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Historia de vida
EL SEÑOR SANÓ LAS DOLENCIAS DE
JUAN
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Pasó los peores momentos de su vida por desoír el consejo de su madre. Conoció y se vinculó con una mujer que le había ocultado que estaba enferma de Sida. En medio de su desesperación buscó a Dios y encontró la sanidad a la enfermedad mortal.
EL 31 DE DICIEMBRE DEL 2004, cuando miles de jóvenes se preparan para salir a divertirse, esperando la llegada del Año Nuevo en todo el mundo, en el barrio de Mendoza, en la ciudad de Santo Domingo, República Dominicana, Juan Francisco Sala de 21 años, estaba sumido en la depresión más profunda. Temía que su vida fuera terminar en poco tiempo a causa de una enfermedad terminal y se alistaba para ir a una iglesia evangélica en busca de un milagro de Dios que le salvara la vida, una vida en la que nunca había sido completamente feliz. Y es que su niñez en Santo Domingo fue muy triste. Su padre abandonó a su madre antes que él naciera. Por eso, creció con sus hermanos en medio del abandono y las enormes necesidades económicas, debido a que su madre trabajaba y no tenía mucho tiempo para atenderlos. Un día, cuando Juan tenía 6 años, su madre le mostró quién era su padre. Sin embargo, mientras fue creciendo, nunca quiso acercarse a él. Siempre que lo veía por las calles se apartaba del camino, el resentimiento que sentía fue aumentado con el tiempo, debido a que el hombre nunca se preocupó por ellos. Con mucho esfuerzo, su madre le hizo estudiar. Juan se sentía solo casi siempre, pero Dios nunca lo abandonó; los maestros de la escuela bíblica de su barrio lo llevaban a la iglesia a conocer de la Biblia. A los 10 años, sin dejar los estudios, empezó a trabajar limpiando zapatos para ayudar a su mamá y comprarse sus cosas. Cuando cumplió los 13 años acudió por curiosidad a una iglesia cristiana y congregó por un año hasta que un día

se alejó porque se sentía mal. Había empezado hacer cosas malas y su conciencia no le dejaba tranquilo.
El desprecio de un consejo Juan comenzó a juntarse con jóvenes de su edad y empezó ir a fiestas, introduciéndose en el bajo mundo de las calles. Cuando terminó de estudiar a los 17 años, conoció a una mujer mayor que le empezó a gustar. Su madre le dijo que no se metiera con ella porque era una chica de la calle que tenía muchos compromisos. Él no escuchó el consejo de su mamá y empezó a mantener una relación sentimental con ella por tres años. La desobediencia le costaría caro. Tiempo después, cuando Juan ya tenía 20 años, su madre se enteró de que la mujer que Juan amaba estaba enferma de Sida y se lo contó a él; también le dijo que uno de sus amantes también había fallecido de esa enfermedad. Cuando el joven escucho esa noticia, su corazón se estremeció; sabía que había tenido relaciones sexuales con aquella mujer sin protección por varios años y estaba en riesgo inminente. En el barrio donde vivía había oído murmuraciones sobre el pasado pecaminoso de aquella mujer, pero nunca lo había tomado en serio. Sin embargo, las pruebas clínicas confirmando la enfermedad eran contundentes y se apartó de ella.
Cuando los síntomas empezaron a mostrarse, la mujer empezó a bajar de peso y tenía cuadros de disentería crónicos. Juan se deprimió al comprobar la amarga verdad; no sabía qué hacer; pensaba en la muerte, se sentía engañado y se preguntaba por qué ella nunca le contó nada del otro hombre con el que tenía relaciones y que había muerto de sida. Después de cierto tiempo, el propio Juan empezó a sentirse mal. Tenía muchos dolores estomacales, colitis y nadie sabía lo que le estaba pasando. Temía que el sida lo estuviera consumiendo también. En su soledad empezó a acordarse de Dios y decidió ir nuevamente a la iglesia.

Por un milagro
En esas preocupaciones andaba Juan el 31 de diciembre del 2004. Mientras miles de jóvenes de su edad se preparan para ir a las fiestas, él se alistó para ir a la iglesia y pedir misericordia a Dios. Llegó al templo y encontró a decenas de hermanos que estaban en familia, aguardando la llegada del Año Nuevo. Cuando el pastor expuso la Palabra de Dios, su corazón se estremeció,

sabía que Jesucristo le podía ayudar. Cuando el siervo de Dios hizo el llamado, pasó al altar para reconciliarse con su Creador. Juan se entregó de todo su corazón al Señor. Al volver a su casa, se cortó el cabello, se quitó todos los aretes que tenía y decidió cambiar su vida. Cuando volvió al templo, nadie lo reconocía por el cambio tan radical que se había hecho; entonces el pastor preguntó dónde estaba aquel joven que se había entregado el día anterior. Él se levantó y la congregación se alegró. Con la Biblia en la mano fue a visitar a la mujer que había sido su pareja y estaba enferma de sida, le habló de la Palabra de Dios, ella solo escuchaba lo que le decía, estaba extremadamen-

te delgada. Unos días después la mujer llegó a un culto de la iglesia para que oraran por su enfermedad, su estado era muy crítico, casi no podía caminar. Pasaron los días y Juan no sentía ese gozo que tiene todo creyente al convertirse, sentía mucha depresión, empezó a sentirse mal, las náuseas seguían, tenía colitis extrema, sentía que sus cabellos se caían. Un día después del culto el pastor de la iglesia se acercó y le preguntó qué es lo que le pasaba y él le contó todo. Después de oír toda la historia, el pastor animó a Juan que pidiera al Señor un milagro. Además empezó a darle versículos bíblicos donde están escritas las promesas de Sanidad Divina. Aquellas palabras del siervo de Dios animaron al joven y empezó a llenarse de fe. Ya no le importaba morir porque sabía que se iba ir al cielo con el Señor. Todo cambió cuando Juan recibió la noticia de que la mujer que tenía sida había fallecido. Fue a su entierro con mucho dolor en su corazón. En medio de esa sombra de muerte se dio cuenta que necesitaba de la misericordia de Dios.
Prueba de fe
Juan se dio cuenta del trato excluyente con las personas con sospecha de sida. Sus antiguos amigos no compartían nada con él, sentía el murmullo cuando pasaba por las calles. A pesar de esa situación, empezó a llenarse de fe. En poco tiempo algo había cambiado en su vida y empezó a mejorar su salud. El pastor de su iglesia se dio cuenta de dicho cambio y le preguntó si no quería sacarse una prueba. Él con mucho temor decidió aceptar. Antes de hacerse los exámenes, Juan tuvo que decirle la verdad a su familia que no sabía lo que le estaba pasando. Cuando su mamá se enteró se puso muy triste. Después acordó con sus familiares una fecha para hacerse los exámenes. Antes del examen de descarte empezó a ayunar y orar para que Dios le confirmará el milagro. Fueron días donde su fe tuvo que ponerse a prueba. Después de sacarse la prueba llegó el momento de la espera. Por lo general llamaban a un familiar para entregar los resultados, pero un día el propio Juan recibió una llamada del laboratorio. Recibió un sobre que él no quiso abrirlo en ese mismo instante, cuando llegó a su casa recién leyó el documento: el resultado había salido negativo. Todos se llenaron de mucha alegría y Juan llamó al pastor de su iglesia. En la noche la congregación estaba esperándolo en el templo para agradecer a Dios por el milagro. Había mucho júbilo en aquel lugar.
Vida de agradecimiento
Juan estaba muy agradecido a Dios. Todo ese tiempo que vivió pensando en aquella enfermedad lo recuerda como una enseñanza de vida. Ahora él sale a las calles a testificar como Dios lo salvó del sida y predica la Palabra del Señor. Ya estando en los caminos del Señor, pudo extirpar todo ese resentimiento que tenía hacia su padre que lo abandonó cuando él era niño. Un día se acercó para conocerlo y Dios obró de una manera especial en la vida de los dos. Ahora disfrutan una excelente relación de padre e hijo. Después de un tiempo contrajo matrimonio con la hermana Onecy Decena y ahora vive sirviendo al Señor como diácono en la iglesia del MMM de Mendoza; además ejerce un cargo como maestro en la Escuela Bíblica para Niños.