Carlos castaneda las enseñanzas de don juan

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pero don Juan exigió de nuevo —todavía susurrando— que tomara la pipa y fumase. Lo miré. Sus ojos estaban fijos en mi. Pero su mirada era amistosa, preocupada. Resultaba claro que yo había hecho la elección largo tiempo atrás; no había más alternativa que hacer lo que él decía. Tomé la pipa y casi la dejé caer. ¡Estaba caliente! Me la llevé a la boca con gran cuidado porque imaginé que su calor sería insoportable. Pero no sentí calor alguno. Don Juan me indicó inhalar. El humo fluyó entrando en mi boca y pareció circular allí. Sentí como si tuviera la boca llena de masa. El símil se me ocurrió aunque nunca había tenido la boca llena de masa. El humo era también como mentol, y el interior de mi boca se enfrió de repente. La sensación fue refrescante. —¡Otra vez! ¡Otra vez! —oí susurrar a don Juan. Yo sentía que el humo se filtraba libremente dentro de mi cuerpo, casi sin mi control. No necesité más apremio de don Juan. Mecánicamente seguí inhalando. De pronto, don Juan se inclinó y me quitó la pipa de las manos. Con golpes suaves vació la ceniza en el plato de las brasas, luego se mojó el dedo con saliva y le dio vueltas dentro del cuenco para limpiar las paredes de éste. Sopló repetidas veces a través del tallo. Lo vi devolver la pipa a su funda. Sus acciones retenían mi interés. Cuando hubo limpiado y guardado la pipa, me miró, y por vez primera advertí que todo mi cuerpo se hallaba insensible, mentolado. Me pesaba el rostro y me dolían las quijadas. No podía tener cerrada la boca, pero no había flujo de saliva. Mi boca ardía de tan seca, y sin embargo yo no tenía sed. Empecé a percibir un calor insólito encima de toda mi cabeza. ¡Un calor frío! Cada vez que exhalaba, el aliento parecía cortarme los orificios nasales y el labio superior. Pero no quemaba; dolía como un trozo de hielo. Don Juan estaba sentado junto a mí, a mi derecha, y sin moverse sostenía contra el suelo la funda de la pipa, como impidiéndole elevarse. Mis manos pesaban. Los brazos se me vencían, tirando de los hombros hacia abajo. Mi nariz chorreaba. La limpié con el dorso de la mano ¡y se borró mi labio superior! Enjuagué mi cara y toda la carne desapareció. ¡Estaba derritiéndome! Sentí que mi carne en verdad se fundía. Levantándome de un salto, traté de agarrar algo —cualquier cosa— para sostenerme. Experimentaba un terror nunca antes sentido. Aferré una enorme estaca que don Juan tiene clavada en el piso, en el centro de su cuarto. Permanecí


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