guardagujas 32

Page 3

novia de infancia miguel cane Sudden in a shaft of sunlight Even while the dust moves There rises the hidden laughter of children in the foliage T.S. Eliot

U

no puede sentirse culpable de cualquier cosa; hasta de aquellas cosas de las que es culpable. Así piensa Antonio, aunque no llegue a decirlo en voz alta. Lo hace al aparecer el viejo miedo, que a veces se filtra en su vida sin invitación, con sigilo; velo invisible de pudor que se ciñe al rostro. No es frecuente que la culpa vuelva a él, pero cuando sucede, se cuela como sabor oculto en el café de la mañana. Él de inmediato la suprime, y pueden pasar semanas, meses, de no recordarla, aunque esté ahí de modo permanente, inamovible. No lo ha hablado con nadie. Ni con sus amigos, mucho menos con extraños. Ni pensar en decir algo a Natalia, que se mueve en su mutua rutina cotidiana, bien ensamblada y aceitada, dejándola como la casa, con una pátina de cálida perfección de la que él le otorga todo crédito. Pero lo mismo, de repente aparecen remordimientos que vienen de muy atrás, lo oprimen bajo la piel, lo carcomen en la entretela. Sucede así esta tarde en que, al cruzar una avenida mira a un grupo de niños bajar del transporte escolar en la esquina y el relampagueo de unas calcetas blancas, de un par de trenzas, le recuerdan la figura que encarna de esta inquietud repentina que siente algunas veces: Lina. La vergüenza se escurre y lo atraviesa, como anguila, mientras camina de vuelta a casa, se detiene por una barra de pan, compra tabaco para la noche – fumará, como suele después de la cena, asomado al balcón, mientras Natalia lee en el sofá, acompañados por la radio, ninguno es realmente afecto a la tele- y piensa en otras calcetas blancas, otras trenzas y el puente de la nariz acariciado por pecas rosadas, extendiéndose hasta las mejillas de su novia de infancia, a la que vio por última vez tendida sobre hierba que se enrojecía muy rápido. Recuerda al encender el segundo cigarrillo con la colilla del primero, el prado en que jugaban, a las afueras del pueblo donde pasó algunos años de su infancia; los últimos antes de ser un adolescente primero escuálido que daría pie al hombre alto que ahora es; un pueblo no muy distinto a otros en el norte y la meseta, a los que su padre llegaba como ingeniero a hacer carreteras, ampliaciones, autopistas. Recuerda éste mejor que los otros por el prado verde; a sus ojos de niño, era inmenso. Y los otros amigos que tuvo, los que se llamaban a voces desde el camino: El gordo (¿Cómo se llamaba? Trata de recordar, pero sólo le viene a la cabeza el mote por el que todos le llamaban. ¿Pedro? ¿Ramón?... no, ni puta idea), luego Tini (¿Agustín? ¿Martín?) y su hermano Nacho; otro niño llamado Luis, y las niñas que aparecían por ahí; Isabel, Rosa y Lina. Recuerda tam-

bién las otras voces que los llamaban desde el caserío al pardear la tarde: las madres y abuelas, correr de vuelta, despidiéndose con un rápido “hasta mañana”, con la certeza de que habría un día siguiente después del colegio, para dejar los libros por ahí y treparse a un árbol a comer manzanas, o perseguir un balón, jugar a la guerra contra las niñas, el eje enemigo. Lina, Lina. A la puerta de la escuela, con el mandil y falda tableada a cuadros. Hacía corrillo con las otras niñas mirándolos salir por el otro patio. No estudiaban juntos. Aún no existían clases mixtas. Lina, que corría más rápido que otros niños. Lina, con una manzana en la mano. ¿Quieres? —¿Estás bien? Natalia sonríe dulcemente (así lo diría si alguien preguntara cómo le sonrió por primera vez la que hoy es su mujer, al final de la barra, con los ojos brillantes entre el humo y la música horrible de un bar en Malasaña). —Sí. —¿Seguro? Él asiente. Le devuelve una sonrisa distraída, la que ella está acostumbrada a recibir de él, supone. Tira ceniza y la ve acomodarse. Nunca le ha contado de esa novia suya, ahora que lo piensa. No han hablado de viejos amores. No les ha hecho falta. Tampoco se han confesado cualquier antiguo pecado (en el caso de él sería sólo ese, terrible como le parece cuando se deja sentir). Cuando se casaron, se prometió que sería página en blanco y el propósito no ha decaído en quince años. Natalia no le hace reproches (sabe que le seguramente le habría gustado tener un hijo, quizá le habría gustado algo más de lo que tienen, pero se conforma con lo que hay y él ya no concibe otra compañera que no sea ella) cuando se pone así, esquivo, asustado. Lo deja en paz y sólo espera con paciencia a que vuelva a su lado cuando se disipan sus fantasmas. Él se lo agradece con silencio. —Sí, de verdad. Todo bien. Natalia vuelve a su lectura, aún con la sonrisa dulce y él enciende un tercer cigarro. Fantasmas. Los pies que se sueltan, flotan en el aire, la cabeza se echa hacia atrás, la cabellera al vuelo, las manos suspendidas. Antes: Antonio poco antes de los doce años; nervioso, torpe. Sus padres lo esperan. Han cargado la furgoneta con maletas, con su vida entera, antes de la mudanza. Es que ya no vamos a volver, vamos al sur. Es por el trabajo de mi papá. Y aparece el desencanto en los ojos oscuros de la chiquilla con la que se ha besado tantas veces a escondidas, detrás de alguna barda, o como en ese momento, en el manzanar cerca del prado en que jugaban y donde les habían prohibido acercarse. Era precisamente eso, la prohibición lo que hacía del paraje un paraíso más tentador para perderse en él esas tardes: lo veían como un bosque en miniatura, les daba por correr, treparse a las ramas, gritarse de una copa a otra. Las risas ocultas en el follaje. Ahí es el lugar donde se le ocurre llevarla, corren de la mano y van solos, mientras sus padres cierran la casa. Su madre dice está bien, anda a despedirte, mientras ve a la niña que lleva un vestido de domingo (el único que tendrá, supone. Se lo ha puesto para decirle adiós. Al pensarlo, tal vez siente un poco de piedad; Antonio no entiende de esas cosas, ella sí. Le han dicho otras madres del pueblo que es huérfana: madre en el parto, padre minero; la cría la abuela, no hay mucho con qué), se ha soltado las trenzas y adorna su pelo con un lazo azul cielo. Ve cómo espera muy quieta, junto a la carretera que sale del pueblo; no se atreve a levantar la mirada. Anda, ve, le acaricia la mejilla, aún hay unos minutos, pero no tardes, hijo. Se toman de la mano y corren, lejos de los otros niños –ellos no quisieron despedirse, si Antonio se iba, pues ya está, punto pelota, qué más da– que a esa hora se han ido del prado a otra parte. Así lo recuerda siempre. Treparon al árbol que era suyo, al de las ramas anchas.

Recuerda entre la sombra de las hojas la tristeza de Lina mientras lo coge de la mano y la guía hacia su pecho (este es su corazón que se rompe, se rompe antes que la rama bajo sus pies) y él se lo permite, siente el temblor que repunta entre sus piernas. Hay un río, de corriente subterránea –dice la voz en su cabeza, una voz de mujer que imagina como la de Lina adulta, que a veces aparece, junto con el miedo, en otros momentos, años después; cuando está a los dieciocho paseándose por París con otros amigos, con otra chica; a los veintiuno, la noche de fin de cursos en Salamanca; a los treinta, la víspera de su casamiento y muchas otras veces que tuvo con la intención de escribir una carta contrita que nunca compuso, nunca envió– bajo este pueblo, que corre hasta el mar, cuya existencia sólo yo conozco y en el que podemos irnos, dejar todo esto atrás. El corazón de Lina se rompe, como la rama, como el instante, como el abrazo. No grita al caer, se desploma rápido, sin gracia, no rebota. Aún ahora, Antonio piensa que oyó el corazón quebrarse, mas no el cráneo. Sólo recuerda asirse al tronco, bajar rápido, raspándose las rodillas, para ver la sangre que mana y se extiende en la hierba, su opacidad que se vuelve fango; unos segundos de sobresalto que preceden a la carrera hacia la furgoneta, a su padre impaciente ¿dónde estabas? Por ahí. ¿Qué hacías? Nada. Su madre no hace preguntas, sólo cierra su portezuela, mira al frente. Él no se acercó. Sólo la vio tendida y echó a correr. No se detuvo a ver si respiraba. Todo fue tan rápido, se justifica ahora el Antonio de cuarenta y cinco años, sin alzar la vista del cigarro que se consume. Ha perdido la cuenta de cuantos lleva. Me asusté. Fue muy rápido. No quise hacerle nada. Lo juro. Esta noche, por primera vez, se deja vencer por la cobardía de un niño aterrado que no lloró entonces. Solloza con el sueño interrumpido, Natalia junto a él se despierta, la oye, la huele, siente cómo lo toca, luego de encender la lámpara en su mesilla. —¿Qué te pasa? ¿Qué tienes? Como el niño que aún es, a medio despertar, con el miedo que lo ha ido comiendo al alimón con la vergüenza, habla rápido, atropelladamente, como la caída de Lina, como la huida. Es un crío, medio muerto de pánico y atrición. Habla, moquea, habla más y más, hasta enronquecer, quedarse sin voz, porque si se aguantara más, sentiría el corazón desbocado, el amor como un perro que se lanza al vacío por una ventana. Apoyándose en la almohada común de su largo matrimonio, Natalia le frota la espalda, no lo interrumpe, lo deja hablar. Sonríe dulcemente. Podría decir algo. Algo que lo aliviara. Que hubo un tiempo, allá donde creció, donde no ha vuelto porque ya no tiene a quién visitar, en que su abuela le decía Natalina. Que con los años, derivó en Lina. Decirle que en los meses que estuvo ingresada en un hospital, presa en la escayola donde su cuerpo sanaba muy despacio, con el cambio no sólo en sus huesos, en su carne, en su piel, si no más dentro aún, lejos del sol las pecas se fueron borrando poco a poco. Que tardó en volver a aprender a caminar y casi no se nota que cuando llueve, cojea. Que la fina red de cicatrices en su cabeza no se ve bajo el cabello que le creció más oscuro. Que ella lo reconoció de inmediato, desde el final de la barra, entre el humo y la música horrible de un bar. Podría decirle que lo perdona. Podría. Lo mira un poco más, le acaricia el brazo, se inclina para hablarle al oído, antes de apagar la luz. —Duérmete ya, mi vida. Para Selva, un regalo por la boda que nunca tuvimos.


Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.