Brenda day la secretaria del jeque

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—Es mejor no apresurarse. Debemos dejar pasar unos días. La herida está abierta y puedes hacerla más profunda si no tienes cuidado. El rey me mira con ojos suplicantes, haciendo un esfuerzo por calmar mis ánimos. Es un hombre alto y corpulento, pero a mi lado parece pequeño y frágil. Sabe que no puede imponer su autoridad sobre la mía, y que cualquier intento de detenerme por la fuerza será en vano. Nuestras culturas son muy distintas pero sé que nuestro temperamento es muy parecido, y por ello aprecio el esfuerzo que está haciendo por razonar conmigo. Debo refrenar mis impulsos si no quiero perder a Luana para siempre. Es un alivio saber que mi esposa está a salvo con su familia, pero también sé que soy su hombre y ella nunca se sentirá verdaderamente a salvo si no es a mi lado. Según se marchan los invitados permanezco aislado en mi terraza, mirando el horizonte sin luna, maldiciendo a mi estrella que me ha dado a la mujer más especial que he conocido jamás solo para luego quitármela sin piedad dejando un vacío en mi vida. Al día siguiente amanezco con el cuerpo adolorido, pues me he quedado dormido en uno de los sillones de la terraza. En cuanto termino de vestirme ordeno a mi gabinete que se presente en la sala de juntas. He decidido que hoy será un día como cualquier otro en mi reinado. Trabajaré como si nada ocurriera para ocupar mi mente en algo productivo, porque sé que como me detenga a pensar por un segundo en mi esposa no tardaré en derrumbarme. El día transcurre lentamente, arrastrándose sobre su panza como un caracol. Por momentos el dolor me deja respirar, pero enseguida la imagen de Luana invade hasta el último rincón de mi mente y el alma se me vuelve a caer a los pies. Al caer la tarde decido salir a tomar el aire para despejarme y acabo sentado en el borde de la fuente de los deseos, pensando en lo maravilloso que sería si solo bastara con tirar una moneda y pedir un deseo para traer a mi esposa de vuelta. Es entonces cuando noto un extraño resplandor rojizo en el interior de la fuente y me enderezo examinando el agua transparente con atención. Al descubrir el anillo de boda de Luana en el fondo siento un repentino dolor en el pecho, como si una mano invisible me desgarrara para arrancarme el corazón. Casi sin aliento lo recojo y me quedo mirándolo durante un buen rato pensando en nuestra unión sagrada y en como lo he arruinado todo en un instante. Después de guardar el anillo con cuidado regreso abatido a mi despacho. Los días siguientes se me hacen eternos y me siento como si estuviera atrapado dentro de una pesadilla. Cumplo con mis deberes de forma automática sintiendo que la vida ha cesado de tener sentido. Pero me debo a mi pueblo, y a pesar del dolor que me causa la ausencia de mi esposa, debo seguir gobernando. Cada día recibo un informe con noticias de Luana. Varias veces he pedido que se


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