Cristianismo

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progresen las primeras, más condenada a retroceder está la segunda). Superación de la falsa neutralidad estatal que expulsa de la plaza pública a los argumentos “metafísicos” de inspiración religiosa, en tanto que concede lugar de honor a los argumentos (no menos “metafísicos”) de inspiración atea. La neutralidad postsecular será una en la que “el Estado, que permanece neutra l en lo que se refiere a cosmovisión, no prejuzga en modo alguno las decisiones políticas en favor de una de las partes [creyentes o no creyentes]” 160. Cada parte hará valer sus razones, y en último extremo decidirán las mayorías democráticas. Pero el ateo no puede exigir ya que el creyente se guarde sus argumentos para la vida privada. Habrá que avanzar hacia una verdadera

neutralidad

estatal,

auténticamente

equidistante

(en

el

sentido

de

“igualmente abierta a los argumentos de”) respecto de las cosmovisione s religiosas y antirreligiosas: “las comovisiones naturalistas [ateas] –afirma Habermas- […] de ninguna manera gozan [deben gozar] prima facie de ningún privilegio frente a las concepciones de tipo religioso que están en competencia con ellas. La neutralidad cosmovisional del poder del Estado […] es incompatible con cualquier intento de generalizar políticamente una visión secularística del mundo. Y los ciudadanos secularizados […] ni pueden negar en principio a las cosmovisiones religiosas un potencial de verdad, ni tampoco pueden discutir a sus conciudadanos creyentes el derecho a hacer contribuciones en su lenguaje religioso a las discusiones públicas” 161.

Habermas, en conclusión, no llega tan lejos como Pera (propuesta de una ética veluti si Deus daretur a asumir también por los agnósticos), quedándose en la reclamación de un nítido “derecho de ciudadanía” para el discurso religiosamente informado. Con todo, en su debate con Ratzinger se advierte aquí y allá la conciencia de las insuficiencias de la ética etsi Deus non daretur (una de cuyas más relevantes versiones recientes se debe al propio Habermas: la “ética del discurso”) y la nostalgia de una fundamentación más sólida. Una especie de “envidia” de la ética religiosa, de la plenitud de sentido a la que el hombre post-religioso se obliga definitivamente a HABERMAS, J., “Fe y saber”, cit.. “Dispuesta a aprender, y sin abandonar su propia autonomía, esa razón [postsecular] permanece, por así decir, osmóticamente abierta hacia ambos lados, hacia la ciencia y hacia la religión” (ibidem). 161 HABERMAS, J., “Posicionamiento …”, cit. “Ambas partes [creyentes y no creyentes] […] pueden hacer su contribución a temas controvertidos en el espacio público, y […] tomarse mutuamente en serio por razones cognitivas” (ibidem). Habermas rechaza, pues, la reclusión de la argumentación religiosamente informada en el espacio privado: el discurso religioso tiene tanto derecho como el secular a coformar el espacio público. 160

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