Carlos castaneda las enseñanzas de don juan

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necesitado tres años advertir, o más bien descubrir, que cualquier cosa que esté contenida en el cacto Lophophora williamsii no tenía ninguna necesidad de mí para existir como entidad; existía por sí misma allá afuera, libre. Lo supe entonces. Canté febrilmente hasta no poder ya dar voz a las palabras. Sentía como si las canciones estuvieran dentro de mi cuerpo, sacudiéndome en forma incontrolable. Me era preciso salir y hallar a Mescalito; de lo contrario, estallaría. Caminé hacia el campo de peyote. Seguía cantando mis canciones. Sabía que eran individualmente mías: la prueba incuestionable de mi peculiaridad. Percibía cada uno de mis pasos. Resonaban sobre la tierra; su eco producía la indescriptible euforia de ser un hombre. Cada una de las plantas de peyote en el campo brillaba con una luz azulenca, cintilante. Una planta tenía una luz muy viva. Me senté frente a ella y le canté mis canciones. Mientras las cantaba, Mescalito salió de la planta: la misma figura semihumana que yo había visto antes. Me miraba. Con gran audacia, para una persona de mi temperamento, le canté. Hubo un sonido de flautas o de viento, una vibración musical conocida. Mescalito parecía haber dicho, como dos años antes: —¿Qué quieres? Hablé en voz muy alta. Sabía, dije, que algo estaba fuera de lugar en mi vida y en mis acciones, pero no podía descubrir qué era. Le rogué decirme qué andaba mal en mí, y también decirme su nombre para poder llamarlo cuando lo necesitara. Me miró, alargó la boca como una trompeta hasta alcanzar mi oído, y entonces me dijo su nombre. De pronto vi a mi padre, en pie a mitad del campo de peyote; pero el campo había desaparecido y la escena era mi vieja casa, la casa de mi niñez. Mi padre y yo estábamos en pie junto a una higuera Abracé a mi padre y, aprisa, empecé a decirle cosas que nunca antes había podido decir. Cada una de mis ideas era concisa, e iba al grano. Era, en realidad, como si no hubiese tiempo y yo tuviera que decir todo de golpe. Dije cosas estremecedoras sobre mis sentimientos hacia él, cosas que jamás habría podido pronunciar en circunstancias ordinarias. Mi padre no habló. Solamente me escuchó, y luego fue jalado, o chupado, a otra parte. Me hallaba solo de nuevo. Lloré de remordimiento y de tristeza. Crucé el campo de peyote clamando el nombre que Mescalito me había enseñado. Algo surgió de una luz extraña, como estrella, en una planta de peyote.


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