Luz y tinta 46

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esclavitud del odio. Felicián es el asesino de Andrés, le había jurado su esposo. La noche después la policía se lo llevó. Luego el juicio y la reclusión en Batán. Jamás lo volvió a ver. Fueron muchas las veces que lo intentó, incontables, pero Esteban siempre se negó; hasta aquella tarde polvorienta que atravesó con los ojos secos las altas rejas para nunca más regresar. Y llegó la primera carta y fue esa misma tarde cuando concibió el plan, ya nada más le quedaba, sólo vengar la muerte de Esteban. Hacía dos semanas se había hecho pública la suspensión de diez empleados de la aceitera por sospecha de robos reiterados. Éstos lograron fugarse antes que la Policía pudiese tomarles declaración. Desde ese momento Andrade había sufrido una serie de llamadas telefónicas en las cuales lo amenazaban de muerte. Ella sabía que eso no era más que una suerte de comedia para Andrade, una especie de promoción para su empresa. Pero pensaba utilizar el hecho a su favor. Luego pasó todo tan rápido, que ahora leyendo la segunda carta no le parecía real. ¡Que poco le había durado la satisfacción del deber cumplido! ¡Que ruin e inmoral se veía todo! El asombro inexplicable de Andrade sosteniéndose el pecho ensangrentado, mirándola con esos ojillos ya medio muertos, cayéndose hacia atrás, el rostro blanco, la boca azul, la saliva espesa, la sangre en las manos… Ella, sí, ella viéndose a sí misma con el arma que había pertenecido a su padre y permaneció tanto tiempo guardada, latente en el escritorio esperando el momento. Ese mismo momento. La llamada por teléfono, la cita en su despacho a una hora tardía, cuando en la fábrica sólo había un mínimo de movimiento, aduciendo ser una probable cliente de una pequeña compañía aceitera del sur. La incertidumbre y luego la desconfianza reflejada en el rostro de Andrade cuando la reconoció; y el terror y el espasmo asomando sudoroso por su piel lampiña al ver el arma, transfiguró su sonrisa en una mueca oscura. El grito cobarde antes del disparo fatal. La primera plana en los diarios. La acusación de asesinato en términos indirectos dirigiéndose a los hombres acusados de robo: “se han encontrado pistas que podríamos señalar nos encauzan en la línea de los ex empleados de refinería”, señalaba un subtítulo… “Se ha logrado detener dos presuntos colaboradores en el hecho”, declaraba otro. Para la Policía el caso no cerraba. Ni cerraría nunca. Ella había sido cuidadosa. Nadie jamás pensaría en su persona. Su amado Esteban descansaría en paz. El arma reposaba fría sobre su falda. Una bala en la sien será suficiente, pensó mientras la levantaba y sentía todo el peso de sus veintiocho años, de su culpa reposar en la superficie pulida. Sería como descargar mi cobardía, reiniciaría el círculo que Esteban cerró. ¡No! gritó desde el fondo de su ser, él mismo me lo pide. Quizás haya un fin decente. Quizás… Esa misma tarde, mientras la ciudad dormía su angustia, se entregó. En su habitación oscura y húmeda quedó aquella segunda carta, que debió ser la primera, pero que por esas vueltas del destino, no había sido así. El sol rompía furioso su luz sobre las últimas palabras de Esteban declarándole su culpabilidad.

Viviana A. Genta

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