Revista Ibero 12

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El proceso electoral puede servir para que afloren los diferentes diagnósticos y las propuestas de los partidos y candidatos o para inundar el espacio de frases huecas y recursos mercadotécnicos que sólo tienden a adelgazar el significado de las elecciones.

Las elecciones federales serán concurrentes con elecciones locales en diez u once estados en los que se elegirán gobernadores (no en todos), congreso y ayuntamientos. De tal suerte que buena parte del mapa de la representación política en el país estará en juego. Sobre todo si se toma en cuenta la muy desigual inserción social de algunos de nuestros partidos. No obstante, en todos los casos, dados los cambiantes humores públicos, pueden darse sorpresas. Los tiempos de los nacidos para ganar y los condenados a perder han quedado (venturosamente) atrás. Contamos además con un sistema electoral sofisticado, cargado de candados de seguridad, pero que ofrece grados importantes de certidumbre en relación a la limpieza de la contienda. El padrón electoral, piedra fundadora de cualquier elección, es auditado de manera permanente por 333 comisiones de vigilancia en las que participan representantes de los partidos, además de que un comité técnico integrado por especialistas de diferentes disciplinas realiza un seguimiento del mismo. Aquellas jornadas en las que se especulaba que el padrón estaba plagado de “fantasmas” (personas inexistentes que abultaban el listado y que mágicamente votaban) y además “rasurado” (ciudadanos realmente existentes a los que se suprimía de manera ilegal), son parte de la historia. Las mesas directivas de casilla serán integradas por ciudadanos sorteados y capacitados que recibirán y contarán el voto de sus vecinos. Junto a ellos estarán representantes de los partidos, encargados de vigilar que la jornada transcurra de manera limpia. En la noche a través del Programa de Resultados Preliminares (PREP) cualquiera podrá observar desde su hogar, al mismo tiempo que las autoridades y los representantes de los partidos, la manera en que se van agregando los resultados electorales. Se les podrá consultar a nivel nacional, por estado, por distrito, por circunscripción, y quien quiera, incluso casilla por casilla. Los tiempos en que se abría un espacio de especulación antes de contar con cifras oficiales es un asunto del pasado. Enumerar los candados de seguridad de las elecciones mexicanas puede resultar tedioso. Pero vale la pena recordar que todos y cada uno de los eslabones del proceso (desde el registro de candidatos hasta el cómputo de los votos, pasando por el diseño y confección de las boletas, la infraestructura de las casillas o el sorteo de las letras para insacular a los funcionarios de casilla) se hacen bajo la estricta vigilancia de los representantes de todos los partidos. La preocupación fundamental es sobre la calidad de la contienda.

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El proceso electoral puede servir para que afloren los diferentes diagnósticos y las propuestas de los partidos y candidatos o para inundar el espacio de frases huecas y recursos mercadotécnicos que sólo tienden a adelgazar el significado de las elecciones. Si sucede lo primero, las elecciones pueden resultar pedagógicas, formativas; si pasa lo segundo, una nueva nebulosa de jingles y sonrisas, de ataques y ocurrencias se apoderará del espacio público. Lo más probable, sin embargo, es que se dé una combinación de ambas posibilidades. El papel de los medios será crucial. Si actúan de manera objetiva, profesional y equitativa, se creará un clima propicio para la convivencia y la competencia. Por el contrario, si su actuar resulta faccioso, el ambiente puede nublarse y los ánimos volverse agrios. Quienes piensan que desde ahora puede darse como ganador a un pre-candidato (creo) se equivocan. En reiteradas ocasiones hemos observado cómo las intenciones del voto cambian a lo largo de las campañas, que precisamente están diseñadas para ello. Bastaría recordar que si las elecciones del año 2000 se hubiesen celebrado en febrero, el ganador (según las encuestas) hubiera sido Francisco Labastida; y si las del 2006 hubieran sucedido en marzo, el triunfador hubiera sido Andrés Manuel López Obrador. No habrá —creo— ningún ganador absoluto ni perdedores totales, sino más bien un reequilibrio de las fuerzas. Por supuesto que la organización política que gane la presidencia se proclamará como vencedora con toda justicia, pero es muy probable (subrayo probable, porque siempre pueden darse sorpresas), que sus votos no le alcancen para ostentar mayorías absolutas en las dos Cámaras del Congreso, lo cual generará un escenario similar al que el país viene viviendo desde 1997. Es decir, una conformación del Legislativo que obliga, como ya se apuntó, al diálogo, la negociación y el acuerdo. Pero más allá de ganadores y perdedores (siempre coyunturales), lo más importante es que se siga asentando entre nosotros la convicción de que un país complejo, masivo y contradictorio como México no puede ni debe caber bajo el manto de un solo ideario, una sola sensibilidad, una sola política, una sola organización. Nuestro país es plural y ningún exorcismo logrará unificar lo que por definición es diverso. Ese reconocimiento es el que nos obliga a construir y fortalecer un escenario en el cual la pluralidad de pulsiones que viven y conviven en el país, pueda expresarse, recrearse y competir de manera civilizada y sin violencia. Esa es la promesa profunda de los sistemas democráticos.


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