Las odas de Horacio en rtf

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suyo, ni el fogoso Espartaco, ni el Alóbroge traidor en días de revuelta, y que no ha sido dominada ni por la salvaje Germania y sus jóvenes de ojos azules ni por Aníbal execrado por nuestros padres-, perece por su propia grandeza. Nosotros -generación impía, hija de una sangre maldita-, nosotros la arruinaremos. Y, de nuevo, bestias salvajes se adueñarán de su suelo. El bárbaro, ¡ay!, hollará, victorioso, su cenizas. Sobre su caballo conmoverá la ciudad, con resonantes cascos, y los huesos de Quirino, guardados hasta ahora del sol y de los vientos, serán dispersados por su insolencia en sacrílego espectáculo. ¿Acaso me preguntáis todos vosotros, o los mejores de vosotros, lo que es bueno para ponernos al abrigo de estas duras pruebas? El acuerdo preferible para todos es hacer como los Foceos, que, huyendo de su ciudad execrada, abandonaron sus templos para habitación de jabalíes y de lobos rapaces, después de dejar sus campos y sus Lares paternos: ir adonde quiera que nos guíen nuestros pasos a través de las olas adonde el Noto o el Abrego feroz nos conduzcan. ¿Os agrada la idea? ¿Alguno tiene algo mejor que aconsejar? ¿Qué esperamos para hacernos a la mar con feliz agüero? Pero hagamos un juramento, pronunciando estas palabras: "Tan pronto como, perdiendo su peso, las rocas suban a flote desde el fondo de las aguas, entonces nosotros podremos tornar sin sacrilegio. No vacilemos en volver las velas a nuestra patria hasta que el Po bañe las cimas del Matino, y los elevados Apeninos hagan irrupción en el mar; cuando por un capricho nuevo, extraños amores ocasionen acoplamientos monstruosos; cuando la tigresa se deje cubrir por el ciervo, y la paloma cohabite con el milano; cuando confiados los rebaños no teman a los rubios leones, y el cabrito despojado de sus pelos se goce con las llanuras saladas." Después de estas execraciones, y todas las que puedan cortarnos el dulce camino del retorno a nuestra patria, marchemos conjurados todos los ciudadanos, o al menos la parte de los mejores que el rebaño de los reacios a los consejos. ¡Que estos enervados y sin esperanza se aferren a sus cubiles maldecidos! Pero vosotros, con un corazón fuerte, abandonad mujeriles llantos, y volad más allá de las riberas etruscas. Nos espera el mar que rodea al mundo. Vayamos a los campos felices, los ricos campos; busquemos las Islas Afortunadas, en donde la tierra da cada año cosechas sin laboreo; allí en que siempre la viña fructifica, sin que se la pode; en que germina la rama del olivo que nunca defrauda, y el higo negro es adorno de su propio árbol; en que la miel chorrea de los huecos de los árboles, y desde lo alto de los montes saltan con pie sonoro las aguas ligeras. Allí, sin que se les mande, vienen las cabras a las cántaras del ordeño, y la vacada amiga trae sus ubres tensas. El oso no ruge allí, por la noche en torno de los rediles, y el suelo profundo no se hincha con nidos de víboras. Y, en nuestra dicha, veremos aún más maravillas: cómo el Euro no corroe los campos bajo torrentes de lluvia, y como las pingües simientes permanecen sin agostarse bajo los resecos surcos. Porque el rey de los dioses celestes contiene allí uno y otro exceso. Hacia esta tierra no han dirigido su curso bajo el impulso de sus remos las naves de pino de Argos y la impúdica Medea de Coleos no ha puesto allí su planta. Ni los marinos de Sidón orientaron hacia aquella parte sus naves ni las tripulaciones tan maltratadas de Ulises. No hay contagio que ataque al ganado, y ningún astro consume los rebaños con sus ardores desenfrenados. Júpiter ha reservado estas costas para una raza piadosa, después que cambió en bronce la edad de oro. Con el bronce, después con el hierro, endureció las edades, de donde se ofrece a los hombres piadosos una feliz evasión según inspirado vaticinio.

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