La Isla

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Una sonrisa quebró la máscara de sufrimiento; de su mundo privado de puñales y recuerdos, Susila había regresado al presente. –.¡Quiquiriquí! –dijo–. ¡Cómo lo quiero! Igual que Tom Krishna cuando va de un lado a otro pidiéndole a la gente que vea qué músculos tiene. Y estos ridículos pájaros mynah, que con tanta fidelidad repiten el buen consejo que no pueden entender. Son tan adorables como mi gallito pigmeo. –¿Y qué me dices del otro tipo de bípedos? –preguntó él–. ¿De la variedad menos adorable? En respuesta Susila se inclinó, lo tomó de un mechón de cabellos e, inclinándole la cabeza hacia adelante, lo besó en la punta de la nariz. –Y ahora es hora de que muevas las piernas –dijo. Poniéndose de pie, le tendió la mano. Él la tomó y ella lo levantó de la silla. –Cantos de gallo negativos y parloteos contrarios a la sabiduría –dijo Susila–. Eso es lo que les gusta a algunos de los otros bípedos. –¿Quién me garantiza que no volveré a mis vómitos? –preguntó él. –Probablemente volverás –le aseguró ella con tono alegre–. Pero también es probable que vuelvas a esto. A los pies de ellos hubo un torbellino de movimiento. Will rió. –Ahí va mi pobre y pequeña encarnación del mal. Ella lo tomó del brazo y juntos se dirigieron a la ventana abierta. Anunciador de la proximidad del alba, un vientecillo removía a ratos las hojas de las palmeras. Debajo de ellos, hundida, invisible, en la tierra húmeda y acre, había una mata de hibisco... una profusión de brillantes hojas suaves y de trompetas color bermellón, destacadas de la doble obscuridad de la noche y los árboles por una lanza de luz proveniente de la lámpara de la habitación. –No es posible –dijo Will con incredulidad. Estaba otra vez con Dios 14 de julio. –No es posible –convino ella–. Pero como todas las otras cosas del universo, es un hecho. Y ahora que por fin has reconocido mi existencia, te daré permiso para mirar a tu gusto. Will permaneció inmóvil, mirando, mirando a lo largo de una sucesión de crecientes intensidades y de significaciones más profundas aun. Las lágrimas le llenaron los ojos y cayeron por fin sobre sus mejillas. Sacó el pañuelo y se las enjugó. –No pude evitarlo –se disculpó. No podía evitarlo porque no tenía otra forma de expresar su agradecimiento. Agradecimiento por el privilegio de estar vivo y de ser testigo de ese milagro; de ser, en verdad, algo más que un testigo: un participante, un aspecto del milagro. Agradecimiento por esos dones de luminosa dicha y esa comprensión sin conocimiento. Agradecimiento por ser a la vez esa unión con la unidad divina y al mismo tiempo esa criatura finita entre otras criaturas finitas. –¿Por qué habría uno de llorar cuando se siente agradecido? –dijo mientras guardaba el pañuelo– . Sólo el cielo lo sabe. Pero así sucede. –Una burbuja-recuerdo surgió del fango de las lecturas pasadas.– "La gratitud es un cielo en sí" –citó–. ¡Puras tonterías! Pero ahora veo que Blake no hacía otra cosa que registrar un simple hecho. Es el cielo en sí. –Y tanto más celestial –continuó ella– cuanto que es el cielo en la tierra y no el cielo en el cielo. Asombrosamente, a través de los cantos de gallos y el croar de las ranas, a través de los ruidos de los insectos y el dúo de los gurús rivales, llegó el sonido de disparos distantes. –¿Qué será eso? –se preguntó ella. –Los muchachos jugando con fuegos de artificio –repuso él, alegre. Susila meneó la cabeza. –No permitimos ese tipo de fuegos de artificio. Ni siquiera los poseemos.

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