El diablo de invierno

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“EL DIABLO EN INVIERNO”

Sebastian estaba actuando de una forma extraña. No había razón para que revisara los libros del club con tanta urgencia después de un viaje extenuante. Nada habría cambiado entre ese día y el siguiente. Pensó en la mirada compulsiva de su marido cuando observaba la actividad de la planta baja, y en sus palabras: «Pienso recorrer hasta el último centímetro de este sitio y conocer todos sus secretos.» Como si fuera algo más que un edificio lleno de alfombras raídas y mesas de juego. Desconcertada, Evie siguió a Cam por la serie de pasillos y pasadizos que constituían la ruta más directa a los comedores de la planta inferior. Como la mayoría de clubes de juego, el Jenner's tenía lugares secretos donde esconderse, donde observar, donde pasar solapadamente personas y objetos. Cam la condujo hasta un pequeño salón privado, le sostuvo la puerta e hizo una reverencia cuando ella se volvió para darle las gracias. Al adentrarse en la habitación, Evie oyó la puerta cerrarse suavemente tras ella. Sebastian, repantigado en una silla con la confianza relajada de Lucifer en su trono, estaba haciendo anotaciones a lápiz en el margen de un libro contable. Estaba sentado ante una mesa medio llena de fuentes y platos para el comedor principal. Apartó la mirada del libro, lo dejó a un lado y se levantó para apartar una silla de la mesa. —¿Cómo está tu padre? —Se despertó un momento —respondió Evie con cautela mientras se sentaba—. Pareció creer que yo era pequeña de nuevo. Vio una fuente con cortes de ave asada y otra con melocotones y uvas de invernadero, y empezó a servirse. El hambre imperiosa, unida a la fatiga, hacía que le temblaran las manos. Sebastian observó sus dificultades y, sin decir nada, le sirvió exquisiteces en un plato: huevos de codorniz hervidos, crema de verduras, lonchas de queso, cortes de carne fría, pescado y pan. Luego le llenó una copa de vino. —Gracias —dijo Evie, tan cansada que apenas sabía qué estaba comiendo. Se llevó el tenedor a la boca y cerró los ojos mientras masticaba y tragaba el bocado. Cuando volvió a abrirlos, vio que Sebastian la miraba. Parecía tan cansado como ella, con unas ligeras ojeras. Tenía los pómulos tensos y estaba pálido. La barba, que tendía a crecerle deprisa, le lucía dorada en las mejillas. De algún modo, el endurecimiento de sus rasgos acrecentaba su atractivo al conferir una gracia irregular a lo que, de otro modo, podría haber sido la perfección estéril de una obra maestra de mármol.

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