NAYAGUA 28

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hacía presagiar lo mejor y, en efecto, estamos ante un libro que mezcla con sabiduría la tradición poética (Wallace Stevens, César Vallejo) con un sano experimentalismo que nada tiene que ver con innovaciones sorprendentes o riesgosas, sino con poner a prueba –con poner en crisis– el lenguaje poético y las formas versales y estróficas para reverdecerlas y sacarles un nuevo partido, sin abandonar una voz personal, próxima y confidente. Cuando en una colaboración para Transtierros comenta Rodinás libros recientes que a su juicio emplean un «lenguaje contemporáneo», explica esa afirmación: «digo contemporáneo porque al lenguaje tradicionalmente poético incorporan motivos, ritmos, gestos de esta época: palabras, ritmos o temas que se resisten a ser considerados poéticos. Reto difícil, pero única vía para seguir creyendo en la poesía». Aunque el poemario no responde por completo a esa idea, encontramos en Cuaderno de Yorkshire algunas menciones a la publicidad o intertextos de letras de Amy Whinehouse, materiales que el poeta incluye en su cadencia como tierras de arrastre, destinadas a fertilizar el lenguaje poético. A esa misma finalidad responde el interés del poeta por la ciencia, en especial por las ciencias neuronales, a las que saca partido sin que su jerga invalide o limite los textos: simplemente, y con inteligencia, los deja permearse de extrañeza científica, de una mirada que muestra las cosas desde una luz distinta. Aunque en algún lugar se menciona un «lenguaje roto» (p. 64), lo cierto es que a muchos poetas actuales no les importaría contar con un lenguaje tan brillantemente recompuesto como el del autor de este libro. Una de las características de la poesía de Rodinás, señalada tanto por él mismo como por sus lectores atentos, es la vocación de crear una expresividad versal que otorgue espacio al pensamiento, que encarne el hecho de pensar. Eso se nota en varias piezas de Cuaderno de Yorkshire, especialmente en las que tienen en común la imagen de objetos o figuras transparentes, ya estén hechos de cristal o de agua (imagen que podría ser, en sí misma, una metáfora del pensamiento). Me refiero a «Teorema de la bolsa de compras», «El cielo de York (mi historia personal es una rosa de agua)», «Lo que el hombre gris entiende por humano» –que comienza con dos versos memorables: «Me gustan las historias que se inician con un hombre / tratando de salir de un frasco», (p. 58)–, y «¿Cómo funciona una muñeca de cristal?», un poema, este último, de enorme complejidad y notable ambición constructiva. A veces las imágenes del cristal y el agua se alían en pocos versos, como en una de las estrofas finales de «Un fin de año en Edimburgo». El antiguo símbolo cristalino, que procede originalmente de la imaginería petrarquista, cobra en la escritura de Rodinás resonancias muy diferentes, más próximas a las «formas que buscan el cristal» de Lorca, a La orquesta de cristal (1976) de


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