Viaje al centro de la tierra (1)

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"COLECCIÓN CUENTOS CLÁSICOS UNIVERSALES" "Viaje al centro de la tierra" © Empresa Periodistica Nacional S.A Pre-prensa: CECOSAMI Pre-prensa e impresión digital S.A. © QG Editores SAC Av. Los Frutales #344 Ate - Lima 03 - Perú Primera edición Lima, Mayo del 2013 @Julio Verne Edición y adaptación literaria Ilustraciones Diagramación

: Martín Cuesta : Gino Descalzi : Gerardo Espinoza

Producto creado y diseñado por Eduamerica S. A. C. 2013 Av. Gral Santa Cruz 743, Jesús María / Teléfono: 715 8086 E-mail: edicion@eduamerica. com.pe Registro de proyecto editorial N° 31501031300416 Hecho en Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N°2013-07309 ISBN "VIAJE AL CENTRO DE LA TIERRA" N° 978-612-301-846-7 Tiraje: 25,000 Impreso en: QUAD/GRAPHICS PERU S.A. Av. Los Frutales #344 Ate - Lima 03 - Perú Mayo 2013


Indice 1. El enigma que contiene un antiguo manuscrito

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2. Los preparativos para el viaje más extraordinario

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3. Ascenso y descenso por el volcán Sneffels: el inicio del viaje

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4. Descendiendo hacia las profundidades de la Tierra

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5. Descubriendo otro mundo dentro de la Tierra

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6. Huyendo del peligro durante una travesía insólita

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7. Especies del mundo subterráneo: flora y fauna prehistóricas

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8. La erupción del volcán Estrómboli: el final del viaje

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EL ENIGMA QUE CONTIENE UN ANTIGUO MANUSCRITO

El domingo 24 de mayo de 1863, mi tío, el profesor Otto Lidenbrock, regresó precipitadamente a su casa, situada en la calle Kbnig, una de las más antiguas del barrio viejo de Hamburgo. Atravesó el comedor, entrando presuroso en su despacho, y diciéndome con tono imperioso: —yen, Axel! Me precipité en el despacho de mi irascible maestro. Mi tío era un sabio pero egoísta profesor de Mineralogía: enseñaba para él y no para los otros. Imaginen a un hombre alto, delgado, con una salud de hierro y un aspecto juvenil que le hacía aparentar diez arios menos de los cincuenta que contaba. Sus grandes ojos giraban sin cesar detrás de sus amplias gafas; su larga y afilada nariz parecía una lámina de acero. Cuando entré, tenía entre sus manos un libro que contemplaba con profunda admiración.


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—¡Qué libro! ¡Qué libro! —repetía sin cesar. —¡Magnífico! —exclamé yo, con entusiasmo fingido—. ¿Cuál es el título de ese maravilloso volumen? —¡Esta obra —respondió mi tío animándose— es el Heimskringla, de Snorri Sturluson, el famoso autor islandés del siglo XII! ¡Es la crónica de los príncipes noruegos que reinaron en Islandia! Se trata de un manuscrito, ¡y rúnico nada menos! Las runas eran unos caracteres de escritura usada en Islandia. Pero ¿qué haces que no admiras estos caracteres? Iba ya a acercarme, cuando un incidente imprevisto interrumpió la conversación: la aparición de un pergamino sucio que, deslizándose de entre las hojas del libro, cayó al suelo. Mi tío se apresuró a recogerlo. —¿Qué es esto? —exclamó emocionado. Desplegó sobre la mesa el trozo de pergamino; en este había trazados, en líneas transversales, unos caracteres mágicos. El profesor examinó atentamente durante algunos instantes esta serie de garabatos, y al fin dijo quitándose las gafas: —Estos caracteres son rúnicos. Es islandés antiguo... Esto es un criptograma, y su sentido se halla oculto bajo letras alteradas; combinadas de un modo conveniente, formarían una frase inteligible. ¡Estos caracteres ocultan tal vez la explicación de un gran descubrimiento! Alguno de los poseedores de este libro trazó los misteriosos caracteres. ¿No habría escrito su nombre en algún sitio? Mi tío se levantó las gafas, tomó una poderosa lente y pasó minuciosa revista a las primeras páginas del libro. Al dorso de la segunda, descubrió una especie de mancha; examinada de cerca, se distinguían algunos \ ---4' caracteres borrosos, los cuales leyó de corrido:


—¡Arne Salcnussemm! —gritó en son de triunfo—. ¡Es un nombre islandés! ¡El de un sabio del siglo XVI! ¡El de un alquimista célebre! Estos alquimistas hicieron descubrimientos realmente asombrosos. ¿Quién nos dice que este Saknussemm no ha ocultado bajo este ininteligible criptograma alguna sorprendente invención? Miré a mi tío con cierta admiración. —Ahora bien —prosiguió mi tío, dirigiéndose a mí directamente—, me parece indudable que la frase primitiva fue escrita regularmente, y alterada después según cierta clave. Veamos: la primera idea para crear una clave debe ser el escribir verticalmente las palabras; para leer la frase me bastará tomar sucesivamente la primera letra de cada palabra, después la segunda, enseguida la tercera, y así sucesivamente. Tosió fuertemente, y con voz grave y solemne, nombrando una tras otra la primera letra de cada palabra, a continuación la segunda, y así todas las demás, me dictó una serie. Aquellas letras, pronunciadas una a una, no tenían sentido. Un violento puñetazo hizo vacilar la mesa; saltó la tinta y la pluma se me cayó de las manos. —Esto no puede ser —exclamó mi tío, frenético—; ¡esto no tiene sentido común! Y, atravesando el despacho como un proyectil salió hacia la calle. Me pareció lo más prudente quedarme. El viejo documento no se apartaba de mi mente. La cabeza me daba vueltas y me sentía sobrecogido por una vaga inquietud. Presentía una inminente catástrofe. Traté de agrupar las letras de manera que formasen palabras; pero en vano. Luchaba, pues, contra una dificultad insuperable; me asfixiaba y sentía


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necesidad de aire puro. Instintivamente, me abaniqué con la hoja, cuyo anverso y reverso se presentaban de este modo a mi vista. En una de estas vueltas, en el momento de quedar el reverso ante mis ojos, creí ver palabras en latín, como craterem y terrestre, entre otras. Acababa de descubrir la clave del enigma. Podía leerse de corrido tal como me había sido dictado. Extendí la hoja de papel sobre la mesa, puse un dedo sucesivamente sobre cada letra, y, sin titubear, pronuncié en voz alta la frase entera. ¡Qué inmensa estupefacción y terror se apoderaron de mí! ¡Cómo! ¡Lo que yo acababa de leer se había efectuado! Un hombre había tenido la suficiente audacia para penetrar... —¡Ah! —exclamé dando un brinco—. ¡No!, ¡no! ¡Mi tío jamás lo sabrá! Querría repetir semejante viaje sin que nadie lograse detenerlo. Puedo impedir que semejante idea se le ocurra; podría acontecer que descubriese la clave de una manera casual. ¡Destruyámoslo! Quedaban en la chimenea aún rescoldos, y, apoderándome no sólo de la hoja de papel, sino también del pergamino de Saknussemm, iba ya a arrojarlo todo al fuego para destruir tan peligroso secreto, cuando se abrió la puerta del despacho y apareció mi tío en el umbral. Apenas me dio tiempo de dejar otra vez sobre la mesa el malhallado documento. El profesor Lidenbrock parecía en extremo preocupado. Se sentó en su butaca, y empezó a escribir ciertas fórmulas que recordaban los cálculos algebraicos. Seguía con la mirada su mano temblorosa. Trabajó durante tres horas sin hablar, sin levantar la cabeza, borrando, volviendo a escribir. Tras resistir mucho tiempo, me sentí acometido por el sueño, y me dormí.

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Cuando me desperté al día siguiente, el ft: infatigable peón trabajaba todavía. Sus ojos enrojecidos, su tez pálida, sus cabellos desordenados por sus dedos febriles, delataban bien la lucha desesperada que contra lo imposible había sostenido. Entonces me acordé de que algunos arios atrás, en la época en que trabajaba mi tío en su gran clasificación mineralógica, permaneció sin comer cuarenta y ocho horas. Me pareció que nos íbamos a quedar sin almuerzo, como la noche anterior nos habíamos quedado sin cena. Pensé que yo exageraba la importancia del documento, que mi tío no le daría crédito y resolví decir lo que sabía. —Tío —le dije de pronto. Pero él pareció no haberme oído. —Tío Lidenbrock —repetí, levantando la voz. —¿Eh? —respondió como quien se despierta de súbito. —¿Cómo le va con la clave? El profesor me miró por encima de las gafas, me asió enérgicamente del brazo, y, sin poder hablar, me interrogó con la mirada. Yo asentía. —Sí —le dije—... la casualidad ha querido... —¿Qué dices? —exclamó con indescriptible emoción. —Tome —le dije, alargándole la hoja de papel escrita por mí —; lea usted. No tiene sentido si se empieza a leer por el principio; pero si se comienza por el fin... No había terminado la frase, cuando lanzó un grito: —¡Ah, ingenioso Saknussemm! —exclamó—; ¿así que k habías escrito tu frase al revés? Y leyó toda la frase, con la vista turbada y la voz enronquecida de emoción. Se podía traducir así: t "Desciende al cráter del Yocul del Sneffels que la sombra del Scartaris acaricia durante los últimos días de julio, , , . ._ , .... .., 12


audaz viajero, y llegarás al centro de la Tierra, como he llegado yo. Ame Saknussemm". Al leer esto, mi tío pegó un salto. Iba y venía precipitadamente; se oprimía la cabeza entre las manos. Por fin, se calmó y se desplomó en la butaca. —¿Qué hora es? —me preguntó, después de unos instantes de silencio. —Las tres —le respondí. —¡Las tres! ¡Qué atrocidad! Estoy desfallecido de hambre. Después me prepararás mi equipaje. —¿Su equipaje?—exclamé. —Sí; y el tuyo también —respondió, yendo al comedor. Al escuchar estas palabras, un terrible escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Después de la comida, me hizo señas para que lo siguiese a su despacho. Se sentó él a un extremo de su mesa de escritorio y yo al otro. —Axel —me dijo, con una amabilidad poco frecuente en él—, eres un muchacho ingenioso: me has prestado un servicio excelente cuando iba a darme por vencido. Te recomiendo el más absoluto secreto, ¿me entiendes? —Pero ¿hemos de creer que Saknussemm en persona haya realizado el viaje? —Eso ya lo veremos. —Bien —dije algo molesto—; pero permítame formular una serie de objeciones. Ante todo, le agradeceré que me diga qué quieren decir ese Yocul, ese Sneffels y ese Scartaris, de los que nunca oí hablar antes. En enseguida, mi tío buscó un atlas, lo puso sobre la mesa, lo abrió y dijo: —He aquí el mapa de Islandia, que nos va a resolver todas las dificultades. Fíjate en esta isla llena toda de


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volcanes y observa que todos llevan el nombre de Yocul, palabra que significa ventisquero en islandés. Sígueme por la costa occidental de la isla. ¿Ves su capital, Reykiavik? Bien; pues detente un momento debajo del grado 75 de latitud. ¿Qué ves? —Veo una especie de península y un monte que parece surgir del mar. —Pues ese es el Sneffels. —¿El Sneffels? —Sí, una montaña de 5.000 pies de elevación. Una de las más notables de la isla. —¿Qué significa era palabra Scartaris —le pregunté—, y, qué tiene que ver todo los últimos días de julio? —El Sneffels está formado por varios cráteres, y Saknussemm debía indicar cuál de ellos conducía al centro de la Tierra. Advirtió que durante los últimos días de junio, uno de los picos de la montaña, el Scartaris, proyectaba su sombra hasta la abertura del cráter, y consignó en el documento este hecho. Dicho esto, guarda el más impenetrable sigilo acerca de todo para que a nadie se le ocurra la idea de descubrir antes que nosotros el centro de nuestro planeta. Tal fue el final de esa memorable sesión. LOS PREPARATIVOS PARA EL VIAJE MÁS EXTRAORDINARIO Mi tío empleó la tarde en adquirir una serie de objetos y utensilios necesarios para nuestro viaje: instrumentos de física, aparatos eléctricos, armas y municiones. Durante la noche, la pasé soñando con precipicios enormes. Me veía caer incesantemente al fondo de ellos.


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Me desperté a las cinco rendido de emoción y de fatiga. Me levanté y bajé al comedor. Mi tío se hallaba ya sentado a la mesa y comía con devorador apetito. No despegué mis labios ni me fue posible comer. A las cinco, se detuvo en nuestra puerta un espacioso coche que había de conducirnos a la estación del ferrocarril. Se llenó con los bultos de mi tío. Fuimos a sentarnos, y los dos caballos, excitados por los silbidos del cochero, se lanzaron a galope por la carretera. El día 13 de junio fondeaba la goleta en que nos embarcamos desde Dinamarca delante de Reykiavik, en la bahía de Faxa. Entonces salió el profesor de su camarote, con la satisfacción retratada en su semblante. Antes de dejar la cubierta me llevó hasta la proa; mostrándome en la parte norte de la bahía una elevada montaña que remataba en dos picos, me dijo entusiasmado: —1E1 Sneffels! ¡Ahí tienes el Sneffels! Y después de haberme recomendado con un gesto que guardase el más impenetrable silencio, bajó al bote que nos aguardaba. Yo le seguí cabizbajo y nuestros pies no tardaron en pisar el suelo de Islandia. De improviso, apareció el gobernador de la isla, el barón de Trampe en persona. El profesor le entregó unas cartas de recomendación que traía de Hamburgo; el gobernador se puso por completo a las órdenes del profesor Lidenbrock. También conocimos al señor Fridriksson, catedrático de ciencias naturales de la escuela de Reykiavik, cuya ayuda nos fue de gran valor. Puso a nuestra disposición dos habitaciones de su vivienda, y pronto estuvimos instalados allí. Durante la cena, mi tío comió con suma avidez. Habló de cuestiones científicas con el señor Fridriksson.


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/ De repente, este lo interrogó sobre nuestros proyectos. y —Creo —dijo el señor Fridriksson— que no se . ausentará usted de la isla sin haber estudiado las riquezas mineralógicas. Existen numerosas montañas, ventisqueros y volcanes que es necesario estudiar. Sin ir más lejos, mire usted ese monte que en el horizonte se eleva: ¡es el Sneffels! Uno de los volcanes más curiosos y cuyo cráter raramente se visita. —¿Se encuentra apagado? —preguntó mi tío. —Apagado hace ya quinientos arios. —Pues bien —respondió mi tío—, deseo empezar mis estudios por ese Saffel... o Fessel... ¿cómo le llama usted? —Sneffels —respondió el señor Fridriksson. —Sí —dijo mi tío—; procuraremos escalar ese Sneffels, y hasta estudiar su cráter tal vez. —Tendrá usted que ir por tierra, contorneando la costa, lo que será más largo, pero más interesante. —Bueno. Veré de procurarme un guía. —Precisamente puedo ofrecerle a usted uno. —¿Un hombre inteligente y fiable? —Sí, un habitante de la península. Es un hábil cazador de gansos, que le será de mucha ayuda. Habla perfectamente el danés. —¿Y cuándo podré verle? —Mañana, si usted quiere. Esta importante conversación terminó algunos -. instantes después dando el profesor alemán las más 'It , expresivas gracias al profesor islandés. Al día siguiente, cuando me desperté, oí que mi tío charlaba en la habitación inmediata. Conversaba en danés con un hombre de elevada estatura y constitución vigorosa. Sus ojos soñadores y azules me parecieron

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inteligentes y sencillos. Su voluminosa cabeza se hallaba cubierta por una larga cabellera de un color rubio que caía sobre sus espaldas atléticas. Todo en él revelaba temperamento sosegado, aunque no indolente. Este personaje se llamaba Hans Bjelke; se dedicaba a la caza del ganso. Venía recomendado por el señor Fridriksson; era nuestro futuro guía. Según lo acordado, Hans se comprometió a conducirnos a la aldea de Stapi, al pie del mismo volcán. Perfecto conocedor de aquella parte de la costa, prometió conducirnos por el camino más corto. Su compromiso con mi tío no expiraba a nuestra llegada a Stapi; permanecería a su servicio todo el tiempo que exigiesen nuestras excursiones científicas. Se fijó la partida para el día 16 de junio. —He aquí un hombre famoso —exclamó— mi tío al verle ir—; pero lo que menos sospecha es el maravilloso papel que el porvenir le reserva. —¿Nos acompañará hasta el final? —le pregunté. —Sí, hasta el centro de la Tierra. Realizamos los preparativos para el ascenso. Ordenamos cada objeto del modo más ventajoso: los instrumentos a un lado, las armas al otro, las herramientas en este paquete, los víveres en aquel otro. Para completar nuestros artículos llevamos un botiquín portátil y los aparatos de Ruhmkorff, que se hacen luminosos produciendo una luz continua y blancuzca. Al día siguiente, quedaron terminados todos los preparativos. El señor Fridriksson nos estrechó las manos. Mi tío le dio, en islandés, las gracias más expresivas por su amable hospitalidad.


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ASCENSO Y DESCENSO POR EL VOLCÁN SNEFFELS: EL INICIO DEL VIAJE Después de varios días de marcha, llegamos a Stapi. Este es un lugar compuesto de unas treinta chozas, edificado sobre un mar de lava. Hans nos había conducido con probada inteligencia, y me tranquilizaba la idea de que nos seguiría acompañando. Nos hospedamos en unavivienda poco hospitalaria. Al día siguiente, comenzaron los preparativos. Contrató Hans tres islandeses que reemplazarían a los caballos que transportaron nuestra carga; una vez llegados al fondo del cráter, debían dejarnos a los tres. Al día siguiente, nos esperaba Hans con sus compañeros cargados con nuestros víveres, utensilios e instrumentos. Dio la serial de partida, y algunos instantes después habíamos salido de Stapi. Tiene el Sneffels 5,000 pies de elevación. Desde nuestro punto de partida no se podían ver sus dos picos proyectándose sobre el fondo grisáceo del cielo. Marchábamos en fila, precedidos del cazador, quien nos guiaba por estrechos senderos. El camino se hacía cada vez más difícil; el terreno subía, las rocas oscilaban y era preciso caminar con mucho cuidado para evitar caídas peligrosas. Mi tío permanecía siempre lo más cerca posible; no me perdía de vista, y, en más de una ocasión, encontré un sólido apoyo en su brazo. Los islandeses, a pesar de ir cargados, trepaban con agilidad asombrosa. Tres fatigosas horas de marcha se invirtieron tan sólo en llegar a la falda de la montaña. Allí dio Hans la señal de detenerse, y almorzamos frugalmente.



las vertientes del Sneffels. En algunos parajes, estas formaban con el horizonte un ángulo de 36°. Era imposible trepar por allí, así que decidimos rodear estos obstáculos. Afortunadamente, tras una hora de trabajos, descubrieron nuestros ojos una especie de escalera que simplificó nuestra ascensión. Estaba formada por uno de esos torrentes de piedras arrojadas por las erupciones. A las siete de la tarde habíamos ya subido los dos mil peldaños que tiene esta escalera, y dominábamos un saliente de la montaña. Hacía un frío espantoso y el viento soplaba con fuerza. Me hallaba agotado, pero Hans no consideró prudente pasar la noche en la vertiente del cono. Proseguimos nuestra ascensión en zigzag; empleamos aún cerca de cinco horas en recorrer los 1.500 pies que nos quedaban que subir todavía. Yo no podía más; me moría de frío y de hambre. El aire un tanto enrarecido no bastaba a mis pulmones. Por fin, a las once de la noche, en plena obscuridad, llegamos a la cumbre del Sneffels. Cenamos rápidamente y se acomodó cada cual todo lo mejor que pudo. Sin embargo, mi sueño fue muy tranquilo. A la mañana siguiente nos despertó, medio helados, un aíre bastante vivo; el sol brillaba espléndidamente. Abandoné mi lecho de granito y me fui a disfrutar del magnífico espectáculo que se desarrollaba ante mi vista. Veía los valles profundos cruzarse en todos sentidos, ahondarse los precipicios a manera de pozos, convertirse los lagos en estanques y en arroyuelos los ríos. A mi derecha se sucedían innumerables ventisqueros y multiplicados picos, algunos aparecían coronados por un penacho de humo.


El cráter del Sneffels tenía forma de cono invertido, cuyo orificio tendría media legua de diámetro. Sus pendientes eran bastante suaves y permitían llegar fácilmente a su parte inferior. A mediodía llegamos al fondo del cráter; allí se abrían tres chimeneas a través de las cuales arrojaba el foco central sus lavas y vapores en las épocas de las erupciones. De repente, mi tío lanzó un grito; yo me estremecí, temiendo que se hubiera resbalado y hubiese desaparecido en alguna de las simas. Pero no; lo vi en seguida con los brazos extendidos y las piernas abiertas, de pie ante una roca de granito. —¡Axel! ¡Axel! —exclamó—. ¡Ven! ¡Ven!¡Mira! Y, participando de su asombro, leí sobre la superficie de una roca, grabado en caracteres rúnicos medio gastados, ese nombre mil veces maldito: —¡Arne Saknusemm! —exclamó—; ¿dudarás todavía? Hans dormía tranquilamente al pie de una roca. Los islandeses ya se habían ido. Siguiendo el ejemplo del guía, me entregué a un profundo sueño. Así transcurrió aquella primera noche en el fondo del cráter. A la mañana siguiente, un cielo gris, nebuloso y pesado se extendía sobre el vértice del cono. Mi tío estaba enfurecido, pues la ruta explorada por Saknussemm debía reconocerse cuando la sombra del Scartaris acariciara sus bordes durante los últimos días del mes de junio. Oculto el sol, toda sombra era imposible. Estábamos a 25 de junio. Si el cielo permanecía cubierto seis días más, sería necesario aplazar la observación otro ario. El 26 transcurrió igual. Mi tío ya no podía contenerse. Al día siguiente, el cielo permaneció también cubierto; pero el domingo 28 de junio, el antepenúltimo


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del mes, varió el tiempo. El sol derramó sus rayos en el interior del cráter. La sombra del Scartaris se dibujó como una arista viva y comenzó a girar de una manera insensible. Mi tío giraba con ella. A mediodía, vino a tocar el borde de la chimenea central. —¡Esta es! ¡Esta es! Al centro de la Tierra —exclamó el profesor entusiasmado. DESCENDIENDO HACIA LAS PROFUNDIDADES DE LA TIERRA Íbamos a comenzar el verdadero viaje. Las paredes del pozo por el cual debíamos descender presentaban numerosas salientes que debían facilitar el descenso. Mi tío desenrolló una cuerda de cuatrocientos pies de longitud; dejó caer primero la mitad, la arrolló después alrededor de un saliente que la lava formaba, y echó al pozo la otra mitad. Así podíamos bajar todos conservando en la mano las dos mitades de la cuerda. —Ahora —dijo mi tío—, ocupémonos del equipaje. Vamos a dividirla en tres fardos, y cada uno de nosotros nos amarraremos uno a la espalda. Hans va a encargarse de las herramientas y de la tercera parte de las provisiones; Axel, de otro tercio de éstas y de las armas; y yo, del resto de los víveres y de los instrumentos. En medio de un profundo silencio turbado sólo por la caída de rocas que se precipitaban en el abismo, descendimos en este orden: Hans, mi tío y yo. Nuestro descenso no se interrumpía un solo instante. Las piedras desprendidas de las paredes se hundían produciendo algo de estruendo. Se oyó la voz de mi tío.


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— Alto! Hemos llegado ya —dijo éste. f —¿Adónde? —pregunté yo, resbalando a su lado. —Al fondo de la chimenea perpendicular. —¿No hay, entonces, otra salida? —Sí, una especie de corredor que entreveo, y que se dirige oblicuamente hacia la derecha. Mañana continuaremos. Cenemos ante todo y dormiremos después. A las ocho de la mañana nos despertó un rayo de luz. —Y bien, Axel —me dijo mi tío, frotándose las manos—, ¿qué dices a todo esto? ¿Has pasado jamás una noche más apacible en nuestra casa? —En el fondo de estos pozos estamos muy tranquilos; pero esta misma calma tiene algo de espantoso. —iVarnos! —exclamó mi tío—, si te asustas tan pronto, ¿cómo estarás más tarde? Solo hemos llegado al suelo de la isla. Este largo tubo vertical, que finaliza en el cráter, se detiene aproximadamente al nivel del Océano. . —Pero ¿no es de temer —insinué yo— que esta presión creciente llegue a sernos insoportable? —No. Descenderemos lentamente, y nuestros pulmones se habituarán a respirar una atmósfera más comprimida. No perdamos un instante. Hay que alimentarnos como personas que tienen por delante una larga jornada. Cuando terminamos el profesor afirmó: —Ahora, Axel, es cuando vamos a sepultarnos realmente en las entrañas del globo. Este es el momento preciso en que empieza el descenso hacia el centro de la Tierra. \5 Dicho esto, tomó con una mano el aparato de Ruhmkorffy una luz bastante viva disipó las tinieblas de la galería. Cada cual cogió su fardo. Hans se encargó de empujar , , por delante de sí el paquete de las ropas y las cuerdas, y entramos en la galería.

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Toda la dificultad del camino consistía en no deslizarse con demasiada rapidez por aquella pendiente de más o menos 450 de inclinación. Por fortuna, ciertas abolladuras y erosiones servían de peldaños. Por la noche, a eso de las ocho, dio la serial de alto. Nos hallábamos en una especie de caverna. Esparció Hans algunas provisiones sobre un bloque de lava, y todos devoramos con excelente apetito. Sin embargo, una idea me inquietaba: habíamos ya consumido casi la mitad de nuestras provisiones de agua. Mi tío contaba con rellenar nuestras vasijas en los manantiales subterráneos; pero no habíamos tropezado con alguno, y decidí llamar su atención sobre ese asunto. — Je sorprende esta falta de manantiales? —me dijo. —Sin duda, pues ya no tenemos mucha agua. —Tranquilízate, Axel; encontraremos agua cuando hayamos salido de esta envoltura de lava. Al día siguiente, a las seis, reanudamos nuestro descenso. Continuamos por la galería de lava, verdadera rampa natural. Así prosiguió la marcha hasta las doce. — Ah! —exclamó mi tío—, hemos llegado al extremo de la chimenea. Nos hallábamos en el centro de una encrucijada, en la que desembocaban dos caminos, sombríos y estrechos. Mi tío designó con la mano el túnel del Este. A las seis de la tarde, tras un paseo poco fatigoso, mi tío dio la serial de descanso. — Todo estaría bien si no faltara el agua —le recordé. —Entonces nos pondremos a media ración, Axel. En efecto, era preciso economizar este líquido, pues nuestra provisión no podía durar más días; el odre del guía, lleno solamente a medias, era lo único que


quedaba para apagar la sed de tres hombres. Comimos charlar demasiado y nos dormimos. A la mañana siguiente, reanudamos la marcha, a lo largo de una galería cubierta de lava. Durante todo el día, nos mostró la galería sus interminables arcadas. Caminábamos casi sin despegar nuestros labios. Tras una jornada durante la cual empecé a experimentar los tormentos de la sed, cesamos nuestro viaje. Hans preparó algunos alimentos. Yo apenas probé bocado y bebí las escasas gotas de agua de mi ración. —Mañana no tendremos una gota —le dije a mi tío —Y valor, ¿tampoco tendremos? —exclamó, dirigiéndome una mirada severa. No me atreví a contestarle. Partimos al día siguiente. Como lo había previsto, faltó el agua por completo al finalizar la jornada. La temperatura ambiente me parecía sofocante. Más de una vez estuve a punto de caer. Entonces hacíamos alto, y mi tío y el islandés me animaban lo mejor que podían. Pero llegó el instante en que no pude avanzar más. Me desplomé extenuado y quedé profundamente dormido. Luego sentí que mi tío se aproximó. —¡Pobre criatura! —murmuró con acento de piedad. Le vi entonces coger la vasija que llevaba colgada de la cintura, y con gran asombro mío, me la aproximó a los labios, diciéndome: —Bebe. ¡Un sorbo de agua, el último! Lo guardaba como un tesoro precioso. Todo el día tuve que refrenar los deseos de bebérmela; pero lo reservé para ti. Un sorbo de agua exquisita humedeció mis labios, y bastó para devolverme las fuerzas. —¡Gracias! ¡Gracias! —exclamé.


—Ahora escuch agua es el único de mis proyectos. Es posible que tengamos más suerte siguiendo este túnel, pues mientras dormías ahí he ido a reconocer la galería. Se hunde directamente en las entrañas del globo. Solo te pido un día; si transcurrido este plazo no he logrado encontrar el agua que nos falta, te juro que volveremos a la superficie de la Tierra. —Está bien —respondí—. Sólo dispone de algunas horas para probar su suerte. Al día siguiente, emprendimos en seguida el descenso. Sin embargo, dieron las ocho de la noche y el agua no había parecido. Yo padecía horriblemente, a pesar de lo cual me sobreponía para no obligar a mi tío a detenerse. Por fin me abandonaron las fuerzas. —¡Socorro, que me muero! —exclamé y caí inconsciente. Mi tío volvió sobre sus pasos. Me contempló y pronunció estas palabras fatídicas: —¡Todo se ha acabado! Así parecía, pues estando yo en tal estado de debilidad él no concebía que yo regresara a la superficie. Transcurrieron varias horas. Un silencio profundo reinaba. Sin embargo, en medio de mi sopor, creí percibir un ruido. Miré con mayor atención y me pareció ver que desaparecía el islandés con su lámpara en la mano. No sabía a dónde encaminaba sus pasos, si trataría de abandonarnos. Mi tío dormía. —¡Hans nos abandona! —exclamé—. ¡Hans! ¡Hans! Sin embargo, su partida no podía ser una fuga. En vez de ir hacia arriba, se internaba más en la galería. Sólo un grave motivo pudo sacar de su reposo al pacifico Hans. Por fin, escuché ruido de pasos en


,gresaba• Una luz comenzó a reflejarse sobre las paredes; tras ella, apareció el guía. Se aproximó a mi tío, y le despertó con cuidado. Mi tío se levantó, preguntando: —¿Qué ocurre? ¿Qué sucede? —Watten —respondió el cazador. Yo ignoraba en absoluto su idioma; sin embargo, entendí instintivamente la palabra. —¡Agua! ¡Agua! —exclamé alegre. —¡Agua! —repitió mi tío—. Hvar?—preguntó al islandés. —Neat! —respondió éste. ¿Dónde? ¡Allá abajo! Todo lo comprendí. Breves fueron los preparativos de marcha, internándonos en seguida por el corredor. Percibimos un insólito ruido que se transmitía a lo largo de las paredes de granito de la galería, una especie de mugido sordo. —Hans no se ha equivocado —me dijo mi tío—; ese rumor que oyes es el mugido de un torrente. Un río subterráneo circula en torno a nosotros. Apresuramos el paso. Yo pasaba a cada instante la mano por la roca, esperando hallar en ella señales de filtración o humedad. Hans se detuvo en el preciso lugar donde el torrente parecía estar más próximo. Tomó la lámpara y se dirigió a la pared. Aplicó el oído a la piedra seca y lo paseó por ella lentamente; buscaba el punto preciso en que se oyera con más claridad el ruido del torrente. Por fin, encontró este punto en la pared lateral de le izquierda y cogió en sus manos el pico para horadar la roca. —¡Salvados! —grité—, ¡salvados! —Sí —repitió mi tío con júbilo—. ¡Hans tiene razón! GLL./101.11,J.

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El guía, tranquilo y moderado, desgastó poco a poco la roca mediante una serie de pequeños golpes repetidos, hasta abrir un orificio. Se oyó de repente un silbido, y surgió del orificio, con violencia, un gran chorro de agua que fue a estrellarse contra la pared opuesta. Hans, medio derribado por el choque, no pudo reprimir un grito de dolor. Cuando sumergí mis manos en el líquido, lancé a mi vez una exclamación; pues el agua estaba hirviendo. —¡Agua a 1000 de temperatura! —exclamé. — Ya se enfriará! —me respondió mi tío. En efecto, no tardamos en gustar nuestros primeros sorbos. ¡Oh, qué placer tan grande! Aunque caliente aún, me devolvía la vida. Yo bebía sin descanso. —¡Qué problema nos ha resuelto —exclamé—. Propongo que le demos su nombre a este arroyuelo. —Me parece muy bien —exclamé yo. Y quedó bautizado el arroyo con el nombre de Hans-Bach. Hans no se envaneció. Después de apagar su sed, se recostó con su calma acostumbrada. —Dejemos correr esta agua, porque al descender siguiendo su curso natural, nos servirá de guía; además calmará nuestra sed. Ahora hay descansar —dijo mi tío. Satisfecha la sed y el apetito, no tardamos en sumirnos los tres en un profundo sueño. Al día siguiente no nos acordábamos ya de nuestros dolores pasados. Se reanudó la marcha a las ocho de la mañana. La galería de granito presentaba inesperados recodos como un laberinto. La galería se deslizaba casi horizontalmente con poco declive. Mi tío renegaba de la horizontalidad del camino. El arroyo corría murmurando a nuestros pies.


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Entonces se abrió un pozo imponente. Mi tío por fin pudo manifestar alegría, calculando la rapidez de sus pendientes. Bajamos por una especie de escalera que parecía obra de la mano del hombre. Durante los siguientes días no ocurrió ningún incidente digno de ser mencionado más que un solo hecho de suma gravedad. Yo marchaba delante; mi tío llevaba uno de los aparatos de Ruhmkorff, y yo el otro; con él me entretenía en examinar las capas de granito. De repente, al volverme, vi que me estaba solo. "Bueno", pensé, "he caminado muy de prisa, o tal vez el profesor y Hans se han detenido en algún sitio. Voy a regresar con ellos". Caminé durante un cuarto de hora sin encontrar a nadie. Llamé, y no me respondieron. Un silencio extraordinario reinaba en la inmensa galería. Me detuve sin atreverme a creer en mi aislamiento. "Veamos: puesto que no existe más que un camino seguramente debo encontrarlos. Bastará con seguir retrocediendo", pensaba yo. "Además tengo un medio seguro de no extraviarme: mi fiel arroyo. Bastará que remonte su curso para dar con las huellas de mis compañeros". Me agaché para refrescarme con el Hans-Bach, pero en vez de su agua tibia y cristalina encontraron mis dedos un suelo seco y áspero. ¡El arroyo no corría ya a mis pies! Me hallaba enterrado vivo, con la perspectiva de morir de hambre y de sed. ¿Debería descender o subir? Subir sin duda. Así llegaría al punto donde me había separado del arroyo. Me levanté decidido, y empecé a subir la pendiente de la galería. Trataba de reconocer el camino por la forma del túnel, por los picos salientes de las rocas; pero ninguna señal me llamó la atención. Era un callejón sin


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al llegar a su fin, tropecé contra un muro impenetrable y caí sobre la roca. Mi esperanza acababa de estrellarse contra aquella muralla de granito. Mi lámpara, en mi caída, se había estropeado, y no tenía manera de repararla. Su luz palidecía por momentos; veía debilitarse la corriente luminosa. Por fin lució en la lámpara un último resplandor, y quedé sumergido en las más espantosas tinieblas. ¡Qué grito tan terrible se escapó de mi pecho! ¡Iba a morir de la manera más espantosa! Entonces perdí la cabeza. Me levanté con los brazos extendidos hacia adelante, buscando a tientas y dando traspiés dolorosos; luego eché a huir precipitadamente, descendiendo siempre, llamando, gritando, magullado por los salientes de las rocas, cayendo y levantándome ensangrentado... Al cabo de varias horas, agotado por completo, el terreno faltó bajo mis pies, y me sentí caer, rebotando sobre las asperezas de una galería vertical, de un verdadero pozo. Mi cabeza chocó contra una roca aguda, y perdí el conocimiento. DESCUBRIENDO OTRO MUNDO DENTRO DE LA TIERRA Cuando reaccioné, me encontré tendido sobre unas mantas. Mi tío estaba al lado. A mi primera mirada, lanzó un grito de júbilo. —¡Vive! ¡Te has salvado! —exclamó abrazándome. Llegó Hans: y sus ojos delataron una viva satisfacción. —God dag —dijo. —Buenos días, Hans, buenos días —murmuré—. Y ahora, tío, dígame usted dónde nos encontramos.


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—Mañana, Axel, mañana. Hoy estás demasiado débil aún. Duerme, y mañana lo sabrás todo. La verdad es que estaba muy débil, y mis ojos se cerraban involuntariamente. A la mañana siguiente, cuando me desperté, paseé la mirada a mi alrededor. Mi lecho, formado con todas las mantas, se hallaba instalado en una gruta preciosa, cuyo suelo se hallaba recubierto de finísima arena. Aunque no había alguna lámpara, penetraban ciertos inexplicables fulgores procedentes del exterior. Oía, además, un murmullo indefinido y vago, semejante al que producen las olas al reventar en la playa, y a veces percibía también algo así como el silbido del viento. Cuando pensaba en esto, se acercó mi tío. —Buenos días, Axel —me dijo alegremente—. Espero que te sientas bien. Hans ha frotado tus heridas con un maravilloso ungüento y se han cicatrizado con una rapidez prodigiosa. Mientras hablaba, me presentaba alimentos que yo devoraba, y, entretanto, no cesaba de hacerle preguntas. Supe que mi providencial caída me había conducido a la extremidad de una galería casi perpendicular, y cómo había llegado en medio de un torrente de piedras, que me transportó hasta los brazos de mi tío, en los cuales caí ensangrentado y exánime. —¿No hemos vuelto a la superficie del globo? Entonces, estoy loco, porque veo la luz del día y oigo el ruido del viento que sopla y del mar que revienta en la playa. —Sí, sí. Descansa hoy, y nos embarcaremos mañana. — Embarcarnos! Esta palabra me hizo dar un gran salto. Mi curiosidad se excitó de una manera asombrosa. En vano trató mi

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tío de retenerme en el lecho. Me vestí rápidamente, me envolví en una manta y salí de la gruta en seguida. Al principio no vi nada. Acostumbrados mis ojos a la obscuridad, se cerraron bruscamente al recibir la luz. Cuando pude abrirlos de nuevo, me quedé maravillado. — El mar! —exclamé. —Sí —respondió mi tío—, el mar de Lidenbrock. Y me vanaglorio al pensar que ningún navegante me disputará el derecho de darle mi nombre. Una vasta extensión de agua, el principio de un lago o de un océano, se prolongaba más allá del horizonte visible. La orilla, sumamente escabrosa, estaba conformada por una arena fina, dorada, sembrada de esos pequeños caparazones donde vivieron los primeros seres de la creación. Era un verdadero océano, con el caprichoso contorno de sus playas terrestres, pero desierto y de un aspecto espantosamente salvaje. Mi mirada podía pasearse sobre aquel mar gracias a una claridad especial; esta tenía un origen eléctrico. La bóveda suspendida encima de mi cabeza parecía formada por grandes nubes que cambiaban continuamente de forma. Creía yo que, bajo una presión atmosférica tan grande, era imposible la evaporación del agua; pero, por alguna ley física, gruesas nubes cruzaban el aire. Mi tío, acostumbrado ya a aquellas maravillas, no daba muestras de asombro. —¿Sientes fuerzas para pasear un poco? —me preguntó. —Sí. Por cierto —le respondí—, y nada me será tan agradable. —Pues bien, cógete a mi brazo, y caminemos. Acepté inmediatamente, y empezamos a costear aquel nuevo océano.


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( —¿Qué longitud le calcula usted al mar de Lidenbrock? —le pregunté al profesor. —Treinta o cuarenta leguas. Iba a seguir preguntándole sobre esta masa de agua, pero en aquel momento solicitó mi atención un inesperado espectáculo. A la vuelta de un promontorio, se presentó ante nuestros ojos una selva frondosa y espesa, formada de árboles de medianas dimensiones, en forma de perfectos quitasoles, de bordes geométricos. Mi tío mencionó su verdadero nombre. —Esto no es otra cosa —me dijo— que un bosque notabilísimo de hongos. Pero la vegetación no era sólo de hongos. Más lejos se elevaba un gran número de otros árboles de descolorido follaje. Eran los humildes arbustos de la tierra dotados de fenomenales dimensiones. —iMaravilloso, magnífico, espléndido! —exclamó mi tío— He aquí las humildes plantas que adornan nuestros jardines convertidas en árboles. Después de contemplar por espacio de una hora aquel maravilloso espectáculo, emprendimos otra vez el camino de la playa para regresar a la gruta. Pensando las más extrañas ideas, me dormí profundamente. Al día siguiente, me desperté completamente curado. Pensé que un bario me sería altamente beneficioso, y me fui a sumergir en las aguas de aquel mar. Volví a la gruta a reunirme con mis compañeros. Tenía otras preguntas que hacerle a mi tío —¿A qué profundidad nos hallamos? —A treinta y cinco leguas de profundidad. —Y dígame ¿cuáles son sus proyectos? ¿No piensa usted regresar a la superficie?


—¿Regresar? ¡Qué disparate! Por el contrario, pienso proseguir nuestro viaje. Sin embargo, no veo el medio de —Ah! 1. —dije—. • penetrar en esta llanura líquida. —Eso está listo. Nos embarcaremos en una balsa. Dicho esto, me llevó a un lugar donde Hans estaba trabajando. Con gran sorpresa, contemplé sobre la arena una balsa, ya medio terminada, construida con vigas de una madera especial: madera fósil. Al anochecer del siguiente día, gracias a la habilidad de Hans, estaba terminada la balsa, que medía diez pies de longitud por cinco de ancho. Una vez lanzada al agua, la improvisada embarcación flotó tranquilamente sobre las olas del mar de Lidenbrock. HUYENDO DEL PELIGRO DURANTE UNA TRAVESÍA INSÓLITA El 13 de agosto nos levantamos muy de mañana. A las seis, dio el profesor la serial de embarcar. Los víveres, los equipajes, los instrumentos, las armas y una gran cantidad de agua dulce habían sido acomodados encima de la balsa. Largamos la amarra que nos sujetaba a la orilla, orientamos la vela y nos alejamos con rapidez. Al salir del puerto, mi tío, que asignaba una gran importancia a la nomenclatura geográfica, quiso darle mi nombre. Quedó bautizado como puerto Axel. La brisa soplaba del Noreste, lo cual nos permitió navegar viento en popa a una gran velocidad. No tardamos en perder de vista la playa. Al cabo de una hora, pudo mi tío darse cuenta de la velocidad que llevábamos.


inuuu avanzaremos lo menos treinta leguas cada veinticuatro horas, y no tardaremos en ver la orilla opuesta. Sin responder, fui a sentarme en la parte delantera de la balsa. Me quedé pensando en las plantas que encontramos en la costa. Tal vez durante la travesía encontremos también algunos de esos saurios que la ciencia ha sabido rehacer con un fragmento de hueso o de cartílago. Examiné el mar. Estaba desierto. Al día siguiente, el mar conservaba su monótona uniformidad. No se veía tierra alguna. Mi tío estaba de mal humor; escudriñaba con su anteojo. —¿Está usted inquieto, tío? —le pregunte al ver la frecuencia con que se echa el anteojo o la cara. —Para ello no faltan motivos. —Sin embargo, marchamos con una velocidad... —¿Qué me importa? Lo que me preocupa a mí no es que el mar es muy grande. Luego mi tío ató un pico al extremo de una cuerda, y dejó bajar doscientas brazas al mar, sin encontrar fondo. Cuando subimos a bordo el pico, me hizo notar Hans unas señales claramente marcadas. Se diría que este trozo de hierro había sido vigorosamente oprimido entre dos cuerpos duros. Yo miré al cazador. —Tánder! —me dijo. Abriendo y cerrando varias veces la boca, me hizo comprender su pensamiento. —¡Dientes! —exclamé asombrado, examinando con más atención la barra de hierro. ¡Sí! ¡Son dientes cuyas puntas han quedado impresas en el duro metal ¿Será un monstruo perteneciente a alguna especie extinguida que se agita

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en las profundidades del mar? Mis ojos se fijaron con espanto en el mar. Ya ciertos remolinos en la superficie del agua denunciaban la agitación de sus capas interiores. El peligro se aproximaba. Era preciso vigilar. Llegó la noche. Hans gobernaba el timón; mientras mi tío hacía su guardia, yo dormía. Dos horas después, me despertó una sacudida espantosa. La balsa había sido empujada fuera del agua con indescriptible violencia y arrojada a veinte toesas de distancia. —¿Qué ocurre? —exclamó mi tío. Hans señaló con el dedo, a una distancia de doscientas toesas, una masa negruzca que se elevaba y se agachaba sucesivamente. Yo miré en la dirección indicada, y exclamé: —¡Hay una bestia que nada alrededor de nosotros! —Tra —dijo Hans con calma. —¡Cómo! ¡Dos! —respondí alterado —Y tiene razón —exclama mi tío. El primero es el ictiosauro, el más temible de los animales antediluvianos. —¿Y el otro? —El otro es el plesiosauro, su implacable enemigo. La longitud del ictiosauro no es inferior a cien pies. Sus mandíbulas son enormes, y, según los naturalistas, no posee menos de 182 dientes. El plesiosauro, serpiente de tronco cilíndrico, tiene la cola corta y las patas dispuestas en forma de remos. Su cuerpo se halla revestido de un enorme carapacho, y su cuello flexible se eleva treinta pies sobre las olas. Permanecimos atónitos ante aquellos monstruos marinos. El menos voluminoso de ellos destrozaría la balsa de una sola dentellada. Hans quería virar para esquivarlos, pero era imposible huir. Estos reptiles se

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aproximaron; dieron vueltas alrededor de la balsa con gran velocidad, y trazaron en torno de ella círculos concéntricos. ¡Ya venían hacia nosotros! Las dos bestias pasaron a cincuenta toesas de la balsa, se precipitaron una sobre la otra y su furor no les permitió vernos. Se atacaron con indescriptible furia. Levantaron montañas de agua que llegaron hasta la balsa, y nos pusieron a punto de zozobrar. Transcurrieron una hora, dos, y continuaba la lucha con el mismo encarnizamiento. Los combatientes se aproximaban a la balsa unas veces y otras se alejaban de ella. De repente, desaparecieron produciendo un enorme remolino. Una enorme cabeza se distinguió fuera del agua: la cabeza del plesiosauro. El monstruo estaba herido de muerte. Su largo cuello se levantaba, se abatía, se volvía a levantar, azotaba la superficie del mar como un látigo gigantesco; pero pronto finalizó su agonía y se extendió como una masa inerte. El viento que soplaba con bastante fuerza nos permitió huir rápidamente del teatro del combate. Horas después, mi tío, a quien los incidentes del combate habían hecho olvidar de momento sus absorbentes ideas, volvió a examinar el mar con la misma impaciencia. El viaje recobró su uniformidad monótona. Al día siguiente, el tiempo amenazaba cambiar. La atmósfera se cargó de vapores y descendieron sensiblemente las nubes. —Mal tiempo se prepara —le comenté a mi tío. El profesor no respondió. Contestó a mis palabras encogiéndose de hombros. —Tendremos tempestad —dije yo, señalando con la mann cd linri7rmtp A

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No había acabado aún de pronunciar estas palabras, cuando cambió de improviso el aspecto del horizonte: los vapores acumulados se transformaron en lluvia, y el viento se convirtió en huracán. La balsa se levantaba dando saltos, que me hicieron caer. Mi tío se arrastró hacia mí. Hans no se mueve siquiera. La vela se distendió, como una burbuja próxima a reventar. El palo, sin embargo, resistía. La balsa avanzaba con una velocidad que no pude calcular. Se desgarró el velo formado por las nubes, y entró en juego la electricidad producida por una vasta acción química que se opera en las capas superiores de la bóveda. A las centelleantes vibraciones del rayo, se mezclan los mugidos espantosos del trueno. La noche fue terrible. La tempestad no amainaba. Vivíamos en medio de una detonación incesante. Nuestros oídos sangraban y no podíamos entendernos. Abríamos la boca, movíamos los labios; pero no producíamos ningún sonido apreciable. Apenas tuve tiempo de tratar de comprender lo que me decía mi tío, cuando a bordo de la balsa apareció un disco de fuego. La vela fue arrancada, juntamente con el palo, y parten formando un solo cuerpo, elevándose a una altura prodigiosa. Nos quedamos helados de espanto. La esfera, mitad blanca y mitad azulada, del tamaño de una bomba de diez pulgadas, se paseaba girando. Iba de un lado para otro, subía una de los bordes de la balsa, saltaba sobre el saco de las provisiones, descendía ligeramente, brincaba, rozaba la caja de pólvora... El disco deslumbrador se aproximó Hans, que lo miró fijamente; a mi tío, que se puso de rodillas para evitar su choque; a mí, que palidecí y temblé bajo


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la impresión de su luz y su calor. ¡Ah! ¡Qué luz tan intensa! ¡El globo estalló! Nos cubrió un mar de llamas. Después se apagó todo. ¡Vi a mi tío tendido sobre la balsa, y a Hans con la caria del timón en la mano, escupiendo fuego bajo la influencia de la electricidad! ¿A dónde íbamos? ¿A dónde íbamos? ¡Se escuchó un nuevo ruido! Evidentemente, era del mar, que se estrellaba contra las rocas. La balsa chocó contra los peñascos de la costa. Me sentí precipitado en el agua; si me libré de la muerte fue porque el brazo vigoroso de Hans me rescató. El valeroso islandés me transportó fuera del alcance de las olas sobre una arena ardiente, donde me encontré al lado de mi tío. Después salió a las rocas para salvar algunos restos del naufragio. Yo no podía hablar: me hallaba rendido, y tardé más de una hora en reponerme. Hans preparó alimentos, que yo no pude tocar, y todos, extenuados nos entregamos a un dudoso sueño. Al día siguiente, el tiempo era magnífico. El cielo y el mar se habían tranquilizado. Al despertar, mi tío, radiante de júbilo, me saludó satisfecho. —¿Qué tal —me dijo—, hijo mío? ¿Has descansado? —Muy bien —le respondí—; todavía me encuentro molido, pero eso no será nada. Pero lo encuentro a usted muy alegre esta mañana, tío. —¡Encantado, hijo mío, encantado de la vida! ¡Por fin hemos llegado! —¿Al término de nuestra expedición? —No tan lejos, pero sí al final de este mar. Ahora vamos a hundirnos en las entrañas del globo. Al llegar a la playa, vi a Hans en medio de una multitud de objetos perfectamente ordenados. Mi tío le


estrechó la mano impulsado por un vivo sentimiento de gratitud. Aquel hombre, cuya abnegación era en realidad sobrehumana, había logrado salvar los objetos más preciosos, con grave riesgo de su vida. —¡Bueno! —exclamó el profesor—; como nos hemos quedado sin fusiles, nos abstenemos de cazar. —Sí; pero, ¿y los instrumentos? —He aquí el manómetro, el más útil de todos, a cambio del cual habría dado los otros. Con él puedo calcular la profundidad a que nos encontramos y conocer el instante en que lleguemos al centro. Sin él, nos expondríamos a rebasarlo, y a salir por los antípodas. —Pero ¿y la brújula?—pregunté. —Aquí, sobre esta roca, en estado perfecto, lo mismo que los termómetros y el cronómetro. Propuse a mi tío calcular dónde nos hallábamos. —De eso es fácil cerciorarse consultando la brújula. Vamos a verla en seguida —me respondió. El profesor tomó la brújula, y observó la aguja, que, después de haber oscilado, se detuvo en una posición fija bajo la influencia del magnetismo. Mi tío miró atentamente, después se frotó los ojos, volvió a mirar, y se volvió hacia mí, estupefacto. —¿Qué ocurre? —le pregunté. Entonces me dijo por serias que examinase yo el instrumento. Una exclamación de sorpresa se escapó de mis labios. ¡La aguja marcaba el Norte donde nosotros suponíamos que se encontraba el Sur! ¡Miraba hacia la playa en lugar de dirigirse hacia el mar! Moví la brújula y la examiné con todo detenimiento. En cualquier posición que se colocase, la aguja volvía a tomar en seguida la inesperada dirección.

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tí ESPECIES DEL MUNDO SUBTERRÁNEO: FLORA Y FAUNA PREHISTÓRICAS

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Durante le tempestad, el viento había empujado la balsa hacia las costas que mi tío creía haber dejado a su espalda. Imposible me sería describir la serie de sentimientos que agitaron al profesor Lidenbrock: la estupefacción, primero, la incredulidad, después, y, por último, la cólera. Era preciso empezar de nuevo. Pero mi tío se sobrepuso enseguida. —¡Ah! —exclamó—; ¡Conque la fatalidad me juega tales bromas! Ya se verá de lo que mi voluntad es capaz. Por espacio de diez minutos pude desarrollar una serie de razonamientos, sin ser interrumpido, a favor de desistir y retornar a la superficie; pero esto se debió a que, absorbido por otras ideas, no oyó mi tío ni una palabra de mi argumentación. —¡A la balsa! —exclamó de improviso. Hans acababa de repararla; esta ostentaba ya una vela con cuyos flotantes pliegues jugueteaba la brisa. ¿Qué podría yo hacer? ¿Luchar solo contra dos? ¡Si al menos Hans se hubiera puesto de mi parte! No me quedaba otra opción más que seguirlos. Me disponía ya a subir a la balsa, cuando me detuvo el profesor. —No partiremos hasta mañana —me dijo—. Puesto que la fatalidad me ha empujado a esta parte de la costa, no la abandonaré sin haberla reconocido. Aunque retornamos a las costas septentrionales, no estábamos en el lugar de nuestra primera partida: Puerto-Axel debía estar situado más al Oeste. Nada más razonable, por tanto, que examinar con cuidado los alrededores del lugar al que habíamos llegado.

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—¡Vamos a hacer descubrimientos! —exclamé. Y partimos los dos, dejando a Hans trabajando. El espacio comprendido ante la línea donde expiraban las olas y las estribaciones del acantilado era bastante ancho. Habíamos costeado por espacio de una milla las playas del mar de Lidenbrock, cuando el suelo cambió súbitamente de aspecto. Avanzábamos con dificultad sobre aquellas fragosidades de granito, mezclado con sílice y cuarzo, cuando descubrió nuestra vista una vasta llanura cubierta de osamentas. Estábamos ante una inapreciable colección de monstruos antediluvianos acumulados allí. Elevados montones de restos se extendían hasta los últimos límites del horizonte. Nos apresuramos a recoger esos despojos, y mi tío mencionó sin dudar los nombres científicos de esos huesos gigantescos que parecían troncos de árboles. —He aquí —dijo— la mandíbula inferior de un mastodonte; he aquí los molares de un dinoterio; he aquí un fémur que no puede haber pertenecido sino al mayor de estos animales: al megaterio. Éramos presas de un asombro sin límites. Pero mayor fue nuestra sorpresa cuando mi tío, tras correr a través del polvo orgánico, levantó un cráneo del suelo, y exclamó con voz temblorosa: —¡Axel! ¡Axel! ¡Una cabeza humana! —¡Una cabeza humana, tío! —respondí, no menos sorprendido. —¡Sí, sobrino! ¡Qué lástima que los demás hombres de ciencia no se encuentren aquí donde me encuentro yo, el humilde Otto Lidenbrock! Se incrementaron rápidamente en nosotros el júbilo y la estupefacción cuando, más adelante, ,


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encontramos un ejemplar del hombre cuaternario. Era un cuerpo humano perfectamente reconocible. Aquel cadáver de piel tersa y apergaminada tenía los dientes intactos, la cabellera abundante y las uñas de los pies y de las manos prodigiosamente largas. Levantamos aquel cadáver, lo enderezamos después. Tras algunos instantes de silencio, el profesor se sobrepuso al tío. Otto Lidenbrock, dejándose llevar de su temperamento, y creyéndose en una conferencia a sus discípulos, dijo dirigiéndose a un auditorio imaginario: —Señores: tengo el honor de presentaros un hombre de la época cuaternaria. El profesor entonces cogió el cadáver, manejándolo con destreza. —Ya lo ven —prosiguió—. Por lo que respecta o la raza a la cual pertenece, es incontestablemente caucásica: la raza blanca. El cráneo de este fósil es regularmente ovoideo, sin un desarrollo excesivo de los pómulos, ni un avance exagerado de la mandíbula. A menos que haya venido como yo, como un excursionista, no puedo poner en duda la autenticidad de su remoto origen. Enmudeció el profesor y prorrumpieron mis manos en unánimes aplausos. Aquel cadáver fosilizado no era el único resto humano que había en aquel inmenso osario. Nuestros pies siguieron hollando durante media hora aún aquellas capas de osamentas. Avanzábamos impulsados por una ardiente curiosidad. El imprudente profesor se alejaba demasiado conmigo sin miedo de extraviarse. Después marchar casi una milla, llegamos al lindero de una selva inmensa, que en nada se parecía al bosque de hongos próximo a Puerto-Axel.


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r, Contemplábamos la vegetación de la época terciaria en toda su magnificencia. Grandes palmeras, de especies actualmente extinguidas, soberbios guanos, pinos, tejos, cipreses y tuyas se enlazaban entre sí por medio de una inextricable red de bejucos; crecían helechos arborescentes. Sólo faltaba el color a aquellas plantas, privadas del calor vivificante del sol. Todo se confundía en un tinte uniforme, pardo y como marchito. De repente, me detuve y detuve con la mirada a mi tío. ¡Veía unas sombras inmensas agitarse debajo de los árboles! Eran, efectivamente, animales gigantescos; todo un rebaño de mastodontes. Contemplaba aquellos elefantes monstruosos, cuyas trompas se movían entre los árboles como serpientes. Estábamos allí, solos, en las entrañas del globo, a merced de sus feroces habitantes. Mi tío miraba atónito. —Vamos —dijo de repente, asiéndome por el brazo—. ¡Adelante! ¡Adelante! —No —exclamé—; carecemos de armas. ¿Qué haríamos en medio de ese rebaño de gigantescos cuadrúpedos? ¡Venga, tío, venga! ¡Ninguna criatura humana podría desafiar impunemente la cólera de esos monstruos! —¡Ninguna criatura humana! —respondió mi tío—. ¡Te engañas, Axel! ¡Mira hacia allí! Me parece que veo un ser semejante a nosotros. ¡Un hombre! Miré, encogiéndome de hombros, pero no tuve más remedio que rendirme a la evidencia. ¡En efecto, un ser humano, un gigante de aquellas subterráneas regiones, apacentaba aquel rebaño de mastodontes! Se trataba de un gigante capaz de imponer su voluntad a aquellos monstruos. Su talla era mayor de doce pies. Su cabeza, del tamaño de la de un búfalo,

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s de una gran melena. ) un pastor antediluviano. Podíamos ser descubiertos de un momento a otro; debíamos huir. —¡Venga usted! ¡Venga usted! —exclamé, tirando de mi tío, quien, por primera vez, hubo de dejarse arrastrar. Un cuarto de hora más tarde, nos hallábamos fuera de la vista de aquel formidable enemigo. Era aquello una verdadera huida. Instintivamente, nos dirigíamos hacia el mar de Lidenbrock. Aunque estaba seguro de pisar un suelo que jamás hollaron mis pasos, advertía con frecuencia ciertos grupos de rocas cuya forma me recordaba los de Puerto-Axel. El profesor participaba de mi indecisión: no podía orientarse en medio de aquel uniforme panorama. —Evidentemente —le dije—, no hemos vuelto a nuestro punto de partida; pero es posible que, contorneando la playa, nos aproximemos a Puerto-Axel. —No, Axel —dijo mi tío— encontraríamos nuestras huellas al menos, y yo no veo nada... —¡Pues yo sí veo algo! —exclamé arrojándome sobre un objeto que brillaba sobre la arena. —¿Qué es eso? —¡Mire usted! —exclamé, mostrando a mi tío un puñal que acababa de recoger. —Este puñal —me dijo, con grave acento— es un arma del siglo XVI, y no ha pertenecido ni a Hans, ni a ti, ni a mí. ¡Un hombre ha usado este puñal! ¡Estoy convencido de que Salcnussemm ha querido señalarnos otra vez el camino del centro de la Tierra! Impulsados por un vivo interés, empezamos a recorrer la elevada muralla colindante con la playa,

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.,.,, examinando atentamente las grietas que podían ser principio de alguna galería. De este modo, hallamos un túnel obscuro, que era la entrada a una galería. Dentro, en una pared de granito, descubrimos atónitos, dos letras misteriosas, medio borradas ya: —¡A. S.! — exclamó mi tío— ¡Ame Saknussemm! ¡Siempre Ame Saknussemm! Desde el principio de aquel viaje había experimentado tantas sorpresas, que creí que ya nada en el mundo podría maravillarme. Sin embargo, ahora no sólo leía en la roca la firma del sabio, sino que tenía entre mis manos el estilete con que había sido grabada. — Oh, maravilloso genio —exclamó—, no has olvidado ningún detalle para indicar las vías de la corteza terrestre! Desde ahora mismo, este cabo será llamado el Cabo Saknussemm. Iba a internarme ya en la oscura galería, cuando el profesor me detuvo. —Volvamos antes —me dijo— a buscar a nuestro fiel Hans, y traigamos la balsa a este sitio. Cuando nos reunimos con el cazador, todo estaba preparado para la marcha inmediata. Navegamos, barajando la costa, hacia el Cabo Saknussemm. Por fin llegamos a un lugar propicio para el desembarco. Salté a tierra, seguido de mi tío y del islandés. —Partamos —dije—sin perder un momento. —Pero antes de recorrer la nueva galería, examinémosla para ver si hay que usar las cuerdas. Mi tío prendió su aparato de Ruhmkorff, y nos dirigimos a la galería. Al cabo de seis pasos, nuestra marcha se vio interrumpida por una enorme roca.


Furor, al verme detenido. derecha a izquierda, por arriba y por abajo, no dimos con un paso. Experimenté una viva contrariedad, y no me resignaba a admitir la realidad del obstáculo. —¿Saknussemm se vería detenido quizá por esta puerta de piedra? —¡No, no! —replicó mi tío vivamente—. Esta roca debe haber obstruido la entrada de una manera brusca a consecuencia de alguna sacudida sísmica. Han pasado muchos arios entre el regreso de Saknussemm y la caída de esta piedra. Es evidente que esta galería ha sido en otro tiempo el camino seguido por las lavas. Este es un obstáculo que no encontró Saknussemm. Respaldé con mucho entusiasmo la optimista hipótesis del profesor. —Abrámonos camino a la fuerza —dijo mi tío—; recurramos a la pólvora. Practiquemos una mina y volemos el obstáculo. ¡Manos a la obra, Hans! Volvió el islandés a la bolsa y pronto regresó con un pico, del cual hubo de servirse para abrir un pequeño agujero. Mientras Hans trabajaba, ayudé activamente a mi tío a preparar una larga mecha hecha de pólvora mojada. A media noche, nuestro trabajo estaba terminado; la carga de algodón había sido depositada en el agujero abierto en la roca, y la mecha se prolongaba a lo largo de la galería hasta el exterior. Sólo faltaba una chispa para provocar la explosión. —¡Hasta mañana! —dijo el profesor entonces.


LA ERUPCIÓN DEL VOLCÁN STROMBOLI: EL FINAL DEL VIAJE El siguiente, jueves 27 de agosto, fue una fecha célebre de aquel viaje subterráneo. A las seis, ya estábamos de pie. Era el momento de abrirnos paso a través de la corteza terrestre por medio de una explosión. Solicité para mí el honor de dar fuego a la mina. Una vez hecho esto, debería reunirme a mis compañeros sobre la balsa, y enseguida nos alejaríamos, con el fin de substraemos a los peligros de la explosión. Acerqué rápidamente a la llama mi punta de la mecha que empezó a chisporrotear enseguida... Me parece que no oí el ruido de la detonación; pero la forma de las rocas se modificó de pronto. Vi abrirse un insondable abismo. El mar se convirtió en una ola enorme, sobre lo cual se levantó la balsa casi perpendicularmente. Los tres nos desplomamos. Sentí después que le faltaba el punto de apoyo a la balsa. ¿Qué sucedió entonces? Al otro lado de la roca que habíamos volado existía un abismo. La explosión había provocado una especie de terremoto; el abismo se había abierto, y convertido en torrente, nos arrastraba hacia él. Nos asíamos fuertemente con las manos a fin de no ser despedidos de la balsa. La pendiente de las aguas nos arrastraba con extremada violencia. Marchábamos con la espalda vuelta al aire, para que no nos asfixiase la rapidez del movimiento. La pendiente se hacía cada vez mayor. La impresión que sentía era la de una caída casi vertical. Las manos de mi tío y las de Hans, fuertemente aferradas a mis brazos, me retenían con vigor.


un choque; la balsa 1. Una tromba de agua, una inmensa columna liquida cayó entonces sobre ella. Me sentí sofocado; me ahogaba. Esta inundación momentánea no duró, sin embargo, mucho tiempo. El primero de mis sentidos que volvió a funcionar después de la zambullida fue el oído. Por fin llegó hasta mí como un murmullo la voz de mi tío, que decía: —¡Subimos! —¿Qué quiere usted decir? —exclamé. —¡Que subimos, sí, que subimos! Nos hallamos en un estrecho pozo. Después de llegar el agua al fondo del abismo, recobra su nivel natural y nos eleva consigo. —¿A dónde? —Lo ignoro en absoluto; pero conviene estar preparados para todo. Entretanto, subíamos sin cesar con terrible rapidez. La temperatura aumentaba en progresión importante, y me sentía bañado de sudor en medio de una atmósfera abrasadora. —¿Será acaso que subimos hacia un foco incandescente? —exclamé, en un momento en que el calor aumentaba. —No —respondió mi tío—; es imposible, ¡imposible! —Sin embargo —insistí yo, palpando la pared—, esta muralla quema. Al decir esto, rozó mi mano la superficie del agua y tuve que retirarla a toda prisa. —¡El agua abrasa! —exclamé. Un terror invisible se apoderó entonces de mi mente y ya no me fue posible verme libre de él. —¡Tío, tío! —exclamé—; ¡ahora sí que estamos perdidos! Observe usted esas paredes que se agitan, ese macizo Mr10

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que se disloca, esa agua en ebullición, los vapores que se espesan, este calor insufrible, indicios todos de un inminente terremoto. Mi tío sacudió la cabeza con calma. —No, hijo mío; me parece que te engañas. Espero algo más grande. ¡Una erupción, Axel! —¡Una erupción! —exclamé—. ¿Nos hallamos en la chimenea de un volcán en actividad? —Así lo creo —dijo el profesor sonriendo—; no obstante, es lo mejor que pudiera ocurrirnos. ¡Es la única probabilidad que tenemos de volver a la superficie! Debajo de la balsa había aguas hirvientes, y debajo de éstas, una pasta de lavas, un conglomerado de rocas. Nos encontrábamos en la chimenea de un volcán. Aparecieron reflejos amarillentos, a cuya luz distinguía profundos corredores que semejaban túneles inmensos de los que se escapaban espesos vapores; largas lenguas de fuego lamían chisporroteando sus paredes. —¡Mire usted! ¡Mire usted, tío! —exclamé. —¡No te importe. Son llamas sulfurosas que no faltan en ninguna erupción. —Pero ¿y si nos asfixian? —No nos asfixiarán; la galería se ensancha. —¿Y el agua? ¿Y el agua que sube? —Ya no hay agua, Axel, sino uno especie de pasta de lava que nos eleva consigo. En efecto, la columna líquida había desaparecido, siendo reemplazado por materias eruptivas hirvientes. La temperatura se hacía insoportable; si la ascensión no hubiera sido tan rápida, nos habríamos asfixiado. Una fuerza enorme, engendrada por los vapores acumulados en el seno de la tierra, nos impulsaba con


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energía irresistible. Era preciso agarrarse fuertemente a las tablas para no ser despedidos de la balsa. Fuimos empujados con una velocidad asombrosa. Un movimiento giratorio se apoderó de la balsa, la cual se balanceaba sobre las olas de lava, en medio de una lluvia de cenizas. Las llamas la envolvieron y lo último que recuerdo es el semblante de Hans alumbrado por los resplandores de un incendio... No recuerdo más... Cuando volví a abrir los ojos, me encontré tendido sobre la vertiente de una montaña. Habíamos salido del cráter. —¿Dónde estamos? —preguntó mi tío. El cazador se encogió de hombros —¿En Islandia? —dije yo. —Nej —respondió Hans. —¡Cómo que no! —exclamó el profesor. Después de las innumerables sorpresas de aquel viaje, todavía nos estaba reservada otra nueva. Mi tío, el islandés y yo nos hallábamos tendidos hacia la mitad de la escarpada vertiente de una montaña calcinada por los ardores de un sol que nos abrasaba. El profesor se rectificó diciendo: —En efecto, este paisaje no se parece en nada a los de Islandia. ¡Mira, Axel, mira! Arriba, quinientos pies a lo sumo, se abría el cráter de un volcán. Su base desaparecía en un verdadero bosque de árboles verdes. Más allá se apreciaba un mar admirable, y se veía un pequeño puerto. —Descendamos —dijo mi tío al fin— y sabremos a qué atenernos. Nos deslizábamos a lo largo de verdaderos harrancne rip reni7a PIM-a-nein

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fortuna, después de dos horas de marcha, se presentó / ante nuestros ojos una hermosa campiña. , Mientras nos entregábamos a todas las delicias del reposo, apareció un chiquillo. —¡Ah! —exclamé—, un habitante de este bello país. Nuestrapresencialo intimidó extraordinariamente; pues estábamos medio desnudos y con nuestras barbas crecidas. Mi tío comenzó por tranquilizarlo y, en correcto alemán, le preguntó: —¿Cómo se llama esta montaña, amiguito? El niño no respondió. Formuló la misma pregunta en inglés, y tampoco contestó el chiquillo. —Ensayemos el italiano —dijo entonces mi tío—: Come si noma questa isola? —Stromboli —repitió el pastorcillo, emprendiendo veloz carrera. —10h, qué viaje! ¡qué maravilloso viaje! ¡Entrar por un volcán y salir por otro, situado a más de 1.200 leguas del Sneffels! —, exclamó mi tío. Después de una deliciosa comida compuesta de frutas y agua fresca, volvimos a ponernos en marcha con dirección al puerto. Fuimos recibidos por los pescadores de Stromboli. Nos proporcionaron vestidos y víveres. Después de cuarenta y ocho horas, el 31 de agosto, una embarcación pequeña nos condujo a Mesina, donde algunos días de reposo bastaron para reponer nuestras fuerzas. Luego nos embarcamos a Marsella. El am a Hamburgo. il,* lr 9 de septiembre, por la noche, llegamos Fue enorme la sensación que produjo en la , ciudad la vuelta del profesor Lidenbrock. Gracias a las indiscreciones de la empleada, la noticia de su partida para el centro de la Tierra se había esparcido. Pero nadie


le creyó, y, al verlo de regreso, tampoco se le dio crédito. Sin embargo, la presencia de Hans y las informaciones de Islandia modificaron la pública opinión. El islandés, el hombre a quien todo se lo debíamos, se marchó de improviso, minado por la nostalgia que le producía el recuerdo de Islandia. —Fárval! —nos dijo; y partió para Islandia. Mi tío llegó a ser un personaje importante. La ciudad de Hamburgo dio una fiesta en nuestro honor. Se celebró una sesión pública en la que el profesor hizo un relato de su expedición. Fue modesto en su gloria, lo cual hizo aumentar su reputación. Pero un profundo disgusto, un verdadero tormento amargaba esta gloria. El hecho de la brújula seguía sin explicación. Un día, arreglando en su despacho una colección de minerales, descubrí la famosa brújula y me puse a examinarla. ¡Qué estupefacción la mía! Lancé un grito que hizo acudir al profesor. —¿Qué ocurre? —preguntó. —¡Esta brújula! ¡Su aguja señala hacia el Sur, en vez de señalar hacia el Norte! —¿De suerte —exclamó— que desde nuestra llegada al cabo Saknussemm la aguja de esta condenada brújula señalaba hacia el Sur, en vez de señalar hacia el Norte? —Creo que durante la tempestad en el mar de Lidenbrock, aquel globo de fuego desorientó nuestra brújula, invirtiendo sus polos —respondí. A partir de aquel día, fue mi tío el más feliz de los sabios. Con el tiempo, el ilustre profesor Otto Lidenbrock fue invitado a ser miembro de todas las sociedades científicas, geográficas y mineralógicas de las cinco partes del mundo.


El ejemplar se terminรณ de imprimir en mayo de 2013, en los talleres de..



Viaje

al centrode la

Tierra Julio Veme

En un antiguo manuscrito hallado por el profesor Lidenbrock se afirma que es posible viajar a las profundidades de la Tierra; por ello, se pone en marcha de inmediato junto con su sobrino Axel y el gula Hans. Un inundo desconocido y misterioso se presenta ante los ojos de los audaces viajeros, que se enfrentan a los más desafiantes retos.

.' OTROS TÍTULOS DE LA COLECCIÓN ., . 1 Moby Dick 1,Y,1 11 Robinson Crusoe 20 000 leguas de viole submarino i , Oliver Twist Las minas del Rey Salomón ISBN: 978-612-301-846-7

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