Sueño Ligero

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rán unas horas en ese espacio; es una relación mediada por un tercero. Las conversaciones son banales, y rápidamente las autoridades empiezan a recordar las normas: comienza la vida de las papeletas, las llamadas de atención, los horarios, los castigos, los uni-formes. Empieza el disciplinamiento, primero a los padres, y luego a los niños: “Aquí hay reglas –dice la maestra- y están para ser cumplidas, por favor lean el reglamento”. Me pregunto cómo les irá a mis hijos cuando se queden en la sala solos frente a la autoridad. Algunos padres entusiastas, de esos que nunca faltan, proponen actividades complementarias: campeonatos de fútbol para hombres y voleibol para mujeres. Yo, que sólo sé jugar voleibol, quedo automáticamente excluido. El primer día de clases. Dormimos más temprano el día anterior. En la mañana me esfuerzo porque la despertada, antes de que salga el sol, no sea muy traumática para los chicos. Intento apurar las tareas cotidianas que mi hija de tres años suele –digo, solía- hacer con toda tranquilidad: ponerse las chancletas, lavarse los dientes, bañarse, desayunar. Ahora soy yo el que debo introducirla a un ritmo estresante donde no se pueden hacer las cosas jugando, sino más bien mirando el reloj. Salimos rápido en el auto rumbo a la escuela, con la tensión dentro y fuera para no llegar tarde y ser candidato a una llamada de atención el primer día de clases. Había leído muchas reflexiones sobre sociología de la educación, y podía analizar mis propios pasajes por la escuela, pero hoy me toca ser el que promueve esa institución social, por demás cuestionable. Ahora sí entiendo cómo el colegio marca los ritmos, los tiempos, saberes, gustos, horarios, normas, valores. No encuentro salida, sólo la angustia de ser parte del engranaje domesticador. Ahora sé lo difícil que es encontrar esa educación para la libertad, como soñaba P. Freire. Pero por suerte, por más que se esfuerce, hasta ahora ninguna escuela ha podido eliminar la necesidad de pensar, de crear y de ser libres.

No puedo luchar contra la insistencia de mis hijos, y termino llevándolos al parque de diversiones llamado Six Flags México un fin de semana. Antes de hacerlo, estudio con detenimiento la oferta que más se adecúa a mi economía, pues en el mar de promociones, opciones y descuentos, escoger una posibilidad se hace más difícil que optar por una marca de pañales en un supermercado. Llega el día tan esperado (por los niños). Antes de ir, leo el “código de conducta de los visitantes” que estamos obligados a cumplir –que viene, obviamente, en letra pequeña en un discreto rincón del tríptico publicitario-. Llaman mi atención cosas como “quedan estrictamente prohibidas las conductas indisciplinadas”, “evite demostraciones efusivas de afecto con su pareja”, “no se permite el ingreso al parque con ropa que contenga mensajes rudos o vulgares y con un lenguaje ofensivo o gráfico. (No se permite como solución voltear la ropa)”, “no se permite el uso de palabras altisonantes dentro del parque, así como señas obscenas”. Aunque no sé qué entienden exactamente por cada una de las indicaciones, en términos generales, creo que cumplimos con los requisitos. Estamos lo suficientemente disciplinados como para no violar las reglas. En el ingreso revisan nuestras bolsas, entiendo que su preocupación no es que llevemos bombas o armas sino comi-

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Parque de diversiones


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