Palabras que cuentan

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—No sabéis cuándo le amaba... —testimonió Benedetta tras un nuevo sorbo de la copa, llenándome de una ira frígida— Tal vez nunca circule a través de vuestras venas amor tan ardoroso e ingente como el que yo sentí. Mas sospecho que también vos sentís un amor muy poderoso por alguien, y ruego porque no perdáis a aquélla como yo perdí lo que tuve. Sonó aquella última frase como una brutal sentencia, por lo cual me azoré. Instintivamente, ladeé la vista para que mis ojos aterrados encararan el vacío. Latía mi corazón con un sobrehumano frenesí; palpitaban las venas de mi cuello como si algo vivo tratara derrumbar con impactos reiterados las paredes de mi piel. Mas, ¿qué razón lógica avalaba el mareo y la nausea que de repente me nubló la mirada? Busqué refugio a mi desazón volviéndome hacia Benedetta, quién otra vez separaba la copa, todavía llena, de sus labios. Se dirigió a mí con ella aún entre los dedos: —Ahora que no existe el dueño de mi amor —dijo ella empalideciendo, con voz trémula y débil— la tristeza derrama en mi alma una indiferencia extraña y colosal hacia todo. ¿Cómo explicarte lo que siento? ¡Será mejor que lo sepas tú mismo...! Diciendo esto, apuró su copa de un largo trago, la dejó en la mesa, y me envió una mirada perdida y vacua mientras su cuerpo oscilaba convulsivamente. Cesaron de súbito los siniestros estertores y Benedetta cayó muerta al suelo, provocando un impacto sordo y tétrico que paralizó por un momento el flujo de mi sangre. Grité su nombre, me abalancé vertiginosamente sobre el asiento que poco antes ocupó ella y, examinando horrorizado los hediondos y turbios posos de la copa, descubrí, anegado en la desesperanza y el remordimiento más crueles, la terrible verdad que el destino me había reservado.

—No sabéis cuándo le amaba... —testimonió Benedetta tras un nuevo sorbo de la copa, llenándome de una ira frígida— Tal vez nunca circule a través de vuestras venas amor tan ardoroso e ingente como el que yo sentí. Mas sospecho que también vos sentís un amor muy poderoso por alguien, y ruego porque no perdáis a aquélla como yo perdí lo que tuve. Sonó aquella última frase como una brutal sentencia, por lo cual me azoré. Instintivamente, ladeé la vista para que mis ojos aterrados encararan el vacío. Latía mi corazón con un sobrehumano frenesí; palpitaban las venas de mi cuello como si algo vivo tratara derrumbar con impactos reiterados las paredes de mi piel. Mas, ¿qué razón lógica avalaba el mareo y la nausea que de repente me nubló la mirada? Busqué refugio a mi desazón volviéndome hacia Benedetta, quién otra vez separaba la copa, todavía llena, de sus labios. Se dirigió a mí con ella aún entre los dedos: —Ahora que no existe el dueño de mi amor —dijo ella empalideciendo, con voz trémula y débil— la tristeza derrama en mi alma una indiferencia extraña y colosal hacia todo. ¿Cómo explicarte lo que siento? ¡Será mejor que lo sepas tú mismo...! Diciendo esto, apuró su copa de un largo trago, la dejó en la mesa, y me envió una mirada perdida y vacua mientras su cuerpo oscilaba convulsivamente. Cesaron de súbito los siniestros estertores y Benedetta cayó muerta al suelo, provocando un impacto sordo y tétrico que paralizó por un momento el flujo de mi sangre. Grité su nombre, me abalancé vertiginosamente sobre el asiento que poco antes ocupó ella y, examinando horrorizado los hediondos y turbios posos de la copa, descubrí, anegado en la desesperanza y el remordimiento más crueles, la terrible verdad que el destino me había reservado.

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