Lem, stanislaw solaris(1)

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Ignoro cuánto tiempo me quedé allí, apoyado contra el fresco tabique metálico, sin oír otro ruido que el rumor lejano, monótono de los climatizadores. Al fin reaccioné, sacudí la cabeza, y fui a la cabina de radio. Apoyé la mano en el picaporte y oí una voz áspera: —¿Quién anda por ahí? —Soy yo, Kelvin. Snaut estaba sentado a una mesa, entre un montón de cajones de aluminio y el aparato transmisor; comía concentrado de carne, que sacaba directamente de la lata. ¿No saldría nunca de la cabina? Me quedé mirando un rato cómo movía las mandíbulas; de pronto me di cuenta de que yo también tenía hambre. Me acerqué a las alacenas, elegí el plato menos polvoriento, y me senté frente a Snaut. Comimos en silencio. Snaut se levantó, destapó un termo, y llenó dos cubiletes de caldo caliente. Puso luego la botella en el suelo —no había lugar sobre la mesa—, y me preguntó: —¿Viste a Sartorius? —No... ¿dónde está? —Arriba. Arriba significaba el laboratorio. Seguimos comiendo, sin decir nada más. Snaut raspó pacientemente el fondo de la lata. Desde el cielo raso, cuatro globos iluminaban la sala. Una celosía exterior cerraba la ventana. Los reflejos de los globos luminosos vibraban sobre la tapa plastificada del transmisor. Snaut vestía ahora un jersey negro y suelto, de puños deshilachados. Unas venillas rojas le jaspeaban la tensa piel de los pómulos. —¿Qué te pasa? —me preguntó. —Nada... ¿por qué? —Estás sudando a mares. Me enjugué la frente. Era verdad, chorreaba sudor; una respuesta, sin duda, a aquel encuentro inesperado. Snaut me observaba atentamente. ¿Tendría que contarle? Si me hubiera demostrado más confianza... ¿Qué juego incomprensible se jugaba aquí, y quién era el adversario de quién? —Hace calor. Yo esperaba que los climatizadores funcionaran mejor aquí. —La regulación es automática, con intervalos de una hora. —La mirada de Snaut era ahora insistente. —¿Es sólo el calor? ¿Estás seguro? No respondí. Snaut arrojó los utensilios y las latas vacías en el fregadero. Volvió al sillón y continuó interrogándome. —¿Qué intenciones tienes? —Eso depende de ustedes —respondí fríamente—. Supongo que habrá un plan de investigaciones, ¿no? Un nuevo estímulo, quizá rayos X, o algo semejante... Snaut frunció el ceño. —¿Rayos X? ¿Quién te lo dijo? —No me acuerdo. Alguien me habló. Tal vez en el Prometeo. Entonces ¿ya han comenzado? —No estoy al tanto de los detalles. Era una idea de Gibarían. El y Sartorius prepararon todo. Me pregunto cómo puedes saberlo. Me encogí de hombros. —¿No estás al tanto de los detalles? Tendrías que estarlo, ya que tú... No terminé la frase; Snaut callaba. El murmullo de los climatizadores había cesado. La temperatura se mantenía a un nivel soportable, pero se oía aún un sonido agudo, como el agónico zumbido de una mosca. Snaut dejó el sillón y fue a inclinarse sobre el tablero del transmisor. Movió las

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