Santapoleros en Nicaragua 6

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Santapoleros en Nicaragua (VI)

Reportaje

Escenas nº 249 - Mayo 2007

Cruzando la selva hasta Santa Fe JOSÉ JUAN LÓPEZ

FOTOS: J.J. LÓPEZ + AUGUSTO SOLER

Nos levantamos con las primeras luces del alba después de haber pasado nuestra primera noche salvaje, colgados en hamacas y disfrutando del impactante sonido de la naturaleza. Cierto es que poco pude dormir, quizá por la excitación lógica del momento, quizá por el zumbido de los zancudos (mosquitos) revoloteando alrededor, quizá por esa lluvia estruendosa, quizá por la falta de costumbre de dormir envuelto en lona… Pero de verdad que no me importó en absoluto. Después de un desayuno a base de tortas de maíz, crema de leche, queso y ese café tan distinto al de cada día en Capricho o en Piraña -sigo sin asumir por qué cultivando tan buen café lo tienen que

aguar tanto, será cuestión de costumbres, afuera nos esperaba Absalón con las bestias preparadas para iniciar nuestro viaje a través de la selva en dirección a la pequeña comunidad de Santa Fe. La expedición la formábamos el padre Miguel Ángel, los tres icnelianos y Absalón, acompañados a pie por dos jóvenes baquianos –se llama así a los guías que nos conducen por los caminos a través de la selva tropical-. Henry es un chavalo de Santa Fe que no sumará más de quince años, pero su físico parece estar hecho a prueba de bombas, desde luego no se pasa sentado ocho horas en una oficina. Aquí los niños se hacen pronto hombres. Le acompaña otro amigo todavía más joven, y serán nuestra brújula a través de los montes.

Nuestro último destino en la visita a Nicaragua nos llevaría a la comunidad de Santa Fe, un pequeño rincón en la selva Caribe a cuatro horas y media en mula desde San Pancho. Un recorrido duro pero extremadamente placentero, o que con una carretera hubiera supuesto una experiencia única en el un viaje de apenas veinte minutos se iba a corazón de la selva que nos convertir en una ruta de cuatro horas y media llevaría hasta los más profundos a lomos de verdaderas máquinas de subir y bajar sentimientos humanos, los que pendientes embarradas nos regalaron las gentes de Santa Fe.

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Augusto, el padre Miguel Ángel y Absalón durante un pequeño descanso en el recorrido por la selva tropical nicaragüense


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A lomos de las bestias Mi única experiencia montado en un cuadrúpedo se reduce a una tarde hace casi veinte años en la que un amigo me invitó a sentarme a la grupa de una yegua. Apenas media hora de vuelo. Con esos precedentes y con la escasa movilidad de mis caderas, reconozco que para mí fue un suplicio desde el mismo instante en que tuve que montar esa terca mula y conseguir ajustar la silla y los estribos a una posición lo menos incómoda posible. Pero estaba dispuesto a cualquier cosa por vivir esa aventura. Así que comenzamos a cabalgar un recorrido que todavía los novatos no imaginábamos. Lo que con una carretera hubiera supuesto un viaje de apenas veinte minutos se iba a convertir en una ruta de cuatro horas y media a lomos de verdaderas máquinas de subir y bajar pendientes embarradas. Salimos de San Pancho con paso animoso, el día estaba cubierto pero no amenazaba lluvia, y a esas horas

tempranas el calor no hacía mella. Aquí los caminos eran amplios y relativamente llanos, mas pronto empezaría mi cursillo acelerado de doma de mula. Había un detalle que te hacía olvidar cualquier dolor: estábamos cruzando la selva por su corazón, contemplando paisajes en los que la mano del hombre todavía no ha hecho mella, de una belleza inusitada. El verde era tan intenso que se clavaba en la retina, escuchando tan solo el golpe de las herraduras sobre la tierra y el cantar de las aves. Sólo por eso valía la pena. A la vez sufríamos una sensación preocupante. Grandes áreas aparecían totalmente deforestadas por efecto de la explotación de los bosques para la industria maderera, que en las últimas décadas ha causado un gran expolio en toda la zona Caribe de Nicaragua. Algunas de esas zonas se reconvierten en pastos para el ganado o campos de maíz.

Los tres cooperantes de la ONG santapolera Icnelia

La subida y bajada de pendientes era constante durante la expedición

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Los senderos se hacían impracticables en algunos tramos por la acumulación de barro en las vaguadas

Escenas nº 249 - Mayo 2007


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Escenas nº 249 - Mayo 2007

Más terca que una mula

Los baquianos hacen una labor de guía y acompañamiento impagable, sin ellos sería imposible poder orientarse por los caminos de la selva

En esa expedición nos convencimos de que el turismo de aventura era realmente lo que estábamos haciendo. Parecía increíble cómo las bestias eran capaces de llevarnos a través de senderos impracticables con unas pendientes dignas de la montaña rusa más inclinada, atravesar vaguadas en las que el barro les llegaba hasta la panza. En algunos puntos tuvimos que bajarnos porque no podían salir del lodo con nuestro peso. Y si ellas no podían salir… ¡Imagínense nosotros! Había momentos en los que las botas de hule que calzábamos eran engullidas por el barro y no había forma humana de sacar los pies de allí. También me sirvió para comprobar que el dicho “eres más terca que una

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mula” tenía todo el sentido del mundo. Entre mi inexperiencia como jinete y el espíritu independiente de mi bestia, por momentos me llevaba por donde ella quería, como si se hubiese transformado de mula a mujer. Transitando por estrechos senderos en los que los baquianos abrían el paso a machetazos, mi mula se acercaba tanto a la maleza que las ramas altas comenzaron a estrellarse contra mi cara. Las primeras pegaban y pasaban. Las siguientes me iban arrastrando contra el sentido de la marcha. Primero voló la gorra, a renglón seguido mis gafas, luego era mi cuerpo el que tomaba una inclinación de noventa grados hacia atrás, a punto de dar con mis huesos en el suelo y con los pies enganchados en los

estribos sin poder ni siquiera caer libre… Hasta que la mano salvadora de Absalón sujetó la mula y devolvió mi maltrecho cuerpo a su posición natural. No sé qué hubiera pasado sin su ayuda. Posiblemente el animal me hubiera arrastrado por media selva sin hacerme ni puñetero caso. Debe ser que mis gritos coléricos hacia la mula despertaron la atención de nuestro guía y pudo actual raudo y veloz. Por suerte sólo fueron mis maltrechas gafas las que sufrieron heridas de guerra, curadas en Óptica Prisma ya de vuelta a casa. La serpiente sale a recibirnos La segunda anécdota de la expedición no es menos peligrosa. Cruzábamos un pequeño río por un paso de

apenas un metro de anchura, rodeados a derecha, izquierda y por arriba de densa vegetación tropical. Aprovechábamos el momento mágico para dejar constancia de él, yo castigando la tarjeta de memoria de mi Canon y Augusto fulminando cintas mini DV con la cámara de video. De repente, un grito nos alerta a todos. El padre Miguel Ángel acababa de pasar junto a una serpiente y Absalón dio la voz de atención. Henry nos hizo parar mientras su compañero, con todo el sigilo del mundo, se liaba a machetazos contra el suelo. Instantes después alzaba su trofeo de guerra de más de metro y medio de longitud: era una barbamarilla, según ellos una de las serpientes más peligrosas que se pueden encontrar por allí.


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Con la piel de gallina

Después de más de cuatro horas de camino, con la lluvia arreciando por momentos, los cuerpos empezaban a notar el esfuerzo. De repente, Miguel Ángel nos hace fijarnos en unas construcciones de madera colina abajo. Era la comunidad de Santa Fe. Estábamos a apenas quinientos metros de nuestra meta. Ahora entiendo el porqué de la alfombra roja que el Club de Atletismo coloca en el tramo final de la media maratón. El ver tu objetivo tan cerca te regala fuerzas de flaqueza que no sabes de dónde sacas. A lo lejos divisamos un grupo de personas que parecen esperarnos. Conforme nos acercamos, con la

ropa de agua empapada y las gafas empañadas, creemos escuchar música,

me pone la piel de gallina con solo recordarlo.

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o nos daban las gracias por ayudarles, por hacerles un colegio o por llevarles medicamentos, no. Nos las daban por el simple hecho de haber hecho el esfuerzo de llegar hasta allí para conocerles. Humanidad en estado puro pero no acertamos a comprender hasta que llegamos más cerca. Entonces nos reciben una veintena de adultos y niños cantando una melodía de bienvenida bajo los sones de una guitarra. Se

Cuando conseguimos descabalgar, unos en mejores condiciones que otros, recibimos el agasajo sincero de las gentes de Santa Fe. Tuvimos la impresión de que nos daban la bienvenida como

si fuésemos los descubridores de hace cinco siglos. A los tres visitantes, José Miguel, Augusto y yo, nos obsequiaron con tres maravillosas coronas de hojas verdes y flores rojas. No les puedo negar que alguna lagrimilla se deslizó por mi mejilla, pero las gotas de lluvia la disimulaban. Como moraleja me quedo con la frase de uno de los hombres de la comunidad: “gracias por venir a vernos”. No nos daban las gracias por ayudarles, por hacerles un colegio o por llevarles medicamentos, no. Nos las daban por el simple hecho de haber hecho el esfuerzo de llegar hasta allí para conocerles. Humanidad en estado puro.

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El centro de reunión de los colonos de la comunidad de Santa Fe. De izquierda a derecha se observan la cocina y comedor, la caseta dormitorio y la modesta capilla

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