Luz y Tinta nº 100

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Capítulo 2: El trabajo Otra vez la rutina se impuso como un mantra. Aparentemente todo fluía, o se estancaba, con la serenidad de un jardín japonés. Un poco de sosiego me venía bien para trabajar. Era la cajera de un banco, la máquina de contar dinero. Con precisión de cirujano despegaba a gran velocidad las esquinas de los billetes enfajados. Uno, dos, tres… noventa y nueve. Falta uno, vuelta a empezar. Contar y leer eran mis dos principales ocupaciones. Los fines de semana quedaba con Isma y sus amigos para tomar una copa. El ruido del bar no dejaba espacio para la conversación. Cerrábamos la noche en un local con una pequeña pista de baile donde me exhibía cual pavo real. Tal despliegue a veces me granjeaba amantes que desaparecían con la luz del día. Invariablemente, los lunes mi vida regresaba a la abstracción de los números. De casa al metro novecientos pasos, del metro a la oficina cuatrocientos veinte. Una mañana tranquila de mediado de mes, mientras hacía un cuadre parcial, sentí voces en el patio de operaciones. A través del cristal del bunker vi a dos hombres jóvenes, bien vestidos. Uno de ellos, pistola en mano, agrupaba a mis compañeros contra la pared. Otro me ordenaba que le abriera la puerta del habitáculo donde me encontraba. El ladrón no llevaba ni arma, ni saco. Las manos libres. El dinero que iba guardando se le caía de los bolsillos. Aún le quedaba mucho por recoger. Parecía una acción no premeditada. El joven, muy nervioso, me pidió una bolsa de plástico. Sentí lástima por su agobio, y enojo por su falta de profesionalidad. Decidí servirle en vez de sermonearle, los nervios juegan malas pasadas. Vacié mi Louis Vuitton de mercadillo y se lo di. En el día a día yo solía arreglarme con cantidades que no superaban la décima parte de mi sueldo, pero aquella mañana vi desaparecer mi bolso portando unos cinco años de mi salario. Del atracador desarmado recuerdo su chaqueta de corte color mostaza, el pelo rubio, el sudor en la frente. No podría describir los detalles de su cara, lo miré sin ver, tal vez para no tener que reconocerlo, o tal vez porque esa era mi manera de mirar un rostro corriente. Del que sostenía el arma solo tengo una idea de su corpulencia, su espalda ancha. No sé qué les arrastró hasta el delito, si fue una venganza por un crédito denegado, o las necesidades del consumo. No tuve sensación de peligro, buscaban dinero y lo tendrían. En el caso de Frank, nadie entendió lo que quería y sintieron miedo ante su presencia. ¿Es acaso más peligrosa la fealdad que un arma? Yo no me asusté pero una compañera tardó tiempo en recuperarse. Después la empresa contrató un vigilante para disuadir con su presencia a los aficionados.

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ción de peligro, buscaban dinero y lo tendrían. En el caso de Frank, nadie entendió lo que quería y sintieron miedo ante su presencia.

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