El cuerpo de la casa

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El cuerpo de la casa

Orson Scott Card

—Podría incluso ser útil de vez en cuando —dijo ella—. ¿Y si tiene que hacer un recado pero alguien viene a hacer una entrega o algo? Ya estaba empezando. Ya intentaba encontrar una función en su vida. —No puedo contratarla como ayudante. No tengo dinero para eso. —Puedo apañármelas. Lo hice antes de que viniera. ¿Cómo se las apañaba? ¿Rebuscando en los cubos de basura? ¿O ya había timado a alguien? No sabía nada sobre ella. ¿En qué se estaba metiendo? —Mientras no tenga que marcharme —dijo. Suplicando. —Pero tiene que marcharse. —Ella tenía que comprenderlo—. Cuando venda la casa, no podrá estar aquí. —Hasta entonces. Por favor. La súplica en su voz le rechinó, le avergonzó. No podía soportar tener el futuro de alguien en las manos. Eso le hizo querer silenciarla para no tener que sentir su desesperación, su sumisión. —No me pida eso. Mientras no me lo pida, intentaré convencerme para dejarla quedarse. Pero cuando empieza a suplicar sólo quiero ponerla de patitas en la calle. Ella pareció asombrada, tal vez un poco aturdida. —¿Por qué le molesta que se lo pida? Porque me hace sentirme El Hombre, y no soy El Hombre, soy sólo un tipo corriente. —Cállese y quédese. Escoja la cama en la que quiera dormir y dígale a los tipos de Echando una Mano que se la dejen. Se sintió asqueado en el momento en que lo dijo. Había cedido a su propia debilidad y a la necesidad de ella, y probablemente debería sentirse virtuoso como buen cristiano, pero todo lo que podía pensar era que iba a tener a alguien detrás todo el día, observando todo lo que hacía, esperando que charlara o incluso fuera amable, cosas que estaban más allá de su habilidad. Quiso salir de la casa y no parar de andar. Llevaba sopesando esta idea desde que perdió la última esperanza de recuperar a su hija. El ansia de aislar el último vestigio de responsabilidad, de dejar de preocuparse por sí mismo, y salir a la calle hasta que alguien lo matara o se agotara y muriera de hambre o de frío, no le importaba de qué. Al menos esta muchacha quería algo. Al menos quería quedarse en esta casa. ¿Qué quería Don? Estar solo. Ambos no podían tener lo que querían, y parecía completamente injusto que él, que quería mucho menos que ella, fuera quien no podía tenerlo. Que su propio sentido de la decencia hubiera sido empleado contra él. La gente sin sentido de la decencia nunca era explotada así. Si su ex esposa o los abogados de su ex esposa o los jueces de todos los tribunales en los que había apelado hubieran tenido sentido de la decencia… Pero no lo tuvieron. Sólo Don sufría aquella carga inconveniente. Idiota, se dijo. Ahora te crees que eres la única persona decente del universo. Qué cretino. [8 2 ]


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