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Especial relatos para España y América Latina 2007 Carlos Gómez Díaz Cristina Garrido Estepa Ricardo Abdahllah Natalia Soledad Acosta Miguel Andrés Castaño Rosa Elena Bautista Mendizábal Vanesa Bullido Sánchez Enrique Cherta Ferreres Marcos Fusté Pin Antonio García

Eduardo Gil Gómez Carla Z. Illueca Inmaculada Juárez Pérez Abelardo Leal Hernández Emilio Losada Pellejero Manuel Pérez Martín Rafael Ruiz Pleguezuelos Jordi Salinas Fabra Emilio Tejera Puente Alicia del Valle Rodríguez


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Especial relatos para España y América Latina 2007


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Índice

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Voces en la oscuridad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Carlos Gómez Díez

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Voluntades . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Cristina Garrido Estepa

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El escape . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ricardo Abdahllah

35

El pedazo de papel . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Natalia Acosta

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¡Estoy muerto! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Miguel Andrés Castaño

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Tamales de los menos santos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Rosa Elena Bautista Mendizábal

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Pretexto Jurado


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Elecciones del destino . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Vanesa Bullido Sánchez

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Se niega a todo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175 R. Pleguezuelos

Palabras que matan . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Enrique Cherta Ferreres

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Un hombre en el laberinto Jordi Salinas

El viajero viajado o la casa de putas de Morondava . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Marcos Fusté Pin

97

La Rosa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113 Antonio García La celda y el último ángel Eduardo Gil

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Anfibios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133 Carla Z. Illueca Quítate la camiseta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139 Inmaculada Juárez Pérez Voces sobre un criminal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 149 Abelardo Leal Hernández Avatar con huevos fritos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157 Emilio Losada Pellejero Un océano en la memoria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 165 Manuel Pérez Martín

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189

Al otro lado del muro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 201 Emilio Tejera Puente ¿Sabes quién soy? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 211 Alicia del Valle Rodríguez


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Pretexto

Hay quien dice que no hacemos sino recordar lugares en los que no hemos estado, acciones que no hemos protagonizado e historias de amor que no hemos vivido porque nuestra interpretación posterior siempre altera el hecho original. Quizá la memoria no sea sino una adecuada gestión del olvido. El cualquier caso, la memoria y sus trampas son tema para cualquier cuento, puesto que todas las historias se nutren de lo que creemos recordar más que de los hechos en sí. Lucía Etxebarría. Cosmofobia

Hay quienes no pueden imaginar un mundo sin pájaros; hay quienes no pueden imaginar un mundo sin agua. En lo que a mí se refiere, soy incapaz de imaginar un mundo sin libros. A lo largo de la historia el hombre ha soñado y forjado un sinfín de instrumentos. Ha creado la llave, una barrita de metal que permite que alguien penetre en un vasto palacio. Ha creado la espada y el arado, prolongaciones del brazo del hombre que los usa. 11


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Cada cierto tiempo conviene hacer un alto en el camino, tomar aire y reflexionar sobre el porqué de las cosas. ¿Tiene sentido lo que hacemos? ¿Hemos elegido la ruta adecuada? ¿Sabemos realmente dónde queremos llegar? Los concursos literarios son una etapa en ese camino y están sometidos a los mismos interrogantes. El Fungible nació, hace ya dieciséis años, con el objetivo de fomentar la creación literaria y sigue en el mismo empeño. A lo largo de estos años el mundo ha cambiado a una velocidad vertiginosa envuelto en una revolución tecnológica —con la información como protagonista— que produce el deslumbramiento ante los medios. Conexiones a alta velocidad, redes planetarias, accesibilidad completa a los conocimientos más variados, realidad virtual, teléfonos móviles con tantas funciones que parecen sacados de un relato de ciencia ficción… En medio de este torbellino es fácil perder el norte y dejar de preguntarte para qué y para quién haces lo que haces, centrando tus esfuerzos en el cómo. Al deshojar la margarita y eliminar lo superfluo, salen a la luz las características esenciales que definen lo que somos. El Fungible es un foro de creación literaria, un espacio de encuentro para voces noveles con pasión por la palabra, un lugar de tránsito en el que escritores y lectores ponen en marcha la maquinaria de la comunicación. El Fungible mantiene vivas sus ganas de aprender y apuesta

por la fantasía y el poder de prestidigitación literaria de los jóvenes escritores. Impregnado por el espíritu de los nuevos tiempos, en el que las limitaciones espaciotemporales se vencen a golpe de tecnología, el certamen hace ya tiempo que se transformó en un foro internacional frecuentado por autores latinoamericanos. Su participación ha sido tan activa, y su presencia tan valorada, que en esta convocatoria, la número 16, el concurso modificó su nombre para reconocer de manera fehaciente esta realidad. Así pues, El Fungible es ya un concurso de relatos para España y América Latina. Los concursos literarios también cumplen una función práctica respaldada por su fructificación y el aumento imparable de participantes. Forman parte del camino que hay que recorrer para llegar hasta las editoriales y la escritura profesional, además de ser una escuela para pulir el estilo y poner a prueba el resultado de las obras. Al fin y al cabo, como dice Rosa Montero en La loca de la casa, «Hablar de literatura, pues, es hablar de la vida; de la vida propia y de la de los otros, de la felicidad y del dolor, y es también hablar del amor, porque la pasión es el mayor invento de nuestras existencias inventadas, la sombra de una sombra, el durmiente que sueña que está soñando». La literatura, como todas las artes, requiere tiempo y trabajo además de talento. Los autores descubren su propia voz con la ayuda inestimable de la experiencia y las astucias que entrega el tiempo. A lo largo de ese proceso los escritores ganan en técnica narrativa pero ese algo mágico que convierte en especial un relato sigue siendo un misterio que nace de la capacidad del autor de sobresaltarnos, de atraparnos, de introducirnos en su mundo, en sus tragedias

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Ha creado el libro, que es una extensión secular de la imaginación y de su memoria. Jorge Luis Borges


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y comedias y en la piel de sus personajes. Lourdes Ortiz remarca este aspecto intangible al afirmar que «un buen cuento es un regalo que abre preguntas en la cabeza del lector o del oyente, que despliega sentidos». El proceso creativo, en el que cada escritor deja una parte de sí mismo para conectar con el otro, es ese elemento intangible que muestran las palabras de Eduardo Galeano: «Magda Lemonnier recorta palabras de los diarios, palabras de todos los tamaños, y las guarda en cajas. En caja roja guarda las palabras furiosas. En caja verde, las palabras amantes. En caja azul, las neutrales. En caja amarilla, las tristes. Y en caja transparente guarda las palabras que tienen magia. A veces, ella abre las cajas y las pone boca abajo sobre la mesa, para que las palabras se mezclen como quieran. Entonces, las palabras le cuentan lo que ocurre y le anuncian lo que ocurrirá». La literatura se parece mucho a la pelea de los samuráis —definió Roberto Bolaño en una entrevista— pero un samurái no pelea contra otro samurái, pelea contra un monstruo. Generalmente sabe, además, que va a ser derrotado. «Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura.» El volumen que presentamos recoge las obras de veinte autores, seleccionados entre los más de 400 relatos que se presentaron al XVI Concurso de Relatos para España y América Latina El Fungible, que aportan la frescura y la vitalidad que tienen todos los comienzos. Cada una de las narraciones contiene un universo, un laberinto poblado por recuerdos, personajes, sueños y fantasías en el que internarse de la mano del autor.

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Jurado

LUIS MATEO DÍEZ Nació en Villablino, León, en 1942. Su primer libro de cuentos, Memorial de hierbas, apareció en 1973. Alfaguara ha publicado sus novelas Las estaciones provinciales (1982), La Fuente de la Edad (1986), con la que obtuvo el Premio Nacional de Literatura y el Premio de la Crítica, Apócrifo del clavel y la espina (1988), Las horas completas (1990), El expediente del náufrago (1992), Camino de perdición (1995), La mirada del alma (1997), El paraíso de los mortales (1998), Fantasmas del invierno (2004), El fulgor de la pobreza (2005) y las reunidas en El diablo meridiano (2001) y en El eco de las bodas (2003), así como los libros de relatos Brasas de agosto (1989) y Los males menores (1993). En un único volumen titulado El pasado legendario (Alfaguara, 2000), prologado por el autor, se han recogido El árbol de los cuentos, Apócrifo del clavel y la espina, Relato de Babia, Brasas de agosto, Los males menores y Días del Desván. El libro El reino de Celama (2003) reúne sus tres novelas ambientadas en ese lugar imaginario. En el 2000 obtuvo el Premio Nacional de Narrativa y el Premio de la Crítica por La ruina del cielo. 15


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Luis Mateo Díez es miembro de la Real Academia Española.

JORGE BENAVIDES

Voces en la oscuridad Carlos Gómez Díez

P R E M I O A L M E J O R R E L AT O

Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, Perú, 1964) estudió Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Garcilaso de la Vega, en Lima, ciudad en la que trabajó como periodista radiofónico. Desde 1991 a 2002 vivió en Tenerife, donde fundó y dirigió el taller Entrelíneas, y en la actualidad vive en Madrid, donde imparte y dirige talleres literarios y colabora con revistas literarias de prestigio. Ha publicado dos libros de relatos, Cuentario y otros relatos (1989), La noche de Morgana (Alfaguara, 2005), y las novelas Los años inútiles (Alfaguara, 2002) y El año que rompí contigo (Alfaguara, 2003). En 1988 recibió el Premio de Cuentos José María Arguedas de la Federación Peruana de Escritores y en 2003 fue galardonado con el Premio Nuevo Talento FNAC.

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CARLOS GÓMEZ DÍEZ (ELORRIO, VIZCAYA, 1972) Ingeniero de Telecomunicaciones, Carlos trabaja en la actualidad como profesor en la Escuela Politécnica Superior de la Universidad de Mondragón y dedica gran parte de su tiempo libre a la escritura, una vocación que descubrió de manera casual. «Con 20 años visité un pueblo abandonado y fue tanta la fascinación que me produjo que me llevó a escribir mi primer relato “La leyenda del pueblo fantasma”. Lo presenté a un concurso, tuve la enorme fortuna de ganarlo y a partir de ahí la literatura fue una afición con la que comparto mi tiempo libre, aunque nunca he abandonado el sueño de poder dedicarme a ella profesionalmente.» Este propósito no parece tan lejano si tenemos en cuenta su fabuloso promedio de premios literarios, nada más y nada menos que 1,5 por año. El relato «Voces en la oscuridad», galardonado en la última edición de nuestro concurso, entra de lleno en el género de terror, logrando una gran intensidad dramática a partir de una situación cotidiana, con un final abierto y angustioso. El Jurado destaca la estructura diáfana y enriquecedora, dentro de la línea del género al que pertenece.

—Buenas noches, amigos noctámbulos, criaturas de la noche, seres insomnes que sintonizáis Radio Luz. Recibid un saludo nocturno de Ana Soler, que os acompañará hasta las 4 de la madrugada, aquí, en Radio Luz, en vuestro programa Voces en la Oscuridad.

Con un gesto al control entra la sintonía del programa y yo reviso como cada noche el guión de estas dos horas de radio. Ya estoy más tranquila, pero me causa aún un cierto desasosiego recorrer a estas horas de silencio la emisora: el vestíbulo iluminado pero desierto, los inmensos pasillos en penumbra, los despachos vacíos, los ordenadores apagados y las luces que se encienden a mi paso para extinguirse después, cuando vuelvo la esquina. No consigo acostumbrarme al silencio y a la soledad. Saludo al conserje y charlo unos minutos con Paco, el técnico de sonido. Y, por supuesto, están los oyentes, con ellos también converso, pero es una conversación lejana: dos voces que se cruzan en la oscuridad para no llegar a abrazarse. 19


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A algunos los siento cerca, como si estuvieran aquí, sentados a mi lado. Miro a las sillas vacías que me acompañan y creo que estoy viéndoles próximos, cercanos, contándome sus alegrías, revelándome sus penas, desnudándose el alma ante una desconocida que se ha convertido, por el milagro de la radio, en su confidente. A otros oyentes los noto lejanos, como si la voz metálica que me trae el teléfono viniera desde el espacio y la radio estuviera uniendo dos mundos ajenos, remotos, separados por años luz, dos mundos entre los que no es posible el milagro de la comunicación. Ya escucho por los auriculares los últimos acordes de la sintonía del programa y Paco me hace un gesto para que me prepare, bebo un sorbo de agua y la luz roja que parpadea encima de la puerta me dice que ya estoy en el aire.

—Buenas noches de nuevo, amigos noctámbulos. Cuando son las 2:04 de la madrugada irrumpe mi voz en la oscuridad que te rodea, que te envuelve como un manto mágico y nos invita a la noche de las confidencias. La noche os escucha en Radio Luz. Radio Luz se llena de voces, de las voces de los oyentes, de vuestras voces, noctámbulos, de voces en la oscuridad. Si quieres que tu voz se escuche en la noche llama al 91 445 44 53 y tu voz iluminará la oscuridad.

Sigo leyendo el guión modulando mi voz, tratando de envolver el texto en una atmósfera de misterio, alternando mi voz con la música tétrica, tenebrosa, que 20

Paco mezcla con mi voz cada vez que pronuncio noche u oscuridad. Será esa atmósfera desasosegante, será la aprehensión que me causa saber que la emisora está desierta. No sé lo qué será, pero me ha parecido oír levemente, al otro lado de la puerta, un rumor de pasos que se acercan, un crujido de maderas que se doblan, un ruido que se dirige hacia mí. Sigo hablando a la noche:

—Hoy os voy a pedir que hablemos del miedo, de vuestros miedos, de vuestros grandes y pequeños miedos y, lo que es más importante, de cómo los combatís, de cómo lucháis contra ellos, de cómo los vencéis. Queridos noctámbulos, quiero que vuestras confidencias de hoy sirvan para vencer todos nuestros miedos.

El rumor de pasos prosigue en la distancia, se mezcla con el sonido del auricular y descubro que es un efecto sonoro más producido por Paco. Le sonrío a través del cristal que nos separa y respiro aliviada ante mis temores infundados. El viento de la noche parece golpear la puerta insonorizada del locutorio, la oscuridad se asoma desafiante a través de su ojo de buey y las sombras del micrófono, de la mesa y de mi cuerpo se agitan en la penumbra del estudio como fantasmas temblorosos.

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—Damos paso a nuestra primera llamada de la noche. Hola, voz en la oscuridad. ¿Desde dónde nos llamas? —Desde la oscuridad de Salamanca. —Dinos, voz. ¿De qué se tiene miedo en la oscuridad de Salamanca? —Mira, Ana, lo que a mí verdaderamente me aterra es la soledad. —¿Vives solo, voz de Salamanca? —No, no. Yo me refiero a trabajar solo por la noche, a estar encerrado en un estudio radiofónico solo en la oscuridad. ¿No sientes miedo, Ana? —Voz de Salamanca, aunque sólo escuches mi voz, en la radio trabaja mucha gente. Estoy rodeada de compañeros y… además estáis vosotros, los oyentes. Pero ¿por qué temes a la soledad? —¿Sabes, Ana? Todo es diferente en soledad. El silencio se vuelve tenso y se llena de mil rumores inquietantes. Y de noche, cuando los ojos no pueden confirmar que todos esos rumores son mero producto de nuestra imaginación, envueltos por la oscuridad que agrava las sospechas, entonces, en ese momento, comienzan a surcar mi mente los miedos más irracionales y se materializan junto a mí, agitando con sus brazos de viento mi pecho desbocado. —Voz de Salamanca. ¿Y qué haces para vencer tu miedo? —Hablar por el micrófono y mirar de vez en cuando al técnico de sonido que tengo delante, al otro lado del cristal. —¿Trabajas en la radio, voz de Salamanca? —Sí, bueno, ya no. Trabajé, siempre de madrugada, hasta que ya no supe vencer el miedo a la soledad y…

—Voz de Salamanca. ¿Voz de Salamanca? ¿Sigues ahí?

Miro a Paco con más frecuencia que otros días. ¡Qué tontería! Pensará que tengo miedo a la soledad. Ahora sonrío yo ante mis temores infundados: mi aprensión al atravesar la emisora vacía, mi desasosiego al encerrarme aquí en la pecera con la única compañía de Paco al otro lado del cristal, mi ridículo miedo a la oscuridad… Sonrío a Paco para que me dé paso y observo con curiosidad cómo se quita los auriculares y me hace un gesto extraño, incomprensible, para seguidamente abandonar el control con una sonrisa enigmática en sus labios. Comienzo a hablar con turbación, tartamudeando

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El viento de la noche silba a través de mis auriculares, un susurro ahogado traspasa la puerta del locutorio y las sombras de las sillas vacías tiemblan a mi lado como hojas que acaricia el viento.

—Parece que la Voz de Salamanca se ha perdido en la oscuridad. Voz de Salamanca, llama otra vez y trataremos de vencer tu miedo. Si queréis liberar vuestros temores o ayudar a la Voz de Salamanca, marcad el teléfono 91 445 44 53 y vuestras voces iluminarán la noche aquí, en Radio Luz, de 2 a 4 de la madrugada, en vuestro programa Voces en la Oscuridad.


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al principio, sin poder apartar de mi memoria esa sonrisa extraña, casi diabólica, que Paco me ha dedicado antes de salir. Un crujido de pisadas que se alejan rompe el silencio de la noche, la oscuridad me contempla a través del ojo de buey de la puerta, el viento transporta ladridos lejanos y las ondas de la radio llevan mi voz hacia el infinito. No puedo dar paso a otra llamada, no puedo poner un disco, Paco se fue hace ya tiempo y me ha dejado prisionera del micrófono. Es lo único que hay entre los oyentes y yo: un micro que les envía mi voz, un micro que nos une y que ahora yo ya no puedo abandonar. No pierdo de vista el control, espero que Paco aparezca en cualquier momento y me dé un respiro. Seguro que nos reiremos de esto después. El tiempo parece haberse detenido, las manecillas del reloj se arrastran con torpeza, mi voz devora el guión con avidez, si Paco no aparece pronto tendré que empezar a improvisar. Escucho unos pasos que se acercan, que se detienen delante del estudio, que pasan de largo. Quiero gritar el nombre de Paco, llamar al conserje, pedir al vigilante que lo traiga de una vez, pero no puedo abandonar el micro, no puedo dejar muda a Radio Luz, y sigo leyendo este insulso guión sobre el miedo. La luz del control se apaga, ya no puedo ver si Paco regresa. Me levanto, cojo el micro y me acerco a la puerta, me asomo al ojo de buey: la oscuridad impenetrable, las sombras infinitas, nada, y sin embargo me ha parecido escuchar un rumor de pasos que se acercan, un chirrido de bisagras que giran, un crepitar de leñas que arden. 24

—Les parecerá una tontería, pero el técnico del control ha salido y tarda en volver. Voy a abrir la puerta del locutorio para llamarle, así que escucharán un grito. No se asusten.

Lleno mis pulmones de aire, empujo la puerta, la golpeo, apoyo todo mi peso en ella y… no se abre. —Se ha debido atascar. Como es hermética… El viento de la noche silba a través de las rendijas, un rumor ahogado recorre el pasillo solitario como un lamento perdido y la penumbra del estudio proyecta mi silueta temblorosa sobre la puerta infranqueable. —Tendrán que seguir escuchando mi voz. La luz del estudio se ha apagado, ya no me envuelve la penumbra. La oscuridad es total, hasta el letrero rojo EN EL AIRE se ha extinguido. Debe de ser un apagón. Siempre pensé que había un generador en la emisora y que las luces de emergencia marcarían las salidas, pero no es así. Me he quedado muda, pero debo reaccionar, las grandes profesionales se miden en ocasiones como éstas. —Radio Luz se ha quedado sin luz. Sorprendentemente escucho mi voz por los auriculares: la emisión no se ha detenido. Quiero gritar para pedir socorro, para que alguien venga, para que me saquen de aquí. La oscuridad ya es total, no hay teléfono en el locutorio, las paredes están insonorizadas, no puedo abrir la puerta… Sólo me queda mi voz, y mi voz viaja por el espacio, puedo oírla por los auriculares. Tan solo 25


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tengo que seguir hablando para que los oyentes no cambien de emisora y elegir las palabras en las que voy a volcar mi petición de ayuda: —Por favor, llamen al teléfono 91 437 45 69 y díganle al conserje que suba al estudio 1 a solucionar el apagón. Muchas gracias El silbido del viento se funde con mi voz pausada, tensa y melancólica en una mixtura de rumores extraños que las ondas difunden al espacio. Ya no escucho mi voz. Los auriculares inundan mis oídos con una orgía de susurros que envuelven mis palabras en un eco de sonidos remotos, lamentos de la noche que vencen la insonoridad del estudio y se cuelan tímidos e inquietantes a través de las rendijas de la puerta. No son interferencias. No es otra señal radiofónica. No son efectos sonoros que Paco lance al aire desde un control oscuro y vacío. No son nada que yo conozca. No lo puedo explicar. Es como si la noche comenzara lentamente a devorar la emisión, como si los rumores casi imperceptibles de la noche cobraran hoy vida y la oscuridad quisiera mostrar su voz más siniestra. No me queda mucho tiempo. A través del auricular percibo cómo los rumores de la noche atenúan más y más mi voz, cómo el crujido de pisadas se acerca, cómo el susurro de voces me envuelve, cómo el silbido del viento me turba, cómo el crepitar de un fuego lejano me quema y cómo mi voz se pierde.

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—Por favor, llamen al 91 437 45 69. ¡Díganle al bedel que venga! —mi voz suena ahora desesperada—. ¡Llamen al 112! ¡Radio Luz! ¡Estudio 1! ¡Por favor, socorro! —grito todo lo que permite mi aterrada garganta. El viento acaricia el estudio con sus dedos gélidos, la oscuridad se asoma a través del ojo de buey, mis manos sujetan el micrófono mudo y mi mirada busca una sombra amiga en la oscuridad infinita. Ya no escucho mi voz. Golpeo el micrófono y no escucho los golpes. Radio Luz se quedó muda, al fin. Pero seguro que algún oyente llamó al 112. ¿Por qué no viene nadie? ¿Por qué sigo escuchando el silbido del viento? ¿Quién emite ese rumor que llena las ondas si el micrófono no funciona? Me quito los auriculares y me envuelve el silencio. Es un alivio sentir esta paz, pero, un momento, no es un silencio total, absoluto, tranquilizador. Es el silencio de la noche con sus mil rumores inquietantes: crujidos de pasos ficticios que se acercan, crepitar de hogueras que no arden, susurros de voces lejanas que no hablan, rugidos de motores parados, estallidos de ventanas sin cristales, gorgoteos de fuentes secas, rugidos de animales extinguidos… Busco a tientas la puerta, acerco mi oreja a la pared insonorizada y una vibración me sobresalta. Es como un tambor que golpea el pasillo: tan–tan. No, es el estruendo de unos pasos pesados, sonoros, que agitan las paredes del estudio como en un terremoto. Los pasos son más cercanos, el ruido es estremecedor, trato de abrir la puerta para escapar, para salir de esta pesadilla… pero el pomo no gira, la puerta no se abre. Y los pasos se acercan. Golpeo la puerta, grito aunque nadie 27


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me oiga. Y los pasos se acercan, cada vez más pesados, más nítidos, más amenazadores. Los pasos se han detenido. Siento una presencia extraña al otro lado de la puerta, una presencia que llena el ambiente, una presencia muda que acrecienta el peso de la soledad. El pomo gira lentamente, como recreándose en mi desesperación, chirriando al ritmo de mi corazón desbocado. La puerta se entorna despacio, muy despacio, penetrando una oscuridad más siniestra si cabe a través de su espacio entornado, para finalmente abrirse y… todos mis miedos se materializan en el umbral.

Voluntades

P R E M I O A L M E J O R R E L AT O L O C A L

Cristina Garrido Estepa

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CRISTINA GARRIDO ESTEPA (MADRID, 1977) Alcobendas es su base de operaciones pese a la vocación capitalina que la lleva a Madrid con mucha frecuencia y a París cada vez que puede. Un trasiego que ya comenzó con sus estudios de filología, a caballo entre la Complutense y la UNED, y que marca uno de los principales rasgos de esta joven inquieta con profunda vocación literaria que declara abiertamente su interés por las nuevas formas de expresión y por el mestizaje de géneros literarios. Se declara «demasiado vergonzosa para contar quién soy», aunque aclara que escribe en la revista literaria Bilboquet (Webzine de creación, teatrología y pensamiento), realiza traducciones de teatro y poesía y colabora en proyectos de dramaturgia. Dueña de un lenguaje singular y un estilo propio, Cristina se encuentra cómoda en el relato breve para contar lo esencial sin limitar la imaginación. El relato «Voluntades», galardonado como mejor relato local, nos propone una interesante historia sobre la incapacidad de llevar a cabo nuestros actos vitales. El jurado destaca su cuidada estructura y escritura, cercana a lo que hoy se puede entender como micro-relato. La autora nos facilita alguna de las claves para adentrarse en esta historia: «Ninguno de mis cuentos da muchos datos. A veces los protagonistas no se sabe si son hombres o mujeres, ni tienen grandes descripciones. Evito apelativos y detalles puntuales, sin embargo la idea permanece constante. Ideas universales que se reflejan en el día a día, en lo cotidiano, en lo más simple, apoyadas en la realidad».

No es nada especial lo de Pedro, digo yo. El chico quiere intentarlo y, bueno, para intentarlo se convence. En el fondo es algo común y generalizado. Los lunes no son el mejor día para proponerse tamaña empresa y él mismo se relaja y confía en que el martes se le dará mejor. El martes, eso sí, se levanta de otro talante y nos sorprende a todos. Parece un momento decisivo y dan ganas de aplaudirle cuando se pone a explicar que es el punto de partida de algo realmente beneficioso. Se propone un plan extraordinario y, aunque hacer horarios no es lo suyo, el chico intenta ocuparse hasta la noche con todo tipo de actividades que no le dejen pensar en eso. A pesar de que su estado físico no es favorable para el deporte se empeña en entrenarse. Y llega a casa sudado y roto, y cuando se da cuenta casi son las doce. Parece evidente lo de dormir, pero no. Pasa horas y horas en la cama y no consigue conciliar el sueño. Ya se está acordando y no sabe cómo sacárselo de la cabeza. Cuando cree que no hay remedio, que su voluntad está doblegada, ya se ha dormido. Pero en los días 31


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siguientes la idea original se ha ido modificando con sutilidad. Eso sí, podía haber añadido lo de ducharse a la lista de tareas inventadas, pero queda omitido. Lo de entrenarse también. Su estado físico, claro. Parece que se levanta nervioso porque nos anuncia, con menos ímpetu, que han pasado tres días. Eso puede querer decir que tres días son un logro, que tres días es suficiente o, simplemente, que se le ha olvidado su convencimiento inicial. Y ya, por la noche, comprobamos que, además de autoconvencerse de las dificultades que conlleva hacerlo de manera definitiva, intenta convencernos a nosotros para que le animemos a interrumpir dicha hazaña. No se sabe si es esa misma noche o la siguiente cuando tira la toalla, mientras el lunes se va acercando poco a poco y nosotros ya habíamos pensado que a él los lunes le afectan bastante. Así que el fin de semana decidimos irnos al campo y le proponemos que nos acompañe. Él comienza a excusarse antes de decirle adónde teníamos pensado ir. Y nos explica, una a una, la larga lista de cosas pendientes que tiene que hacer. De nuevo, dan ganas de aplaudirle. Nos gusta que Pedro sea tan responsable. Cuando volvemos el domingo, tras una agradable estancia en plena naturaleza, frescos y oxigenados, Pedro no está en casa. Como no ha puesto ninguna lavadora, ni ha ido a comprar comida, ni ha ordenado el cuarto, ni parece que se haya duchado, llegamos a la conclusión que lo que no quería era ir al campo y no sabía cómo decírnoslo.

El lunes, sin embargo, en el desayuno, aparece por casa, para ducharse y cambiarse, por fin. Nos da la sensación de que se ha estado entrenando todo el fin de semana porque su aspecto físico refleja el agotamiento. Julia le prepara unas buenas rebanadas de pan tostado, café y hasta un zumo para que empiece la semana con más fuerza. Se queda charlando con nosotros en la cocina hasta que nos vamos yendo, uno a uno, mientras Pedro a solas se dice a sí mismo, en voz alta, que los lunes no es el mejor día, el martes, tal vez…

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El escape Ricardo Abdahllah Camacho

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Leaving a note that she hopes will say more The Beatles. She’s leaving home Today we escape Radiohead. Exit music (for a film) Escape is never the safest place Pearl Jam. Dissident RICARDO ABDAHLLAH CAMACHO (IBAGUÉ, COLOMBIA, 1978) Lleva el oficio de escribir en la sangre, por lo que sorprende su elección de Ingeniería Electrónica a la hora de cursar estudios superiores. Terminó la carrera y se dedicó al mundo de las letras como profesor de literatura, periodista y colaborador en diferentes revistas hasta llegar a París como profesor asistente de español y corresponsal de Rolling Stone. Actualmente reside en Bogotá y escribe para las revistas Don Juan, Rolling Stone, Avianca en Revista y Puesto de Combate y el periódico La Hoja, además de colaborar ocasionalmente con El Malpensante, Revista Credencial, Bestiario y los blogs, Cae la noche, La movida literaria, Caja de Resonancia y Lecturas Compulsivas del diario El Tiempo. Ha publicado dos libros de cuentos —Noche de Quema (1999) y El Desierto (2005)— y la biografía Kurt Cobain, El Rock estaba muerto (Editorial Panamericana, 2006). Los premios literarios también están presentes en su trayectoria. En 1999 y 2003 ganó el Premio Metropolitano de Cuento de Bucaramanga, en 2001 el Premio Nacional de Cuento de la Revista Puesto de Combate y en 2005 el Premio Nacional de Cuento de Barrancabermeja. Fue finalista de los Premios de Literatura Ciudad de Bogotá en las modalidades de Novela (2003) y Cuento (2004). Su relato, «El escape», nos transporta a un lugar onírico ubicado en algún punto entre el Cañón del Chicamocha y el Paso de Arcabuco. Un escenario elegido para cumplir el sueño de dos jóvenes hastiados de ataduras que precisan transformar en realidad el impulso de volar sin reparar en medios. A través de un lenguaje cadencioso e intimista el autor nos guía por el interior de los personajes hasta llegar a un desenlace en el que el lector ya no tiene cabida.

Andrea Camila estiró la mano y apagó el despertador. Fue un acto instantáneo. Primer timbre, mano que lo apaga. Sin embargo, pensó que quizá había tardado demasiado y escuchó con atención pesimista pensando que no era la única que se había despertado. Pero ni en la casa ni en la calle había ruido. Se le hizo extraño haber dormido, considerando la expectativa, y pensó en que lo mejor habría sido ser raptada, que su salvador entrara por la ventana o algo así, pero ya los tiempos no dan para caballeros y dragones y, aunque vive en un buen barrio, su casa no es un castillo.

De todas maneras habría sido mejor si él entrara por la ventana y susurrara para despertarla y al menos ese día, el último día, la hubiera salvado del sonido del despertador. Estaba muy oscuro y Andrea Camila encendió la lámpara de la mesa de noche haciendo que el cuarto se llenara de ese amarillo puro que la luz artificial sólo puede lograr en la madrugada. Se frotó los ojos, un gesto inevitable, y siguió haciéndolo mientras caminaba hasta la ventana sobre la baldosa helada. La calle estaba 37


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completamente sola y la invadía la niebla que sube desde Ciudad Norte y a veces cubre la meseta antes de la madrugada. Andrea Camila esperaba al menos ver un celador o un repartidor de Vanguardia Liberal pero no había nadie. Nadie andaría por ahí con ese frío y esa niebla.

Clavadas con tachuelas en un corcho colgado en la pared hay varias fotos; la más grande es una de Fernando Barajas. Camila siempre pensó que en esa foto Fercho no se parecía a Fercho, pero la dejó colgada porque, de todas maneras, en esa foto Fercho se veía mejor de lo que era. Tantas veces Fercho llegó junto a su ventana como un caballero al rescate y le gritó «Tira el lazo», y ella tiraba un lazo por la ventana y se escapaba a veces hasta el día siguiente y luego entraba sin saludar y se encerraba en el cuarto, en ese mismo cuarto que ahora le parecía tan frío, y ponía música a todo volumen para no escuchar a su papá regañándola desde el primer piso. Andrea Camila siempre pensó, siempre tuvo por cierto, que un día se escaparía con Fercho y se irían por una carretera donde casi no había árboles y acamparían en el desierto. Andrea Camila pensó si estaría en una carretera al final del día y se contestó que la pregunta no tenía sentido, que uno nunca sabe dónde va a estar cuando termine el día. Uno no sabe si al día siguiente amanecerá bajo la misma niebla.

A Fercho le perdonaron los piercings y los cigarros y a Andrea Camila la manía de fingir cólicos para no entrar al salón, pero el día en que de común acuerdo se negaron a ponerse la cruz en la frente el Miércoles de Ceniza los echaron con humillación pública y todo y ni siquiera el profesor Medina pudo interceder por ellos. Al final del día estaban celebrando su expulsión tomando cerveza en un andén y fumándose una caja completa de cigarros.

Por ejemplo, ese día ellos no sabían que iban a terminar en un andén. Camila caminó hasta el baño, abrió un poquito la llave («el agua está helada») y se limpió la cara. Irse siempre es triste así uno se quiera ir. Nunca había pensado dejarle una nota a su papá el día que se fuera, buscó un cuaderno y garrapateó una explicación. La dobló por la mitad y escribió «Papá» y pensó que hacía mucho que no escribía esa palabra y se sintió un poco como en preescolar. Por fin se había despertado del todo. Su morral estaba empacado desde la noche anterior. Abrió un poco la ventana. Hacía frío. Buscó un cigarro, lo encendió y pensó en que igual podría escaparse con el humo que salía por la ventana y se mezclaba con la neblina.

Uno puede escaparse con el humo de un cigarrillo…

Fercho Barajas y Andrea Camila se conocieron en el colegio y se hicieron amigos porque cada vez que los sacaban de clase se iban a tomar tinto a la sala de profesores.

La imagen de la televisión mostraba el cielo ennegrecido y luego uno de los muchos incendios de la ciudad durante los peores días de la guerra, pero el mensaje era

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optimista: habíamos ganado y la siguiente imagen mostraba un desfile donde, mezclados con los militares que copiaban el paso marcial que, también en la televisión, habían visto hacer al ejército ruso, pasaban mujeres disfrazadas de venados, leopardos y cazadores vestidos con chaleco verde; y luego el ruido que era el ruido de los aviones mezclados con la banda de guerra que tocaba un bambuco viejísimo y con los cañonazos que todavía se escuchaban y la campana, la campana de la noche anterior y la noche anterior a esa, la campana que le gana a todos los ruidos. Él sólo tenía tiempo para despertarse, saltar de la cama, mojarse la cabeza y peinarse con las manos y ni siquiera se acordó que estaba soñando con días de armisticio y desfiles absurdos. Ella ya estaría esperándolo. Las llaves del carro estaban donde siempre y allí, donde estaban, dejó la nota. Bajó en segundos las escaleras del edificio. Encendió el R9 rojo de la familia (no planeaba robarlo, sólo lo necesitaba por lo del escape), bajó hasta el parqueadero del edificio y pitó para que el celador le abriera la puerta. «Pero dónde se metió este desgraciado», pensó después de pitar por segunda vez y de inmediato pensó que estaría en la esquina tomando tinto o metido en algún apartamento con una empleada. Nada que hacer, porque no podría salir del edificio hasta que el celador no apareciera. Bajó del auto, sacó un cigarrillo de la chaqueta (hacía frío) y pensó que el humo podría salir sin problema por las rejas de la puerta del parqueadero. Sabe lo que va a suceder y por eso no tiene importancia la pequeña tardanza del celador. Unas horas después él está recorriendo el desierto junto a Andrea Camila, perdiéndose en algún lugar entre el Cañón del Chicamocha y el Paso

de Arcabuco. El desierto es la tierra prometida, hay gasolineras con lagartijas gigantes en las paredes y pequeños pueblos donde se esconden ladrones y fugitivos con deudas de sangre, bares donde un hombre de treinta y pico y su amante de dieciséis fuman marihuana todo el día hasta el día en que se vuelven arena y una ciudad sin ley y cementerios indígenas cubiertos de conchas y cruces de caminos que llevan a todas las carreteras el mundo y vodka servido en vasos sucios y hogueras en las noches. Sentada en su vieja ventana, Andrea Camila arroja la colilla que cae sobre la arena (antes había asfalto, ahora hay arena, el desierto está llegando) se pone los zapatos, piensa que le tomó mucho tiempo aprender a amarrarlos y se coloca el morral. La indescriptible sensación del viaje, el dulce peso que debe sentir el caracol sobre la espalda. Una última mirada por la ventana ya con la carta en la mano. Su padre la descubrirá con el primer tabaco de la mañana, (el tabaco viejo, su único vicio) y no podrá creerlo y buscará más pistas y durará como loco todo el día hasta el tabaco de la noche y pasará derecho hasta la niebla de la madrugada cuando para tratar de dormir va a destapar una botella de vino importado. Andrea Camila soltó una lágrima que parecía seguir el camino de la colilla. El celador llegó tomándose un tinto caliente y abrió la puerta del garaje. El auto salió despacio pero aceleró apenas llegando a la esquina. Sus padres encontrarían la nota cuando su mamá lo llamara —«el desayuno está caliente»— y nadie contestara y de una pensarían en la muchachita esa, en la muchachita esa que siempre supimos le iba a dañar la vida. Su madre no va a llorar (estará más bien histérica), pero a su padre se

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le aguarán los ojos. Su padre es un buen tipo, es sólo que así son las cosas y hay que huir y si no era él alguien más huiría con Andrea Camila y la esperaría en un cruce de trenes (él sabía que Andrea ya había dejado a alguien porque no fue capaz de escaparse con ella); pero no, Andrea Camila no era una mala persona, sólo estaba asustada y cada vez más asustada. Andrea Camila sólo quiere quemar las naves y una lágrima cae sobre la colilla y se vuelve vapor y desaparece. Todo lo que no se vuelve humo sigue existiendo. Era tanta la rabia. Tantas cosas que no se van a volver a ver, su padre, la ciudad. Los parques repetitivos, el escape no es el lugar más seguro pero es un lugar, «tira el lazo somos jóvenes». Fercho Barajas, ¿por qué nunca lo vio vestido con colores alegres?, Fercho, en el andén, Fercho sin ceniza en la frente, Fercho incapaz de encender un fuego. Andrea Camila puso la carta sobre la mesa, sólo unos escalones más y luego la calle que se volverá la carretera interminable, el polvo del camino y la arena del desierto y nuevas ciudades y una gasolinera como las de las películas (porque siempre todo es tan como lo de las películas), como las gasolineras que ya han visto a la orilla del camino. Han visto tantas cosas desde que dejaron la ciudad. Parejas ilegales, asesinos en fuga y varios candidatos a terapias de litio y electrochoques y un letrero que decía «Larga vida (aquí y en El Desierto) a las almas atormentadas». O algo así. La tierra prometida es un alto en el camino, un cruce de caminos, un rastro de polvo en la carretera. «Ojalá no despierte», pensó Andrea Camila mirando a su padre.

«Ojalá no despierte», piensa de nuevo mientras baja del auto en la gasolinera. La tradición exigiría un trago fuerte pero ella tiene la garganta seca y bien se conformaría con agua fresca. Un tipo sentado a la entrada, no un vaquero ni nada, un tipo común y corriente, tiene una pistola sobre la mesa y ella piensa en cómo habría sido dispararle al viejo mientras dormía y piensa en la felicidad que traería esa pistola humeante mientras su padre enciende el primer tabaco de la mañana y observa una nota sobre la mesa y de inmediato piensa en el escape y llora de rabia ante lo irremediable de la situación. «Un vaso de agua y cigarrillos», dice Andrea a la mujer tras el mostrador y luego pide un encendedor. La primera bocanada. ¿Cuánto tiempo han viajado? «¿Cuánto tiempo hemos viajado?» Él contesta. Cuánto tiempo ha pasado desde el último cigarrillo en casa, con la puerta entreabierta y siempre mirando hacia la esquina, cuando apareció un auto rojo girando lentamente, cortando la niebla, el humo del primer cigarro y la pistola humeante y el polvo del desierto que nubla la vista y no deja ver si uno está realmente durmiendo en el asiento trasero de un auto rojo y los vidrios han comenzado a empañarse (y El Desierto es un cuerpo desnudo), los vidrios del auto que llegó en la madrugada (uno puede escaparse con el humo). Fercho, el viejo Fercho en unos años estará loco y caminará por ahí repitiendo la misma frase (y es la frase de un cuento de horror: «El miedo siempre triunfa»), pero, por supuesto, eso no importa ahora, no en la madrugada del escape, porque a pesar de haber querido tanto a Fercho, a pesar de tener su foto pegada en un corcho y a pesar de haber

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huido con él un par de veces por un par de días, Andrea Camila sabe que escapar un poco es quedarse y Fercho nunca tendrá la fuerza suficiente. Por eso, en esta madrugada de miércoles, mientras Fercho Barajas duerme tranquilo en su cuarto que ha decorado con relojes, Andrea Camila escapa con Vlacho. No lo quiere tanto, pero es él quien conduce, quien maneja el auto que gira en la esquina que ella cree no volverá a ver y desde ese carro Vlacho mira la luz apagada de la ventana, aspira su cigarro y bota el humo y cuando el humo se dispersa (quizás ha cerrado los ojos mientras tanto) la ve junto a la puerta. Tal vez lo descubran al tiempo en las dos casas. Tal vez, pero no importa. Andrea Camila pide un cigarrillo, el mismo que tendrá que esperar hasta que lleguen a la gasolinera porque Vlacho está terminando el último cigarro que le quedaba. Sube al auto y toma a Vlacho de la mano y uno puede seguir la trayectoria de la manguera azul brillante que sale por la mínima abertura de la ventana del conductor y empieza o termina en el tubo de escape y es por eso que los dos lloran suave y respiran profundo cuando Vlacho gira la llave y enciende el motor o en realidad lloran y respiran porque han llegado al desierto, a la gasolinera soñada, y se recuestan para descansar o si lo que sucede es que escapan, se aman en autos viejos y minas abandonadas y llegan a conocerse tanto que terminan por odiarse y cada uno regresa a su casa sin que nada cambie y se ven muy poco hasta que Camila, saturada de todo, hasta de esa respiración profunda, salta por la ventana de su nuevo apartamento en un noveno piso en una noche en la que también llueve. Uno no sabe (tampoco ellos) donde va a estar cuando

termine el día. Lo de la noche lluviosa pasará en algunos años porque hoy es un hermoso día soleado y al encender el motor, Vlacho se da cuenta que no vale la pena desperdiciarlo y respira profundo y el humo (cigarro o tubo de escape, no hay manera de saberlo) se mete en sus pulmones mientras Camila sonríe entre lágrimas con cara de libertad recién estrenada.

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El pedazo de papel Natalia Acosta

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Para vos San… NATALIA ACOSTA (BUENOS AIRES, ARGENTINA, 1978) Diseñadora en Comunicación Audiovisual, a Natalia siempre le ha gustado leer. Se define como «lectora de gustos simples, con el cuento como género favorito y los autores latinoamericanos a la cabeza». El impulso de las palabras la ha llevado a reflexionar sobre la importancia de la lectoescritura en el desarrollo del ser humano, en el crecimiento de una mente libre y crítica, por lo que decidió pasar a la acción y «desde el año 2001 vengo trabajando con chicos, siempre en el ámbito de la educación no formal, dictando talleres literarios y de expresión para niños en bibliotecas, comedores y centros culturales». Su participación en talleres literarios la ha animado a iniciarse en el mundo de la escritura, algo que celebramos y que nos lleva a augurarle un feliz destino a juzgar por el resultado de uno de sus primeros cuentos. El relato que presentamos a continuación, «El pedazo de papel», se adentra en una historia inquietante que podría definirse como la peor pesadilla del perro de Paulov. La dependencia y la indecisión son una mala combinación en la que la interrupción de la rutina puede tener consecuencias trágicas. Un relato que muestra el gusto de Natalia por «las historias de personajes simples a primera vista, pero que, la mayoría de las veces, tienen un interior complejo y, en ocasiones, oscuro y turbado».

«Y si no estoy cuando te levantás, ya sabés qué hacer». Eso era todo lo que decía la nota en la mesa de la cocina. La mujer se levantó pero él no estaba. No entendía nada de lo que pasaba. Dónde estaba este hombre que la noche anterior se había acostado como todas las noches, sin nada de qué sospechar. Era común que su marido se levantara temprano, sin hacer ruidos que pudieran despertarla antes del horario normal. Pero a eso de las nueve entraba con el mate recién cebado. Entonces abría los ojos, mintiendo que recién se despertaba, aunque hacía rato ya que escuchaba la radio bajito en la cocina y los pasitos cortos llegando al cuarto. Pero esta mañana no pasó nada de eso. Nueve y veinte y ni el murmullo de noticias en la cocina. Primero se extrañó un poco, esperó un rato, y nada. Recién entonces se levantó y fue a reclamar el mate, somnolienta y en pantuflas. Ahí mismo, en la cocina, la nota desconcertante.

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«Ya sabés qué hacer». Era la letra de su marido, de eso no había dudas. Se quedó un rato parada, mirando el pedazo de papel escrito, sin animarse siquiera a tocarlo.

Se sentó. No entendía nada de nada. Estaba acostumbrada a seguir siempre a su marido…, qué es lo que tenía que hacer, cómo iba a saberlo, si él no se lo había dicho. En una silla se quedó inmóvil hasta cerca del mediodía, esperando que él entrara con algún mandado, o con flores; si es que seguro imaginó esa esquela sin sentido o entendió mal o… Pero él no entra y cada vez que mira, el pedazo de papel sigue estático en la mesa.

Entonces la angustia. ¿Y si no vuelve? ¿Y si se fue para siempre?, pero adónde se va a ir sin mí. Su cabeza repasaba la noche, el día anterior. El miedo. Es posible que hubiera hecho algo mal, como aquella vez…, pero no.

idea de que su marido volviera y la viera en ese estado de desequilibrio. No, no le iba a gustar verla otra vez así. Ahí volvía a desesperarse, porque no se le ocurría nada, y cuando algún plan surgía, enseguida lo descartaba suponiendo que él no iba a estar de acuerdo con su decisión cuando volviera; es que ella elegía mal todo el tiempo, no era como su marido, que siempre hacía las cosas bien, salvándola siempre. Pero esta vez la había dejado sola en todo esto, y tuvo que decidir qué hacer, finalmente.

Todo estaba limpio y ordenado. Lo único fuera de lugar era la silla tirada de costado, debajo de esos piecitos que colgaban de la viga. En la mesa de la cocina había solamente un pedazo de papel con una nota: «Es lo que tenía que hacer». No fueran a pensar que su pobre marido había tenido algo que ver en su decisión.

Ya sabés qué hacer. Ya sabés qué hacer. Ya sabés qué hacer… No podía acordarse de nada fuera de lugar. Y ahora el miedo y la angustia se mezclaban con el enojo, porque cómo podía suponer su marido que ella iba a saber qué hacer. El enojo se iba en cuanto se le cruzaba la 50

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¡Estoy muerto! Miguel Andrés Castaño

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MIGUEL ANDRÉS CASTAÑO (SALAMANCA, 1975) Doctor en Ciencias Físicas, este salmantino convencido trabaja desde el año 2000 como profesor de Física y Química en Andalucía, más concretamente en Torremolinos y Peñarroya-Pueblonuevo. El cambio de residencia no ha limitado sus impulsos viajeros en lo que a literatura se refiere ya que no hay espacio ni tiempo que frenen su participación en la comunidad literaria grpobuho.com, con quienes ha participado en diversos libros de relato y poesía. Los premios de relatos jalonan su trayectoria literaria: Concurso de la Mancomunidad Valle del Guadiato acerca de la violencia de género (2004), Concurso Vivir en el Guadiato (2005), Premio de Relato Breve «El coloquio de los perros» (2006) y Premio Valdemera (2007). El relato que publicamos, «¡Estoy muerto!», es una mezcla de géneros que elige los primeros instantes de la muerte como escenario para poner en marcha los mecanismos de la ironía, el humor y la venganza. Descubrir la propia muerte es tan solo el preludio de la constatación de otras certezas absolutamente desconocidas en vida, además del nacimiento tardío de una innegable vocación policíaca.

Desperté. Bueno, creo que esa no es la palabra más adecuada. Salí de mi inconsciencia. Así me gusta más. Salí de mi inconsciencia sin saber muy bien dónde estaba. Traté de moverme, pero no pude…, mis miembros no respondían a las órdenes que intentaba enviarles. Eran como esclavos en huelga, sordos ante la voz del capataz. No podía girar la cabeza, no podía estirar los brazos, no podía pegar una patada al suelo…, simplemente no podía, no podía. Traté de hablar, de pedir auxilio, de informar a mi mujer de que estaba en el suelo y de que no era capaz de moverme…, pero ni siquiera un hálito de voz logró escapar de las catacumbas de mi garganta. «Tienes que serenarte», me dije. «Las cosas suelen ser más sencillas cuando uno está tranquilo.» «Respira profundo y seguro que después podrás pensar con más claridad.» Entonces fue cuando me di cuenta de que no estaba respirando. «¡Estoy muerto!» 55


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«No puedo estar muerto, estoy viendo… y, si aguzo el oído, seguro que descubro algún ruido en la casa.» «Simplemente no soy consciente de que respiro.» En cuanto desterré ese enjambre de cavilaciones, descubrí que estaba yaciendo en una postura inverosímil. Tendrían que haberme dolido cientos de partes de mi cuerpo… y, sin embargo, no sentía nada. «¡Me he quedado tetrapléjico!» «Me he quedado paralítico, cagüenlaputa.» —Menos mal que has llegado —escuché decir a mi mujer, con voz temblorosa. —No puedo creer que lo hayas hecho —respondió alguien a quien identifiqué como Juan, nuestro vecino. Hablaba con voz tranquilizadora, barnizada de serenidad. —Sé que ha sido antes de lo que habíamos planeado; pero pensé: «o lo hago ahora o no lo hago nunca». —¡Joder!, parece que me está mirando —soltó Juan, clavando sus ojos de reptil en el fondo de mis pupilas. En ese instante fue cuando descubrí que estaba muerto. «Así que esto es la muerte: permanecer en tu cuerpo viendo lo que hay alrededor y escuchando las gilipolleces que se les ocurren a los vivos», pensé en ese momento. Una idea tronó, de repente, en mi mente: «¿Por qué no se extrañan de que esté muerto? ¿Por qué no intentan reanimarme?». —Voy a cerrárselos —y mi mujer se acercó hacia mí. —No, tiene que parecer que un yonqui fue el que le mató —espetó mi vecino a quemarropa. —Tal como planeamos, cariño.

—Tal como planeamos. Me indigné. No sólo acababa de descubrir que la muerte era una mierda, sino que además se me revelaba que yo era un cornudo de tomo y lomo, asesinado por su mujer y el amante de ésta. Un evangelio de preguntas afloró en mi mente, como un musgo parásito que ansiara alimentarse de mi tranquilidad: «¿Desde cuándo eran amantes? ¿Por qué me habían matado? ¿Era mejor él que yo en la cama?…» —Vamos a ver, limpia el cuchillo de huellas —ordenó Juan—. Vamos a llevarnos las joyas, el vídeo y algunas de las cosas caras que tienes en casa. Yo iré desordenándola para que la poli piense que entró un ladrón…, y no olvides ponerte los guantes. Cógelos de la caja que he traído. —Vale, cielo —y ambos se alejaron hacia posiciones antípodas de mi perspectiva. «Vale, cielo; vale, cielo. ¡Sois los hijos de la grandísima meretriz de Sodoma! Me habéis matado y estáis, tan tranquilos, diciéndoos mariconaditas.» «¿Por qué? ¿Por qué?» Se oían ruidos al otro lado de la casa: cacharreo, golpes, telas desgarradas… y de vez en cuando un beso, un beso cuyo sonido rompía mi ya muerto corazón, despedazando los tejidos que debían de estar empezando su proceso de putrefacción. «Pues esto no es lo peor», dijo una voz desde mi interior, una voz que ya me había hablado otras veces, mi voz pesimista. «¿No es lo peor?», interrogó asustado otro de mis yoes interiores.

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«Lo peor va a ser cuando te metan en una caja y te pases la eternidad en ella, sin nada que hacer, sin nada en lo que pensar, sin nadie que te consuele.» «¡Esto es una putada aún más gorda de lo que yo había supuesto!» «A partir de ahora vas a agradecer la autopsia, el velatorio, las falsas lágrimas de aquellos que no te hablaban desde hace años, el sermón del cura en el funeral…, todo lo que suceda antes de que te metan en el agujero», proseguían dialogando mis voces interiores, refractarias a la piedad. —Bueno, cielo; creo que ya está —escuché decir a mi mujer en la vedada lejanía. —¡Vámonos! Un gran portazo me dejó de nuevo solo en el piso, viendo la habitación con perspectiva de contrapicado, sin más ilusión que dejar discutir a mis voces interiores cuál era la peor parte de lo que me había sucedido. Aproximadamente media hora más tarde mi mujer volvió. Ese tiempo lo pasé intentando recordar cuáles habían sido mis últimos movimientos en el mundo de los vivos. Tenía claro que había estado trabajando en un nuevo relato corto (uno en el que un hombre era asesinado por su mujer…, ¡qué irónicamente premonitorio!). En ese cuento, al que trataba de dar forma, un pintor —cuya fama no sobrepasaba los límites de su ciudad— sospechaba que su mujer quería matarle para que sus cuadros se revalorizaran. Él desconfiaba de ella porque había escuchado casualmente una conversación telefónica (la verdad era que la espiaba de modo continuo, temiendo una infidelidad, por lo que la palabra «casualmente» no parecía la más adecuada).

Los diálogos no eran creíbles, las comparaciones eran odiosas y por eso mi papelera estaba llena de fragmentos de relato garabateados. Recordé que me había levantado para airear la mente. En ella se proyectaban diáfanas las imágenes de mi viaje a la cocina para prepararme un sándwich de jamón y queso. Fue ahí cuando había notado un tremendo dolor que atravesaba mi cuerpo, desde la espalda hasta el esternón, y cuando todo se había hecho oscuridad. Cercenando mis recuerdos me sorprendió el chillido que dio mi mujer (no me acostumbro a llamarla «mi viuda», perdónenme la licencia) cuando se acercó hasta mi cuerpo inerte. Tardé unos segundos en comprender que el objetivo de ese grito desgarrador era llamar la atención del resto del bloque de viviendas. Uno a uno fueron goteando los distintos vecinos, para alimentarse del morbo que suponía un asesinato en el edificio. Sé que trataban de metamorfosear la aburrida y enclenque conversación que iban a tener al día siguiente con alguna amiga de otra barriada en una interesante charla acerca del vecino muerto. «¿A que no sabes qué me pasó ayer?», dirían en la cola de la pescadería. «Pues no», respondería una amiga, ataviada con un horrible vestido rosa (comprado en las rebajas del Corte Inglés, por supuesto). «Que escuché un grito tremendo, bajé a ver y el vecino estaba muerto. Le habían asesinado.» «No me digas, cuenta, cuenta…» —Deberíamos cerrarle los ojos —dijo alguien.

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—No —respondió otra voz, aguda como el pitido de un silbato— No debemos tocar nada, los de la policía científica son los que tienen que decidir qué hacer. Seguro que con las huellas dactilares pillan al asesino. De hecho, deberíamos salir todos de aquí y llamar al número de emergencias, para que ellos se encarguen de todo. «Una fanática de la serie CSI», pensé yo, divertido. «Es una pena que no lo pueda volver a ver, era un programa muy entretenido», me lamenté acto seguido. Toda la jauría hambrienta de morbo que invadía mi hogar lo abandonó a regañadientes. Entonces me volví a quedar solo. Solo en mi soledad del país de los muertos. «¿Cuándo llegará la policía para que vuelva a poder entretenerme un poco?», recuerdo haber pensado. Una cucaracha apareció para desterrar a mi aburrimiento. No podía creer que el asqueroso bichito se pasease con tanta displicencia por el suelo de mi casa —ése que limpiábamos con los productos que anunciaban en la tele y que evitaban infecciones, dejaban todo reluciente y pasaban la prueba del algodón—. Lo más terrible del asunto era que ella parecía darse cuenta de que yo no era peligroso y se acercaba a mí viuda de temor. «Al menos será algo entretenido, algo diferente, algo que no me ha pasado nunca», decía la parte más optimista de mi cerebro. «¡Vete a tomar por culo!», replicó otra de las voces de mi yo interno. Cada segundo que pasaba el repugnante bichejo marrón estaba más cerca de mi cara, moviendo rítmicamente

sus antenas como si fueran unos péndulos antigravitatorios. En el momento en el que estaba tan próxima a mí que su fétida aura casi podía resucitarme, la puerta de mi hogar se abrió y dos policías entraron en él. El insecto huyó hasta su sucia hura intuyendo, probablemente, una muerte prematura. Se acercaron inmediatamente hacia mí. Se trataba de un hombre y de una mujer. Él era alto y fuerte, con la mandíbula cuadrada y repulsivos ojos saltones. Ella tenía pelo de color ébano, recogido en una coleta y ojos verdes moteados por un archipiélago de pintas color miel. Su tez patricia era, sin embargo, ulcerada por una verruga facinerosa, que vegetaba junto a la nariz (debería operársela si quería seguir siendo deseable unos cuantos años más). —Parece que sí está muerto —dijo él, con voz analgésica. —Sí, no tiene pulso —respondió ella, tocando mi cuello. —De todos modos, con uno como esos saliéndole por la espalda tampoco hay que ser forense para determinar una muerte. Ella rió sin ganas. A ambos se les notaba nerviosos; no debía de ser la primera vez que veían a un hombre asesinado…, pero tampoco parecían estar habituados a trabajar con cadáveres. —Vamos a dar una vuelta por la casa en lo que llegan los de criminalística —propuso él. —¡Venga! Les vi al fondo de la habitación, toqueteándolo todo. «Vuestros superiores os van a matar.»

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Entonces descubrí que llevaban guantes de látex y que, al menos, no contaminarían la escena del crimen. Se acercaron a mí y ella soltó: —Eso parece la cartera, ¿no? —Sí…, es cierto. —¡Cógela! —No jodas. Luego me dirán que si he tocado esto, que si he tocado lo otro. —Mira, Pepe, si eso es la cartera y si en ella hay dinero, quiere decir que esa chorrada del yonqui que nos ha contado el vecino es una tontería. Todo esto puede ser un montaje. —Lo voy a hacer —respondió él— pero no es porque crea que tienes razón; sino para demostrarte que ves demasiada televisión…, sabes que nos la podríamos cargar por esto. —Los forenses siempre tardan un montonazo en llegar. —Bueno, lo haré —se rindió él. Ante la perspectiva de que empezaran a sospechar de mi mujer me puse nervioso. El tiempo se congeló un instante, hasta que escuché: —¡Eureka!, te lo dije. —Bueno, vamos a dejarlo donde estaba —respondió él con voz enferma de temores. —Esto quiere decir que seguramente lo mató su mujer. —O cualquier conocido. Siempre estás pensando en los crímenes pasionales. O lo mismo el yonqui no vio la cartera…, ¡yo qué sé! —Vamos a echar un vistazo mientras llegan. Lo mismo hay alguna prueba de que fue ella.

—Y dale con ella. Entonces tuve una idea. Fue como un fogonazo en la oscuridad. Si encontraban algunos de los folios a medio escribir que había tirado a la papelera, podrían sospechar aún más de mi mujer. El fuego estaba encendido y sólo hacía falta echarle un chorrito de gasolina. «Venga, mirad en mi papelera», pensé. Mientras ellos estaban lejos de mi vista y oídos, empecé a ser consciente de nuevo de lo injusto de mi situación. No era razonable que me hubieran matado: no había cumplido medio siglo, ni había plantado un árbol, ni siquiera había tenido mis quince minutos de fama (aunque sí que los tuve al día siguiente en los noticieros). Decidí que si, al menos, pillaran a mi mujer y al cabronazo de mi vecino, la eternidad sería más feliz. —¡Pepe! —oí gritar. —¿Qué? —escuché detrás de mí. No podía verles, pero sabía que estaban cerca de mi cadáver. Si hubiera podido girar la cabeza me habría topado con sus pies, pero estar muerto impide algunos movimientos, ya lo descubrirán ustedes cuando lo estén. —Te lo dije, le mató su mujer —soltó ella. «¡Y yo que dudaba de la policía! ¡Qué facilidad para descubrir la verdad!» —¿Cómo lo sabes? —He encontrado esto. —Ella me quiere matar. Mi mujer me va a matar, tengo miedo y no sé a quién contárselo —recitó el agente Pepe con el tono monótono con el que los malos alumnos castigan a la lectura.

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—Y hay varias parecidas. Es como si no estuviera conforme con cómo iban quedando las cartas y las hubiera tirado. «¡Lo han encontrado! ¡Han encontrado los restos de mis relatos!¡Y han pensado que son cartas mías!» —¿Dónde estaba? —En una papelera. —Y… ¿por qué has mirado en una papelera? —No lo sé. Ha sido una especie de corazonada. Interrumpiendo las divagaciones, la puerta de mi casa se abrió con un sonido ronco. —¿Chicos? —inquirió una voz desconocida, una voz rasgada y firme. —Aquí estamos —respondió la agente, colocándose dentro de mi campo de visión. Con silenciosa tranquilidad dos hombres se arrimaron a los policías y dijeron algo que no pude oír. Entonces, se acercaron a mí, me miraron y uno de ellos, un hombre pelirrojo y groseramente delgado, dijo: —Bonito cadáver. Hazle la foto, Quico. Quico levantó la cámara que llevaba en la mano y me disparó cuatro o cinco fogonazos de flash. —Bueno, ya puedes cerrarle los ojos —ordenó el escuchimizado pelirrojo. El fotógrafo acercó los dedos a mis párpados. «No, no, no, no hagas que me pierda el resto del espectáculo», pensé. Pero, en el momento en el que mis ojos dejaron de cartografiar el exterior, vi una luz blanca y empecé a sentirme bien. No estoy autorizado a contarles lo que me ha sucedido desde ese momento en el que dejé de sufrir por mi nuevo estado. Aunque seguro que sí

les gustará saber que pillaron a mi mujer…, se derrumbó en cuanto le insinuaron que sospechaban que podía haber participado en el crimen. Mi vecino también cayó con ella, claro. A mí ya no me importó. Lo entenderán ustedes cuando estén donde yo me encuentro ahora.

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Tamales de los menos santos Rosa Elena Bautista Mendizábal

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ROSA ELENA BAUTISTA MENDIZÁBAL (XALAPA, MÉXICO, 1981) Esta mexicana, fanática del realismo mágico y el humor negro, nos cuenta así cómo empezó su relación con la literatura. «Su madre, institutriz por título y convicción, le enseñó a leer siendo ella muy pequeña. Le introdujo desde entonces la avidez seductora de la poesía. Fatídico momento que no le permitió desligarse jamás de la literatura; al contrario, se fue enganchando mansamente a los autores latinoamericanos.» Llegado el momento de elegir profesión, Rosa se decidió por el Comercio Internacional aunque esta elección no la apartó ni un milímetro de la escritura ya que para ella «este nocivo vicio es pura necesidad de vida». Con un destino internacional, marcado por la pasión arrasadora hacia su marido Cédric, Rosa ha recibido varios premios literarios y vive con la esperanza de «que uno de estos días su vicio se vuelva una adicción crónica: la obligue a dejar carrera, trabajo, internacionalidad y globalización; y pueda por fin dejarse morir en la seductora afabilidad de la palabra». Su relato, «Tamales de los menos santos», nos lleva a la esfera de la intimidad de una pareja deshecha, marcada por el desamor y el desprecio continuo de un marido desalmado. La festividad de Todos los Santos determina el ambiente de esta historia, tramada desde muy antiguo, en la que los tamales pondrán cada cosa en su sitio sin olvidarse de la omnipresente suegra. El sabor mexicano impregna esta historia repleta de humor negro.

Cada año se repite su necia obsesión. Cada año la misma cantaleta absurda, esa terquedad enfermiza que se le agudiza con el olor de las flores de cempasúchil. Su reclamo se convierte ya en una desatinada tradición después de ocho años de asedio, de vivir diariamente el tormento de estar juntos; no se cansa, no le basta con el calvario silencioso que me hace vivir a diario. No le basta con forzarme a tragar sus malos humores, saborearme sus muecas de desapruebo, relamerme una y otra vez sus comentarios cáusticos, sus arranques iracundos. No se conforma con saber que le plancho los pantalones, le almidono las sábanas, le lavo las camisas que me trae a casa con manchas de labiales que yo no uso. No le basta con llegar a despertarme en la madrugada, oliendo a alcohol, con besos torpes, pensando que me hace el amor cuando en realidad me esta violando. ¡No!, no conforme con sus demandas, sus caprichos, sus infidelidades trescientos sesenta y cuatro días al año, tiene que venirme a arruinar también el primero de noviembre. El único día en que sonrío. La cantaleta comienza a finales de octubre, cuando su madre tiene ya listos los lechones: tamales de cerdo para el altar. Nunca me ha gustado la carne de cochino, 69


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me cuesta masticarla, se me dificulta pasármela por la garganta y luego se me queda en el estómago demasiados días. Me pesa en el vientre, tal como me pesa el cuerpo torpe de mi esposo en mi lecho cada noche. En mi casa, el día de todos los santos se preparaban los mejores tamales: tamales de elote. Así se comen en el puerto, tamales de masa dulce con relleno de salsa picante. La mezcla de dulce con salado me apasiona, fue por eso que decidí casarme: mi piel es demasiado azucarada… necesitaba cada noche la sal de sus besos para no llenarme de hormigas; al menos eso creía. Hoy las manos me saben amargas. Él no soporta la composición: o es salado, o es dulce, pero nunca ambos. Por eso, cada año me critica los tamales, cada noviembre me hace cocinar un ciento de tamales que al final no se come porque le saben dulces. Después de dimitir mi trabajo olvidado en el plato, llega glorioso a presumir la olla llena de tamales de cerdo que amablemente su madre le ha preparado. Y mis cinco veintenas de tamales se agrian en la tamalera, se pudren como mi alma bajo su brazo, bajo mi título de ser su esposa. La norma que debe ser inquebrantable en la vida conyugal es bien conocida: una no debe nunca competir contra la suegra. Esa es la regla de oro. Yo no lo intento pero, en nuestro caso, su madre me pesa más que sus mil amantes, que su cigarro, que el fútbol, que su impotencia. Mi marido a sus treinta seis años sigue siendo un lactante, su madre no ha dejado de amamantarlo hasta este día. Y yo sin hijos. Pero este año, estoy asediada de fastidio, este noviembre me quiero gozar la noche de muertos: el olor del copal henchido de incienso, naranjas chinas celadas

por las canastas de papel matizado. Con el pan oliendo a anís y a flor de naranja, esperando sumergirse provocativamente dentro del chocolate hirviendo, para después avivarse en mi lengua, impregnarse mansamente en todo mi paladar. Con una muchedumbre de espíritus velándome la noche, estremeciendo las cortinas, suspirándome su respiración impávida sobre el cuello. Con mi casa oliendo a cempasúchil, flores de muerto. Sin el aludido canturreo de los tamales de cerdo. Por eso este año, por fin he decidido preparar yo misma un centenar de tamales, pero no dulces: tamales amargos, tamales rellenos de cerdo. Mi suegra forja un verdadero ritual de la matanza del lechón. Es una ceremonia solemne, un sacrificio a los dioses. Este año que por primera vez decidí seguirlo, preparé, a modo de sacerdotisa, con tiempo y anticipación mis utensilios: un cuchillo resplandeciente agudizando el filo con su brillo, un palo enorme que en sus buenos tiempos decoraba la seiba del jardín, ajos pelados, pimienta, cuerdas para atar, una olla, baldes, leña, paños, pajas para chamuscar. Mi suegra insistía en que se necesitaban al menos tres días para tener la carne ya lista para los tamales…, yo empecé con buen tiempo, maté al cerdo el veintiocho de octubre. Como me fastidia el chillido agudo y prolongado de los cochinos cuando mueren, le temía más a ese sonido penetrándome los oídos que al hecho de asesinarlo. Creí que sería yo la que sucumbiría en el intento, caería agónica sin poder soportar el llanto: los cerdos chillan como si fueran niños. Mi espíritu maternal es el que me debilita, me imagino al pobre hijo que no he podido tener llorando

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desesperadamente. Si así llorara mi niño cada noche el llanto no me pesaría pero el presagio del sonido de un cerdo que camina a su muerte me llena de angustia. Mi suegra a sangre fría nunca da marcha atrás, el agudo sonido colma cada año su patio… hasta el momento en que ella regresa triunfante con el mandil manchado de sangre. Yo no quería escuchar ese agónico sonido en casa. Es una verdadera suerte que el cerdo que maté se murió calladito. Nadie nunca terminará creyendo que yo maté al animal sola. La seiba fue mi copartícipe y compinche. Los lechones siempre se toman por detrás y yo temía tomar a la bestia por la espalda, era demasiado grande para mí, estando así, sola, acabaría por vencerme. Tenía que calcularlo a sangre fría, tenderle una pequeña trampa. Lo entretuve con un anzuelo, uno muy dulce para que la muerte no le supiera amarga. Mi trampa tenía el dulce del piloncillo molido que se le pone a la masa y la sal del sudor que me cubría las palmas de la mano mientras sostenía el palo, como si de ahí colgara mi vida. Desde que el animal distinguió los pequeños cráneos de dulce se entretuvo en deglutirlos todos. Lo conocía bien, masticaba muy despacio los cráneos de azúcar para que no se le pegaran en los dientes. Cada mordida dada me aceleraba el pulso, sentía que el corazón se me salía del pecho, me taladraba tan fuerte que hasta llegué a pensar que el animal me escucharía. Pero el sonido del dulce entre sus encías era más fuerte. Les di fuerza a mis brazos, toda la fuerza concentrada en mi matriz nunca habitada, en los rezagos de los golpes recibidos, de las mil veces en que las palabras me hacían sentir inútil. El golpe en seco corto el aire, el sonido, el espacio. Me tomó tiempo poder

recuperar el aliento. El animal estaba ya en el suelo, mi golpe le había abierto el cráneo. Es una lástima que la calaverita de azúcar se haya roto también…, era una verdadera obra de arte. Aún respirando con dificultad en el suelo, sus ojos me miraban suplicantes. Gocé el delicioso placer de ser yo la que llevaba el mando de este juego, la sacerdotisa dirigiendo el ritmo de este sacrificio. Los latidos de mi corazón coordinaban la cadencia, tal como la música del tambor en el ritual comenzado. Mictlantecuhtli bajó a la tierra de los hombres para verme. Introduje el cuchillo muy lentamente en su garganta, en cierto modo gocé la sanguinaria sensación de introducir el afilado elemento en sus músculos, era como si yo misma fuera el cuchillo: semejante a mi tacto sumergiéndose lentamente bajo su piel, sintiendo la agitación desesperada de sus venas, su agónico pulso en cada célula. Por primera vez yo era quien penetraba a un ser…, por fin descubrí por qué los hombres disfrutan más el sexo. El cerdo pataleaba emitiendo gruñidos guturales, nunca sabré si eran alaridos de dolor o imploraciones de auxilio. El chorro de sangre se fue agotando, al momento en que el animal enmudecía, soltaba los dedos, dejaba los ojos en blanco. Le saqué el corazón a manera de guardarme un recóndito tesoro. El corazón… tan rojo. Tenía el corazón demasiado rojo. Ya en mi mano aún palpitaba inmensurable… como siempre, mentiroso. Uno no ama con el corazón sino con las tripas. El corazón es un falso fantasma, tan irreal, tan ilógico; como la foto de bodas, como la fiesta de aniversario cada año, como las promesas de amor rotas. Ese corazón tan grande

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me manchó la ropa, tuve que aventárselo al perro, no merecía ser entregado a Quetzalcoatl… no era más que un simple corazón de cerdo. El maíz se debe cocer con un día de anticipación, ya molido, se debe mezclar con sal, azúcar y la manteca de cerdo. Este cerdo tiene mucha grasa, parece que lo alimenté demasiado bien. La carne de cerdo se parte en pedacitos para adobarla, mi madre siempre dijo que con más costilla que tajo, cebollas, chiles dulces maduros, ajos, sal, pimienta y algunos cominos. Cociné todo junto para que la carne quedara muy suave. Compré las hojas de plátano en el mercado de Santa Teresa. Mientras hervían, fueron cambiándose hasta tomar un color negruzco, quedaron demasiado oscuras. Así de parda se sentía mi alma; hasta ayer. Hoy es día de todos los santos y un brío de nueva fuerza me llena de luz las pupilas. Desvené las hojas con mis manos, que ya no son más dulces. Sin embargo el ignorado sabor me seduce mucho más. Los tamales quedaron retacados, cargados de carne; una pinta excelente. Este año me ha salido masa de tamales como nunca: diez docenas. Los cocí a fuego muy lento, mientras la casa se iba humedeciendo con su esencia. El alma de animal merodeaba ahora las habitaciones, se impregnaba libidinosamente en las paredes. El altar me resultó más bonito que nunca. Las ramas verdes parecen haber nacido así, en forma de arco. El naranja de las flores se confunde con el papel de china picado. Las velas. Las canastas llenas de dulces. Puse una botella de tequila, tal como le gusta a mi marido; siempre acabo cediendo a sus caprichos, siempre tomo el lugar de su madre cuando él se vuelve un niño berrinchudo entre

mis muslos. El incienso ha llenado ya toda la casa…, hoy solo nos alumbrará la luz de las velas. Hice un caminito de pétalos para que nadie se pierda, para que el cerdo encuentre bien fácil sus calaveritas de azúcar y de chocolate. Mi suegra ha venido para la cena, la casa a media luz se ve preciosa, aunque a ella le pesa, me lo señala, se ve desmedidamente bella como para callarse. El olor de los tamales y del chocolate colma el comedor. He colocado papel picado sobre los manteles, el día de muertos siempre ha sido para mí una fiesta. Lo espero con las mismas ansias con que un niño aguarda la navidad. Estamos esperando a mi marido para la cena, su madre afirma que él no puede fallarnos en estas fechas por más que yo insisto en que él no llegará esta noche. Yo lo sé de cierto. No tenemos mucho que hablar, yo estoy abstraída en los bríos que recorren mi aura mientras ella se limita a hojear apática el periódico. Invariablemente, la nota roja es la primera en seducir el morbo de las masas. —Mira… —me muestra una de las páginas— la gente se pone violenta en estas fiestas. Miro el periódico absorta, me asombra descubrir esta noticia…, lo hago notar moviendo la cabeza con gesto de desapruebo:

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La cabeza de un hombre fue encontrada hoy en el baño de un conocido centro comercial de la ciudad de México, informaron agentes de la PGR. El macabro hallazgo lo hizo un encargado de limpieza del centro comercial ubicado en la Plaza Santa Teresa uno de los más concurridos en esta ciudad situado en el periférico Sur.


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La cabeza, ya sin ojos, que estaba envuelta en una bolsa de plástico, había sido depositada en la cesta de basura de uno de los baños para mujeres del inmueble, agregó la policía. Las autoridades dijeron que investigarán la identidad de la víctima y cómo es que la cabeza fue a parar al lugar, pero se presume que el crimen puede haber sido un ajuste de cuentas entre traficantes de drogas. Debido al móvil del crimen, se presume que el asesino puede estar directamente ligado con perseguidos narcos como Joaquín El Chepe Guzán y los Quelero.

Respondo mientras mojo un pedazo de pan en el chocolate, aún a pesar del delicioso olor yo me niego a comer cerdo. —De veras que te quedaron magníficos, esto es un manjar. —Gracias, pero en realidad usted se lleva todo el mérito. Le contesto con una sonrisa mientras ella se lleva un enorme trozo a la boca. Sus halagos no me inflan, a fin de cuentas el gusto lo da la carne y por el sabor del animal ella se lleva el mérito: ella lo parió, yo sólo hice los tamales.

¡Sólo en México! Me sorprendo, no es posible que la prensa en nuestros días esté tan vendida. El amarillismo en nuestro país ahora sí ha llegado al límite. ¡Mira que decir que el asunto fueron drogas, que le saque los ojos (como si el cerdo de mi marido los hubiera tenido bonitos) y que tengo que ver con esos mentados capos del narcotráfico! Por eso hoy en día ya no se leen más los diarios. Mi suegra y yo nos sentamos a la mesa, el olor de los tamales arruina la necia espera. Yo sabía bien de antemano que hoy él llegaría tarde: es día de todos los santos y los espíritus no rondan las casas hasta después de la media noche. No vale la pena esperarlo para cenar, ni hoy, ni mañana… ni nunca. Los tamales a fin de cuentas los hice para su madre, para probarle que a mí también me pueden quedar buenos. —Ya ves como sí cambia el tamal con la carne de cochino; ¡Esto huele delicioso! —Usted siempre tan acertada. 76

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Elecciones del destino Vanessa Bullido Sánchez

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A las mil caras de Alex y Daniela VANESA BULLIDO SÁNCHEZ (MADRID, 1978) Esta joven de Alcobendas tiene muy clara su vocación. Estudió Ingeniero Agrónomo y dedica tiempo y esfuerzo a superar unas oposiciones que le permitan ejercer su profesión. Algo que no es fácil para nadie pero que se convierte en un laberinto cuando hay que compatibilizarlo con el trabajo diario. Vanesa dispone de muy poco tiempo libre por lo que es meritorio el que haya reunido ganas y minutos para lanzarse a la aventura de escribir y presentar un relato a nuestro concurso. «Elecciones del destino» bebe del gusto por las biografías de su autora. Narra la historia de una familia que en pleno disfrute vacacional se enfrenta a un tsunami. Las decisiones tomadas marcarán las futuras relaciones en el entorno familiar, provocando una reflexión sobre el alcance de los afectos y el difícil equilibrio entre razón y corazón.

La palabra destino lo explica todo. Parece que estamos a su merced y que dependemos completamente de él, pero María sabe que no es así, que el destino a veces también nos debe algo ya que es tanta su crueldad que está obligado a resarcirnos. Ya han pasado diez años de aquel horrible día pero ella sigue mirando a su niño y no deja de pensar en cómo fue capaz de hacerlo. Todavía no ha superado las pesadillas que esa historia le produce pero tampoco es capaz de acostarse sin pensar en lo que le dirá Pablo cuando sea consciente de la elección que hizo su madre, cuando se entere de que no le eligió a él. Las elecciones siempre son duras y la mayoría de las veces injustas pero nunca habían sido tan irrealizables como ese funesto 15 de agosto. Lo increíble del ser humano es su capacidad de ser feliz. Podemos seguir adelante sin temor al futuro y, cuando lo tememos es, normalmente, en momentos de soledad que intentamos eliminar rápidamente de nuestra vulnerable cabeza. Yo, desde mi lejanía, trato de entender cómo fue capaz de hacerlo y suplico que nunca tenga que tomar este 81


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tipo de decisiones. No comparto la idea de que el amor no se puede medir. Quizás sea por mi temprana edad o por mi frialdad ante estos temas. Yo sería capaz de hacer una lista graduada de las personas a las que quiero. Pero nunca sería capaz de leerla en voz alta. Aquel terrible día María también fue capaz de hacerlo. Gracias a Dios, el destino no se cebó con ella. Eran las ocho de la mañana. Tumbada en la playa pensaba que por fin habían conseguido las vacaciones que tanto tiempo llevaban esperando. Quique le había prometido que ese año se iban a dar un capricho. Irían al lugar más bonito del mundo a pasar unas vacaciones inolvidables todos juntos. Por fin iban a poder escapar de la rutina del trabajo, dejando atrás la tensión cotidiana de sus vidas. Habían pasado unos años muy atareados y ahora que los niños habían crecido lo suficiente como para realizar un viaje largo en avión habían decidido escaparse al otro lado del mundo para poder bañarse en aguas cristalinas. Hacía un día estupendo. El mar estaba muy tranquilo y el agua era tan transparente como se podía ver en los folletos que la agencia les había dado. Todo era maravilloso: el hotel era magnífico, las vistas increíbles, las comidas exquisitas. Aquella mañana habían madrugado más de lo normal. Habían decidido ir pronto a la playa para aprovechar más el día e ir por la tarde a la montaña que se escondía detrás de ellos. No se querían perder ni un milímetro de aquella tierra tan maravillosa. A su alrededor, en la playa, había muchos más turistas que nativos ya que, lamentablemente, permitirse vivir unos días en aquel paraje natural no está a alcance de todos

los bolsillos. Observaba cómo la gente grababa con sus cámaras todos los momentos divertidos que estaban viviendo en primera persona. María estaba mirando cómo se peleaban sus dos hijos. Muy a menudo temía, como todas las madres, que les pudiera pasar algo. No llegaba a entender cómo se podía querer tanto a unas personas que apenas conocía desde hacía cinco años. Sus hijos habían sido capaces de situarse los primeros en su lista, desplazando a las personas a las que tanto había querido y que formaban parte de su vida desde hacía mucho más tiempo. Pero lo que no se podía imaginar es que esa lista ya estaba totalmente completa, había uno que ya tenía la primera posición. Ni tan siquiera Quique, al que quería con locura, habría sido capaz de situarse en estos momentos en el primer puesto. A veces a él le costaba entender que ya no era la persona a la que más quería María cuando, años atrás, hubiera dado su vida por él. Seguramente ya no la daría. María se sigue reprochando cómo no fue capaz de adivinar lo que iba a ocurrir. Por qué no tuvo ese sexto sentido que siempre se espera de una madre. Por qué no fue capaz de actuar de otra manera, o quizás sí que actuó de la forma correcta. Todavía hoy, cuando va a tapar a Pablo, suplica que algún día no llegue a odiarla.

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Todo ocurrió tan rápido y a la vez tan lento. Estaba regañando a los niños para que dejaran de pelearse. Le estaba diciendo a David que no pegara a su hermano pequeño cuando, de repente, el mundo la sumergió en un infierno azul del que no era capaz de escapar. El mundo


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se acabó para ellos, no había manera de escapar de allí. Cuando se quiso dar cuenta el agua le llegaba hasta las rodillas; los árboles, arrancados como si de amapolas se tratara, la empujaban con fuerza hacia abajo. Sus escasos 60 kilos luchaban por llegar hasta un sitio donde poner a sus dos hijos a salvo. De pronto, se dio cuenta de que tanto coraje no era suficiente para luchar contra el desastre. Había llegado el momento de elegir entre luchar hasta el final todos juntos o ser realista e intentar salvar a uno de sus hijos. Ambos callaban, no eran capaces de saber qué era lo que estaba ocurriendo, por qué sus maravillosos castillos de arena, que llevaban haciendo toda la mañana, estaban ahora en el fondo del mar sirviendo de asiento a un terrible y enfurecido mar que intentaba truncar sus días de juegos. Cuando María fue capaz de reaccionar se dio cuenta de que ya había hecho la elección: había soltado a Pablo. Todavía oía sus gritos debajo del agua mientras intentaba poner a salvo a David. Ahora que llevaba menos peso era capaz de andar más rápido hacia el edificio del que podía divisar el tejado lleno de gente gritando e intentando ayudar a los demás. Cuando por fin consiguió ponerse a salvo no podía creer lo que había hecho. No lograba ver a Pablo, seguramente no habría sido capaz de superarlo. Tampoco podía ver a Quique. Sólo suplicaba que él hubiera salvado al niño. David la miraba atónito sin entender qué sucedía. Sólo sabía que estaba a salvo, que debajo de sus pies corrían ríos de agua en los que se veía a gente intentando agarrase a algún lugar para poder salvar sus vidas, que su hermano y su padre no

estaban. Ni siquiera podía llorar, lo que estaba sucediendo era tan cruel que su pequeña edad no lo podía entender. Sólo recordaba que, minutos antes, su hermano estaba con ellos y ahora sólo veía a su madre desconsolada, abatida, llorando porque seguramente estaría ahogado en el fondo de aquella calle en la que, horas antes, sus padres le habían comprado el cubo y la pala para hacer aquellos maravillosos castillos de arena. Por fin el mar amainó su furia y empezó a retirarse. Las calles seguían inundadas pero el agua ya no tenía fuerza. Había pasado a ser un remanso de paz del que seguían intentando escapar algunas personas mientras otras, que ya habían perecido, flotaban a la deriva. La gente de los tejados se miraba atónita entre sí. Ni siquiera ahora eran capaces de comprender qué era lo que había pasado. Se suponía que esta ciudad era un paraíso vacacional al que los occidentales, que gozan del privilegio de vivir en la mejor zona del mundo, venían para disfrutar de lo mejor de este otro lado del mundo y así permitir a esta gente poder seguir viviendo del turismo que tanto promocionaban. Se suponía que a ellos no les tocaba vivir esta experiencia tan cruel y tan devastadora que otras tantas veces habían presenciado desde la lejanía que da la televisión Finalmente consiguió descender del tejado con David. Recuerda que unas personas nativas la ayudaron a hacerlo. Ni siquiera entendía por qué la ayudaban a ella, que no la conocían de nada, y no se ocupaban de las personas de su tierra que todavía seguían atrapadas entre lodo y maderas. Quizá entendían la desesperación que sentía. Había dejado que uno de sus hijos no se salvara y

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no se lo iba a perdonar jamás. No podía dejar de gimotear. No sabía qué hacer ni dónde buscar a Quique. Sabía que él se tenía que haber salvado. Seguramente su robusto cuerpo de gimnasio le hubiera permitido resistir atado a un árbol. Empezó a descender por aquellas calles y el horror que veía a su lado le iba quitando la esperanza de encontrarles a salvo. Veía niños muertos a su alrededor y no dejaba de buscar a su niño. No quería ver sus preciosos ojos azules cerrados ni su carita blanca amoratada. Cómo iba a poder vivir sin él, si ella era quien le tenía que cuidar, quien le debería haber protegido contra aquello. Dos horas más tarde consiguió descender a las ruinas del hotel donde estaban alojados. No quedaba nada de él, nada más que los cimientos. Allí pudo ver a Quique ayudando a sacar a gente del fondo del barro y afanándose por encontrarles a ellos. Cuando la vio, a lo lejos, ni siquiera fue capaz de mostrar un atisbo de felicidad. Había tanta crueldad a su alrededor que ni a él en aquel momento se le permitiría una mínima sonrisa que recordase al resto de las personas que no encontraban a su familia que todavía se podía ser feliz. Cuando consiguieron abrazarse vio que no estaba Pablo. No hizo falta preguntar qué había pasado con él, era obvio que no había podido sobrevivir. María sólo lloraba, intentando justificarse ante él, diciéndole que le había tenido que soltar, que no podía con los dos, que no había sido capaz de salvarle. Quizá si Quique pudiera entenderla no sería tanto el dolor y la culpabilidad que sentía en aquellos momentos. Miraba a su niño y no le era suficiente. Ella había tenido dos y por ellos hubiera dado la vida. Nada en el mundo le había producido más felicidad que el día a día de verlos

crecer y ser capaces de valerse por ellos mismos. Ahora pensaba en cómo Pablo jugaba con la arena, afanoso de demostrarle a su madre lo grande que era y cómo era capaz de hacer un castillo más grande que David.

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Cuando ya había perdido toda esperanza de encontrarle, unos vecinos de su mismo hotel vinieron a buscarla para decirle que tenían a su hijo. Había sido capaz de agarrase a una barandilla de la calle y allí había estado horas llorando, llamando a su mamá. María no se lo podía creer. ¡Gracias a Dios que estaba vivo! No veía el momento de abrazarle y decirle lo que le quería. No sabía si se lo podría explicar. Sólo deseaba decirle que se encontraba a salvo y jurarle que nunca permitiría que le pasara algo malo. Sólo le repetía que la próxima vez le elegiría a él, sin ver que Pablo no le reprochaba nada, que ni siquiera se había dado cuenta de que su madre no le había elegido a él. Ahora diez años después, cuando le tapa todas las noches, se sigue preguntando si podrá alguna vez llegar a perdonarla.


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Palabras que matan Enrique Cherta Ferreres

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ENRIQUE CHERTA FERRERES (CASTELLÓN DE LA PLANA, 1982) Ironía y ternura, a partes iguales, están presentes en las palabras de Enrique, que se presenta a sí mismo con el aviso de que dice muchas tonterías. Esta afirmación parece poco aplicable cuando nos enfrentamos al lenguaje directo e intimista que el autor aplica para describir, de forma humorística y surrealista, situaciones cotidianas. «Enrique Cherta dice tener 24 años y haber nacido un 5 de octubre de 1982, aunque la verdad es que no se acuerda muy bien de ese día. Dice también que trabaja en una agencia de publicidad, pariendo anuncios con forceps y pocas ganas. Algunos anuncios son buenos, otros no tanto. Murmura por lo bajo que ha hecho un cortometraje sobre la misma historia que ahora vas a leer y sonríe al pensar en la fama y los millones. Le encantan los castillos en el aire y vender la piel antes de cazar el oso. Cuando se pone tierno, Enrique dice que todos los años relee el Peter Pan de J. M. Barrie para aprender a no crecer nunca. Es mentira que lo haga, aunque le gustaría que no lo fuera. Enrique, como todos, se miente a sí mismo cuando miente a los demás.» «Palabras que matan» es un relato de corte intimista pese a las andanadas de ironía con las que el autor bombardea esta crónica del desamor. La ruptura de una pareja es el detonante de una historia en la que el lector tendrá que decantarse por el verdugo o la víctima si es capaz de discernir quién es quién.

La culpa de todo la tuvo esa forma tan suya de mirarla, con la boca cerrada y el cuello hundido. Por culpa de esa expresión de perro apaleado, lo que había comenzado como un monólogo tranquilo, con el típico «no es por ti, es por mí» fue dando paso poco a poco, irremediablemente, a una furibunda reprimenda. Con una precisión pasmosa, la joven enunció minuciosamente, uno por uno, todos sus defectos. Hizo hincapié, sobre todo, en aquellos más insignificantes, aquellos que precisamente por pequeños, por diminutamente irritantes, se clavan en el alma como abejas empitonadas. Su costumbre de dejar siempre un poso de café en el vaso, su tamborilear con los dedos sobre la rodilla, ese reírse inconstante, a ratos ruidoso a veces sibilino, la forma en que bajaba la vista cuando pedía el menú en el restaurante chino… Y esa forma de mirarla cuando le reprochaba algo, esa que ahora mismo estaba usando, como si no fuera la cosa con él: los ojos acuosos de pez estúpido, la boca cerrada, el cuello hundido. Cuando finalmente terminó de hablar, él bajó la vista (más aún) y contempló ensimismado sus dedos entrelazados. Un pequeño temblor asomó en su ojo izquierdo 91


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y ella aguantó la respiración: siempre le temblaba el ojo un segundo antes de enfurecerse. En él, el temblor era signo inequívoco de pelea. Al verlo, la chica se regocijó interiormente. Eran mucho más soportables los gritos y los insultos que ese rostro tan serio y triste que bajaba la cabeza. «Mucho más acorde también para con esta escena, para no ser yo la mala del cuento, mucho mejor para mi conciencia», pensó aunque no lo supiera, aunque escondiera el pensamiento en lo más profundo de su mente.

Pero sucedió que cuando él fue a hablar no pudo hacerlo: las palabras se le atragantaron en la garganta. Literalmente. Cayó al suelo aferrándose el cuello, tratando de respirar, ahogándose.

La chica intentó ayudarle golpeándole la espalda pero las palabras eran afiladas y grandes y no querían salir. Nerviosa, con voz de actriz sin maquillar, llamó a una ambulancia y luego apoyó el auricular del teléfono en su pecho. No quería mirarle, por nada del mundo quería mirarle. Pero al final, claro, tuvo que hacerlo: estaba rojo y ya no tenía ojos de pez acuoso. Ahora la miraba con pupilas de moribundo. Sin saber cómo, terminó apoyando la cabeza del muchacho en su regazo. Allí, entre sus manos, su ex novio se ponía morado, y gemía, y emitía un sonido sibilante como el de una bombona de butano. La chica le acariciaba la frente y murmuraba palabras de consuelo. Los ojos de él parecían a punto de 92

explotar: movía las manos frenéticamente, intentando decir algo.

Cuando llegó la ambulancia el bulto en su garganta era ya claramente visible y él había dejado de forcejear, abandonándose a un mundo de espasmos y silbidos agudos. Ella estuvo a su lado durante todo el viaje, cogida de su mano, besándola cada poco. Los enfermeros chocaban continuamente contra su espalda, la golpeaban con el suero y la atontaban con gritos de teleserie de hospital. La miraban como acusándola. Intuían que las palabras trastabilladas iban dirigidas a ella y confabulaban en silencio entre sí, preguntándose qué demonios habría hecho aquella pendona para merecer crear una bilis tan grande, un odio tan profundo, que al intentar tomar forma se atragantó en la garganta del muchacho (un chico tan majo, no hacía falta más que verle, tan incapaz de ninguna maldad, tan puro; nada que ver con los labios finos de ella, con sus pómulos de asesina, su mentón de niña mimada). Ella miraba el tubito de la traqueotomía que asomaba de su cuello y le besaba la mano. Le decía «no pasa nada, no pasa nada» y sentía la mirada de los enfermeros y odiaba a su ex novio por hacerle pasar aquel trance y lloraba también y se sentía culpable.

Al llegar al hospital él ya apenas se movía. Por el tubito llegaba un rugir de marismas que era un sonido feo y mojado, gorgoteante. A veces parecía sonar alguna 93


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silaba comprensible, como si una palabra tratara de escapar por aquella salida inesperada, pero nunca ocurría nada, solo ese vaciarse de aire sin sentido. Mientras lo metían a toda prisa en el quirófano a ella le pareció que el tubito semejaba una chimenea de tren de esas que salen en los dibujos animados, esas que tienen una boca donde el agujero. Por un segundo temió que comenzara a silbar. En el quirófano había mucho trajín y nadie se percató de ella hasta que ya le habían quitado la chimenea del cuello y la sangre comenzaba a manar. Él abrió mucho los ojos justo antes de que la anestesia le hiciera efecto y la joven lanzó un gritito al verle tan rígido y tan azul, tan muerto prácticamente. Una enfermera intentó echarla pero ella dijo que se quedaba, que era responsable de aquello, que era a ella a quien se dirigían las palabras que le estaban matando y que nadie iba a mantenerla apartada de todo aquello. El doctor, sólo ojos por encima de la mascarilla, le echó un rápido vistazo y meneó la cabeza como diciendo «que haga lo que quiera».

La operación fue rápida e inútil. Él murió mucho antes de que consiguieran arrancarle las palabras que le estaban matando. Fue como en las películas: un pitido largo que señala que el corazón ha dejado de latir y que se queda flotando en el aire, como si su eco se hubiera adherido al techo del quirófano. Ella lloró quedamente, sentada en el taburete del rincón, tratando de no molestar, con unas lágrimas tan silenciosas que parecían 94

cuchillos y que dejaban surcos infinitos, de esos que no pueden lavarse jamás y toman forma de arrugas o de patas de gallo. El equipo de doctores continuó trabajando metódicamente, en silencio. El doctor extrajo una a una las letras asesinas, las palabras no pronunciadas, y las depositó despacio sobre una tina metálica. Luego ordenó a una enfermera que cerrara la herida del cuello del difunto mientras él limpiaba las letras en un pequeño fregadero. Estaban sucias de sangre todas aquellas letras y había que frotar delicada pero concienzudamente para que volviera a asomar su color original, tan blanco como la leche. Cuando terminó, el doctor las metió dentro de una bolsa de plástico transparente y se las dio a la joven, que las aceptó en silencio. «Son suyas», dijo la mascarilla verde.

Al llegar a casa, tras manchar dos cojines con lágrimas duras y dolorosas, con los ojos rojos y una neblina en el temblar del labio que ya nunca desaparecería, la joven depositó las palabras sobre la mesita del comedor y las contempló solemnemente. No todas eran letras sueltas, algunas se mantenían cabezonamente unidas, aferradas brutalmente las unas a las otras. Muchas aún estaban algo sucias por la sangre y en alguna descubrió incluso algún pedacito de carne que no quería irse.

No le costó mucho ordenarlas de la forma correcta, adivinar cuáles habían sido aquellas últimas palabras mortales. La joven las miró quedamente, en silencio, 95


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acariciándose los tobillos, muy encogida, como una niña. Al fin se levantó, salió a la calle, fue a un bar, se emborrachó y esa noche fumó el primer cigarrillo de su vida. En la casa, sobre la mesita del comedor, ordenadas pulcramente, las palabras asesinas se encogían algo tímidas, nada orgullosas de su papel en esta historia.

«Pues yo, sin embargo, te quiero», decían. Y parecían brillar en la oscuridad.

El viajero viajado o la casa de putas de Morondava

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A mi abuela No me preguntes por qué camino. Sólo sé que más allá lo entenderé. Pedro Lusón

I MARCOS FUSTÉ PIN (BARCELONA, 1975) Marcos se describe «como un individuo con cuerpo de ingeniero y alma de escritor que canta en sus ratos libres». Ajeno a las recomendaciones de los psicotécnicos y a su propia trayectoria literaria, iniciada a los cinco años de edad, este joven barcelonés se decidió por la Ingeniería Industrial y las Ciencias Políticas. Una elección tan polifacética como sus intereses vitales entre los que ocupan un lugar propio la literatura, la música y los viajes. Marcos compone, canta, escribe guiones, se presenta a certámenes y avanza en el arte de escribir con relatos y una novela que está lista para editores intrépidos. «El viajero viajado o la casa de putas de Morondava», relato que presentamos a continuación, nos lleva a la literatura de viajes con un estilo contenido y sugerente en el que las «verdades» se intuyen más allá de las aparentes realidades. El encuentro de dos viajeros, situados en polos opuestos de la trayectoria vital, sirve como marco a esta historia llena de silencios y reflexiones sobre el descubrimiento de nosotros mismos. El autor aclara el origen de esta historia, nacida de su periplo en tierras malgaches: «Experiencia personal dramatizada que, sin pretender hacer apología de nada ni de nadie, defiende por encima de todo la libertad, al tiempo que rechaza de plano el fácil recurso al prejuicio como pretendida herramienta de conocimiento».

Sobre una carreta tirada por dos cebúes, en una carretera bacheada, ahora polvorienta, ahora asfaltada, rumbo a la lejana Morondava, el viajero que viaja deviene reflexivo. Y reflexionando se recuerda en su casa occidental. Observa a esa vaca con joroba que resopla asfixiada y que tira de él y de su mochila y piensa en su coche. Su primera adquisición patrimonial. ¡Qué importante fue que tuviera climatizador bizonal y elevalunas eléctrico! El sol cae vertiginosamente en el trópico y el ocre africano es el color que decora sus reflexiones. Le suda la frente y está en Madagascar. Opina que son dos hechos aparentemente inconexos que, no obstante, resumen la esencia de su vida: viajar sudando. No cesar de viajar. Viajar para aprender, viajar para pensar. Un viaje para olvidar que Occidente se sume en una visión cerrada de la vida, que ignora lo que sucede más allá, que sólo cabe en su propio ombligo. Viajar para seguir ampliando miras. Y quizá viajar para olvidar. El viajero viajado viaja solo sobre una carreta tirada por dos híbridos vacunos. Un crepúsculo vigoroso reconduce sus reflexiones hacia una mujer que no le echa de menos y que no le espera. Otra mujer que no le echa de 99


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menos y que no le espera. Quizá sufre, pero el cebú de la derecha muge y el viajero se despereza. Respira hondo. Eleva el mentón al cielo. La carretera es larga y está viajando. Su rostro se esfuerza en dibujar un mustio mohín de satisfacción. Trotan las vacas. Viaja el viajero.

II Se diría que Eddie no tiene edad para ir vestido de esa guisa, pero lo cierto es que Eddie dejó de tener edad. Sopla una leve brisa marina sobre el porche de Le Battelage y Eddie apura su séptima THB. Un inmenso cielo estrellado le recuerda todas las razones por las que lo hizo. Su rostro ajado dibuja una mueca que quiere ser sonrisa: si por un instante piensa en Rose, lo hace para deleitarse en su lejanía; si por otro instante, quizá más doloroso, piensa en su hija, lo hace para ratificar que su huida es total. Del interior del hotel sale Dorella con un revoltijo de verduras casero. La joven alaba sus vestimentas. Ebrio, Eddie le devuelve su habitual simpática lluvia de onomatopeyas. Es en ese preciso momento, con Dorella sirviendo dócilmente la cena a Eddie en la terraza de Le Battelage, cuando hace entrada un joven viajero. Exhausto, sucio, extraño. Con la mochila a cuestas. Con la juventud marchita. Eddie no duda en ofrecerle un plato. El viajero recela y esquiva lo que le parecen los desvaríos de un viejo demente. No entiende por qué en pleno mes de abril alguien debe ya llevar un pijama que festeja el 100

próximo año nuevo. En rojo chillón. Además, desprecia el turismo sexual. La chica que cena con el anciano bien pudiera ser su hija. Cuando el viajero se instala en la habitación número dos del tétrico hotel sale al balcón. Allí abajo, confundido entre quince chicas, Eddie ha empezado la fiesta. Dorella se arrima a su viejo loco, no quiere perder a su presa. Al viajero le molesta la música y le molesta Eddie. Todavía no sabe que está en un burdel, pero sí siente que Le Battelage es un flaco premio para una jornada tan dura. Doce horas sobre una carreta por las sendas de Madagascar para alcanzar el mar, bien pudieran merecer mayores atisbos de libertad que la viciosa casa de putas de Morondava.

III El viajero amanece tarde. Elige con esmero una mesa con sol y sombra. Se oye el ladrido de un perro. Sony, el conserje, le sugiere un desayuno copioso. La variedad de frutas tropicales le abre el apetito. El viajero se dispone a reponer fuerzas, no en vano Morondava es la última etapa de sus andanzas antes de regresar a casa. Se oye de nuevo el ladrido histérico de un can malgache. Llega su desayuno y el viajero decide olvidar lo difícil que es encontrar tranquilidad en este país. Respira hondo y se congratula de ser un viajero incansable pese a los elementos; de paladear con tanto gusto el sabor de los propios pasos en busca de nuevos horizontes —quizá una búsqueda fútil, quizá, pero siempre una búsqueda—; se 101


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congratula, al fin, de ser, por encima de todo, un viajero viajado, de vuelta de todo. Cuando de nuevo, por tercera vez, oye el ladrido del chucho, se plantea seriamente subir a la habitación, coger la mochila y buscar otro alojamiento. Pero entonces aparece Eddie, todavía luciendo su atemporal pijama de un fin de año que no ha sido, persiguiendo a un perrito cazador. «Bonjour, Monsieur!», saluda jadeante, Eddie. El viajero apenas si gruñe. Ataca de nuevo su tostada. Y entonces Eddie se sienta. En su misma mesa, claro. Si vacila es porque sigue ebrio y sus movimientos son imprecisos. Atrapa al perro y lo sostiene en su regazo. El viajero finge no inmutarse al tiempo que Eddie pide su THB. Me encanta la cerveza malgache, habla en un francés aletargado y con un ligero acento. Mientras el viajero unta su mermelada de mango sin levantar la vista de su desayuno y Eddie, con su eterna mueca de sonrisa en el rostro, acaricia a su perro, una chica de blanco cruza el pasillo con una escoba. El perro ladra y Eddie escupe sus habituales onomatopeyas. Quizá lisonjea a la muchacha. El viajero alza la vista y comprueba, sin embargo, que no hay necesidad de piropos. La chica de la limpieza se acerca a la mesa y deposita un indiscreto ósculo sobre la calva del viejo. Eddie ríe con una sonrisa traviesa, con los dientes apretados concentrando la intensidad del momento. Comprueba el viajero que Dorella está pluriempleada en el hotel. La última tostada le resulta empalagosa. Se levanta, se despide con parquedad de sus forzados comensales y se va. El viajero piensa orgulloso, por unos fugaces instantes, que ese viejo y él son las dos caras de una misma moneda. Viajeros los dos, pero tan diferentes

viajeros los dos. Se jacta para sus adentros y no descarta, en futuras ocasiones, una breve charla sobre moralidad con el viejo occidental.

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IV Hace un par de días que el viajero no ha visto a Eddie. Desde Morondava acomete varias excursiones. Los alrededores de la ciudad son magníficos. Esta tarde regresa de una imponente puesta de sol en la llamada avenida de los baobabs. Que Le Battelage sea un caserón con fines de lenocinio ya no le preocupa. Bien pensado, en tanto que viajero, poder dormir es lo único que precisa de su alojamiento y, sin duda, espaciosa es su cama de la tétrica habitación número dos. El viejo Eddie, en su habitual pijama navideño, es el primero en recibirle. El viajero ha añadido, a su desprecio inicial por el anciano etílico, un más razonado argumento revestido de pena: ahora, sencillamente, lo toma por un beodo europeo puliéndose la pensión en carne. Lo escruta fugazmente. Ahí está, presuntamente feliz. Aplaudiendo a la nada, siguiendo un silencioso ritmo que sólo él percibe. De nuevo, crecen en él las ganas de aleccionar al viejo putero. Alguien debería osar plantar cara a la desvergüenza con la que este senil personaje finge disfrutar de la vida, concluye concienzudamente. Quizá es por eso por lo que esta noche el viajero no desprecia la birra de Eddie. Quizá por eso tampoco se incomoda cuando Dorella decide sentarse junto a ellos, con el perro de Eddie en brazos.


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El primer matiz que se encarga de puntualizar Eddie es que, Tinker, el perrito ladrador que tanto perturba la paz del viajero, es de Dorella. Dorella asiente con un suave dibujo de sus carnosos labios. El perro ladrador no ladra, presintiendo con su olfato canino, que no es bienvenido a los ojos del viajero. Eddie añade que es un regalo. Siempre regalos a Dorella. «Cadeau! Toujours des cadeaux pour Dorella», y luego chasquea la lengua y emite una especie de beso al ambiente. No en vano, Eddie ama a la vida. El viajero de mente occidental, enfrentado a un occidental que juega a hacer ver que nunca fue occidental, opina, definitivamente, que Eddie es un cretino. Pero Eddie no se siente como tal y, aprovechando que el viajero va al servicio, le propina un sincero morreo a Dorella. Esta se retuerce juguetona. Eddie, como un alumno díscolo cuando el profesor se ha volteado para proseguir su escritura en la pizarra, insiste en unas cosquillas. La chica suelta a Tinker y libera una carcajada deliciosa. Para cuando regresa el viajero a la mesa, el viejo borracho ya se ha puesto a perseguir al perrito de Dorella por el desordenado salón de Le Battelage. De pronto, solo con Dorella. No niega que se siente incómodo. ¿Le está mirando como a un potencial cliente? Pero ¡si es una niña! Dorella no habla mucho. Se siente insegura, su francés no es muy fluido todavía. Pero lo aprenderá. Que viejos inofensivos como Eddie la puedan sacar de su predestinada miseria, es razón más que suficiente para que Dorella se esmere en aprender el francés. Dorella manosea la cerveza de Eddie. El viajero que viaja y que ha visto putas en todos los rincones del planeta, ve en Dorella a la vejación personificada.

También le vienen ganas de monserguearla. Hay cosas que esa niña no sabe y debiera saber. ¿Hasta qué punto conoce sus derechos? Se aclara la voz y le pregunta a bocajarro si es feliz con la vida que lleva. Dorella recula levemente, huidiza. Sonríe tímida. No entiende. Insiste en su pregunta el hombre viajado. Dorella brinda como única respuesta una hilera de dientes blancos perfectamente alineados que contrastan bruscamente con el negro de su piel. Brusco es también el silencio en el que concluye el conato de conversación moralizante. Ambos sienten la brisa de la playa como un alivio a la tensión reinante. Sopla el viento y huele el mar. Paz fugaz. Pero es un grito de Eddie lo que acaba de desviar su atención. El perro le ha mordido y Eddie sangra en un dedo. Dorella corre a socorrerlo. Tinker se aparta con cautela y, con semblante de culpa pero todavía juguetón, observa las consecuencias de sus fechorías. El viejo clava la vista en los ojos caninos. Sin malicia. Sin rencor. Perro y viejo se contemplan desconcertados. Gruñen y mascullan entre dientes hasta que dos gotas rojas se funden en un pijama rojo de un fin de año por venir. Dorella le asiste en ese momento, rompiendo los instantes de compenetración perro-hombre: «Qu’est-ce t’as, mon chéri?» Un gruñido gutural es la sola explicación al incidente. Dorella le toma la mano. Delicada la mano, delicada Dorella. Estudia minuciosamente el alcance de la herida. Nada serio. Le come el dedo y se lo besa. Le besa la sangre. El beso. La sangre. Y cesa el dolor. Torpe, Eddie regresa a la mesa del viajero de la mano de Dorella. El perro no osa seguirles. «Merci, mon chéri», le agradece el viejo.

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Y por primera vez, ante el barroco cuadro de un borracho y su puta local, cruza por la estrecha mente del viajero la sombra de una duda. Quizá por eso, cuando Sony les comunica que ya es tarde y va a apagar las luces de Le Battelage, el viajero viajado, conocedor de éste y otros países, hombre de mundo y amplias miras, concede una última birra al turista sexual.

V El Tropicana está muy lejos de acumular todo el glamour que pretende evocar su nombre. La cabaña está iluminada por la luz de tenues velas, pues son más de las doce y ya no hay corriente en Morondava. Sin nevera, las birras se calientan rápido en este clima tropical. Así que ¡a beberlas!, comenta Eddie eufórico a su amigo de copas. Y bebe el viajero. Y bebe Eddie. Y bebe Dorella. Dos sorbos más y el viajero ya casi está dispuesto a preguntarle al viejo qué diablos hace aprovechándose de una niña como Dorella cuyo lugar no debiera ser otro que la escuela; ya casi quiere recriminarle que finja normalidad en sostener la mano de una muchacha sin medios, víctima social de un mundo injusto, pagándole para mantener su arrugada verga ocupada; ya casi quiere preguntarle si le cabría en la cabeza, como chaval de quince años, fijar sus anhelos eróticos, ¡siquiera sus anhelos románticos!, en un vejestorio etílico; ya casi quiere reprocharle que haya de venir a un país necesitado, lejos de su hogar, para ponerle cuernos a su esposa vieja y lenta. 106

Ya casi está dispuesto a todo eso, cuando de pronto Eddie y Dorella se besan. Y no es un beso cualquiera. El viajero viajado, que tanto viaja y que tanto ha visto, presencia, en las profundidades de una isla continente, un beso muy en especial. El beso. Bebe. Traga. Pide otra THB. Bebe. Traga. Otra THB. Y otra. Una más, por favor. Y bebe. Y traga. La última THB, tal vez. ¿Por qué no una más? Esta sí, de veras, no va más. El viejo y la puta no paran de besarse en toda la velada. El viajero bebe y los contempla bajo la frágil luz de una vela que forcejea con la brisa del mar por no extinguirse. Quizá deviene de nuevo reflexivo. Quizá recuerda a aquella mujer de la que huye y que no le echa de menos. Y que no le espera. Quizá llora. No recuerda cómo llega de vuelta a su hogareño local de citas malgache. *

*

*

Eddie no llegó nunca a festejar la entrada de ese nuevo año, a pesar de que siempre fue un hombre de futuro. De buen seguro intuía que ya pocas cosas mejores le podían aguardar en esta vida. Eddie se embarcó en un viaje de Nouvelles Frontières tras la definitiva separación de su esposa Rose, rumbo a Madagascar. Solo. Dispuesto a olvidar que, teniéndolo todo, su vida en Luxemburgo era un fracaso. Harto de dinero, con el corazón desgarrado por una mujer infiel y una hija de diecisiete años que, sin dudar, había apoyado incondicionalmente a su madre en el desenlace 107


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de la familia, Eddie, efectivamente, tal como había supuesto el viajero incansable, había decidido irse de putas a un país remoto. Quería brindarse la felicidad instantánea de la que tan necesitado estaba. Bebió y fornicó en la capital con Lova; bebió y fornicó en el norte con Cynthia; bebió y fornicó en el sur con Louise; y bebió y fornicó en Morondava con Dorella. Dorella, una linda muchacha de diecisiete años, de la misma edad que la hija de Eddie que, si bien no era prostituta, como hija de pescadores, estaba altamente necesitada y no había dudado en cobrar por sus servicios. Eddie siguió viajando con Nouvelles Frontières hasta que llegó el día de regreso a la Europa que ya nada le tenía guardado. Lloró amargamente en una lúgubre habitación del hotel Chez Francis en Antananarivo y a la mañana siguiente tomó una resolución honesta e inapelable. Regresaba a Morondava. Regresaba a por Dorella. Deshizo el camino y —quién sabe si sobre una carreta tirada por dos cebúes— atravesó la isla para volver junto a ella. Llegó a Morondava con un sol cenital de justicia. En Le Battelage hacía horas que Dorella ya había empezado a limpiar habitaciones. La encontró tendiendo la colada. Se miraron y enseguida comprendieron. Supo que había tomado la decisión acertada. En un primer paso, Eddie razonó con Dorella y habló con el corazón. Le dijo que la amaba y que, dada la previsible corta vida que le quedaba, sin demasiado margen de error, la amaría siempre. Le prometió un hogar, una pensión y la totalidad de su herencia. Y le prometió una palabra que, en Morondava, y por primera vez en su vida, hizo que sonara solemne: le prometió

amor. Dorella tardó poco en defenderse en francés. Lo acabaría aprendiendo muy bien. Entonces sus parcos conocimientos de la lengua gala le permitieron entender que Eddie, fuera lo que fuese lo que decía, no mentía. Le tomó la mano y asintió. Su familia iba a vivir holgadamente con las atenciones de Eddie. Pero hubo un segundo paso. Entre los oscuros nubarrones de sus demencias alcohólicas, Eddie vislumbró un conato de deficiencia en su amor. Así que habló claro con Dorella: mon chérie, yo te amo y tú me amas, pero yo soy un viejo estúpido y borracho y tú una linda jovencita. Si de verdad te amo, esto es lo que debo hacer: a partir de mañana puedes irte a tu casa, no es necesario que vivas conmigo. Recibirás la pensión tal cual la hemos pactado y no te pediré nada a cambio. Sólo si tú me amas, ven a mi lado. Dorella permaneció a su lado hasta el fin de sus días.

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VI La habitación dos de Le Battelage es menos espaciosa que la uno, pero tiene mejores vistas. Además, es la habitación desde la que vi empezar todo: desde aquí contemplé por primera vez mi futuro, aunque entonces no pudiera imaginarlo. Recuerdo como si fuera ayer la imagen de Eddie bailando, con su THB bien asida, entre un enjambre de mujeres. Y recuerdo lo bien que me hizo sentir ser tan diferente a ese anciano orate. Creer ser tan diferente a ese anciano orate. Hubo una época en la que viajar era eso, engrandecer mi insignificancia en el mundo occidental del que procedía. Rodearme de un halo


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aventurero con el que adornar mi mediocridad. Inhalar otros aires para dar consistencia a mis prejuicios. Salgo a caminar por las polvorientas calles de esta ciudad. Solo. Pesan mis pasos. Pesa mi recién adquirida soledad. Sopla una ligera brisa índica que ayuda a combatir la temperatura. Camino hacia el zapatero. Ha de hacerme unos remiendos en la planta de mi calzado derecho. Quizá luego vaya al poblado pescador de Betania, al otro lado de la península. El regreso de las frágiles embarcaciones con la pesca del día es siempre un acontecimiento entretenido de contemplar. Por entonces ya estará a punto de caer el sol. Quizá me conforme luego con una cena frugal y un poco de lectura en la refrescada terraza de Le Battelage. Mañana hay pronóstico de lluvias. Adoro las tormentas tropicales. Perseverantes. Contundentes. Como perseverante y contundente fue Eddie. Como perseverante y contundente estoy creyendo ser yo. Regresé a Morondava como regresó Eddie. Ya viejo. Ya solo. Y paseando mi soledad, como quizá la paseara antaño Eddie, encontré a Dorella una calurosa mañana de noviembre. O tal vez me encontró ella, sin duda yo había cambiado menos. Vestía falda de doce colores y blusa blanca. Junto a ella trotaba un viejo can al que creí reconocer. No me mostró especial simpatía, pero no se separó de las piernas de Dorella ni un palmo mientras charlamos animosamente. Su francés era impecable. Su porte, el de una reina. Me contó la historia de su bienamado Eddie que es la que he contado yo. La veo a menudo. Es profesora de un colegio privado en Morondava. Da clases de historia y literatura. Tiene dos hijos. Uno de ellos se llama Eddie.

Cada vez que la veo, me recuerdo a mí mismo por qué estoy aquí. Porque las mejores historias se aprenden desandando el camino. Porque los viajeros viajados siempre están de viaje. Y porque errar es de sabios. O de viejos. O de viajes.

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VII Estamos a siete meses de Navidad. Llueve torrencialmente desde hace tres días. Las calles están embarradas pero no frenan mis ganas de dar un paseo. Chapoteo rumbo al zapatero. Prometió tener hoy los remiendos. Quizá luego me acerque al mercado textil para rebuscar tejidos. Me encanta manosear texturas y colores. Quizá elija una tela colorada. Rojo chillón. Y quizá encargue un pijama de fin de año. Pronto. Para la semana que viene. Quizá entonces desande el camino y ocupe el resto de la tarde en contemplar la lluvia, THB en mano, desde la terraza de la casa de putas de Morondava.


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La Rosa Antonio García

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ANTONIO GARCÍA (MADRID, 1977) Vocacional de la literatura, el gusto por la palabra ha estado presente en su vida desde la infancia gracias a la tradición oral mantenida por su madre y las lecturas recomendadas por sus primeros maestros. A la hora de definirse, Antonio arranca con una presentación tan decidida como literaria —«Nací en el verano de 1977. Aunque no me acuerdo muy bien, y a riesgo de ser engreído, creo que fue un acto consciente»— para concluir aclarando que la palabra es lo suyo hasta en lo de ganarse el pan de cada día como profesor de Lengua y Literatura en Secundaria. Siempre ha escrito y, aunque hasta hace poco no se ha adentrado en el territorio de la ficción, no se imagina una vida sin literatura ya que, cómo él mismo dice «ésta es una de las herramientas que mejor me funcionan para entender el mundo y mi posición dentro del mismo». «La Rosa», el relato que publicamos, se adentra en las relaciones humanas en una situación límite. La comprensión del otro, la influencia determinante de las experiencias vividas, la necesidad de compañía y los oscuros sentimientos que llevan a la destrucción del ser amado son algunos de los elementos que se entremezclan en esta historia sobrecogedora en la que el lector tendrá un asiento de primera fila en la cabeza de un maltratador.

«Para ya, Paco, para quieto, joder». Me abronca Blas. Como es buena gente, me contengo y espero a que se duerma, pero al rato ya estoy dale que te pego, vuelta al colchón. Es inútil porque no se me va el chasquido, ni la cara de becerra de la Rosa. Me dan ganas de ponerme a vocear a gritos que quiero una pastilla, que me traigan una pastilla, aunque no va a servir de nada, salvo para volver a despertar al Blas, que se va a empezar a cagar en mí y con razón. «No va con la política de este centro drogar a los reclusos», me explica el doctor, «siga usted escribiendo», me dice, y yo me contengo porque no es mal tipo, me escucha y al fin y al cabo él no tiene la culpa, es un mandado y lo que le digan, claro. Además que desde que escribo estas cosas se me van los ratos, no digo que sirva, pero entretiene, se para de dar tantas vueltas a lo mismo y consigue uno matar el tiempo. «Nada de pastillas, Paco», me dice, con esa voz de locutor de noticias antiguo. Luego se pone a largar sobre la culpa, sobre el olvido y yo le escucho embobado, casi sin entenderle, pero lo mismo me sube por el cogote como una friega de lo mucho y bien que habla. «Tienes que sacarlo fuera, las pastillas no 115


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solucionan nada, es como con el alcohol, mejor escribe, hombre». Pero luego, a la noche, es difícil con las pesadillas, o por el día en los patios, con el enfilao y los otros jodiendo la marrana, que según les va el día te vienen con las risitas. El primer mes fue el peor, menos mal que Blas, le debo la vida a ese hombre, me cogió del brazo y me dijo que no me separase, que iban por mí. Luego poco a poco me fue explicando de los mujerzuelas, de que la única salida era mantenerse unidos. «Somos cinco en el centro, el enfilao ya se cargó a dos hace unos años, catorce rajas le hizo al último, ándate con ojo que está bien enchufado arriba». Y yo con el Blas hasta para cagar, sin salir de la jaula casi en todo el día, «ojo en las duchas, vigila la espalda en el comedor»; pero me enganchó un día en el patio. Me vino con lo de si no tenía huevos más que con las mujeres o qué, y yo, en lugar de salir pitando me lo encaré y antes de verlo venir ya me había hecho un siete con el pincho, no sé quién se lo habría dado, cualquiera, aquí a casi nadie le caemos bien los mujerzuelas. Siempre, eso sí, hay clases. Aquel día me gané mi sitio, no protesté ni media, ni con el navajazo, ni con las patadas, en cuanto me levantaron los guardias, con la paliza encima y las tripas medio fuera, les largué un salivazo de sangre, pensando que tenía al enfilao enfrente. Después de la enfermería estuve una buena temporada en el calabozo, pero para eso yo no tengo freno. «Te pierden los nervios», me decía la Rosa. Es verdad. Y luego con el alcohol fue a más, no me podía controlar, entraba al trapo como los carneros ciegos, ese día en el patio y antes, muchas veces, en el taxi. Claro que

allí la gentuza que te encontrabas no tenía ni comparación con ésta. Aquellos mucho de boca y trajecito, pero luego, a la primera que les enseñabas el colmillo se te cagaban encima. Curte mucho el taxi, lo heredé del viejo, de lo poco bueno que me dio. Antes de eso andaba sirviendo en bares, pero para cuatro duros que ganabas salías con la camisa apestando a fritanga de panceta, y yo no soporto el olor de los fritos, siempre he sido yo de ropa limpia, desde antes de estar con la Rosa. Al poco, con el viejo ya retirado, me hacía la noche y la tarde, ¡lo que es la juventud!, podía aguantar catorce horas del tirón sin mover el culo ni para tomarme un café, una mano en el volante, la otra en el bocadillo. Y aguantando a los chulos de la noche, que te tenías que callar, porque por entonces yo era un pardillo y no sabía de las cosas de la vida. A la Rosa la conocí por aquella época, la entré tieso y salió bien, estaba hecho yo un buen mozo y el taxi daba dinerito, así que no era mal partido, fuimos unas cuantas veces al cine y luego, al poco, ya empezó a venir a mi pensión. Al medio año andaba preñada y nos cambiamos a un piso propio. Fueron unos buenos años esos, lo digo porque el doctor me dijo que me fijara en lo bueno, «analiza y quédate con lo bueno», eso dice. Y aquellos años estuvieron muy bien, con el nacimiento de la niña y antes de las peleas, cuando la Rosa estaba a lo que tenía que estar. Me acuerdo también de la noche con la rusa aquella, o polaca, lo que fuera, vaya piernas tenía, todo piernas era. Yo casi ni miraba la carretera, venga con el espejo, que hasta me dormía en los semáforos y ella con la sonrisa, no como otras estrechas que a poco que las miras te tuercen el morro. Y de repente me suelta que dónde

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se podría encontrar un macho decente en la ciudad, y yo que no me callo le dije que tenía uno bueno delante, pero que de pagar nada. Me he ido poco de putas yo, no me va, un par de veces porque no me quedó otra, pero el dinero es el dinero y ése es mal vicio. Y ella que no, que no era una cualquiera, y entonces dijo algo de follar, y caí en que era guiri por cómo pronunciaba las erres. También porque esas piernas no son de aquí, las cosas como son, allí habrá malo supongo, pero lo bueno de aquí no llega a tanto. Casi me llevo los pivotes de la calle del volantazo que di, iba ciego, se me pasó la Rosa un par de veces por la cabeza, pero no podía parar, me la follé aquella noche, tres veces, como que hay Dios. Casi se me resbalaba al final de tan pringados que andábamos, y la forma de gritar que hasta me asusté de estar hiriéndola, pero ella que no, tirándome del pelo, clavándome las uñas en el culo, «ni se te ocurra parar», me dijo, con aquellas erres tan raras que yo me ponía más cachondo todavía. Después de echar dos polvos paramos a fumar, yo le di un Winston de los míos y recuerdo que, aunque se expresaba fatal, entre el acento y los lloriqueos, se puso a decir no sé qué de su novio, de si era tal o cual, pero no había diablo que la entendiera. Y yo que se calmase acariciándole el pelo, que era un pelo como de otro material, y ya estábamos dale que te pego otra vez, qué manera de follar aquella noche, claro que no era muy difícil inspirarse con esa hembra, en la vida me he visto en otra. Y hasta me buscaba las vueltas con la mano, para ver si otra vez, pero no pude. No es de hombres exagerar, fueron las veces que fueron y punto. Y ella acariciándome la potra, con esas manos como de señora bien que parece que las estuviera

viendo todavía. Le di lo que me quedaba de tabaco y no le cobré la vuelta, le dije que no trataba de pagarle, que era un simple detalle, y se sonrió y todo, una buena mujer, enamorada de su novio, para que luego digan de las extranjeras, que a veces es peor lo de aquí. Estuve un tiempo después que no me la sacaba de la cabeza a la polaca o rusa, lo que fuera, si veía alguna que se le parecía me paraba para ver si era ella, pero estas cosas son de las que ya no te vuelven a pasar. La Débora comenzó a ir mal en los estudios y luego se fue con el niño ese, un medio gitano que terminó de perderla. Yo se lo dije a la Rosa, pero ella que no, que no hiciera ninguna barbaridad, ¿y qué pasó? Pues eso, que se nos malogró la niña del todo, que a saber por dónde anda ahora, seguramente de puta, abandonada por aquel chulo con el que se fue. Fue la época en que se me comenzó a ir la mano con el coñac porque, además de lo de la niña, estaba medio aburrido con todo. Aburrido del taxi, de la Rosa, de los compañeros, y casi el único divertimento era animarse un poco en el bar. Nunca, eso sí, he dejado de llevar un duro a casa, eso, como que hay Dios. Pero a veces se me iba la mano con la Rosa, no digo una hostia merecida, que eso está bien, pero es verdad que a veces me cebaba, casi la pegaba por inercia y a la Rosa, que lo que le ocurre en realidad es que, como a mí, le pierde la boca y ya ni padece, no siente la correa, ni las manos, se pone muy digna y me dice que cualquier día me deja, que no mira a ningún otro hombre, pero que si vuelvo a ponerle una mano encima se va con el primero que pase, y entonces, es todo uno, yo también me ciego y arramblo con cualquier cosa que tengo delante. Luego

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me daba entre pena y asco verla así llena de sangre, y pensaba que si fuera decente, si fuera una mujer como la del resto de los compañeros, no le pasarían esas cosas. Me dolía más por mí que por ella. Tuvimos una época algo mejor, pero ya estaba empantanado todo. Yo le dije de tener otro hijo y ella que dónde iba con esa edad y acaso fuera verdad, pero tenía el aburrimiento encima todo el día. Como aquí. Pero aquí es peor, claro, no pasa el tiempo y aunque puedes escuchar la radio, como en el taxi, es poco remedio porque las cosas de fuera aquí no valen para nada. Nada de radio, a matar el día mirando al techo, tratando de evitar el encontrarme con el enfilao y los suyos, jugando al ajedrez con el Blas. Cuando te quieres dar cuenta ya han pasado cinco años y tampoco te imaginas ya otra vida, porque esto es un poco como una pensión, y se dice que al hijo de puta del enfilao para marzo, lo mismo se lo llevan a una prisión de alta seguridad. Y luego viene gente nueva, y, bueno…, ¿para qué te vas a quejar si tampoco te sirve? Si hubiera aflojado antes la presa, pero aquel día estaba como raro, desde primera hora no daba bola, todo el día cargando viejas de mierda y los compañeros con las bromas de siempre. Así que paré unas cuantas veces por ver si se me iba la modorra con el coñac, pero no había forma. Llegué a casa encabronado y la Rosa como siempre, con sus vestiditos y sus rollos, que si esa tarde quería salir otra vez con sus amigas, y yo que nada de golferías, que con una puta en la familia nos sobraba, y ella que fue a rechistar y se llevó la primera hostia de lleno en la boca y luego, aunque ya no dijo nada más, seguí sin parar, porque tenía como un fuego en las tripas, y era

como si sólo se me pudiera ir de encima dándole a lo bruto. Y se me pasaba por la cabeza la Débora y el hijo que no íbamos ya a tener, y aunque la noté que temblaba, pensé que la muy puta andaba haciendo comedia, así que apreté un poco más las manos sobre el cuello. Un poco más, eso pensé, un poco más y luego la suelto. Y entonces se oyó el chasquido, que yo pensé que venía de otro lado, pero luego entendí al verle la boca abierta y la lengua fofa. Eso le conté al doctor. «Debes soltarlo», me recomendó él, con esa voz de locutor antiguo que me eriza el cogote, «escríbelo y ya verás como te hace bien». Así me paso las tardes últimamente, dale que te pego y el Blas con la broma de si me he hecho intelectual o algo. El Blas, de lo poco bueno que me ha pasado. Lo suyo fue con una escopeta, es el mujerzuela más veterano y ya tampoco le queda mucho, le voy a echar en falta cuando lo suelten. No tengo prisa. Tampoco tengo nadie fuera y no me veo otra vez en el taxi. Tampoco va mal la cosa si no fuera por las pesadillas, el crujido con el que me despierto algunas noches que es otra vez el cuello de la Rosa rompiéndose, cómo si la estuviera viendo, los ojos bizqueando tontos, y la lengua muerta, toda sacada para fuera, como haciéndome burla.

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Evita duerme con los ojos abiertos porque cuando miro a través de ella puedo contemplar sus sueños.

I EDUARDO GIL (MADRID, 1983) Licenciado en Comunicación Audiovisual, este madrileño casual vive desde hace 22 años en Castellón y tiene claro que sus grandes pasiones son el cine, la literatura y su viejo piano de pared. Se atrevió con la escritura a los 12 años y volvió a lanzarse a los 17 para instalarse definitivamente y probar con guiones, relatos y poemas. Se declara «entusiasta de la literatura fantástica, de terror y de ciencia ficción» y asegura que su sueño es dedicarse al cine «ya sea dirigiendo, escribiendo, o componiendo música». «La celda y el último ángel» es un relato de literatura fantástica con la muerte como invitada. Su presencia obsesiona al protagonista hasta el punto de provocar su llegada con una ceremonia digna de un cortejo. El autor se mete de lleno en el romanticismo potenciando el anhelo fúnebre y la personificación de la muerte aunque actualiza el entorno ubicándolo en el frío mundo de la incomunicación.

No hay más que hablar. A finales de junio dejarás de ser un problema. Así de simple. Con estas palabras miserables el tiempo aparta la mirada, me tira al suelo y me escupe. Por cobarde, por haber tenido las manos llenas de miedo y haberme encadenado a él. Dentro de una semana…, o quizá dos, no estoy seguro. Hace mucho que perdí la curiosidad. Dentro de unos días partiré. No sé cómo lo harán. Poco importa. No es lo peor. Lo más horrible es que los segundos que poseo para pensar son interminables. Muchas veces la vida sólo parece el compás de esperar a la muerte. Hasta ahora nunca me lo planteé seriamente. La muerte era algo que les sucedía a los demás. Hay muchas formas de matar; muchas formas de morir, pero tan sólo una de estar muerto. Es la única condición que no distingue raza, color o sexo. Dentro del vacío eterno todos somos iguales. ¡Debería de existir una religión basada en la muerte, la diosa que nos hermana! ¡La diosa que cercena sus sentidos antes de juzgar! Hoy la muerte es la solución a un problema. Se presentará arrastrando un maletín rebosante de moralidad enmascarada y divulgando sus gestos en beneficio de las 125


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leyes. No es un castigo, ni una atrocidad, ni siquiera es un último recurso. Hoy la muerte, en lugar de corregir los males de un mundo enfermo, sencillamente les dará sepultura en el mismo agujero que custodia los restos de los inocentes. Hoy la muerte aleccionará al verdugo convirtiéndole en fruto de su sello anónimo.

La tarde empezó a vaciarse y nuestra botella también. La risa regresó a mi vientre. Acontecieron tantas cosas desde la última vez que hasta tuvo que pedirme permiso. La experiencia resultó reconfortante. Cuando el silencio retomó el pulso del aire nos dijimos adiós. Nos estrechamos la mano con sutileza y la distancia nació entre nosotros. El gruñido de la puerta me recordó que volvía a quedarme solo. De pronto, el suelo agitó sus miembros e hizo sentir cómo inmensos golpes azotaban con fuerza haciendo eco en las paredes de mi casa. Un amigo de quien, segundos atrás, acababa de respirar su aliento yacía muerto en el último escalón mientras los demás adornaban con una alfombra húmeda y roja su último viaje. Instintivamente cogí el teléfono y, con voz calmada, respondí al rostro imaginario implorándole ayuda. De nuevo los segundos sin fin. De nuevo la espera interminable. De nuevo ese vacío que es perfume de tu presencia. Me senté a su lado, le acaricié la cabeza y, humildemente, me despedí con angustia entre lágrimas de rosa ensangrentada.

El velo nocturno sembraba los colores del recuerdo, el llanto de mi amigo por fin cesaba y tú seguías sin asomarte. Yo no hacía más que esperar. Cerraba los ojos y alargaba las manos queriendo palpar tu rostro en el seno del guardián eterno, pero seguías sin aparecer. Mi amigo ya sólo era un bloque de carne empaquetado y etiquetado; un banal dato de ordenador. Toda la zona estaba plagada de esos a los que llaman soldados del orden. Desertores de la intimidad ajena, invasores de la confianza. Hasta ese momento nunca supieron de mí. Respetaba sus normas para mantenerles alejados. Cuando me descubrieron, absorbieron mi espacio cuestionando la sinceridad de mis acciones. Al principio simulaban querer conocerme, como si un telón se alzase y entraran en escena los primeros pasos hacia el compañerismo. Yo agradecía su educación con mis respuestas. Ellos lo aceptaban con más preguntas. Una tras otra. Preguntas mecánicas, huecas, carentes de toda sensibilidad. Mi sobriedad era ya casi completa cuando alguien formuló la pregunta más relevante de mi vida: «¿Puede explicarnos qué ha pasado?». En ese momento mis ojos renacieron en luz y soltaron carcajadas de grandeza. Me sentí usurpador del trono del mismísimo Dios y, en aquel instante, vislumbré la última oportunidad que tenía de reclamar tu atención, de acercarme a tus fauces de noche perpetua. Era como si cualquier necio esperase contestación al porqué de las casualidades. Mi soberbia, seguridad y desparpajo eran tales que lo único que mis labios se atrevieron a responder fue: «Le empujé». No hizo falta volver a dirigirme a ellos. Cualquier palabra que volviese a articular sería, a partir de entonces, basura.

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Es curioso. Si sólo la calle fuese testigo del reposo de un hombre sin suerte, cualquier crimen hubiera sido igualmente recompensado con el calor de cuatro paredes mundanas a las que él llamaría hogar. Las mañanas son mucho más hermosas desde que no puedo tocarlas. Últimamente no hago más que escaparme mientras mi cuerpo hace de tapadera entre las sábanas. Huyo del desprecio, de la ignorancia, de la acusación endemoniada, de las personas a las que amo y que han convertido su cariño en aullidos de furia. Me he vuelto un saco maniatado al que los cobardes golpean cuando no pueden enfrentarse a ellos mismos. Todo el día escucho frases vomitadas por aquellos que, predicando contra mí, creen ser santos y poseedores de la razón absoluta. Pero no me importa porque tu llegada está cerca. Quizás una semana…, o quizás dos, no estoy seguro. Sé que vendrás. Sé que tu imagen será mi despedida. Sé que tus caricias curarán mi miedo al olvido. El momento está próximo. Los días ya son horas y este amanecer veneno que mis esperanzas endulza. Hoy todos me dedican sus últimas palabras mientras yo aún busco, atormentado, las mías. Palabras que empezarán y terminarán con tu nombre. Antes temía por la imprevisibilidad de la vida. Ahora temo por su desgarradora certeza. Certeza de saber el cuándo, el dónde y el por qué, pero ignorar que será de la noción de mi consciencia. La muerte siempre fue el horizonte del último mañana. Esta noche, ese mañana traspasará el portal y será mi compañero de celda. No tengo muertos a los que pedir consejo. No tengo dioses a los que pedir piedad. Únicamente confío en

que tú seas el último ángel y pueda rogarte por un trayecto breve. La capa infinita se adueña de mi pánico y envuelve mis temblores. Una vez más siento ese perfume sin raíces. Las manecillas se paran. Mi pulso se agita. Mis creencias arden en las hogueras de la ficción. Las campanas giran. Los malditos se arrodillan y un cortejo de almas perdidas anuncia que el último ángel, sea quien sea, está aquí. No se si seré capaz de levantar la vista. La idea de que no seas tú me paraliza. Oigo a los barrotes retirarse, pues sus aullidos y lamentos conforman el coro que colma de alabanzas tu entrada. Sigo sin poder hacerte frente. Tu respiración eriza mis cabellos. Tus manos alzan forzosas mi rostro y un beso me hace despertar. Soy feliz por primera vez desde que llegué a este mundo. Sabía que sólo podías ser tú. Reconozco ese calzado que desgasta la vigilia. Las palabras que hacen regresar la vida de un reloj condenado. Tu voz melódica rodeándome, aquella a la que sirvo torturando el desenfrenado impulso de los finales. Aquella que viene a mí sin horizontes. Aquellos pensamientos privilegiados que deben ocupar sus últimos granos de arena. Contigo allí, volví a creer que mis recuerdos borrosos llegaron a salpicar la realidad. Nos saludamos con alegría. Yo retiro tu manto, contemplo tus alas y te abrazo procurándole un lugar apartado a mi ansia por poseerte. Tú me arropas con él y le ofreces cobijo a mis promesas. El temor pierde fuerza a medida que repaso mi andadura. El reloj recupera sus extremidades. La risa se vuelve anfitriona de la velada y las copas impactan entre

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sí mientras tú cortas la baraja a la espera de que el azar marque el rumbo de mi siguiente historia. Luego entonamos bellas canciones y nos acomodamos en el lecho de las sorpresas. Otra vez botellas vacías; otra vez licor por sangre. La dureza de los párpados precede a la despedida. Voy a donde el tiempo y el espacio yacen prisioneros del siempre. Voy a donde el dolor no tiene razones. Voy a la casa que habitan todos los que fueron y nunca más serán. Voy a formar parte de los versos que dan sentido a la vida y que hacen enmudecer a los inmortales. Voy contigo a enfrentarme al otro lado de la puerta. Ante ella esperamos. Aguardamos la última nota de la canción. Esa que ambos nos sabemos de memoria y cuyo epílogo es inminente. Nos cogemos de la mano. Permanecemos un rato así, inmóviles, impasibles, fijando nuestra vista en el silencio, saboreándolo, dándole cuerpo, otorgándole fuerza. Recuerdo cuando me enseñaste que el ego era padre y maestro del Dios de los hombres, en ese instante descubrí que tu mirada ha sido siempre la prueba de que el fin no existe y que la muerte sólo se viste de gala para aquellos desdichados que no saben dejar de llamarla, para los que, estremeciéndose como un ciervo apresado, la tratan como a una extraña. Recuerdo que premiaste a mis palabras con el don de una meta y que éstas permitirán que flote mi memoria. Abres la puerta, me ofreces tu mano como guía, me invitas a seguirte y me envidias porque estoy apunto de hacer algo que tú siempre has deseado: vivir la conclusión de mi relato. —¿Quieres saber cómo termina? Entonces ven conmigo.

Alargué mi mano e invité a la Muerte a seguirme. Mi cuerpo espera. Fuera continúan las mañanas que no puedo tocar. Ya llegan los celadores. Ninguno tiene alas.

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Anfibios Carla Z. Illueca

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CARLA Z. ILLUECA (SANTA MARTA, COLOMBIA, 1975) Carla reivindica la Z como signo de identidad al nombrarla y se presenta como «licenciada en psicología, trabajadora precaria, escritora». Vive en Madrid desde hace ocho años y de este período ella destaca su participación en talleres de escritura, más en concreto de relatos. No es algo casual ya que Carla asume la escritura «como un compromiso con la vida —con el deseo propio— y con la transformación permanente de lo que se nos impone como realidad». A nuestro concurso envió un relato muy original titulado «Anfibios», que descubre en clave de humor la negativa a asumir las limitaciones que el sentido común, la costumbre y el entorno nos imponen. Una pareja entregada a la felicidad de su única hija se topa con la tozudez de la niña empeñada en desafiar las leyes de la naturaleza. Nada es tan obvio como parece, nada está tan determinado como a veces creemos y nada es imposible como demuestra el sorprendente final de este relato.

Después de que el perico amaneciera ahogado en el bebedero de su jaula, es decir, justo después de que ella —a sus seis años— decidiera cuidarle porque daba más juego que las muñecas, poco después de ese día, Catalina aprendió a jugar con cosas que no dieran tanto juego. Se aficionó a las piedras, las ramitas secas, las hojas caídas de los árboles y a las uñas, las suyas, que recortaba metódicamente con los dientes. Aquel día, después de que su padre sembrara en el jardín —sin mucha pompa— el cadáver emplumado, a ella le seguía dando vueltas el asunto en la cabeza. No entendía por qué el perico no había sido capaz de respirar en el agua, o cuando menos, de taparse un poco la nariz. Me salió tonto, resolvió, y para la hora de la cena empezó a sospechar que los peces eran más listos que los pájaros. —Quiero un pez con aletas —les dijo mientras cuchareaba la sopa, sin decidirse a probarla. La orden fue recibida con alborozo por sus padres, que pensaron que eso ponía punto final a su silencio. Pero no fue más que un paréntesis, porque Catalina siguió enfurruñada hasta que al día siguiente su padre llegó con una gran gota de 135


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agua entre las manos, y en ella, dando vueltas, un pez de colores. Con aletas. La niña desató la bolsa que le extendió su padre y volcó su contenido en la pecera. Se quedó ahí, mirando al nuevo a ver qué hacía, pero enseguida echó de menos los revoloteos del perico, aunque le consolaba darse cuenta de que el pez era más listo y de momento no se ahogaba. Pero qué aburrido era, todo el rato yendo y viniendo de un lado a otro, moviendo sus aletas —de colores, sí— pero de un lado a otro. Entonces tuvo una idea. Sus padres la oyeron trastear en la cocina, e incluso la vieron pasar corriendo con la jaula del perico y pensaron —con la inocencia de los padres primerizos— que iba camino de tirarla, que ya no había más pájaro muerto y que eso de ser padres no era tan difícil. Esa noche se fueron a la cama con la firme intención de hacerle un hermanito a Catalina. Al día siguiente tuvieron tiempo de lamentarlo. La niña los despertó dando gritos frente a la jaula —vacía a simple vista—, pero que de cerca exhibía un pececillo muerto junto al bebedero del perico ahogado. Catalina estaba indignada. Arremetió contra su padre por haberle llevado un pez tan poco listo. Me ha salido tonto el pez, pero tú más —le dijo entre sollozos— y salió corriendo a camuflarse en el jardín. Fue entonces cuando Catalina aprendió a jugar con cosas que no dieran tanto juego. Se aficionó a las piedras, las ramitas secas, las hojas caídas de los árboles y a las uñas, las suyas, que recortaba metódicamente con los dientes. Esa tarde, mientras sembraba en el jardín el cuerpo colorido y con aletas del pez muerto, el padre

miraba a Catalina de reojo, con miedo, pensando en las explicaciones que inevitablemente tendría que dar cuando a la niña le pasara un poco el disgusto. A la hora de la cena, los dos, muy metidos en su papel de padre y madre intentaron explicarle —como en su momento a ellos sus padres— que en el reino animal había bichos terrestres, acuáticos o aéreos. Y añadieron —con el tono que se da a lo obvio— que no podía esperar de los peces que volaran, ni de los pájaros que nadasen en el agua. Cada uno debe quedarse en el lugar que la naturaleza le ha asignado, Catalina… —dijo el padre—, que si no, ya ves lo que pasa —completó la madre. Catalina, esa noche, se tomó la sopa y no pidió más animales, pero tampoco alivió a los padres con sus revoloteos por la casa. Pasaba las tardes en un rincón del jardín, siempre el mismo, jugando con pedruscos y palitos secos —de los que arden con facilidad— que colocaba en círculo alrededor de ella una y otra vez hasta que la llamaban a cenar. Sin saber muy bien qué hacer, sus padres se limitaban a mirarla desde la ventana. Una de esas tardes, el padre se atrevió por fin a decir lo que los dos pensaban. Esta niña nos ha salido un poco tonta, cariño… —dijo él—, pero menos mal que viene otra en camino —completó ella. Y en ese momento, impulsada tal vez por la sombra de esas palabras que no llegó a escuchar, o por la fuerza de su propia respiración, Catalina se puso de pie en el centro de su círculo de piedras y palitos. Adelantó un pie, inclinó el cuerpo hacia delante y, a brazada limpia, fue abriéndose camino en el aire.

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Quítate la camiseta Inmaculada Juárez Pérez

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INMACULADA JUÁREZ PÉREZ (SANTA CRUZ DE TENERIFE, 1975) Literatura y pintura se dan la mano en la trayectoria de esta joven canaria que se dedica profesionalmente a la pintura. Su trayectoria muestra los resultados de este binomio en el que tienen cabida la narrativa infantil y juvenil mediante la colección de cuentos que escribe e ilustra, y la poesía que acompaña sus trabajos plásticos y que aparecen recogidos en la obra Sonidos de óleo. Inmaculada escribe desde muy joven y tiene en su haber dos premios literarios, además de un impulso participativo que la ha hecho implicarse en proyectos de animación a la lectura y formar parte del Colectivo de Jóvenes Escritores Canarios. En la actualidad, trabaja en el poemario Sentimientos plagiados y ultima los detalles de la publicación de su primera novela Crónicas del albor. «Quítate la camiseta» es un relato marcadamente crítico en el que la imposibilidad de expresar los sentimientos y el miedo al compromiso rompen las relaciones humanas. Escrito con un lenguaje directo impregnado de lirismo, el relato permite tratar el deseo como un personaje más ya que el principal interesado está más preocupado por abordar el sexo sin complicaciones que en ahondar en los sentimientos que una relación interpersonal más compleja podría desatar.

Ella lo miró absolutamente incrédula. —No puedo esperar eternamente —dijo en un hilo de voz. —No te pido que lo hagas. Él evitó sus pupilas igual que las mariposas evitan un fuego, zigzagueando como a punto de posarse, en vuelo rasante sobre un parpadeo a medias y sin embargo fascinado por el brillo de la humedad pulsátil en la comisura de sus ojos, a punto de convertirse en lágrima. Apretó los parpados y huyó de la mirada dilatada por preguntas sin formular a punto de convertirse en las piedras de una lapidación callejera. Metió con fuerza las manos en los bolsillos para encajar la necesidad (abrumadora, sobrecogedora, dolorosa) de abrazarla y encogió los hombros. Le daba igual en realidad. O no. Tampoco estaba dispuesto a planteárselo. Apretó los labios y echó a andar. Ella no. (No puedo esperar eternamente…) No. Ni él tampoco. 141


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«… quítate la camiseta» Madrid a las siete de la tarde, en mitad de un octubre lánguido que ya ha olvidado temperaturas de tinto de verano, es plomizo y decadente, con esa belleza de las cosas cotidianas que te abrigan como zapatillas viejas inservibles. Los caminos se tornan brumosos por culpa del frío, las nubes bajas y esa condensación sutil de humedad, que llegas a extrañar a orillas del mar. Una estampa cetrina de grises y asfaltos, envolviendo sus pasos por aceras estrechas, el cuello hundido entre los hombros esquivando un frío inevitable que no calienta la piel porque se alimenta desde dentro, la estatura de héroe griego de epopeya como un cortavientos callejero, absorto en las banalidades de nada, o en un algo que poco tiene que ver con algo en realidad. Esa verdad a medida que, enguantada en un guión adecuado, queda perfecta. Verdades que no lo son y por intentar ubicarse quedan en manchas incómodas de cómodo vestido.

Quería volver a casa y comer. Tenía hambre y ganas de sexo. SEXO. No amor. Sexo rápido e insustancial, trascendente durante una hora o dos. Gozos de usar y tirar. Sentirse adorador y adorado, deseado, ansiado, exhibido en su desnudez, elogiado en su virilidad, casanova de todas y ninguna, ansiedad por ver un cuerpo desnudo, o dos, o tres. Cuerpos imposibles de mujeres imposibles en un anonimato imposible. Pieles que desear y no disfrutar. Fotogramas para estimular todo lo estimulable. 142

Las llaves no son lo único que oprime el pantalón. Vacía los bolsillos en el recibidor y enciende el ordenador. Mientras escribe la contraseña se quita los zapatos. Mientras escucha el sonido del Windows prepara un sándwich de pavo y escoge dos yogures de la nevera. Ninguno le apetece, pero se comerá los dos y volverá a por dos más después. Imágenes eróticas y erotizantes en la retina. Los dedos entretenidos. Los ojos hipnotizados. El deseo recogido en un sillón frente al ordenador. Calor. Frío. Una sucesión de rutinas que detesta y adora. Y de pronto ese olor intenso que invade sus fosas nasales. Un perfume cálido y sutil que ronronea por la habitación, dulce y seco, a sudor y a piel, a perfume de lejos y a saliva. Olor a horas, a días, a momentos que ya son recuerdos. Parpadea como la bella durmiente al despertar de su letargo y mira la foto que lo mira desde el escritorio. Ese olor… Con delicadeza vuelca el portarretratos y la imagen desaparece.

Al otro lado de la pantalla una desconocida se acaricia el clítoris con dedos húmedos de excitación. Le gustan sus pechos rotundos, la forma redonda y excesiva 143


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de su culo, los labios juveniles, el pelo rubio recogido en una trenza, la camiseta arrugada bajo las axilas. No es guapa, pero le gusta como sonríe. Tiene faltas de ortografía pero casi puede oír sus gemidos. Se esta masturbando para él. Él se empalma para ella. Un intercambio más que justo.

10:38 PM Abre los ojos en una habitación de hotel vacía. Podría abrirlos en su casa, pero es mejor así. La habitación es de color rojo y su cuerpo desnudo tiene ese matiz de falso rubor, en el espejo que forra la pared. Un inmenso arsenal de reflejos, que multiplica su piel en cien yoes que lo miran al unísono. (… no te pido que lo hagas) Contempla esa clonación con curiosidad. Se siente hermoso y lleno de vida. Satisfecho. Disfruta por unos instantes de sentirse recién nacido de una noche que hoy es inolvidable y mañana no. Sonríe con el placer de saberse deseado y esa sensación embarga los sentidos mientras pasea sin prisa por la moqueta y asienta la realidad del hoy sobre la estela orgiástica de ayer. La cama está revuelta aún. Hay cabellos de desconocida en la almohada. Cierra los ojos y saborea el recuerdo de la postura, que se mezcla con la caricia y el gemido y el grito y el espasmo orgásmico…, no la volverá a ver. No le importa.

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De pronto le asalta ella. Desnuda, caliente, imperfecta, rebosante, encajada en su cuerpo, bordados sus ojos de necesidad…, inundados de duda. (… no puedo esperar eternamente) Parpadea y recoge su ropa interior del suelo. Los pantalones arrugados en el baño, la camiseta colgando junto a la televisión, falta un calcetín, tiene hambre. De regreso llueve con ese sirimiri que incomoda en las pestañas. El sabor de un donut que apetecía deambulando por la boca, el olor a toallita de hotel en las muñecas, sin prisa por llegar, convirtiendo el paseo en un deambular calmoso y lleno de pensamientos que mantiene a rajatabla. No hay necesidad de pensar. ¿Para qué? Respira hondo y asume esa sensación plena de llevar las riendas flojas sin que importe demasiado. De ignorarlo todo, salvo la superficie obvia. Enciende un cigarrillo y sonríe sin saber muy bien por qué. Cachitos de felicidad efímera. Piensa en su sonrisa, en su voz, en lo que puede estar haciendo. Piensa en coger el teléfono y llamarla. Piensa en qué decir y no la llama. Se mira en el ascensor y se encuentra mayor, con ese atractivo implícito de los que no necesitan ni sonreír para enamorar. Se gusta, así que suspira y se atusa el pelo con la coquetería de una niña de quince años. Aún le dura la erección. Una presión estimulante contra el vaquero. Pensándolo bien, se gusta mucho. Un narcisismo impregnado de ese olor que no acaba de desaparecer…

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No hay nada interesante en la tele. Nada interesante en el periódico. Le pica el lóbulo de la oreja (alguien está pensando en mí, se dice a sí mismo) y se acaricia como si acariciara las mejillas de su rondadora, quienquiera que sea. Tiene ganas de llamar por teléfono, pero se sienta delante del ordenador. El portarretratos sigue boca abajo. Lo coge con cierta ternura, sonríe al mirar la foto, sopla un polvo inexistente y la coloca en su lugar. Despacio, disfrutando de cada instante. Así está bien. Por alguna extraña razón se siente mejor.

Tiene los labios pintados de un cálido escarlata. El pelo negro y rizado, la mirada huidiza, el escote pronunciado en V de victoria, ostentoso, prometedor, exuberante. Quizá los dedos pequeños y la luz apagada de sus ojos escondida bajo un flequillo apelmazado. Quizá mayor. Quizá más sabia. Quizá deliciosa. Quizá insípida. No lo piensa. Sólo escribe. «… quítate la camiseta»

El ordenador empieza a florecer. Una catarsis asombrosa. Mira por la ventana y observa como llueve, con esa suavidad que Madrid le concede a las primeras lágrimas del otoño. Una cortina de agua que aligera el aire y lo impregna de serenidad. Huele a sábanas calientes. Y a su pelo húmedo al salir de la ducha. Casi puede sentir los labios inquietos picoteando un collar de besos fugaces desbaratados por su cuello, la presión calida de los brazos, blandos, suaves, abarcándolo desde atrás, dejándose caer, enmarcando el abrazo con los pechos prietos contra la espalda. El frescor de la punta de su nariz afilada, el aire tibio de sus carcajadas, el aliento a mandarina caliente de esas preguntas suyas, hiladas sin compás…, la echa de menos. No lo suficiente tal vez. Puede que nunca lo suficiente. Pero ahora… Cierra los ojos y se deja envolver, con la docilidad de una mosca en una tela de araña. Al abrirlos, una mujer le saluda desde ninguna parte. No la conoce. 146

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¿Cómo no iba a acordarme de que había matado a un hombre? Juan Rulfo

I ABELARDO LEAL HERNÁNDEZ (BUCARAMANGA, COLOMBIA, 1982) Abelardo es abogado, poeta, cuentista y ensayista. Su trayectoria literaria está jalonada de premios de poesía y relato, ha publicado en revistas, periódicos y antologías de Colombia, México, Argentina y España y cuenta en su haber con el libro Poemas confidentes y otros versos publicado por la Universidad Nacional de Colombia. Ha participado en encuentros literarios que incluyen lugares tan lejanos como Japón, para acabar ratificando que su vocación literaria es incontestable y bien merece el esfuerzo de cursar la maestría en Escrituras Creativas en la que anda embarcado. Abelardo nos cuenta que «su poesía está influenciada por los poetas clásicos franceses —Baudelaire, Rimbaud, Verlaine—, por el italiano Cesare Pavese y por grandes bardos latinoamericanos como Octavio Paz y Enrique Molina. Como narrador, aprecia la obra de Miguel de Cervantes, Edgar Allan Poe, Albert Camus y Julio Cortázar». Todavía cree en las musas ya que «el conocimiento necesita el numen de sus voces», pero no afloja el paso y escribe con la misma pasión con la que traduce los poemas de Ezra Pound y Robert Frost. «Voces sobre un criminal» es un relato social profundamente triste en el que los personajes deambulan perdidos por un mundo hostil sin atisbo de esperanza. Un tema recurrente en la literatura urbana donde el destino tiene un peso agobiante que ejerce sin piedad la ley del talión.

Continúa abandonado a sus locos pensamientos, liberando vagos murmullos que difunde el último viento de la noche… «Te irás, te irás», pronuncia entre los temblores que recorren su cuerpo. Está así por lo que ha hecho, por el pasado que revienta en fríos recuerdos a través de su mente. Le preocupan las próximas horas. Anoche la policía fue a golpear a la vieja puerta de pino que resguarda la casa de su hermana. Los grillos cantaban en la noche que crecía entre los matorrales del antejardín. —¿Dónde está Carlos Rojas? —le preguntaron. —No lo sé, no lo sé —respondió ella, despreocupada y valerosa. Le dieron un ultimátum. La intimidaron con gritos y fuertes palabras. Y ella contó todo, en un repentino fluir de voces ahogadas. Hasta ahí le habían narrado, hasta ahí se extendía la muchedumbre afanosa de su espanto. Pero la idea de escapar a Bogotá había sido suya…

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2 En la luz tibia y dudosa que desde la luna parpadeante le llega en lluvias suaves y melancólicas, ve la cara pálida, seca, adormecida, de aquel muchacho de veinte años que ha dejado atrás, en la ultratumba, con un solo disparo en la nuca. Sus ojos negros y profundos lo sorprenden desde la oscuridad espesa que el autobús parte tímidamente con su luz de luciérnaga extenuada. Y su sangre le cae por detrás, mezclada con el hambriento fuego que desde la lejanía del paisaje dobla pastizales y arbustos, hasta encender un horizonte rojo, doliente, fugitivo… Alguien se le acerca, interrumpiendo su sueño —que hace poco ha logrado— con la agitación de un fusil apenas más claro que la noche que afuera arde… Duerme, duerme, duerme… Es sólo una requisa rutinaria, obligada por la posible infiltración de subversivos… Cuando el vibrar de la puertilla de entrada le anuncia que el soldado ya ha partido, la calma vuelve, refregándose en su cuerpo como un sedante. Sólo el agudo canto de las cigarras penetra por las ventanillas.

entre el acertijo de personas, maletas y restaurantes que articulan el terminal. Camina sopesando todo recelosamente. Ni pensar en un tinto, ni en un cigarrillo, ni en un aguardiente capaz de eclipsar parcialmente el frío. La poca plata que resuena en sus bolsillos está «contada». Luego de unos minutos se interna en la inmensidad de las calles bogotanas, rematadas en un fragor enigmático. Es un poeta más, es un bardo que muy tarde se enteró de la iliquidez de la poesía. Es un vate arrepentido que tiene que robar, espoleado por la embestida de un hambre irremediable. —¡Remarica! ¿Quiere morirse hoy? —le grita un taxista que estuvo a punto de arrollarlo, despidiendo con su auto un humo acre. Respira tranquilo. Se para en una esquina cercana y toma un taxi pirata que lo llevará a la Calle del cartucho, donde dizque vive su tía Nelcy.

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El autobús se detiene en el tumultuoso terminal capitalino, henchido de intensos bullicios que taladran su mente confundida. Afuera lo espera la ciudad con sus telarañas irrompibles, con sus ritmos nocturnos, con su vastedad de procreaciones… Camina sigilosamente por

Va medio sonámbulo por inmediaciones de la Calle del cartucho, sin prever la vida que transcurre en ella, oyendo indiferentemente la música vallenata que embaraza el aire con su pólvora de llanto, ignorando las voces de mendigos, prostitutas y expendedores de drogas que lo cercan. La sombra que maquilla los espacios es cómplice del frío desbordado y del peligro que acecha como lobo insomne. Musita un verso de Elytis (…), mientras mira de soslayo a una rubia de senos prominentes que pasa por su lado y luego se pierde en la impenetrabilidad

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de las sombras, no sin antes coquetearle con los ojos y decirle con gruesa voz que apaga su entusiasmo: «oye papi, estás muy lindo…». Recuerda un poema de Silva: «Solo y mudo / por la senda caminaba…». Y le cambia unos versos: «y se oían los pasos de los gays bajo la luna / y los efectos de la marihuana…». Observa las acequias que empiezan a surtirse de una lluvia menuda que florece de repente, creciendo poco a poco. Y repite con su voz enclenque aquel poema que les escribió en Bucaramanga, cuando estudiaba en el Colegio de Santander: «La noche disoluta hinchando las acequias. La noche recargada de aguas huidizas. La noche incinerada de hiedras y montículos: ¡Viejo lamento agónico, me traes la saliva [de otros tiempos! El sueño inesperado alista su anestesia, baja por las uñas de los terruños olvidados, acaricia las calles amargamente eclipsadas, el melancólico murmullo de la lluvia, los geranios… ¿Por qué hasta ahora recuerdo lo que mis pasos dejaron sepultado en el silvestre tiempo? Una plúmbea sonrisa limando el rostro de Nancy, una mañana escolar asfixiada del bullicio cotidiano, un orvallo de caricias vegetales colgando de las ramas [de los cedros. Y esta perseverante agua amazónica que ahora [me reinventa todo, 154

rescatando con su lengua volátil y anecdótica [los círculos pasados». «No quise hacerlo, no quise hacerlo», murmura, mientras se da cuenta de que tiene un cuchillo en la espalda. —No tengo nada, pierden su tiempo —les dice a los dos galopines que estuvieron a punto de acuchillarlo, pero que no lo hicieron porque reconocieron en aquel rostro moreno y sudoroso a un colega suyo. Escupe un gargajo viscoso, y sigue caminando bajo las bóvedas nocturnas, mirando todo con recelo, buscando ciegamente esa casa de puerta caoba donde dizque vive su tía Nelcy. Quizá en Bogotá el hacinamiento impida que lo encuentren. No importa. Él ya está atrapado en sí mismo…, que lo encontrarán, que no lo encontrarán… La angustia es su memoria. «No volverás, no volverás», dice, y esta vez se traga sus palabras: en la ciudad no están soplando vientos nocturnos, pero en cambio una lluvia persistente y pegajosa va avivando pozos de agua embarrada, rescatando la apariencia de esa noche fría y pluviosa en que mató a aquel muchacho de piel amarilla por no tener ni una moneda en el bolsillo.

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Avatar con huevos fritos Emilio Losada Pellejero

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A Paula EMILIO LOSADA PELLEJERO (BARCELONA, 1972) Emilio no le pone puertas al campo y mucho menos al arte. Sus gustos literarios abarcan un amplio horizonte y no se deja encorsetar por las recetas intelectuales que determinan qué música, qué pintura o qué literatura debemos catalogar como «arte». Dueño de una buena sombra innegable, el autor resume su trayectoria: «He publicado varios relatos y poesía en libros y revistas, he ganado, he sido finalista y “accesorio” en una decena de concursos literarios, intento colocar mi primera novela mientras escribo la segunda y toco la guitarra, canto mis rupturas y compongo en Termostato, mi grupo de rock y, hasta que el arte me ponga en nómina, pago el alquiler y mis incursiones en los abrevaderos subtitulando para los sordos películas y programas para Televisión Española (snif). Lo demás, será épica». El relato que presentamos a continuación, «Avatar con huevos fritos», recoge con inmensa ternura la historia de un matrimonio de ancianos ajenos a los sinsabores con los que el tiempo marca el amor. Pasión, celos y la sospecha de un engaño a partir de algo tan cotidiano como un huevo frito. El autor narra la historia con sentido del humor y un buen ritmo que nos va llevando hasta el desenlace transformados en cómplices de esta entrañable pareja.

El jardín, los huevos fritos, Hortensita y yo tenemos una cita ineludible por las mañanas llueva, truene, hiele, haga un calor de espanto o nos coman los mosquitos, y todo iba la mar de bien hasta que hoy Hortensita va y me pregunta que qué pasa que sólo como un huevo. Yo enarco las cejas y le recuerdo que hace como veinte años que el médico me prohibió zamparme dos huevos al día por aquello del dichoso colesterol, recontra. A Hortensita, de repente, se le pasma el semblante, mira hacia el cielo y apaña el mutis: —¡Y vaya cómo refresca esta mañana! Ya está aquí el frío. Se acabó lo bueno. En nada habremos de plegar el toldo y todo. Y se me queda tan pancha. A mí me empieza a entrar un cosquilleo en el estómago, pero doy cuenta de mi sentido práctico y decido posponerlo para cuando acabe con el huevo, que nada ni nadie me ha de estropear el mejor momento del día, ¡qué diantre! Así pues, mojo el cantero del pan en lo que queda de yema, demoro la degustación de esa delicia todo lo que me permiten mis glándulas salivares e inmediatamente después ataco con el tenedor la clara muy hecha, 159


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crujiente por los bordes, como Hortensita sabe que a mí me gusta. Terminamos a la par, como casi siempre; ella rellena las tazas de café y a mí me viene de nuevo a la cabeza lo de la dichosa preguntita y ahora sí que se me revuelve el buche. ¿Por qué narices, después de casi sesenta años de matrimonio y de los ineludibles desayunos en el jardín, Hortensita me suelta lo de los huevos cuando sabe perfectamente que, por mal que me pese, yo, como ella misma, sólo como uno? Pero… ¡un momento! ¿Ineludibles desayunos? ¿Y lo de Lourditas? ¿Cómo he podido olvidar la indisposición que anteayer sufrió mi hermana? Se trató sólo de un susto, en la residencia una enfermera confundió una gripe común tan propia de estas fechas con una neumonía. Y es que a la edad de Lourditas (un par largo de años más que yo gasta la pobre) hay que andarse con cuidado con determinados síntomas, y a eso de las seis de la mañana que me llamaron, pues tengo dicho que me den cuenta de cualquier indisposición que pudiera surgirle, ya que yo quiero mucho a mi hermana, que para eso es, con mi mujer, lo único que me queda en el mundo. En fin, nada más enterarme de la contrariedad llamé a Radio-taxi y en la ciudad me planté en poco más de media hora para pasar la mañana entera con ella intentando subirle la moral, pues al poco de yo llegar vino el médico y me confirmó la falsa alarma. Sobre las dos de la tarde ya parecía más tranquila, por lo que no perdí un momento en volver junto a Hortensita, pues esos sitios a mí me atosigan sobremanera, que aunque yo sea viejo no me gusta nada el olor a viejo, vaya. No sé cómo Lourditas prefiere estar ahí y no con nosotros. Yo pienso que, como en casa, en ningún sitio; pero ella es muy

aprensiva y le gusta tener cerca a los médicos. Es su opción y hay que respetarla. El caso es que es cierto, la de anteayer fue la primera mañana que falté a mi cita matutina con Hortensita y mi huevo, y ella hubo de desayunar sola. ¿Sola? En fin, ya no estoy tan seguro. Quizá esa mañana pudo desayunar mi Hortensita con alguien que, efectivamente, comiera los huevos fritos a pares. Esta posibilidad acaba con el cosquilleo en detrimento de un enorme vacío estomacal, y eso que aún no me ha dado tiempo a hacer la digestión de mi único huevo. Acabamos el café, Hortensita coloca los cacharros en una bandeja y se retira a la cocina. Cuando me quedo solo me reconcomo la sesera pensando que ya sería mala pata, ya, que para una vez que me surge un imprevisto vaya la Hortensita y pele la pava, o algo más, con algún espabilado. Siempre, incluso cuando trabajaba, desayuné con Hortensita en el jardín. Y desde que llevo jubilado, hace ya más de dos décadas, prácticamente no me separo de ella. Claro, quizá está harta de mí, todo el santo día pegado a sus faldas. Puede que sea eso. Y es que mi Hortensita sigue estando de muy buen ver, que aún tiene buena planta y unos ojazos azul claro que quitan el hipo y…, no sé, quizá alguno que pasaba por la verja, alguno de esos viejos tunantes que se pasean en chándal, periódico bajo el brazo, por la urbanización, pues…, vaya, que se aprovechase de la inocencia de mi Hortensita y se la llevase al huerto, que ya he visto a más de uno dedicarle una sonrisilla al cruzar la calle y encima va mi Hortensita y se lo toma a chanza diciéndome cosas del estilo de pues mira, si tú te vas antes, a mí pretendientes no me

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habrían de faltar, ja, ja, ja, y tal. ¿Lo diría en serio? ¡Con un par de bofetones a palma abierta les iba a quitar las tonterías a esos viejos verdes de mierda! Dios… Hará frío, pero estoy empezando a sudar por las sienes, me tiemblan las manos y mis jugos gástricos ronronean como un gato adulto. Entonces se me ocurre una idea magnífica. ¡La basura, claro, la basura!, me sorprendo diciendo en voz alta. Corro a la cocina. Hortensita está de espaldas, fregando los cacharros. Abro la tapa del cubo y veo que la bolsa está casi llena. Perfecto. Tirar la basura es la única tarea doméstica en la que colaboro. Y es que estoy hecho un patán, lo cual, pensándolo bien, ha podido contribuir a la más que posible infidelidad de mi Hortensita, que las mujeres últimamente miran mucho estas cosas, las muy jodidas. La última vez que tiré la basura fue la víspera de anteayer, lo recuerdo perfectamente. Si hubiera o hubiese traición, ahí dentro está la prueba, eso fijo. Le digo que voy a tirar la basura. Ella se extraña de que lo haga por la mañana, pero le aseguro que ya huele. Cierro la bolsa y me la llevo afuera. Hay bastantes transeúntes. ¡Y casi todos son viejos con periódico! Ahora mi estómago centrifuga y mis sienes parecen las cataratas del Niágara. Me arrodillo frente al contenedor y hago trizas la bolsa. Un viejo asqueroso de estos gira la cabeza hacia mí extrañado, pero le miro fijamente a los ojos y debo exteriorizar tanto desdén que sigue camino apremiando el paso. Y yo, a lo mío: separo los residuos a un lado y las cáscaras a otro. Voy juntando las mitades de estas últimas y se confirma la sospecha. Catorce medias cáscaras, es decir, siete huevos: los dos de hoy, los dos de

ayer… ¡y los tres de anteayer! Alguien desayunó dos huevos con Hortensita. Y si fueron dos huevos fue porque hubo que recuperar fuerzas tras un desgaste, que estos viejos, como yo mismo, suelen tener el colesterol por las nubes y andan con cuidado con estas cosas. Pero un día es un día, claro, y más si ha habido motivo de homenaje. —¡Tiene huevos la cosa! Dejo la basura ahí desparramada y regreso a casa fuera de mí. Irrumpo en la cocina y oigo a Hortensita cepillándose los dientes en el pequeño aseo anexo. Y es que mi Hortensita, otra cosa no, pero limpia y requetelimpia que es ella. Por eso no noté nada anteayer, claro. Mis actos son instintivos, primarios: cojo una sartén, la pongo al fuego y le echo un buen chorro de aceite de oliva. Paso unos segundos con la vista fija en la cesta de mimbre en forma de gallina atestada de huevos dispuesta junto a los fogones. ¡Mierda de huevos!, me digo, y cuando el aceite empieza a humear escucho las gárgaras de Hortensita. En ese momento sopeso el mango de la sartén con las dos manos. Se me saltan las lágrimas y tiemblo un poco al principio cuando noto la presencia de Hortensita a mis espaldas, pero trago saliva varias veces y logro mantener el pulso firme. —Hombre, ya estás aquí. ¿Y cómo has visto a Lourditas? —me suelta. Vuelvo a dejar la sartén en el fuego y me doy la vuelta. Me quedo unos segundos obnubilado en los preciosos ojos de mi Hortensita y me entran unas ganas inmensas de llorar y de abarcarla con los brazos; pero no lo hago, pues siempre he reprimido la exteriorización de mis emociones. Quizá sea mejor así, ya que mucho me

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Un océano en la memoria Manuel Pérez Martín

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temo va a hacer falta mucha flema y resignación de ahora en adelante. —¿Calientas aceite? —me pregunta fijando su mirada en la sartén. —Sí, cariño. Voy a freír el huevo que me faltaba. Ella sonríe, yo me doy la vuelta, cojo un huevo de la cesta, lo casco y lo echo a la sartén con cuidado de que no se me rompa la yema, pues yo jamás como un huevo con la yema rasgada, que cuando le pasa a Hortensita ella sabe que lo tiene que descartar inmediatamente y hacerme otro, pues menudo soy yo para estas cosas. Entonces un escalofrío me recorre la espina dorsal. Giro la cabeza bruscamente y miro a mi mujer. Ella me sonríe, yo le devuelvo la sonrisa y sigo a lo mío. El huevo empieza a chisporrotear. Parece que el aceite estaba en su punto, pues se hace prácticamente solo. La yema intacta, la clara churruscada por los bordes. Todo correcto. Miro de nuevo a Hortensita, que no deja de sonreír. No parece extrañada. Quizá también haya olvidado que yo jamás he frito un huevo.

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A Sandra MANUEL PÉREZ MARTÍN (MADRID, 1971) Este actor y profesor de teatro llegó a Alcobendas hace tres años, integrándose en los talleres de escritura creativa, el grupo de teatro Druida, la asociación Vértigo y como profesor de teatro en la escuela que dirige la Federación de Artes Escénicas de Alcobendas. Se define como lector empedernido, actividad que practica desde antes de saber leer. «En las reuniones familiares fingía que leía para no aburrirme con las conversaciones de los mayores. Supongo que allí ya me estaba inventando historias.» Dio el salto a la escritura tras su paso por el taller literario y parece que no le va mal ya que en muy poco tiempo los premios llegaron a su vida. Ante la pregunta de qué influencias literarias le han marcado, Manuel responde con ironía: «Cuando me preguntan a qué escritor me gustaría parecerme siempre digo que a Cortázar, no por su magistral prosa, que es inalcanzable, sino porque he oído que era un señor muy alto». «Un océano en la memoria», el relato que presentó a nuestro concurso, entra de lleno en uno de los temas actuales más candentes: la inmigración. El autor narra la particular odisea de un grupo de personas que inician el viaje a la tierra prometida enfrentándose a obstáculos aparentemente insalvables.

Es bonito viajar, sin duda debe de serlo. Al menos eso pensaba yo cuando comencé aquel viaje. Pese a no llevar equipaje, tan sólo la ruina heredada de mi país en los bolsillos y la miseria de mi pueblo en las manos, y encontrarme mar adentro tras días interminables surcando caminos invisibles de agua, era tal la ilusión que tenía en aquel trayecto que me parecía la mejor de las experiencias; no por los medios, una minúscula y vieja barca con más de treinta personas conmigo, sino por el fin que me esperaba. Ahora ya no viajo, llegué aquí, al destino deseado y no me he vuelto a mover, en realidad porque no recuerdo exactamente adónde quería ir, y si soy sincero tampoco recuerdo de dónde vengo. No quiero darle importancia. Aquí he de comenzar de nuevo y quiero pensar que este olvido es el precio que debo pagar. Aquella noche, recuerdo —es lo único que ha quedado en mi memoria— que tenía mucho frío y si no hubiera sido por esta sensación me hubiera dormido enseguida, pero la helada noche se encargaba de morderme para mantenerme despierto como si quisiera que fuera testigo de algo, o eso pensaba, porque nada en particular estaba ocurriendo en aquel monótono e incómodo viaje. 167


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En realidad lo que necesitaba era pensar en algo que no fuese comida o agua, en cualquier cosa que no fuera el calor de unos zapatos secos. Hubiera dado cualquier cosa por unos zapatos secos. Y no sé qué hubiera sido capaz de dar o hacer por algo caliente de comer. Así que decidí ponerme a imaginar algo excepcional que fuera digno de contar como una fabulosa aventura al final del viaje. Aunque fuese mentira. Pero ya se sabe, a veces las mentiras… Cerré los ojos y, ya fuera por el frío, por el hambre o por el dolor que también devoraba mis huesos, tantos días encogido sin moverse es lo que provocan; como digo, ya fuera por esto o porque el sonido de las olas sacudiendo la barca me lo inspiraba, imaginé que en la profundidad de aquel mar desconocido habitaba un animal fantástico. Mirando el océano soñaba el lomo plateado de un ser magnífico que tomaba la forma de las olas, escoltando la barca, protegiéndola, meciéndola en una sucesión infinita de caricias, como si acunara a los que, en su interior, estábamos adormilados. Llegué incluso a sonreír al ver a aquel ser enorme, extraño y hermoso, tomando vida en mi interior, moviéndose sinuosamente en el agua, haciendo brillar sus escamas. Conforme iba haciéndose dueño de mi imaginación el oleaje era cada vez más intenso y el animal iba perdiendo su brillo lunar para presentarse con una piel áspera y oscura hasta que, en lo más violento de la noche, pasó a ser un monstruo de mirada voraz, cruel y siniestro que golpeaba con su cola aquella embarcación que ya hacía agua para volcarla y tragarse a todos los que cayeran al agua. Sé que no era un buen pensamiento, que podía haber imaginado barcos llenos de luz que no tuvieran miedo al

mar y que lo atravesaran sólidos y seguros para agasajarnos con comida y trabajo, que en realidad era lo que buscábamos. Como no quería seguir creando pesadillas me puse a observar a mis compañeros. No recuerdo a todos, aquí mi olvido ha afectado también a la imagen que intento retener de ellos, pero sí a aquella mujer que con un niño pequeño en brazos, con las manos cruzadas rodeándole y con los labios temblorosos por el frío, parecía más bien rezar una plegaria muda, sin sentido por el movimiento de su boca pero con algún significado oculto por la expresión de sus ojos. ¿Estará pensando en el monstruo?, me dije, y la bestia volvió a aparecer en mi cabeza. Sé que en aquel momento, para eliminar otra vez al animal que insistía en presentarse, rememoré mis días pasados, allí donde nací a tantos miles de kilómetros, mi familia, mis amigos y tantas otras cosas que hoy me es imposible recordar. Porque toda mi vida hasta aquella noche es como una visión que se ahoga, se distorsiona y se pierde en el océano denso y gris que es ahora mi memoria, hasta finalmente desaparecer y dejar paso, una vez más, a los recuerdos nítidos de aquel viaje, en aquella hora. ¿Acaso era eso lo que hizo el monstruo, robarme mi pasado? Siento, eso sí, aunque muy vagamente, lo que me trajo aquel recuerdo: el calor de un abrazo, la suavidad de un beso, la impunidad de los primeros juegos, la tristeza de una despedida y, sobre todo, unas ganas infinitas de llorar. Pero no tenía lágrimas. Miré a la mujer del niño y me pareció que también lloraba sin lágrimas en los ojos. ¿Es que el monstruo también se las había llevado?

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Por un momento me quedé dormido, el dolor y el frío me habían dado tregua, pero un fuerte golpe que hizo zozobrar la barca me despertó. Por supuesto pensé en el animal que no quería que me durmiera movido por algún odio oculto hacia mí que no comprendía. Y fue ese odio el que me hizo sentir miedo por primera vez en el viaje. Por qué me odiaba aquel ser. Que yo recuerde sólo buscaba una vida mejor, no me adentraba en el mar para robarle nada, ni quitarle espacio, ni alimento. Simplemente estaba de paso. Estábamos allí, perdidos en mitad de aquel desierto de agua a la merced de un animal rencoroso, fiero y primitivo que disfrutaba asustándonos y no dejándonos dormir. Todos los días me acuerdo de él. Todos los días recuerdo, maldito único recuerdo de mi vida, el momento en el que de otra tremenda sacudida hizo temblar tanto la barca que uno de nosotros cayó al agua. En la oscuridad de la noche, una noche negra sin estrellas, noche de olas y monstruos, de pesadillas y dolor, me era muy difícil ver quién había caído. Tan sólo un bulto silencioso absorbido por la nada. Di voces, tantas que no oía las más importantes, no las del precipitado al abismo sino las de la mujer que, gritando, pedía socorro por el niño que con aquel terrible golpe le había sido arrebatado de los brazos. Reconozco que me puse nervioso, tanto que no dejé de agitarme en la barca zarandeando a los demás para que hicieran algo. Entonces no comprendí que a ellos también les dolían los huesos y que el frío les paralizaba. Tan vehemente fue mi reacción que provocó que todos se tambalearan torpes e inestables en la barca. Un angustioso caos reinó entonces, mis gritos de auxilio se unieron a

los de desesperación de la mujer, los alaridos de los demás al verse en peligro sin saber muy bien qué había ocurrido se confundieron con los bramidos de la bestia que nos esperaba en el fondo del mar con las fauces abiertas, agitando las olas con tal virulencia que se levantaban varios metros por encima de nosotros. Lo siguiente que recuerdo es como un sueño, quizá lo fue, o quizá mi imaginación quiere que lo fuera. Yo no sabía nadar pero allí estaba sumergido en el agua, agitado por la corriente de un lado para otro, dando vueltas sobre mí mismo como si bailara, con el cuerpo libre y sin dolor, sin malos pensamientos que interrumpieran aquel momento de felicidad inesperada tras una tragedia. Y vi a la mujer y al niño y a todos los demás que sonreían porque parecía que volábamos debajo del agua y también le vi al él, al monstruo, que nos acompañaba en esta danza alocada. Le vi cara a cara y al mirarle a los ojos no me pareció tan fiero, me dio la sensación de que en realidad no era odio lo que sentía por nosotros sino curiosidad, pensé que quería jugar con nosotros, hacernos bajar a sus dominios para nadar con él. Ya no me daba miedo. De animal fiero y atroz pasó a ser ingenuo y travieso. Cuántos prejuicios tenemos los hombres para con aquellos que son diferentes. El último recuerdo es ya en la costa. Allí estaba tumbado al sol, pues ya era de día, dejando secar mis ropas. Estaba exhausto, no podía moverme y era tal el anhelo que tenía de tierra firme que ésta me correspondía atrapándome en su arena como si no quisiera que me volviera a levantar jamás. Fue entonces cuando esta enfermedad del olvido empezó a presentarse, no recordaba

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nada que hubiera sucedido antes de aquella noche. Convencido de que la amnesia era fruto de haber tragado demasiada agua o de haber estado mucho tiempo al sol me limité a descansar, a dejar mi mente en blanco —nunca me había sido tan fácil— y sentir la arena de aquella playa abrazándome, tan querida, tan blanda, tan distinta de las duras y húmedas tablas de la barca que había desaparecido en el fondo del océano. Al cabo de un momento apareció gente en la playa. Cuando les oí me di cuenta de que antes no había estado solo —tal era el egoísmo de mi bienestar—, que desperdigados por la playa, como yo, estaban algunos de mis compañeros de viaje descansando, embriagándose de luz y calor. No recuerdo muy bien quiénes estábamos pero a quien sí tengo presente como a la primera persona que vi es la a mujer del niño, recostada sobre un lado con los ojos abiertos mirándome, como preguntándome algo que no llegaba a comprender. Las voces que había oído ahora estaban muy cerca y dejé de prestar atención a la mujer para interesarme por las personas que hablaban junto a mí. Unos hombres con uniforme verde y hojas en la mano iban acercándose a cada uno de nosotros observándonos y apuntando algo en dichos papeles. Debe de ser el procedimiento habitual pues cuando llegaron a mí me registraron, no encontraron nada y apuntaron algo; me miraron, no dijeron nada y siguieron escribiendo; dejaron de mirarme, siguieron hablando y no volvieron a escribir. Yo quise hablarles, pero una extraña sensación de tener la boca llena de sal hacía que las palabras se secaran en mi garganta. No entendía lo que decían, me habían dicho que aquí todo el mundo hablaba francés pero

no era verdad. Aquel idioma desconocido se convirtió en una retahíla monótona que me recordaba las oraciones silenciosas de la mujer del niño la noche anterior. Quizá era eso lo que expresaban sus ojos allí en la arena, quizá rezaba dando gracias por haber terminado tan agotador viaje. Pero al volver a mirarla por fin comprendí. La mujer me preguntaba con los ojos muy abiertos por el niño que no estaba junto a ella. Miré a mi alrededor y no lo vi, quise decirle a los hombres de uniforme que un niño muy pequeño se había perdido, que tenía que estar en algún lugar de la playa. Entonces volvió a mí el animal fantástico corrompiendo la realidad, haciéndome ver cómo aquella noche se llevaba al niño lejos de la barca, de la salvación y de su madre. Finalmente el animal resultó ser lo que era, un monstruo, no sólo despiadado y sanguinario, sino mentiroso y retorcido por habernos hecho creer en su bondad. No tuve valor para intentar explicar a los desconocidos lo ocurrido la noche pasada, ni tampoco para volver a mirar a la mujer. Aquellos hombres volvieron a escribir en sus papeles, pero qué apuntaban si yo no les había contado nada, ni de dónde venía, ni quién era…, fue en ese instante cuando me di cuenta de que no me acordaba de mi nombre. La sensación de frío y vacío que había tenido la noche anterior se repitió y una melancolía infinita llenó de telarañas mi alma. No sólo no recordaba mi vida sino que no me recordaba a mí mismo. Ahora me paso los días deambulando de un lado para otro, buscando mi pasado y mi nombre, huyendo del monstruo que no sólo insiste en presentarse en mi cabeza, sino en seguirme incluso aquí, tierra adentro,

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Se niega a todo Rafael Ruiz Pleguezuelos

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porque hay noches que lo sigo sintiendo. Aunque quizá sea otro, quizá en este lugar hay otra clase de seres, que como su hermano acuático, disfrutan robando el sueño de los hombres. No sé si seré el único que lo oye. Me he encontrado con algunos compañeros de viaje pero no he podido preguntarles pues parece que fuera invisible para ellos. Deben de haber sufrido esta extraña enfermedad que todo lo borra y pienso que también se han olvidado de ver, pues pasan a mi lado y ni siquiera me miran. A quien sí he vuelto a ver es a la mujer del niño, pero evito encontrarme con ella porque ella sí me mira y aunque no me dice nada, con sus ojos sigue interrogándome por su hijo y yo no me atrevo a decirle que sí sé dónde está; que no fue el monstruo, que al final los hombres de uniforme lo encontraron, se lo llevaron y como al resto de nosotros se encargaron de ponerle un nombre nuevo, curiosa costumbre de estas tierras, y ahora el niño descansa en una extraña cavidad alargada junto a la mía en cuya tapa de cemento cuando aún estaba fresco alguien escribió: Inmigrante nº 8.

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RAFAEL RUIZ PLEGUEZUELOS (GRANADA, 1974) Licenciado en Filología Inglesa e Hispánica por la Universidad de Granada, Rafael trabaja en la actualidad como profesor de Secundaria y Bachiller y ejerce como columnista y crítico literario para publicaciones periódicas como Diario Granada, Rock Estatal, Vórtice o El Parnaso y editoriales como Facts on File o Manly / Bruccoli. La palabra es su profesión y su vocación, además de una actividad irrenunciable que le ha reportado sorpresas gratas como el haber sido seleccionado como finalista del premio Ron y Miel (Guadix, 2006) en la modalidad de relato corto. «Se niega a todo» es un relato que se sumerge en el mundo educativo actual sin atisbo de piedad. Profundamente crítico, el relato plantea los agujeros por los que se van las buenas intenciones a la hora de educar en el sentido pleno de la palabra. Narrado con un tono de desidia que impregna a los distintos personajes, el lector entra en un mundo dirigido por la inercia en el que, para empezar, se cuestionan las vocaciones y la intención real de hacer algo más allá de lo mínimo.

No hay mucha diferencia entre visitar unos y otros centros, o al menos eso es lo que pensaba Salvador Domínguez Salas, el que era a la sazón orientador escolar del sector sureste. Existen casi sesenta páginas de letra apretada y líneas en estrecha convivencia que solamente intentan definir las competencias, deberes y obligaciones del puesto de orientador de Centros. Constituye este, en el seno de la educación nacional, un cuerpo de creación relativamente reciente y por ello había brindado, algunos años atrás, una oferta de vacantes ligeramente superior a la habitual. Hacía tres años ya, para ser exactos, que Salvador Domínguez opositó para el puesto. En su preparación había tenido que engullir cucharadas enteras de disposiciones escolares, de normativas vigentes directa o indirectamente relacionadas con el tema pero incluidas en el programa de preparación del puesto; había devorado cuantas nacientes leyes contemplaban los usos de la recién estrenada política educativa de animación al aprendizaje, cargadas con páginas enteras que anunciaban planes inmediatos que pretendían combatir la llamada atención a la diversidad del alumno, 177


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repletas la mayoría de ellas de una terminología tan farragosa y cursi como la llamada de asesoramiento curricular y, lo más importante de todo, había conseguido retener ese sancocho de leyes, disposiciones y normas, el tiempo suficiente para expulsar su contenido sin que unos términos tropiecen con otros, y volcarlo de una manera aparentemente lógica en los tres ejercicios escritos que conducen a la obtención del puesto. Lo consiguió en el primer intento, algo que no deja de tener su mérito, ya que, como reconoció el propio Salvador en su momento, cuando decidió comenzar tal empresa se encontraba bastante enflaquecido como estudiante. Desde que consiguió su primera oposición, gracias a la cual había ingresado en el cuerpo de profesores del Estado, no había cogido un libro ni para cambiarlo de sitio, la verdad, así que su condición general como estudiante se debía asemejar bastante al de una máquina que queda detenida en un camino y permanece en él hasta que la hierba de la orilla decide tragársela. Su entendimiento, lánguido por el marasmo a que Salvador lo había sometido desde que aprobó plaza, volvió a brillar una vez que la oferta de orientador de Centros se puso, por fortuna, delante de él. ¡Opositó por segunda vez porque en sus apenas cuatro años de docencia había descubierto —o diríamos que había comprobado— que eso de aguantar treinta y cinco niños, con sus incómodas preguntas, sus salidas de tono, sus precipitadas idas y venidas, sus provocaciones y desplantes, no estaba hecho para él. Tan solo un pequeño esfuerzo, una exhibición más de la capacidad memorística que se reconocía —acompañada, eso sí, de algo de

suerte—, y borraría para siempre el polvo blanco de la tiza de sus manos y las voces de los niños que se agitan nerviosos en sus bancas porque él, frente a ellos, simplemente no sabe qué decir. Pedir a Salvador Domínguez que, a casi tres años de la consecución de su plaza, intente recordar aquella madeja de normas, de menciones de decretos y leyes que afectan directa o indirectamente a su trabajo diario, con su intrincado verbo, con sus retruécanos expositivos, su sintaxis críptica y su disposición laberíntica, es sin duda pedir demasiado. Diremos mejor que en el momento presente Salvador había sustituido aquellos folios apergaminados tras su intenso estudio, el de los meses anteriores al examen selectivo, por un chascarrillo que a menudo declara de forma jocosa y despreocupada, casi diríamos descarada, una sola frase que difunde con sumo placer y preferentemente entre sus antiguos colegas de centro: —He soltado la tiza. Los problemas con los que un orientador escolar se encuentra suelen ser siempre los mismos, lo que facilita mucho la tarea diaria. Los informes de los tutores o del director, sin embargo, y esto representa la única vertiente mala de este más que envidiable puesto, suelen ser escuetos y precipitados, casi siempre poco transparentes, de manera que después Salvador tiene que hablar con ellos, con los autores del informe, preguntarles algo del chico y en alguna ocasión hablar con el propio alumno o, en última, muy en última instancia, con sus padres. Al principio el proceso era mucho más lento y laborioso, un verdadero laberinto de averiguaciones, pesquisas y entrevistas, así que ahora que todo eso se ha eliminado, su

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trabajo le lleva cada vez menos tiempo; las consultas que realiza se reducen y reducen de manera que algunas no alcanzan la media hora. Eso le permite hacer el trabajo de la semana en cuatro días y permanecer la jornada del viernes moviendo papeles de un lado a otro o perdido en Internet —diríamos mejor perdiéndose— en su despacho de la calle Reina. Porque ahora Salvador además tiene un despacho, un poco pequeño, eso sí, y compartido con un abogado sindical que le saca de sus casillas, pero tiene un espacio discretamente cómodo y con calefacción, al fin y al cabo. Cada viernes puede salir a eso de la una y entonces carga a la familia en el coche y evitan el atasco de la salida del trabajo. En veinte minutos está fuera de la ciudad. Ahora, cuando lleva a cabo una consulta, comprueba siempre cuál es la profesión de los padres del muchacho antes de entrevistarse con ellos, y entonces se lo piensa dos veces antes de descolgar el teléfono. También ha aprendido a tener en cuenta cuántos alumnos le está permitido desviar hacia los Programas de Garantía. Según avanza el mes, Salvador sabe guardar el cupo, no precipitarse y tener siempre una bolsa de plazas a las que enviar a los más indisciplinados. Se ha hecho consciente igualmente de la importancia del hecho de valorar el grado de responsabilidad —directa o no— que se puede esperar del director de un Centro. Salvador ya conocía, aunque no tan de cerca como ahora, la práctica que lleva a la elección de tal cargo, porque la había vivido ya en algún destino de su breve carrera de docente. Se elige al más joven e inexperto del claustro porque todo el mundo se niega a tomar responsabilidades.

El resto no importa porque luego en la calle Reina nadie se pregunta por qué en la mitad de los Institutos el director del colegio es la persona que menos tiempo lleva en él. Salvador aparcó casi junto a la puerta de entrada del centro, situado en lo que se conoce bajo el eufemismo de «barrio popular». Eran las diez y media. Ya casi la hora del desayuno, y sentía hambre. Le fastidió tener que apagar la radio justo en el momento en que comenzaba El insólito diario de Carlos Laguarda, su programa favorito, porque apagándola se quedaría además sin saber a qué persona declararía culpable el sinvergüenza del presentador. Los jueves es el día del juicio y Salvador Domínguez ya había concebido un culpable en su mente. Ahora daba igual. Nunca lo sabría. Quizá mañana podría consultarlo en Internet, pero no era lo mismo, a alguien se le escaparía en alguna parte antes de que pudiera destaparlo por sí mismo, que era lo verdaderamente emocionante. Salvador pensaba estas cosas cuando cruzó el zaguán de entrada al centro. Había saludado al conserje de manera mecánica, esbozando una sonrisa algo boba, probablemente, y todavía pensando en el juicio de Laguarda. Se había presentado, quizá, con una frase breve. Seguro que condenaba al chico sin trabajo, al pelirrojo… —Un momento. Llamo al director —habría dicho el conserje antes de salir de su garita y desaparecer por uno de los pasillos que atravesaban la entrada. Volvió a sentir hambre. Tras el cristal de una máquina expendedora allí apostada reconoció colores de ciertas chocolatinas y frutos secos que le resultaban familiares. No tenía tiempo, sin embargo. El director no tardaría mucho. Se alejó de la máquina de la tentación y

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se entretuvo paseando su mirada entre los trofeos deportivos exhibidos en la portería. Ya muchos incorporaban elementos de plástico, sobre todo los brazos de las copas, y la mayoría hacen el efecto estupendamente, pero otros… Desvió después su mirada hacia el centro de la sala y descubrió una vitrina en la que parecían guardarse y ser exhibidos los de más valor. La mayoría eran de voleibol y algunos mostraban figuras que adelantaban sus brazos, elaboradas con sumo detalle y pésimo gusto. Contempló su rostro dibujado en el cristal del expositor. Ajustó su corbata y tanteó su chaqueta como queriendo darle forma. El director, efectivamente, acudió pronto al recibidor, en el preciso momento en que Salvador Domínguez leía el texto de una placa en la que se reconocía al centro su labor como «ejemplar baluarte de los programas educativos reformados». Llevaba una copia del informe de petición de consulta enviado a la calle Reina y el papel se agitaba mientras los dos hombres hablaban, como si de una blanca luciérnaga que entre ellos volaba se tratara. Su lectura, por otra parte, poco podía aclarar acerca del asunto a que se refería, ya que en el apartado del formulario correspondiente a la anotación de la descripción del problema presentado por el alumno se hallaba escrito, con letra apretada, simplemente: «Se niega a todo». El resto de los datos presentes en aquel documento repentinamente volador solo tenía, en el mejor de los casos, repercusiones administrativas o estadísticas. Manuel Valera, la persona que se encontraba aquel curso a cargo del centro, un hombre joven, como había imaginado —su primer destino, sin duda, el segundo a lo

sumo— se limitó a relatar a Salvador algunos de los recientes episodios en que el alumno había participado y que sin duda habían pasado a engrosar un ficticio anecdotario del Colegio. En lo que más insistió Manuel Valera en su breve exposición de los hechos era en que el alumno, a esta altura del curso, rozaba la pérdida de la escolaridad porque a partir de las once «desaparecía». Esa era además la razón fundamental por la que, en el fax, le rogaba que la entrevista fuese realizada antes de esa hora. El director repetía y repetía las once como hora límite en la que podía hallarse al adolescente en el centro. Tal detalle no hacía falta ser recordado. En su conversación con el director, Salvador no olvidaba que era casi la hora del desayuno y que si aquello no acababa pronto perdería el rato de charla con los profesores. Entre el claustro que visitaba se encontraban algunos conocidos a los que le gustaría volver a encontrar, pero sobre todo a Matías, el profesor de matemáticas, la persona que más sabe de fútbol en el planeta, o Pepe Gálvez, un apasionado de la política. De la que sea. Por lo general los profesores solían ser amables con él, probablemente por si algún día tenían algún problema serio con un chico, y además desayunar solo es muy aburrido. Faltaban veinte minutos para la salida al recreo y su estómago parecía agitarse bajo su camisa. Lo único que esperaba Salvador era que la entrevista no se alargara demasiado. Al parecer tienen una máquina de café en la sala de profesores. El olor del zumo negro parecía penetrarle cuando emprendió camino hacia el despacho en el que entrevistaría al muchacho.

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Ya se encontraba sentado en la Tutoría 2, tal y como rezaba un letrero de plástico que se encontraba atornillado junto al marco de la puerta. La silla era incómoda, se le clavaba en la espalda. Si hubiera una radio a mano sintonizaría por un momento el programa de Laguarda. Aún no sabía a quién habría condenado esta semana. Él sí que no se cortaba un pelo. Les decía muy clarito por qué les condenaba. Les llamaba hipócritas, viciosos, adictos; los de su equipo descubrían cualquier rendija en su vida y entonces, a partir de ella, Laguarda les minaba y les hacía reventar ante la audiencia. Padres de familia aparentemente respetables y respetados caían llorando a sus pies, mujeres que gemían su dolor y quedaban reducidas a meretrices humilladas. Y ahora, por suerte, el programa también se podía seguir a través de la radio. No era lo mismo, claro, pero la gente que trabaja no puede ir por ahí con un aparato de televisión. Había dejado la puerta abierta. Siempre lo hacía, era el primer consejo que le habían dado, no fuera que después a alguno de éstos le diera por decir que él le había tocado un pelo. Y con las muchachas todavía peor. Dejar la puerta abierta, o pasear a un lado y otro por el pasillo, era la práctica común, y la más sensata, sin duda, a pesar de que, si nos paramos a pensar, el joven se sentirá mucho más cohibido y encontrará una dificultad inmensamente mayor para abrir sus sentimientos. Claro que eso no suele ocurrir, así que no conviene preocuparse demasiado. Tal y como se encontraba sentado, y con la puerta abierta, podía ver al muchacho y al director hablando al fondo del pasillo. El director pareció pedirle que se quitara el pendiente para hablar con él. El alumno accedió

y lo guardó en el bolsillo de su pantalón. Salvador observaba la escena sentado en la mesa de despacho, un lugar que parecía utilizarse también como enfermería, ya que un fuerte olor a alcohol impregnaba la estancia. Seguían hablando de pie, al fondo del pasillo, aunque el que hablaba todo el tiempo era el director, con grandes aspavientos, muy cerca de la cara del muchacho, mientras que éste solamente se encogía de hombros y miraba hacia un lado, un poco como la precipitada cadena de consejos que los entrenadores de boxeo dan a sus campeones entre asaltos, mientras ellos tienen los ojos clavados en algún lugar de la lona. Desde luego el que hoy tenía que entrevistar Salvador no se abriría. Los conocía ya desde lejos. Éste no diría una palabra. Ya casi iba a tocar el timbre de salida al recreo y éste no iba a decir esta boca es mía. —No haces nada. Te niegas a todo —comenzó Salvador. El muchacho no contestó. Hacía que su mirada vagara por cada uno de los ángulos de la habitación. Parecía buscar con su mirada el origen de aquel olor a alcohol tan penetrante. —No has hecho nada en casi cuatro años que llevas aquí —insistió Salvador. El entrevistador escuchó por primera vez su voz: —Hace dos años gané un torneo de fútbol sala. De la provincia. La copa está en la entrada. No nos dejaron que nos la lleváramos. —Ya. En el fondo del pasillo, donde tan solo un momento antes hablaban el muchacho y el director, empezaban

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a reunirse los primeros profesores. Sonreían y sin duda se dirigían a la cafetería. Por este motivo Salvador nunca concertaba una entrevista que frisara las once de la mañana. Sin embargo esta vez debía hacer una excepción porque, como se le había dicho, «a partir de las once desaparece». A Salvador empezaban a sudarle las manos y la espalda. Pensó que allí dentro hacía un calor espantoso. El timbre sonó. El edificio entero parecía despertar y el pasillo que tenía ante sus ojos se llenaba de estudiantes que, tropezando unos con otros, intentaban llegar al patio. Los profesores ya habían desaparecido. Sin duda ya estaban desayunando. El joven interrumpió el curso del pensamiento de Salvador y le alcanzó con la mirada perdida en el fondo del pasillo. Salvador esbozó una sonrisa de circunstancias. —Puedo irme ya? —había dicho el joven. —Vete, anda —fue la respuesta del orientador. El niño se levantó sin decir nada, mirándole a los ojos por primera vez desde que la entrevista había comenzado. Sacó el pendiente de su bolsillo y se lo puso antes de salir de la tutoría. Al momento pareció esfumarse entre la masa de escolares que aún no habían salido al patio. Pidió su desayuno y sonrió a todos. Mermelada Huertas…mucho mejor…la mantequilla no es la mejor pero bueno. Pidió también café con leche y dirigió una sonrisa a todos. Matías, claro, hablando de fútbol. Aquella cafetería no tenía una televisión. Debe de ser la única en la ciudad. ¿A quién habrá condenado Laguarda? Al momento le fue permitido introducir una cuña en el curso de la conversación. Entonces tomó las riendas de la charla. Habló a los profesores de la nueva ley en ciernes.

Cuando departía con profesores le gustaba jugar a subrayar tanto como le fuera posible las cuatro hablillas que se deslizaban por el edificio en que trabajaba acerca de los cambios en la política educativa. A menudo era fácil reconocer que muchos de aquellos proyectos quedarían finalmente reducidos a pequeños bulos de los que circulan por cualquier colectivo, pero que encantaban a los docentes porque Salvador sabía dotarlos de un atractivo tono de información confidencial de primera mano. Sonreían al unísono cuando las novedades eran halagüeñas, y ponían cara de exagerada sorpresa cuando reportaban consecuencias negativas para la profesión, como el coro de una comedia medieval. Ninguno de ellos le preguntó acerca de su entrevista con el chico. Cuando estos se retiraron para retomar sus clases, Salvador se quedó aún en el café, gozando de su liberada posición, jugando con el sobre del azúcar, distraído, golpeando el plato con la cucharilla, dándole vueltas y más vueltas a la revelación del día de hoy de Carlos Laguarda en su «insólito diario». Pensaba aún en el juicio cuando recordó que debía cumplimentar su informe de entrevista personal. Extendió el folleto sobre la barra con cuidado de que no se manchase, pues alguna mermelada había abandonado el plato. Buscó el casillero correspondiente y cogió el bolígrafo del bolsillo de su camisa, un regalo de su compañero de despacho, el sindicalista. Bebió el último sorbo de café y concluyó el informe. —Se niega a todo —escribió.

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Un hombre en el laberinto Jordi Salinas

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JORDI SALINAS (CASTELLÓN, 1974) Licenciado en Filología Hispánica, Jordi trabaja como profesor de lengua y literatura española en un instituto y al resumirnos su trayectoria pone de manifiesto el peso determinante que la palabra tiene en su vida: «toda mi vida ha girado en torno a la literatura: biografía personal con el argumento de una tragedia griega, pasión por la lectura, necesidad vital de escribir, estudiante y profesor de lengua y literatura…». Comenzó a escribir a los 15 años y en la actualidad tiene terminados un libro de relatos, Palabras de un loco, y una obra de teatro, Del verde al rojo. «Un hombre en el laberinto» es un relato amargo pese al tono humorístico de los diálogos y la deliberada caricaturización de una comunidad de vecinos que rehúye cualquier conflicto. La deshumanización del entorno urbano, el abandono de la solidaridad y los principios más básicos que definen a una persona son elementos omnipresentes en esta historia protagonizada por un hombre encerrado en un ascensor que deberá recurrir al soborno para obtener la libertad. Es inevitable evocar La cabina de Antonio Mercero al leer este relato en el que el protagonista intenta comunicarse con la gente sin conseguirlo.

Al abrir la puerta de la calle se fijó en un gato despeluchado, sucio y con las costillas hinchadas, que cruzaba con paso derrotado entre los bajos de los coches aparcados. Samuel tuvo miedo, porque al verlo se sintió identificado con aquel animal, vencido y perdido en un mundo de hombres rellenos de asfalto. Cuando entró en el ascensor arrojó al suelo las bolsas de la compra. Estaba cansado, hacía calor y la jornada de ventas no se le había dado bien, al igual que el resto de la semana. Llevaba meses promocionando unos refrescos americanos que intentaban colonizar el mercado nacional. Esa misma tarde tendría que argumentarle al jefe de zona las razones de su fracaso y volvería a contarle lo mismo que otras veces: que todavía era pronto para el producto porque el verano aún no había comenzado, que los clientes no querían arriesgarse con una marca casi desconocida, que preferían los zumos cien por cien naturales y que las ventas eran así, dirigidas por el azar, porque a veces lograbas con éxito y casi sin esforzarte cuatro visitas consecutivas y otras, en cambio, podías pasar cuatro días desastrosos. De pronto el ascensor se paró. Lo hizo a la altura del último piso, el ático donde Samuel vivía. Pensó que 191


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definitivamente estaba pasando una mala racha. Presionó varias veces el timbre de urgencia. Nada, ninguna reacción. Volvió a llamar. Por fin escuchó una voz: era la mujer del jefe de escalera. —¿Quién hay ahí? —Soy el inquilino del ático, señora. —Ah, ya, el nuevo. —Bueno, no tan nuevo, me mudé hace más de año y medio. Ya, ya, lo que usted diga, pero aquí vivimos los de toda la vida menos usted. ¿Pero qué ha hecho, cómo es que se ha quedado atascado en el ascensor? —Pero qué dice, señora, no he hecho nada. De repente se ha parado. —Ya, vete a saber. Mi marido acaba de llegar del trabajo y el pobre sólo tiene una hora para comer. Y sabiendo cómo se pone si le molestan cuando está comiendo, desde luego que yo no le voy a decir nada. —Pero tendrán una llave para abrir la puerta del ascensor, ¿no? —No sé, no sé, de estas cosas se encarga mi marido. —Pues si le parece bien podría llamar a los encargados del mantenimiento. —Uy, vete a saber dónde está el número de teléfono. —Tal vez podría llamar a información y preguntarlo. —Bueno, bueno, cálmese, ahora veré lo que puedo hacer. Enseguida aparecieron otras vecinas. Samuel veía sus figuras difuminadas, esquemáticas, como si sólo fueran manchas. —¿Qué ha pasado?

—Nada, el nuevo, el alquilado, que se ha quedado en el ascensor. Voy a ver si podemos abrir con un destornillador. —Ay, pues sí, estas cosas pasan de vez en cuando. A mí una vez me pasó en casa de mi hermana. Y fue así como el hombre encerrado tuvo que escuchar las diferentes experiencias traumáticas que cada una de las vecinas, algún allegado o algún conocido de ellas había sufrido a lo largo de su vida subiendo y bajando en ascensor. También aprovecharon para contarse cómo estaban sus respectivos hijos, sus maridos, y para hablar de los últimos cotilleos que ofrecían algunos programas de televisión. De nuevo se presentó la mujer del jefe de escalera, intentando abrir con el destornillador. El hombre encerrado respiró profundamente antes de decir algo: —Disculpen, pero ¿alguna de ustedes ha avisado a los ascensoristas? Ninguna contestó. Samuel seguía escuchando el murmullo continuo que producían los relatos cotidianos de aquellas mujeres. —Perdonen otra vez —esta vez elevó su tono de voz— no quiero ser pesado, pero deben entender que estar aquí dentro no resulta nada agradable. Les ruego que llamen a los encargados del cuidado del ascensor. Sonó una voz masculina. Se trataba del marido de una de ellas. —Eh, eh, tranquilo hombre, que aquí estamos para ayudar. Si no se ha llamado será por algo. Venga, Gloria, vamos dentro que la comida se enfría y los niños tienen hambre.

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—Pero, bueno, no creen que sería más lógico empezar por llamar a… —No, no, nada de lecciones, que tontos no somos, que estamos aquí con usted cuando tendríamos que estar tranquilitos en casa. Será posible el tío este… —¡Señor, que el que está encerrado soy yo, que ya me están hartando con tanto enredo! Por lo menos podrían razonar sobre la situación y ponerse en mi lugar, y reflexionar que lo más lógico sería… —Anda que es obtuso el hombre este con la lógica dichosa. Venga Gloria, vamos dentro de casa. —Yo también me voy. —Y yo. —No hagan eso, no me abandonen. Samuel comprendió con horror que estaba en manos de aquel conjunto de seres ruines. De pronto sintió mucho calor y cómo temblaba todo su cuerpo. Con los puños comenzó a golpear la ventanilla del ascensor hasta romperla. El marido de la mujer llamada Gloria le gritó: —¡Loco, loco, vuélvete loco y destroza el ascensor, que después tendrás que pagarlo! —Ahí te quedas, so imbécil —contestó otra voz. —Gentuza, eso es lo que son ustedes —fue lo único que salió de la boca trastornada y humillada de Samuel. —Ten mucho cuidado con lo que dices, porque ni tú ni nadie va a insultarme. Que sepas que soy un hombre de setenta años, y a mi edad no tengo nada que perder, eh, nada que perder. Así que no juegues conmigo, no me tientes, no me provoques. Samuel se sentó en el suelo y cerró los ojos, notó un cansancio extremo que durante un tiempo le mantuvo

inmovilizado, hasta que escuchó unos golpes sobre la puerta metálica unos pisos más abajo. Pensó que debía de tratarse de algún vecino despistado que desconocía lo ocurrido. Tuvo ganas de gritar y de pedir ayuda, pero no lo hizo, no sabía por qué, pero el caso es que no se sentía capaz de articular palabra alguna, ni tenía las fuerzas suficientes para levantarse y presionar el timbre de socorro. Después, cuando sonó el ruido de la puerta de la calle al cerrarse y la vuelta del silencio, se arrepintió de no haber luchado. Pero pronto surgió una nueva oportunidad cuando percibió que alguien bajaba apresuradamente las escaleras. Se incorporó y comenzó a hacer sonar el timbre. Nadie respondió. Volvió a sentarse. Estaba sudando, se quitó la chaqueta, decidió hacer lo mismo con la camisa, también con los zapatos. Sacó uno de sus brazos a través de la ventanilla rota buscando el alivio de alguna corriente de aire fresco, pero en aquel lugar nada se movía. Casualmente sus ojos se encontraron con el bidón de agua que había comprado en el supermercado. Su primer impulso fue abrirlo y mojar todo su cuerpo, pero un sentido realista y práctico le obligó a ser prudente y conformarse con beber un poco, ya que no sabía cuánto podía durar su encierro. Siguió escuchando puertas que se abrían y cerraban, pasos subiendo y bajando, voces y sonidos humanos. De vez en cuando volvía a pulsar el timbre. Así pasó el tiempo, la tarde, hasta llegar la noche. No pudo aguantar más sus ganas de orinar. Se apoyó en la puerta y se alivió. También sintió hambre, por lo que extrajo de las bolsas de la compra dos plátanos y un poco de chocolate. Las horas pasaron muy lentamente. Tuvo tiempo

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para reírse de su situación, para llorar sin lágrimas y para retorcerse de ira. Reflexionó sobre las posibilidades de escapar de allí dentro, y llegó a una única certeza irrebatible: necesitaba la ayuda de alguien, él solo no podía hacerlo. A la mañana siguiente creyó estar salvado cuando atisbó la figura de Manuel, el hombre encargado de la limpieza. Siempre que se habían encontrado en la escalera se saludaban y alguna vez habían conversado. —Señor Manuel, soy yo, el del ático, que estoy aquí dentro, en el ascensor. —¿Quién habla?, pero ¿será posible? Vaya susto que me ha dado el hombre este…, ¿cómo dice, que está ahí metido, y qué hace ahí? —Pues verá, ayer me quedé encerrado. Por favor, dese prisa, haga el favor de avisar a los ascensoristas. —Pero hombre de Dios, ¿sabe qué hora es? Ah no, yo no voy a ir a las siete y media de la mañana a llamar a nadie. Si fuera una hora más prudente… Anda, pero si encima ha roto el cristal, claro, como luego los pedazos no los tienen que limpiar ustedes… —¿No oye lo que le digo? Déjese de remilgos, que estoy aquí metido desde ayer. ¿Usted tendrá un móvil verdad? —Sí, claro, cómo no voy a tener un móvil, qué se ha creído, que uno es humilde y tiene que fregar escaleras para llegar a fin de mes, pero un móvil hoy en día lo tiene todo el mundo. —Muy bien, Manuel, pues marque el teléfono de información y pregunte el número de la empresa Repansores, y después les llama y les manda que vengan enseguida.

—Ay, no, que no tengo saldo, que no voy a poder. Mire que tengo mucha prisa, que hoy me toca fregar toda la escalera, y luego tengo que ir a otro portal, así que compréndalo. Ya le sacarán hombre, no tenga prisa. —De acuerdo, qué quiere, le daré lo que le haga falta. ¿Cuánto quiere? —Bueno, tampoco hace falta ser tan directo. Falta, lo que se dice falta, tengo de muchas cosas, si no, no estaría todo el día con fregonas, escobas y trapos. No sé, no sé, ah, ya lo tengo: ¿qué le parece si me presta cien euros y ese reloj tan majo que lleva siempre? —Ya, el reloj le ha gustado, pero no puede ser, era de mi padre, lo tengo en gran estima. Le daré doscientos cincuenta. —No, no, me ha dicho que lo que me hiciera falta, y lo que necesito a mi edad es llevar un buen reloj para lucirlo. —De acuerdo, tenga, el dinero se lo daré cuando me saquen de aquí. —Trato hecho caballero. —Ahora llame y después baje a esperar a los ascensoristas. —Bien, bien, yo soy hombre de palabra, no se preocupe. Samuel reclinó su cara sobre la parte intacta de la ventanilla. Respiró largamente y con fuerza varias veces, apoyado por el leve optimismo que le animaba al creer que por fin su salida estaba cerca. Ya no le dolía el canje del reloj a cambio de su libertad. Se le ocurrió sacar un rotulador negro de su cartera de viajante, y con él señaló una cruz en el espejo, y alrededor de ella comenzó a

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trazar círculos concéntricos inacabados, interrumpidos, uno sobre otro, hasta llegar a ocupar los límites de todo el espejo. Después unió entre sí algunas de las líneas circulares con rectas creadas al azar. Al observar el dibujo terminado pensó que en algún lugar insignificante y casi invisible de ese mapa geométrico se encontraba él, metido en aquel ascensor, como un habitante más del laberinto que la podredumbre humana construía día a día. Samuel se preguntaba si el camino acertado sería dirigirse hacia el centro del laberinto o en cambio la única solución era salir y alejarse de él. Arrobado en su contemplación llegó a dudar de su propia existencia. Tal vez el ascensor nunca se había parado, salvo en su mente, porque en aquel preciso instante se encontraba en la cama de una casa solitaria, cerca del mar, sin ascensores y sin vecinos malignos, durmiendo, soñando lo que entonces pensaba y sentía. O tal vez estaba danzando por la ciudad, con su cartera llena de folletos informativos de los refrescos que ofrecía, y simplemente se sentía agotado de tanto caminar, y se había sentado en uno de los bancos de madera de una plaza circular, repleta de árboles y de niños, y su mente cansada y confusa le había conducido a imaginarse a sí mismo encerrado en aquel ascensor. Todas las posibilidades eran factibles, perfectamente podía suceder que estuviera soñando, despierto o dormido. Por qué si no el mezquino y sádico vecindario continuaba su vida rutinaria sin el ascensor, subiendo y bajando las escaleras, torturándole con su encierro. No era lógico, definitivamente creyó que estaba soñando, aunque era un sueño demasiado largo y cruel, pero, al fin y al cabo, pensó, las pesadillas debían de ser todas así.

Por fin Samuel escuchó desde el fondo del hueco del ascensor las palabras que esperaba con ansiedad: —¡Tranquilo, soy el mecánico, enseguida subo y le saco! No se vistió, no le importó que le vieran casi desnudo. Nada más entrar en la casa encendió la cadena de música y puso uno de sus discos favoritos. Después se metió en la ducha. Todavía mojado, abrió una de las ventanas y se asomó a la calle. Observó con disgusto el poder de los edificios y el movimiento de los coches. Sólo le alivió el vuelo de una pareja de palomas. «Sigo encerrado», pensó, «aún no he salido del laberinto».

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Al otro lado del muro Emilio Tejera Puente

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Basado en una idea original de Aurora Gómez Delgado El hombre que no vive en sociedad, o es una bestia, o es un dios. ARISTÓTELES EMILIO TEJERA PUENTE (CÁDIZ, 1981) Emilio es salmantino por parte de madre, gaditano de nacimiento, creció en Almería y es madrileño de adopción. Se siente de un sitio u otro según como sople el viento, aunque no le altera lo más mínimo, ya que parece nacido para la multitarea pues no en vano este joven licenciado en Bioquímica simultanea su doctorado con los estudios de Medicina y compagina la escritura con la realización de la tesis doctoral. Abruma la alegría con la que lleva este ajetreo que a otros nos ocuparía varias vidas, porque Emilio, además, encuentra tiempo para disfrutar de la literatura, la historia y el cine, presentarse a concursos en los que resulta galardonado y publicar su primera novela, Cartago, imperio de los dioses, con la editorial Viamagma. Cuenta con una cómplice, Aurora Gómez Delgado, que además de acompañarle en la vida comparte con él la aventura de escribir bien como generadora ideas, bien como coautora. «Al otro lado del muro» es un relato social que trata sobre la capacidad de superación del ser humano ante las situaciones más adversas. Una herramienta que hace posible transformar la realidad, modificar el entorno o partir de cero siempre que mantengamos viva la esperanza y la confianza en el otro. La historia entronca con la visión de la realidad del autor, ya que en palabras de Aurora: «No es capaz de concebir la literatura sin la parte social, como reflejo del mundo, como herramienta para cambiarlo».

Cometieron con él el mayor pecado posible, la más grande atrocidad, el mayor crimen, que pudieron haber realizado. No le provocaron descargas en los testículos. No le arrancaron las uñas, ni le violaron repetidamente, no le torturaron hasta la muerte…, las cosas que él creyó que podrían hacerle más daño. Pero no. Había algo más indecente, muchísimo más inhumano. Le incomunicaron. El hombre no es sino un monstruo cuando se le rehúye del contacto con otros hombres. Se convierte en un ser salvaje, en un animal enjaulado. Pero para nuestro protagonista, encerrado tras unos gruesos muros de piedra donde habría de pagar caro por los crímenes que había cometido a lo largo de su vida —amar la vida, el sol, las luces de color violeta—, aquello era más que una celda: constituía una condena a muerte. Los primeros días, lo resistió más o menos bien. Pero poco después… Ni tan siquiera le dejaban contemplar a sus carceleros, los cuales le servían la comida de tal manera que él no pudiera verles, y se cuidaban muy bien de que no avistara sus rostros cuando se alejaban de su lado. 203


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Al principio, intentó hablarles directamente a sus guardianes pero éstos no le contestaban. Se convertían, en su presencia, en muros de piedra, tan gruesos y tan rígidos como los de esta prisión. La conversación que mantenía con ellos no era mucho mayor que la que podría haber sostenido con un animal. Decidió, pues, abandonar esta vía. Luego, trató de hablar consigo mismo, fingir que consistía en dos personas a la vez, proporcionarse conversación, contradecirse incluso, pelearse con su alter ego defendiendo al mismo tiempo varias posturas opuestas… Pero dedujo rápidamente que acabaría por creerse de verdad sus propias fabulaciones y que, por tanto, terminaría loco de remate, lo cual era precisamente lo que ellos pretendían, y lo que él, más que nada en este mundo, quería ser capaz de evitar. Así pues, desechó también este segundo método. Estaba ya desesperado. No había escuchado otra voz humana, aparte de la suya (la cual le sonaba ya distorsionada), en semanas, tal vez meses. ¿Cómo conseguiría salir adelante? ¿Cómo sería capaz de aguantar esos largos, penosísimos años indefinidos en número (y eso era peor que cualquier cifra)? Sollozó amargamente sobre el banco de madera de su celda…, contempló, con los ojos húmedos, la luna llena a través de los carcomidos barrotes… Y entonces, lo escuchó. Ocurrió de pronto, fue suave, casi nimio, pero para alguien que lleva tanto tiempo deseando percibir algún sonido el más mínimo ruidito le desvela del más profundo de los sueños. Era un rumor pequeño, inapreciable casi inaudible, y, sin embargo, fue

tan claro y tan sonoro como lo es la propia vida. El prisionero aguardó una continuación pero no escuchó nada. Al día siguiente, otra vez en mitad de la noche, volvió a escuchar el mismo ruidito y, esta vez —se dijo el prisionero convencido— no lo voy a dejar escapar. Respondió entonces, esperanzado, con un golpecito en la pared. Al principio, no pasó nada. Durante esos primeros e inquietantes momentos dudó de sí mismo. Se dijo: «Ya está, ya me he vuelto loco, ya he caído en el abismo de la desesperación de cuya montaña quise escapar, y no he podido». Sufrió un súbito arranque de nostalgia por su pobre cerebro, al que tanto había amado, aquel que había compuesto cuando estaba más o menos inspirado algún poema bonito, y lo sintió como un ente absurdo, semilicuado, cual líquido flotando entre las delgadas meninges… Pero entonces, y de nuevo, escuchó un sonoro golpe. Y volvió a responder. Casi instantáneamente, desde el otro lado, se produjo un tercer golpecito. Y sus ojos, apagados desde hacía tiempo, volvieron por fin a brillar. Y golpeó, golpeó de nuevo, lo hizo con todo el ritmo, toda la fuerza, como un tambor que llama la guerra, o, de igual manera inicia la fiesta…, golpeó mientras el otro lado le respondía enfervorizado, alegro, diáfano, lleno de vida, hambriento de palabra y del poder que a ambos en esa noche les había sido concedido. Los dos prisioneros repicaron en la pared hasta quedarse finalmente sin nudillos. Tras aquella orgía de camaradería y de amistad, amortiguadas por fin el ansia del cuerpo y la

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desesperación del espíritu, el encarcelado pudo, por una vez, vivir de nuevo, dormir, tal vez soñar. Al día siguiente, y en cuanto se levantó, el prisionero temió que la comunicación hubiera desaparecido para siempre. Pero no, la volvió a probar, y persistía, ahí seguía estando, con la misma solidez con que la tierra firme había emergido de lo más hondo de los océanos. Durante días practicaron el juego de responderse mutuamente sin decirse nada más, como enamorados tontos, celebrando solamente la alegría de estar vivos, y de seguir juntos. Pero más adelante, y como en toda acción que emprende el hombre, surgió la necesidad de evolucionar y, para ello, hacía falta un código. Fue nuestro hombre quien se encargó de diseñarlo. Se dio cuenta de que había una zona en la pared que era algo menos densa que la otra, algo más hueca. Sin recordar muy bien exactamente cuáles eran las correspondencias del lenguaje morse, nuestro amigo le descifró a la persona del otro lado la nueva forma de comunicación y, para ello, le recitó el abecedario entero letra a letra, tal y como él lo estaba rediseñando de nuevo, como Dios ensayó varios tonos cuando creó el mundo. Tres golpes en macizo, la a; dos en macizo, la b; y así, todas las combinaciones posibles. Tuvo que repetírselo varias veces antes de que el otro entendiera del todo por dónde iban los tiros, pero, con tiempo y paciencia, finalmente lo consiguió. Ahora podían comunicarse abiertamente y sin limitaciones de ningún tipo. Las que siguieron fueron noches extrañas, casi mágicas. Al abrigo de la oscuridad, cuando menos recelaban de que los carceleros les espiasen, se preguntaron en primer

lugar quiénes eran, de dónde venían, por quiénes velaban en sus cuitas, qué era lo que habían dejado atrás. Luego detalles más íntimos —«¿por qué estás aquí, qué hiciste?»— y el otro le reveló que había matado a un hombre, a uno de Ellos, porque le había amenazado de muerte, y porque, en estos tiempos que corren, sabes que si te dicen algo como eso, y aunque sean sólo palabras, más te vale que actúes antes que el otro. —¿Te arrepientes? —le preguntó el primer prisionero. Su compañero le respondió que sí, que se arrepentía, pero no por hallarse en prisión, sino porque, por muy pendejo que fuera el otro, él también tenía una familia, y gente que le lloraría, y que poco o nada había conseguido con sus actos salvo entristecer a los allegados del finado y a los suyos propios. Nuestro amigo creyó su explicación, porque nunca encontró unos golpecitos que sonasen más sinceros, y a partir de entonces continuaron hablándose. Charlaron sobre todo, de la vida, del amor, de libros, de filosofía. Incluso, una noche, vibraron con el mismo partido, el más emocionante de sus vidas, la noche en que la selección se batió con el clásico enemigo y le hizo doblar las piernas. Nuestro amigo ya ponía voz y rostro a su compañero de fatigas, y anhelaba verle por fin la cara y darle un abrazo de agradecimiento. De repente, un día, ocurrió algo extraordinario. Nuestro hombre escuchó un golpeteo, pero, al tocar la pared, nadie respondió. El prisionero sintió miedo, tuvo angustia de que le hubieran abandonado —pensó, egoístamente, que no quería que al otro le liberasen— o, mucho peor, temió que le hubieran matado, pero entonces se percató de que el débil «tap-tap» provenía ahora del

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otro lado, de la pared opuesta, y se lanzó sin dudarlo hacia allá. Tuvieron que tantearse previamente antes de poder entender lo que el otro decía ya que la distancia había distorsionado el código de tal manera que había quedado prácticamente irreconocible porque, y tal y como le comentó el otro prisionero (el cual se había hecho en un trozo de papel higiénico una especie de mapa de la estructura de la prisión, de diseño circular), todo había partido de la genial idea de su primer compañero de lenguaje quien le había transmitido esa manera de comunicarse no sólo a él sino también al compañero del otro lado, y éste al siguiente, y así hasta completar el círculo, para volver a retornar hasta la celda original. De esta manera, le repetía el otro prisionero, nos hemos salvado todos. De no haber sido por ese santo que tienes al otro lado —le confesó él—, hubiéramos perecido como perros. Finalmente, llegó una amnistía parcial. Volvía la libertad, si es que así se podía llamar a sí a una en la cual cada vez que alguno de los antiguos presos se bajaba la bragueta en el baño cualquier movimiento del pestillo les hacía ponerse a temblar. Pero en aquellos primeros momentos eso era lo de menos. Con el tiempo, nuestro prisionero se reencontró con algunos de sus antiguos compañeros de cárcel, todos ellos presos políticos, y recordó junto a ellos el milagro que había supuesto que aquel hombre, en un alarde de genialidad que nunca sería reflejado —injustamente— por los libros de historia, les hubiera sacado de su aislamiento y les hiciera de nuevo recordar (poniendo a prueba sus ansias de supervivencia y recuperando el don de la palabra) que eran seres

humanos. Todos se preguntaban qué es lo que habría sido de él. Cuál sería el paradero de tan impagable benefactor; si seguiría encerrado —y podrían visitarle—, o si le habrían dejado libre, como al resto de los presos, y podían conservar la esperanza de volverle a encontrar. Lo que nuestro prisionero nunca les quiso contar fue lo que contempló al salir de su celda. Lo que nunca les quiso decir fue lo que encontró cuando giró por el corredor de la prisión, justo en el lado de la derecha, custodiado por los guardias. Lo que nunca se atrevió a revelarles fue la imagen que apareció ante sus ojos porque, en aquella celda, en aquel lugar, donde se había gestado aquel sueño, donde se recobró una ilusión, donde todos ellos recuperaron la razón, no había nada salvo un grifo goteante.

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¿Sabes quién soy? Alicia del Valle Rodríguez

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A mi hija Marta ALICIA DEL VALLE RODRÍGUEZ (BARCELONA, 1971) Alicia nunca tuvo claro si era de ciencias o de letras pero acabó decantándose por la Ingeniería Técnica Industrial para terminar ejerciendo profesionalmente en un laboratorio mientras se metía de lleno en la vida familiar, ya que como ella misma nos dice «soy esposa y madre en la vida». Siempre le ha gustado leer pero hasta ahora no se había decidido a escribir, por lo que el relato que presentamos a continuación es su bautismo en el mundo de la palabra escrita. «¿Sabes quién soy?» es un relato negro plagado de intrigas en el que el protagonista se ve atrapado por unas circunstancias que sobrepasan su imaginación y que no espera alguien que dirige su vida a golpe de rutina. Roberto Paradís, de profesión jefe de ventas, pierde todos los anclajes con su realidad y deberá enfrentarse a un mundo en el que familia y cirugía estética se convierten en un cóctel peligroso.

Roberto Paradís, de profesión jefe de ventas, de vocación artista, estaba a punto de abandonar la clínica donde, a instancias de su todopoderosa mujer, había acudido a operarse la nariz no tanto por razones médicas como por razones estéticas. En realidad él no veía motivo para operarse, pero como le habían asegurado que corrigiendo la desviación que tenía en el tabique nasal dejaría de roncar y mejoraría su respiración y como, además de paso, cesaría esa terrible insistencia de su familia y amigos para que lo hiciera, el pobre Roberto, obediente por naturaleza, se dejó hacer, y es que el asunto de su operación ya había trascendido de los umbrales de su casa. Era temprano, las seis de la mañana, y Roberto Paradís esperaba nervioso a que apareciera el médico para retirarle los vendajes. Ese mismo día debía incorporarse a su puesto de trabajo, que tenía la peculiaridad de no ser el habitual. Debía ir a una nueva sucursal de su empresa porque la sede en la que él trabajaba desde hacía diez años había cerrado y los trabajadores habían sido recolocados en otras tantas delegaciones. No conocía al nuevo director ni al resto del personal. 213


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Sus nervios iban en aumento. No era Roberto una persona a la que le gustara llegar tarde al trabajo. No podía dejar de pensar en por qué precisamente ahora había tenido que pasar por el quirófano para algo que a su juicio no era absolutamente necesario, pero, en fin, si con eso conseguía acallar a su familia y en especial a su esposa Marilín (así es como se hacía llamar aunque su nombre auténtico era María Linares). Pero, ¿por qué tardaba tanto el médico? Y, lo que más le sorprendía, ¿por qué tenía las manos vendadas? No parecía necesario para una rinoplastia. Se abrió la puerta y apareció el médico, un hombre de aspecto algo sombrío. Sin mediar palabra, se dirigió hacía él y procedió a retirarle los vendajes. Cuando acabó, se retiró hacia atrás, le contempló y pronunció algo ininteligible. Roberto Paradís, sin hacerle mucho caso, se levantó y comenzó a vestirse —camisa, corbata y un conservador traje gris marengo—, se dirigió al aseo pensando en que apenas tenía tiempo de afeitarse y que, además, debería haberlo hecho antes de vestirse para no mancharse, pero no había tiempo y él no podía bajo ningún concepto llegar tarde al trabajo. Entró en el lavabo y una leve ojeada al espejo le llenó de estupor, su cara no parecía la misma, es más, no se asemejaba en nada a la que él recordaba. ¿Una corrección de nariz podía cambiar tanto una cara? Aunque el tiempo apremiaba, no se iba a ir de aquella extraña clínica sin antes aclarar algunas cosas con el doctor. No resultó muy esclarecedora su conversación con el médico; él le comentó escuetamente que la diferencia

en su aspecto sólo era debida a la estupenda operación de nariz a la que había sido sometido y en la que, aprovechando la ocasión, se había dignado corregirle un poco las comisuras de la boca que estaban marcadamente hacia abajo y le conferían una expresión muy seria y hasta triste. Roberto Paradís no entendía nada, hasta su voz le sonaba distinta pero, como el tiempo se acababa, decidió irse con el firme convencimiento de volver para continuar la conversación con el médico. Salió a la puerta y paró al primer taxi que vio —«Calle de la Esperanza», le dijo al taxista— y por fin, en varios días respiró, pensando que todo volvía a la normalidad. Bajó del taxi y entonces se dio cuenta de que no llevaba la cartera, apenas si tenía dinero suelto para pagar al taxista quien se fue con cara de pocos amigos por la inexistente propina. Otro contratiempo que tendría que solucionar, pero ahora no tenía tiempo. Roberto Paradís entró en las nuevas oficinas, subió en el ascensor hasta la segunda planta y preguntó por el Sr. Aranda, su nuevo director. El Sr. Aranda le recibió en su despacho, le dio la bienvenida y le estrechó la mano. Ya de manera más formal le pidió su documentación. Roberto Paradís le contó el extravío de su cartera y su nuevo jefe comprendió que estas cosas suceden y siempre inoportunamente pero, como de alguna manera había que identificarle, lo que haría sería contactar por videoconferencia con su antiguo director, el Sr. Arroyo, y bastaría con que éste le reconociese. —Sr. Arroyo, soy el Sr. Aranda, director de la delegación nº 142. Tengo delante de mí al Sr. Paradís, que ha

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venido para ocupar su puesto. Debido a un lamentable incidente no tiene documentación y me preguntaba si sería usted tan amable de identificarle, simplemente como puro trámite. —Encantado de servirle de ayuda Sr. Aranda, ahora si me permite hablar con mi antiguo empleado y amigo, el Sr. Paradís. Roberto Paradís se acercó para hablar y dejarse ver por el Sr. Arroyo, inquieto por si éste no le reconocía. —Sr. Aranda, este hombre no es Roberto Paradís —indicó el Sr. Arroyo. —Sr. Arroyo, soy yo Roberto, tal vez lo que le despiste sea una pequeña operación de nariz a la que me he sometido. —Usted no es el Sr. Paradís, ni tan siquiera su voz es la misma. ¿Cómo quiere que me crea que la diferencia es una operación de nariz? Insisto en que este hombre no es Roberto Paradís y no pienso seguir esta discusión absurda —concluyó el Sr. Arroyo. A la vista de los acontecimientos, Roberto Paradís fue sacado a la fuerza de la empresa por los agentes de seguridad, no sin antes insistir él en que volvería con su documentación para deshacer el malentendido. Roberto Paradís, ya en la calle, pensó que el siguiente paso sería volver a su casa, recoger su documentación y hablar con su esposa sobre esta absurda operación de nariz que le había desfigurado por completo. Sin un céntimo en los bolsillos, se dispuso a volver a su casa caminando. Le separaba una distancia que tardó hora y media en recorrer.

Cuando llegó, observó que aparcado delante de su casa había un coche de policía. Llamó al timbre, pues tampoco tenía llaves, y le abrió su mujer con un aspecto muy desmejorado, por cierto. Su mujer le miraba como si no le conociese. —Marilín, soy yo Roberto. He salido esta mañana del hospital y como no llevaba ninguna documentación y, además, mi cara por culpa de la operación no se parece en absoluto a la que tenía, no me han dejado ocupar mi puesto en el nuevo trabajo ¿Tú sabes lo que me has hecho empeñándote en que me operara? —le dijo, casi sin tomar aliento, Roberto. —Disculpe, pero yo a usted no le conozco. Mi marido lleva unos días desaparecido y la policía ya se está encargando del asunto, así que no me moleste y váyase. —¡Marilín! ¡Que soy yo, tu marido! —Señora, ¿pasa algo? —preguntó un agente. —Hay un hombre al que no conozco de nada que insiste en que es mi marido. Con lo angustiada que estoy, sólo me faltaba esto. —Nosotros ya nos vamos y nos llevamos a este hombre para que declare en comisaría, tal vez sepa algo de su marido. Y Roberto Paradís fue conducido por la policía a la comisaría. Roberto cada vez entendía menos lo que pasaba aunque quizá lo mejor era que fuera la policía quien se encargara de aclarar el asunto para que no hubiera dudas. Una vez llegaron a comisaría (donde Roberto había acudido únicamente en su vida para renovarse el DNI), ante la insistencia de él en decir que era el Sr. Paradís, un agente le tomó las huellas dactilares para cotejarlas con

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las de Roberto. El resultado de la prueba decía que sus huellas dactilares no correspondían a las de Roberto Paradís. Roberto, ya muy confuso, intentó explicar a la policía la desfiguración que sufría su cara y la manipulación por parte del médico de sus huellas dactilares durante la operación de nariz. La policía no creyó ni una palabra de lo que dijo y, tachándolo de pobre desgraciado, le dejó ir. Roberto, nervioso y hambriento, decidió volver a la clínica donde había empezado su calvario. A estas alturas era tal su inseguridad que tenía miedo de que la clínica no existiera y que todo fuera fruto de su imaginación enferma. Pero él era Roberto Paradís, una persona corriente, con un trabajo corriente y una vida más corriente todavía. Experimentó un gran alivio cuando vio el pequeño rótulo que anunciaba la clínica, se aproximó a la puerta donde se quedó como petrificado al leer una nota informativa de la policía clausurando la clínica porque era ilegal. A Roberto Paradís aquel día empezaba a parecerle una auténtica pesadilla ¿Quién era él? ¿No era nadie? Vio salir a un vecino del edificio contiguo a la clínica y decidió preguntarle. El hombre le explicó que hacía unas dos horas que la policía había cerrado la clínica y que se había llevado detenido a todo el personal. Como el hombre parecía muy bien informado de todo lo que se cocía en el barrio, se decidió también a preguntarle si conocía al Dr. Zanuy, un hombre alto, moreno, de aspecto algo sombrío. El hombre, al parecer un auténtico chafardero, le dijo que sí que conocía al Dr. Zanuy aunque tan sólo de vista porque llevaba muy pocos días trabajando en la clínica, lo que sí sabía con seguridad era que ese doctor se había marchado antes de que llegase la policía. El

hombre continuó relatando que él esto ya se lo venía venir porque ocurrían cosas muy raras en esa clínica. Pero Roberto ya tenía bastante con lo que sabía, se despidió de él y empezó a caminar rumbo a no se sabe dónde. Roberto, aunque se resistía, se decidió a ir a visitar a su madre. Hacía mucho tiempo que no la veía pero, en fin, dicen que una madre siempre reconoce a su hijo. Roberto siempre había sido un buen hijo pero todo cambió al morir su padre, hombre de muy buen juicio (al que sin duda se parecía). Su madre, de carácter más alocado e irresponsable, empezó sistemáticamente a quemar todos sus ahorros y la paga que recibía en bingos y fiestas donde acudía acompañada por unos amigos tan escasos de neuronas como ella. A pesar de todo, Roberto le había echado una mano con alguna que otra deuda pero, como parecía que su madre no aprendía de sus errores, ya hacía algún tiempo que la había dejado por imposible. Llegó Roberto a casa de su madre tan cansado, física y moralmente, que sentía ganas de llorar. Era incapaz de recordar los kilómetros que llevaba andados en el día. Empujó la puerta (como siempre abierta) y entró. El interior estaba muy vacío, faltaban muchos muebles que él recordaba. Seguramente su madre se habría visto obligada a venderlos para pagar sus deudas de juego. Roberto empezó a llamar a su madre. —Mamá, soy yo, Roberto, puedes venir. —No se mueva o llamo a la policía. Usted no es Roberto ¿Qué le ha hecho a mi hijo? —Mamá, por Dios, ya no reconoces a tu hijo? ¿Recuerdas que fui a operarme la nariz?, pues el médico no

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sé qué tipo de libertades se tomó pero me ha dejado irreconocible. Soy yo, mamá, debes creerme. A Roberto le pareció ver algo de ternura en la mirada de su madre, o tal vez sólo se lo pareció, porque desde luego enseguida recuperó la compostura y le aseguró, acercándose al teléfono, que o bien se iba de su casa y no volvía a molestarla o llamaba a la policía. A Roberto ya no le quedaban fuerzas para seguir luchando, así que salió a la calle y se puso a deambular sin saber adónde dirigirse, agotado, triste y hambriento. Sólo le quedaba el último cartucho, su amigo Jorge Salazar, la única persona que le conocía lo suficiente como para reconocerle detrás de aquella cara que no era la suya. Jorge era amigo suyo desde niño, se conocieron en el colegio, fueron juntos al instituto y se separaron en la universidad. Jorge, más soñador, decidió seguir sus impulsos de artista y se fue a Ibiza a pintar. Roberto, más cerebral, aunque quizá con mayor talento para la pintura que su amigo, terminó sus estudios de Económicas y se colocó en un puesto de cierta responsabilidad en una gran empresa. Roberto siempre hacía lo que tenía que hacer, pero esta disparidad de criterios no había hecho mella en su amistad. Jorge no podía fallarle; este pensamiento animó un poco al maltrecho Roberto. Roberto, con estas ideas bulléndole en la cabeza, se dirigió a casa de su amigo que, gracias a Dios, no estaba muy lejos. Jorge era muy viajero, pero Roberto sabía que estaba pasando una temporada en la ciudad, desempeñando oficios varios. Vivir en Ibiza pintando todo el año resultaba muy caro y Jorge se veía de vez en cuando obligado a trabajar como cualquier triste mortal.

Encontró a Jorge entrando en su casa, le llamó y, como no obtuvo respuesta, insistió hasta que Jorge se giró y le miró. —Jorge, soy yo Roberto, tu amigo ¿Me reconoces? —Yo a usted no lo conozco de nada y ahora, si no le importa, quisiera subir a mi casa. —Jorge, te lo suplico, eres mi última esperanza. De todas las personas que conozco eres la única que siempre he considerado que no me podía fallar. Algún mecanismo interno se activó en el organismo de Jorge con estas palabras porque, sin poder soportarlo más, se aferró a su amigo sollozando y le dijo: —Roberto, lo siento, pero yo también te he fallado. Pasa dentro de casa y hablaremos un rato. Roberto no estaba preparado para lo que le iba a contar su amigo. Éste le habló de lo astuta que había sido su mujer al hacerle firmar un montón de seguros de vida por unas cantidades desorbitadas que pensaba cobrar cuando el juez declarase a Roberto legalmente muerto. También le habló de cómo le convenció para operarse la nariz, cómo se puso en contacto con el extraño médico que, por cierta cantidad de dinero y la promesa de cobrar más, le operó en un clínica ilegal que él mismo se encargó de denunciar al poco de irse Roberto aunque, como Roberto muy bien podía sospechar, la operación de nariz había sido una excusa para transformarle en otra persona, incluidas huellas dactilares. En cuanto a su madre, también estaba metida en el asunto. Acuciada por numerosas deudas no había vacilado en hacer desaparecer a su único hijo aunque, eso sí, siempre se preocupó de que el médico que le operara

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fuera médico de verdad y de que su salud estuviera garantizada. Además, insistió mucho en que ya que le cambiaban de aspecto fuera para bien. En el trabajo no le habían conocido porque la transformación era total, incluido un pequeño arreglo en las cuerdas vocales. —En cuanto a mí —dijo Jorge— debo reconocer que estuve a punto de venderte por un puñado de euros. Era tan tentador, pero al verte no he sido capaz. En realidad —concluyó Jorge— era el crimen perfecto, sin asesino ni asesinado. —¿Y ahora qué voy a hacer? ¿Cómo demostrar que soy quien digo ser? —¿Pero, realmente, quieres volver a ser Roberto Paradís? Artista con talento pero sin alas para volar, mediocre hombre de negocios, con una familia que no te aprecia en absoluto. Piénsalo, es como volver a nacer, tienes la posibilidad de ser quien realmente debiste ser.

La idea de hacerse pasar por un hermano desconocido de Roberto, había sido un éxito. Las pruebas de ADN, que el juez obligó a su madre a hacerse, no dejaban lugar a dudas. Él, Alberto, era hijo de la misma madre que Roberto. A partir de aquí todo fue fácil. Alberto, antes Roberto, escribió un testamento de su puño y letra en el que se nombraba heredero universal de todos los bienes de su hermano Roberto ya que su escritura era una de las pocas cosas que el cirujano no había podido alterar. El juez consideró el testamento válido y esto le dio derechos sobre la cuantiosa herencia de su hermano Roberto que ascendía a una fortuna gracias a su amada esposa Marilín. Sólo con recordar la cara de su mujer cuando el juez le nombró heredero de su hermano Roberto ya se daba por satisfecho Alberto. Así era Alberto Paradís, un hombre nacido hacia pocos años, sin pasado pero con todo el futuro por delante.

Unos años después de esta conversación, Alberto Paradís leía las críticas que había recibido su obra, bastante mejores de lo que esperaba. Le había cambiado tanto la vida en los últimos años, que era otra persona y no en sentido metafórico, sino real. De hecho, consideraba que su vida había empezado hacía solo unos años. La suerte le sonreía. Era un pintor de éxito, inteligente y atractivo (pues sí, en este aspecto no puede decirse que se hubiera portado mal el extraño doctor Zanuy). 222

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