Ed 273

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Celebrando al Señor

Vivir desde la FE

El valor de la solidaridad P. Memo Gil

“El que quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9,35)

La Pascua:

Tiempo de gracia y de gozo Pbro. Pedro Mexquitic Arredondo

P

ara fomentar en los cristianos una continua vida pascual, los Padres de la Iglesia, especialmente San Agustín y San Juan Crisóstomo, indicarán que allá donde viene celebrada la Eucaristía se tiene la verdadera Pascua, semanal y cotidiana, porque tenemos la Pascua donde tenemos la Eucaristía. Ella en efecto, es siempre la presencia de Cristo Resucitado, es el banquete pascual. Basta citar un texto de San Agustín: “Nuestra celebración cotidiana de la Pascua debe ser una meditación ininterrumpida de todas estas cosas. No debemos tener estos días fuera de lo normal, de descuidar la memoria de la pasión y de la resurrección que hacemos cuando nos alimentamos cada día de su Cuerpo y de su Sangre. Sin embargo, la presente solemnidad tiene el poder de evocar a la mente con más claridad, excita al fervor y alegra más intensamente, porque regresando a la distancia de un año, nos pone por decirlo así, ante los ojos el recuerdo del hecho”. Este texto de San Agustín indica bien cómo la celebración anual de la Pascua nos ofrece, un intenso momento sacramental, la realidad de la cual vive la Iglesia todo el año. Toda la liturgia de la Iglesia es Pascual, consagrada por la celebración anual de la Santa Pascua del Señor. Como no recordar, que la Pascua no es cualquier cosa, ya Melitón de Sardes lo expresaba con estas palabras: “Yo soy la Pascua de la Salvación”. 1. Tiempo de Cristo Resucitado Cristo vive en la Iglesia. Está siempre presente (SC 7). La luz del cirio pascual es signo visible de su presencia que jamás se apaga. Pero son otros signos de su presencia: el altar, la fuente bautismal, la cruz gloriosa, el libro de la divina palabra que es como un tabernáculo de su presencia como Maestro, el ambón de donde el Resucitado habla siempre, explicando las Escrituras. Signo de esta presencia es especialmente la asamblea. Solo en la perspectiva de Pascua se actuará la promesa de Jesús: “Donde dos o más…” (Mt 18,20). Presencia culminante es aquella de la Eucaristía donde el Resucitado invita, parte el pan, se dona a sí mismo, ofrece el sacrificio pascual. 2. Tiempo del Espíritu Como viene indicado de Jn 10, 19-23, el mismo día de la Pascua es ya día de la efusión del Espíritu Santo porque es ya

día de la glorificación de Jesús y de la salvación escatológica para la Iglesia que nace. En esta perspectiva la Iglesia lee los Hechos de los Apóstoles: este es el evangelio del Espíritu que actúa ya en los bautizados para completar en la vida, como expresión de conducta, de culto espiritual, cuanto ha estado recibido de la fe. El tiempo pascual con su progresar hacia Pentecostés subraya – más en la liturgia de la horas – este aspecto pneumatológico, unido con el misterio de la Iglesia manifestada por Espíritu el día de Pentecostés. 3. Tiempo de la Iglesia como nueva humanidad La liturgia pascual subraya la novedad bautismal de la vida cristiana, la continuidad con la novedad del Resucitado, la vida como culto espiritual con la potencia de los dones y de los frutos del Espíritu. Hay una antropología de la Resurrección que revela al cristiano y a la comunidad eclesial como presencia y prolongación de Cristo resucitado. Son las obras de la Resurrección, el testimonio de la vida contra el instinto de la muerte, la irradia-ción de la vida, que afirma la posibilidad de una comunidad renovada del dinamismo del Espíritu. 4. Tiempo de María, Virgen de la Pascua y de Pentecostés Ciertamente no faltan motivos para recordar a María en el tiempo de Pascua y en la espera de la venida del Espíritu Santo. La piedad cristiana ama ver a la Virgen que participa de la Pascua del Hijo, en el gozo de la Resurrección, y como Mujer nueva que ha vivido como nadie más junto al Hombre nuevo el misterio pascual. María está presente en Pentecostés, en la oración común (Hch 1,14), como Madre de Jesús. La iconografía más antigua representa a María en la Ascensión como figura y modelo de la Iglesia. Es Virgen en la Pascua del Hijo, Iglesia orante en la Ascensión y en la espera del Espíritu, madre de Jesús y de los discípulos de Cristo en la efusión del Espíritu Santo (cfr. LG 59). La celebración del mes de mayo en honor de María no debe desviar la mirada de esta espiritualidad mariana pascual. En algunos lugares después de Pentecostés se celebra la fiesta de María Madre de la Iglesia; como en otros, antes de la fiesta de Pentecostés se recuerda a María reina de los Apóstoles.

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n un mundo tan marcado por el egoísmo y el individualismo, la solidaridad se nos presenta como un valor muy necesario y siempre actual. Hay que tener claro que ser solidarios significa adherirse a la causa o empresa de alguien. Además de que la solida-ridad, para ser efectiva, exige una actitud de servicio incondicional. No es lo mismo que la caridad, ya que la solidaridad debe llevarnos a permanecer junto a quien nos necesita prácticamente de manera permanente. Mientras la caridad, en cierta forma, sólo se manifes-taría como una ayuda en determinadas circunstancias o de manera puntual y específica. Por eso, hay quien diga que se llega a la solidaridad cuando logramos sentirnos plenamente unidos en todo a los demás. Ya que esto es lo que ofrece verdadera seguridad, un gran estímulo y paz. Es importante, además, que se ofrezca interés real por la situación que viven las personas. Ya que de no ser así, se puede tener un efecto más bien perturbador que opacaría la ayuda que se quiere ofrecer. Entonces, cuando hacemos de la solidaridad un valor que marca nuestras actitudes, debemos ofrecer comprensión, disponibilidad, colaboración. Hay que saber involucrarnos de verdad y compartir. Expresar solidaridad con frases que hagan sentir bien a los demás es importante. Y es bueno tener ésas manifestaciones de apoyo moral, pues siempre habrá quien las necesite. Pero claro que debemos ofre-cer acciones concretas de ayuda, que lleven a los demás a sentir que somos sensibles ante lo que viven. Es este sentido, es bueno reconocer, que la verdadera solidaridad nunca supondrá cierta manipulación. Ayudar sin esperar nada a cambio tratando de dar lo mejor de nosotros mismos, es una auténtica garantía de libertad. Libertad que debe estar presente en nuestra manera de obrar, y libertad que lleve a los demás a agradecernos según sus posibilidades, sabiendo que siempre estaremos dispuestos a ayudarles. Dado que la única obligación que debemos tener es realizar todo el bien que nos sea posible. Manifestando así un real y permanente interés por nuestros prójimos. En esto, Jesús tiene muchas lecciones que darnos. Podemos decir que Él fue un verdadero maestro de la solidaridad. Pues el mayor gesto solidario por excelencia hacia nosotros fue su encarnación. Se hizo en todo igual a nosotros, menos en el pecado. Y asumió libremente las consecuencias de nuestro pecado, solidarizándose con toda la humanidad desde la cruz. La solidaridad que marcó la vida de Jesús, se expresa claramente en la instauración del Reino de Dios que Él llevó a cabo. El Reino de Dios sólo puede ser una realidad, según las enseñanzas de Jesús, cuando hay verdadera solidaridad entre nosotros. Así lo fundamentó Él en el mandamiento del amor. En un amor que es definitivamente solidario cuando se es capaz de dar la propia vida por los otros. Haciendo pleno uso de su libertad, nos enseñó cómo podemos realizarnos plenamente como personas, cuando usamos todas nuestras fuerzas en bien de de los demás. Nuestra solidaridad entonces debe ser evangélica. A partir de los principios que Jesús ha dejado fundamentados en los evangelios. Para que de éste modo llegue a ser realmente efectiva y exprese lo esencial de nuestra vida cristiana. Y venga a ser reflejo de una fe que se vive en palabras y obras.


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