Los mongoles en bagdad

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José Luis Sampedro

Los mongoles en Bagdad

Esa bandera no sólo atraía a los ansiosos de seguridad, sino que halagaba también los sentimientos religiosos en el país, dado que las acciones terroristas se vinculaban oficialmente a un islam tachado de radical y peligroso, en una asociación dotada de barniz académico y racional, gracias a autores que veían en el mundo musulmán un peligro comparable al del comunismo. Samuel Huntington, que había adquirido notoriedad con su obra sobre el choque de civilizaciones como escenario previsible en el próximo futuro, contribuyó también a alimentar esas ideas, como si la convivencia en el mundo nunca hubiera sido posible antes. Y al erigirse en líder de la batalla antiterrorista mundial, el presidente estadounidense se atribuía facultades trascendentales de definidor del Bien y del Mal, de calificador de gentes y naciones como amigos y enemigos, de juez y verdugo, por encima de todas las instituciones internacionales existentes. De hecho, venía a ser como cuando, en plena Edad Media, el papa de Roma excomulgaba o perdonaba, acusaba y condenaba herejes según su suprema decisión. Bush se erige así en Gran Inquisidor que, según su albedrío, condena a la hoguera a un país sospechoso de tener armas nucleares, como Irak, mientras admite negociar con otro que, como Corea del Norte, las posee declaradamente. Un Gran Definidor que llama terroristas a los suicidas palestinos mientras apoya con medios, y con vetos en el Consejo de Seguridad, al Israel que practica asesinatos selectivos. Actuaciones todas ellas consagradas, entre otras, en documentos oficiales y en discursos de Bush tan importantes como el de enero de 2002 sobre el estado de la Unión, en el que definió la existencia en el mundo de un peligroso Eje del Mal (Evil Axis, nombre ideado por David Frum, redactor de discursos presidenciales) formado por Irak, Irán y Corea del Norte. O su discurso en la academia de West Point, el 1 de junio del mismo año, consagrando los ataques preventivos ya anunciados en otras ocasiones, a pesar de ser totalmente inaceptables dentro del orden internacional. Poco tardó Washington en ejercer esa nueva función de Gran Inquisidor, que acababa de apropiarse, apoyándose en su superior potencia militar. A principios de octubre comenzaron los bombardeos sobre Afganistán con el fin de apresar a Bin Laden, declarado jefe y organizador del atentado contra las torres neoyorquinas. Por supuesto que la prometida captura del terrorista no se consiguió, pero allí está afincado ya Estados Unidos, en un área estratégica que, además de sus recursos propios, ofrece buenos itinerarios para la salida más fácil del petróleo de Uzbequistán y otros países centroasiáticos. Y por otra parte, como claro ejemplo de lo que entiende ese Gran Inquisidor por justicia y por Libertad Duradera, todavía hoy siguen enjaulados en Guantánamo cientos de personas capturadas sin enjuiciamiento en Afganistán, con el más absoluto desprecio de las convenciones sobre prisioneros y sobre los derechos humanos. Por supuesto, las medidas represoras llamadas «antiterroristas» no se han aplicado sólo en el extranjero. Dentro de Estados Unidos las disposiciones policiacas de control, las restricciones a la libertad y las limitaciones más diversas a los derechos civiles se multiplicaron desde los primeros momentos y, especialmente, con la ley destinada a unificar y fortalecer los medios de lucha contra el terrorismo, conocida como la USA Patriotic Act 2001. Sobre todo el sectario John Ashcroft, fiscal general del Estado, ha llegado incluso a querer convertir en delatores a ciudadanos estadounidenses, con menoscabo de su dignidad y sin las mínimas garantías. Para no entrar en detalles, por otra parte objeto de escandalizados reportajes y comunicaciones, me limitaré a remitir al Informe Anual de Amnistía Internacional para el año 2002, que constata un peligroso retroceso de las libertades fundamentales, tanto en Estados Unidos como en otros países, y acusa especialmente a Washington de apoyarse abusivamente en la existencia de terrorismo para violar los derechos humanos en nombre de la seguridad. En conclusión: muchas conquistas del derecho para la justa ordenación de la sociedad humana, fruto de siglos enteros progresando hacia una civilización superior, quedan sometidas a la arbitrariedad del más fuerte, guiado sólo por sus intereses. ¡Cuánta razón tenía Ogatai, en nuestro primer reencuentro, al afirmar que estos mogules de la guerra y el botín retroceden en el tiempo a épocas más bárbaras y oscuras! Se degradan con su codicia, corrompen su dignidad con el desprecio a los principios, pero no les importa. Más aún, encima pretenden ser tomados por bienhechores, quieren que los creamos defensores de la libertad, la seguridad y la democracia. Y lo peor de todo es que, habiendo logrado casi el monopolio de los medios técnicos de comunicación y adoctrinamiento, les resulta posible engañar a las masas, embaucadas con el disfrute de diversiones hedonísticas y atraídas además por intereses tranquilizantes.

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