Los días de Carbón

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Me que­jo:

Los sá­ba­dos por la tar­de va­mos con Pe­dro al ca­te­cis­mo

—Si ha­bla­ra nos di­ría que to­dos so­mos unos ma­los, que ex­tra­ña la ca­sa de don­de vi­no.

del pue­blo. El se­ñor cu­ra es un an­cia­no ve­ne­ra­ble, pa­re­ce un san­to que ba­ja del al­tar pa­ra ha­blar­nos. Nos reú­ne a to­dos los chi­cos co­mo si reu­nie­ra y aca­lla­ra vien­tos: ¡Pa­sen, pa­sen, pa­ja­ri­tos del Se­ñor!

Me man­dan a la ca­ma otra vez. Car­bón hoy no ju­ga­rá con no­so­tros. Se­rá un día ne­gro. Pe­ro a nues­tros rue­gos se que­da­rá en ca­sa. Eso es lo que in­te­re­sa. Des­de mi exi­lio es­cri­bo una car­ta a mi maes­tra, lle­na de pro­tes­tas.

En­tra­mos co­mo un to­rren­te pa­ra ga­nar si­tio en las tres úni­cas ban­cas de la igle­sia. El re­sul­ta­do se­ría in­fer­nal si él no em­pe­ za­ra so­lem­ne­men­te sus pre­gun­tas: —Chi­cos, ¿dón­de es­tá Dios?... ¡Si­len­cio!

¡Qué ra­ro! Me con­tes­ta lo mis­mo que di­jo Jus­ti­no.

To­do el co­ro re­pi­te:

Ma­ru­ja:

—Dios es­tá en el cie­lo, en la Tie­rra y en to­do lu­gar.

Me ape­na que es­tés cas­ti­ga­da sin po­der ve­nir a la es­cue­la.

—¿Po­de­mos ver a Dios?... Tú, más jun­to al otro chi­co; tú pa­sa aquí, y es­te en otro lu­gar.

Pe­ro de­bes sa­ber que los pe­rros son co­mo los ni­ños, les va­mos en­se­ñan­do a vi­vir po­co a po­co. Cuan­do gran­de, ya ve­rás có­mo Car­bón es un her­mo­so Car­bón res­pe­ta­ble. Tus pa­dres tie­nen ra­zón. ¿Tú sa­bes lo que va­len ochen­ta ca­ñas de maíz des­he­chas que no vol­ve­rán a cre­cer? Es una gran pér­di­da pa­ra ellos y so­bre to­do pa­ra ti. ¿Has pen­sa­do en es­to, hi­ja mía? Es una gran pér­di­da pa­ra ti. En cam­bio, Car­bón si­gue vi­vo con su lec­ción de­lan­te. El cas­ ti­go que ha re­ci­bi­do es jus­to y no lo da­ña fí­si­ca­men­te. ¿Es­tá sin ore­jas? ¿Le fal­ta la co­la o un ojo?

—No po­de­mos ver a Dios por­que es es­pí­ri­tu pu­rí­si­mo. —¿Dios lo ve to­do?... ¡Arrí­ma­te! ¿No me has es­cu­cha­do? —Sí, Dios lo ve to­do, aun nues­tros pro­pios pen­sa­mien­tos. Con es­te diá­lo­go re­pe­ti­do dos ve­ces, la cla­se que­da mu­da es­cu­chan­do al pa­dre, en cu­yas ma­nos sar­men­to­sas el ro­sa­rio pa­re­ce tar­dar mu­cho en lle­gar al cie­lo.

Oja­lá, am­bos, tú y Car­bón, y el pe­que­ño Pe­dro, ha­yan apren­ di­do la lec­ción.

—Dios nos es­tá mi­ran­do. Te voy a co­lo­car de­lan­te —di­ce ca­da vez que al­guien se des­com­po­ne, em­pu­ja o pe­lliz­ca y lo po­ne de gol­pe, so­lo, de ro­di­llas de­lan­te del al­tar pa­ra que sea mi­ra­do más in­ten­sa­men­te por el Se­ñor.

Es­pe­ro ver­los lle­gar ma­ña­na muy tem­pra­no. Pí­de­les per­dón a tus pa­dres.

Es­te cas­ti­go es te­rri­ble. Nos en­ca­rru­ja el al­ma. Pe­ro ca­da tar­de hay por lo me­nos tres chi­cos cas­ti­ga­dos.

Ca­ri­ño­sa­men­te, tu maes­tra Mar­ga­ri­ta

Al fi­nal sa­li­mos can­tan­do pa­ra no rom­per la dis­ci­pli­na, con un ca­ra­me­lo en la ma­no y la ver­dad del ca­te­cis­mo alum­bran­do nues­tras al­mas. En el al­tar de en me­dio es­tá la Vir­gen­ci­ta del Pi­lar, la Ma­ma Lin­da, co­mo le di­ce el pue­blo. 16

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