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etc transmitido a lo largo de los versos, haciéndolo accesible a la intuición del lector. Que lo lograse o no evidentemente constituía un riesgo para el poeta. Pero esa fue la clase de oficio, en absoluto cómoda ni complaciente, que la poesía representaba para Miguel Ángel Molinero. Las anteriores consideraciones en buena medida están basadas en la lectura de Venir de lejos, el primer libro de Miguel Ángel Molinero. Publicado en 1978, en la colección Adonais, su escritura data de muchos años antes. Algunos de sus poemas se cuentan entre los primeros que Miguel Ángel me dio a conocer, entre ellos el inaugural del libro, con su mismo título. Esta composición nos remite a un joven que llega una noche, en tren, a una ciudad desconocida, junto al mar. Una vez que se encuentra “en su nueva habitación, igual a muchas otras”, comienza a escribir una carta a quien se supone es una muchacha de la que solo sabemos su nombre: “Queridísima Elena”. El poema acaba con dos versos que imponen una nota de desaliento: “Pronto habrá otros trenes en las madrugadas frías/ nuevas tierras que pasen sin memoria”. Probablemente el tiempo empleado en completar este libro —una primera versión fue presentada en 1971 al premio que anualmente convoca la editorial mencionada— hizo que haya una cierta desigualdad interna. Empezando por la destinataria de los poemas de amor. Parece seguro que el bello “Madrigal de la gacela” no fue escrito pensando en la Elena de los primeros versos. La mayoría de los poemas de este pequeño volumen son de inspiración amorosa y, en muchos casos logran transmitir un sentimiento de vitalidad y armonía; sirva de ejemplo “Acaso”: “Desde el oasis del amor compartido, un delfín de azarosa alegría traspasa/ azul mi desgarbado corazón”. No obstante, incluso en estos poemas, la ilusión a veces se alterna con el desánimo: “Que no llegaré a ver cumplidos los más sencillos deseos, / no me sobreviven intuiciones o cálculos/ aventados ídolos de ceniza”. Asimismo es hermoso el último poema del libro, “Para ti la vida”, el más largo de todos y dividido en cinco partes, con un comienzo memorable: “La tarde es unos ojos de niña/ en un cuerpo curvo de mujer/ —que habla incansablemente de su infancia—/ y el futuro/ esos cobrizos reflejos del crepúsculo/ que lentamente reclaman las tinieblas”. El mar extranjero del poema primero, “Venir de lejos” ahora inspira júbilo: “Ahuyenta los signos de la desolación/ una vibrante plenitud mediterránea”. En los siguientes cantos, la amada no sólo es compañera sino salvadora: “de ti la fuerza/—más necesaria cada día—/ para dejar el lecho/ sin querer saber que nada aguarda/ en la mañana luminosa/ y vacía”. Otros poemas del libro, de inspiración diferente a la amorosa, parecen corresponder a edades diferentes del autor. Por ejemplo, “Plaza de San Pablo” y “Plaza de Santa Cruz” —dos parajes del Valladolid adolescente de Miguel Ángel— posiblemente pertenecen a la fase más temprana de elaboración del libro. No por falta de seguridad en su elaboración, sino por el revestimiento retórico del lenguaje, que desaparecerá en la obra posterior de Molinero para fiar la expresividad en exclusiva a la imagen. Ello no obsta para que los dos poemas vallisoletanos me parezcan admirables, sobre todo por el afortunado modo de combinar la percepción del entorno histórico con los sentimientos del poeta quien, en ese lugar, presiente su fugacidad o su pequeñez con evocaciones certeras: ”Preguntan mis ojos de niño/ que inventaba flores de agua/ hasta el atardecer/ ¿Puede la sangre latir entre estos muros/alzados? ” . Asimismo a los años más jóvenes del autor cabe atribuir “In memoriam”, que se abre con un epígrafe tomado de Las moscas de Sartre. Esta obra de uno de los escritores por los que Miguel Ángel guarda-


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