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Nutrición y Vida

Por Sonia Montecino Aguirre

Profesora Titular de la Facultad de Ciencias Sociales, Licenciada en Antropología de la U. de Chile y Doctora en Antropología de la Universidad de Leidenen, Holanda. Ha dirigido el Centro Interdisciplinario de Estudios de Género (CIEG) de la Facultad de Ciencias Sociales y el Archivo Central Andrés Bello, entre otros cargos. Vicerrectora de Extensión, Comunicaciones y RR.PP. de la Universidad de Chile.

omo toda cocina, la chilena es producto de una estructura gestada desde antiguo que ha ido incorporando, desechando, releyendo y adoptando nuevas técnicas, productos y símbolos en un mestizaje permanente que permite, al deconstruirlo, conocer cambios y continuidades en el consumo de ciertos platos. Chile posee una larga tradición cultural, previa a la llegada de los españoles, en la cual los pueblos originarios sembraron una matriz alimenticia ligada a productos, recetas y signos, que marcaron el gusto que tenemos por consumir determinadas preparaciones. Ya en el período prehispánico los contactos entre grupos diversos impactaron en la cocina, emergiendo desde ese entonces una pluralidad de estilos. Un importante influjo, rastreable hasta hoy día, fue la del área andina. La penetración incaica significó un aporte a las tradiciones alimenticias mapuches en la medida en que, por un lado, sus técnicas de cultivo e irrigación permitieron un desarrollo agrícola en el valle central, y por otro,

sus colonias de mitimaes difundieron, seguramente, formas de preparación de ciertos alimentos, como lo atestiguan las actuales denominaciones de ciertos platos. Recordemos que el territorio desde Aconcagua hasta Chiloé fue habitado por este grupo, dominante asimismo en los mestizajes y cruces con los españoles en la zona central y sur. Los mapuches practicaban, sobre todo en la zona sur, más ajena a los influjos incas, la horticultura, la caza y recolección, así como una incipiente ganadería al arribo de los españoles. De acuerdo a Eugenio Pereira Salas (1977) la cocina chilena se nutre de tres tradiciones: la indígena, la española y las extranjeras, especialmente la francesa. En el primer caso, su aporte es a través de las materias primas; en el segundo, en los hábitos y usos culinarios y en el tercero, en ciertas técnicas de preparación y en la “sofisticación” del consumo. Su trabajo nos permite también asomarnos a un conjunto de representaciones que forman parte del imaginario alimenticio chileno. Como por ejemplo, la escena “originaria” en la que Inés de Suárez rescata de la destrucción indígena liderada por 31


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