Leer para comprender

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Como contrapartida, existe tal desconfianza en la capacidad verbal del alumnado que solamente se dejan a su antojo creativo e interpretativo aquellas parcelas del aprendizaje que apenas significan en la evaluación global de aquello que se imparte. Así que, sin ningún ánimo de ofender, preguntamos: ¿se puede enseñar/aprender sin hablar tanto? ¿Es pedirnos demasiado reducir hasta la mitad el tiempo que habitualmente dedicamos a hablar en clase? ¿Creemos realmente que el alumnado no puede llegar a interiorizar términos, conceptos y esquemas a través de un cauce que no sea el de nuestra omnipresente como inevitable palabra? Si, como afirmaba el psicólogo Vigotsky, todo concepto que se enseña, jamás se aprende de verdad, nuestra situación no puede ser más frágil y más vulnerable en lo relativo al desarrollo de la lectura comprensiva, tarea en la que el sujeto tiene que sumergirse personalmente y sin excesivas mediaciones, en el corazón de los textos. Si algo tiene que cambiar en esta situación es, precisamente, eso: convertir los actos que se celebran en el aula en actos de aprendizaje más que de enseñanza. Lo que sabemos los profesores ya lo sabemos. Lo importante consiste en saber qué saben y pueden saber los alumnos con nuestra ayuda. Pero si nuestra mediación se reduce a ofrecer los conocimientos en papilla, triturados, gracias a nuestra tan perfecta como innegable labia, entonces, no lo dudemos, no existirán en verdad situaciones de aprendizaje activo por ningún lado. Y cuando esto suceda, no es que no haya lectura comprensiva, es que ni siquiera habrá aprendizaje. Conviene que nos planteemos cuál es la situación de enseñanza y de aprendizaje más idóneo y más conveniente para el desarrollo de la competencia comprensiva del alumnado. El método verbalista, como no podría ser de otro modo, es muy exuberante en sus manifestaciones. Sin embargo, también es muy homogéneo en sus formas de concretarse. La confianza tradicional que el profesorado tiene en él es origen de muchas confusiones, que rara vez afloran a la superficie y, por tanto, no se cuestionan nunca. Por ejemplo, en contadas ocasiones quien explica sabe bien por qué lo hace, con qué finalidad lo está haciendo y si dicha modalidad explicativa es la que conviene al contenido o conocimiento que trata de transmitir. ¿Por qué casi todos los conocimientos que enseñamos se transmiten mediante el conducto del blablaba? Consideremos que en una explicación, como la que cultivamos la mayoría del profesorado, se mezclan todo tipo de informaciones, racionales y afectivas, impresiones y opiniones, que hacen difícil establecer cuál es el nivel cognoscitivo en que se mueve aquélla. ¿Qué deseamos explicar, un término, un concepto o una teoría? ¿O todo a la vez? ¿Qué queremos que el alumnado asimile?

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