Retorno 03

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Las naves de la tierra

La saga del retorno 3

Orson Scott Card

—Sí, es la única tarea que me han encontrado... matar animales. Euet notó que la sombra del recuerdo de la muerte de Gaballufix cruzaba el rostro de Nafai. —¿Nunca piensas perdonarte por eso? —Sí. Cuando Gaballufix salga de las cuevas de los mandriles y me diga que sólo fingía estar muerto. —No te gusta esperar, eso es todo —dijo Luet—. Pero es como estar encinta. Me gustaría terminar de una vez, tener el bebé. Pero lleva tiempo, así que espero. —Esperas, pero puedes sentir el cambio dentro de ti. —Mientras vomito todo lo que como. —No todo —dijo Nafai—, y sabes a qué me refiero. Yo no siento cambios, no soy necesario para nada... —Salvo para nuestra comida. —De acuerdo, tú ganas. Soy imprescindible, soy necesario, estoy siempre ocupado, así que debo ser feliz. Echó a andar. Ella pensó en llamarlo, pero sabía que no servía de nada. Nafai quería sentirse infeliz, y todos los intentos de animarlo sólo lo abatirían más. Días atrás la tía Rasa le había dicho que le convenía recordar que Nafai aún era un muchacho, y que no podía esperar que fuera un dechado de madurez. «Ambos erais jóvenes para el matrimonio —había dicho Rasa—, pero las cosas se nos fueron de las manos. Tú has estado a la altura de las circunstancias. Con el tiempo, Nafai también lo estará.» Pero Luet no estaba segura de haber estado a la altura de ninguna circunstancia. Le aterraba la idea de dar a luz en el desierto, lejos de los médicos de la ciudad. Ignoraba si dentro de unos meses tendrían alimentos. Todo dependía del huerto y los cazadores, y los únicos con talento para eso eran Elemak y Nafai, aunque Obring y Vas a veces también salían con pulsadores. La comida podía escasear en cualquier momento, y pronto ella tendría un hijo. ¿Y si de pronto decidían emprender la marcha? Sus náuseas ya la molestaban bastante, pero sería mucho peor si tenía que montar un camello en movimiento. Prefería comer queso de camello. Al recordar el queso de camello, sintió otra oleada de náusea y supo que vomitaría, así que se arrodilló una vez más, harta del dolor que le causaba ese líquido ácido que le subía del estómago a la boca. Le dolía la garganta, le dolía la cabeza, estaba cansada de todo. Sintió manos que la tocaban, apartándole el cabello de la cara para que no lo ensuciara con vómito. Quiso dar las gracias, sabiendo que era Nafai; también quería que él se marchara, pues era humillante, horrendo y doloroso que alguien la viera así. Pero Nafai era su esposo. Formaba parte de esto, y ella no podía echarlo. Ni siquiera quería echarlo. Al fin terminó de vomitar. —No fue demasiado efectivo —dijo Nafai—, si juzgamos estas cosas por la cantidad. —Cállate, por favor —dijo Luet—. No quiero que me animes, quiero que mi bebé ya tenga diez años para que pueda recordar todo esto como un episodio divertido de mi lejana infancia. —Tu deseo está concedido —dijo Nafai—. El bebé está aquí y tiene diez años. Claro que es una mocosa insufrible y terca, como tú a los diez años. —Yo no era así. —Ya eras la vidente, y todos sabíamos que eras prepotente e irrespetuosa con los adultos. —Yo les decía lo que veía, nada más. —Luet vio que Nafai se estaba riendo—. No te burles de mí. Sé que lo lamentaría después, pero podría perder los estribos y matarte. El la cogió en brazos y ella tuvo que contorsionarse para impedir que la besara. —¡No lo hagas! Tengo un gusto horrible en la boca, y probablemente te mataría. Él la abrazó y al rato Luet se sintió mejor. 68


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