladrillos de goma o puritos de chocolate. Pensaban que no se daba ni cuenta. No era cierto. Esos hurtos le proyectaban a puertos holandeses o a neblina de los fiordos noruegos o a llovizna de los mares del norte. Lo que era un misterio para todos es que cada día se levantaba al alba, mucho antes incluso, y conocía al dedillo los horarios de carga y descarga del puerto, y contaba una a una las grúas para comprobar que estaban todas, pasaba la lista a todas las farolas y les daba la orden de apagarse. Cuando había cumplido este oficio de marinero sin destino, hacía sonar la bocina, señal de que ya había amanecido y eso significaba que algo podía suceder, porque en la noche todo se muere un poco. coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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Julián Galindo

Ahí donde lo veis, tiene 93 años. La camarera no se cortó un pelo, porque estoy comprometida que si no…La clientela le conocía porque nadie lo nombró. Llevaba una gabardina ocre y pidió un rioja. Ah, y unos morros de cerdo. Sonrió perspicaz (definitiva palabra para este anciano demoledor) con la aristocracia medida. Sabe que esa arquitectura en el Sacramental de San Isidro, dedicada a un tal Godia, le corresponde a él. Porque lo vale. El otoño ya está aquí y mientras todo el mundo se asusta, él se alegra porque es la temporada de las cafeterías, de encontrarse en la misma respiración, en el mismo vaho de los cristales. Será el invierno más lluvioso de la historia y apura su copa de vino, sonríe mirando desde un futuro ideal con la arrogancia del que sabe que ha triunfado y del que es feliz comiendo unos morros de cerdo en el bar más cutre de la ciudad las noticias después de esta historia tan increíble porque a lola le

tocó la lotería y tiró el cupón a la basura. Trabajó en los estibadores, y por arte de magia se vio en las oficinas controlando las importaciones y exportaciones. Ante su mesa, dejaban documentos en sueco, inglés, chino, búlgaro y francés. Hasta le llegó uno en ruso. Los distinguía perfectamente, cada uno de ellos tenía manchas de los barcos, del sudor de los marineros, tenían la marca de un coordenadas (Lonely Planet: Japón) Pablo Esteve

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lugar en medio del mar del que solo podía conocer eso, esa marca, ese punto y aparte, restos de gasoil, ese olor a óxido, el ruido del mascarón de proa, del empuje en medio de los mares del sur, regresaba cuando le reclamaban el sello de la autoridad portuaria. Estaba ahí justo al apagarse las farolas del puerto, al abrirse la verja y dejar entrar a los trailer que desgastarían la sal para convertirla en tierra adentro. Y uno de los días, pensó que en eso consistía la vida, una llegada desde el océano, una espera en un barracón del puerto, la lluvia, el sol empalagoso y brutal de agosto, el documento, el trailer y el destino, la tierra, consumirse, secarse. Creyó que había invertido el proceso porque nunca había salido del mar, siempre lo había respirado cada mañana al abrir las ventanas de la planta segunda. Decidió irse. Cada error lo llevaba hacia ella, en esa cafetería, repetida, tras verla, le inquietó la idea de que debía quedarse un tiempo, pescarla con detenimiento, y que ella también estaba haciendo lo mismo, él mordió el anzuelo. Se casó y volvió a la tierra, y sabía que todo estaba bien, ella murió y él estaba a orillas de lo mismo, lo aceptaba y antes de eso, se enfundaría su gabardina y saldría con el estámago lleno y con

muda limpia, que a la muerte hay que esperarla con las mejores galas.

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Realmente fue el invierno más lluvioso de la historia, qué tipo quién habría

dicho que tenía 93 años.

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condensaci贸n (un posible final)

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a

Cualquiera del bar diría que estaban borrachos. Le susurraba al oído la historia de cómo Nika y Fede conocieron el tango una tarde de lluvia en Buenos Aires, calle Florida o de qué había tras la inquietante, estimulante puerta roja con un ojo de buey, que invitaba a explorar su vientre. Lluvia. Goterones discurriendo por las repisas boca abajo. 41º N 2º E. ¿Sabes nadar? Fue mi segunda pregunta. Lluvia. Los calcetines empapados. El chasquido permanente de los neumáticos, el martilleo de las gotas sobre las lonas de los restaurantes con luz de fondo amarillenta o de las embarcaciones deportivas. Lluvia. No quiero una zodiac, sé nadar y el sur no está tan lejos. Las persianas metálicas hasta la mitad colocan el punto y final a la sugerencia del camarero, cerramos.

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b

Miraste de reojo para asegurarte que los calamares seguían fresquísimos, « es así como sale una paella estupenda », y te relamías con esta palabra. De repente, tuve unas cuantas alucinaciones : el queso gruyère se vació de huecos, las esclusas se abrieron dejando al descubierto años de mecanismos y engranajes, Golosinas and Company cerró la sesión de la Bolsa con ganancias, los kilómetros eran elásticos. « Despierta, ya está todo listo », y un crujido de teléfono colgado, me empapa las manos de presencia y tengo hambre carnívora.

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Guía

notas de edición

coordenadas

cosas concretas

correspondencias

constataciones

condensación (un posible final)

© Pablo Esteve. Jonathan Hilton Project 2011. Febrero. San Sebastián.


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