Bill sloan okinawa

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tremenda bola de fuego, peligrosamente cerca del Hellcat que le perseguía. «Hasta mi vuelta a Yontan no supe que tuve al otro Zero pegado a la cola», decía Arceneaux. «Afortunadamente para mí, Bill Campbell se unió a la persecución y abatió al caza japonés. Después de aquello, se convirtió en algo más que un buen amigo; fue el hombre que me salvó de reunirme con mi creador.» Unos días después, el comandante Robert Porter, un ex combatiente de Guadalcanal que había sucedido a su homólogo William C. Kellum como oficial al mando, se anotó dos derribos en una de sus primeras misiones con el escuadrón 542. El capitán Wallace E. Sigler, segundo comandante del escuadrón, se convertiría en un as, con cinco derribos y medio en su haber, todos ellos con incendio incluido. La oscura noche del 1 de mayo de 1945, el teniente Herbert Groff, un chico de campo que se había criado en una granja de Misuri situada a 160 kilómetros de Saint Louis, volaba a menos de 6.000 metros de altura en su sector de patrulla cuando una voz se filtró entre las interferencias de su radio: «Control de tierra. Tengo un contacto para usted. Distancia unos ocho kilómetros y acercándose. Altitud 7.600 metros. ¿Me recibe?». Groff parpadeó y miró la pantalla de radar de seis pulgadas que tenía enfrente. No parecía haber ninguna señal luminosa en ella. «Roger», dijo, «pero no detecto nada en mi pantalla». Groff estaba muy cerca de la línea invisible que definía su sector asignado y sabía que lo pagaría muy caro si la cruzaba, pero era su primera oportunidad de efectuar un derribo y lo deseaba hasta tal punto que casi podía saborearlo. No era momento para que su radar, que normalmente era fiable, pero ni mucho menos infalible, se estropeara. «Los combates nocturnos no sólo eran relativamente nuevos», recordaba Groff después. «También era duro y peligroso, ya que el piloto dependía casi por completo de su instrumental.» Groff inició un ascenso en picado, ajustó uno de los botones de control de la unidad de radar y notó cómo se le aceleraba el pulso cuando apareció en la pantalla un puntito brillante. —¡Lo tengo! —exclamó—. ¡Lo tengo en linea recta! —Buena caza —dijeron desde el control de tierra. Un minuto después, Groff pudo ver el avión. Se trataba de un bombardero Betty bimotor de envergadura media que volaba en solitario y se dirigía a Dios sabe dónde. Sea cual fuere su destino, se dijo a sí mismo, no lo conseguiría. Cuando Groff avanzaba como un rayo hacia su objetivo, su dedo encontró el botón de disparo de los cañones del calibre 50 montados en el ala del Hellcat. Cuando se encontraba a sólo cien metros, abrió fuego. «Había disparado algo menos de mil proyectiles cuando vi que el Betty empezaba a arder», contaba Groff. «Era la única oportunidad que había tenido de abatir un avión japonés y estaba decidido a aprovecharla al máximo.» El piloto siguió los restos del avión hasta que se estrelló en el mar y se apagaron las llamas. Al igual que Groff, muchos aviadores de los marines —ya fuera en patrullas diurnas o nocturnas— estaban tan ansiosos por enfrentarse al enemigo como sus compañeros destacados en tierra. Pero ninguno era más tenaz en su búsqueda de un derribo que el teniente de veintiocho años Robert R. Klingman, del escuadrón VMF-312, un ex recluta de la Armada 182


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