encuentro con hombres notables

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sagradas reliquias de todo género. Por ejemplo, en lo más remoto de Rusia se aseguraban la confianza de los fieles haciéndose pasar por sacerdotes griegos, siempre muy venerados, y hacían pingües negocios vendiendo objetos traídos, decían ellos, de Jerusalén, del Monte Athos y otros lugares santos. Entre esas reliquias figuraban fragmentos de la verdadera Cruz en la que Cristo fue crucificado, cabellos de la Virgen María, uñas de San Nicolás de Myra, una muela de Judas de la buena suerte, un trozo de la herradura del corcel de San Jorge, y hasta una costilla o el cráneo de un gran santo. Estos objetos eran comprados con gran veneración por los cristianos ingenuos, sobre todo por los comerciantes modestos. Muchas de las reliquias que se encuentran hoy en día en las casas o en las innumerables iglesias de la santa Rusia con frecuencia no tienen otro origen. Por eso los armenios, que conocen a esos compadres muy de cerca, les dieron el sobrenombre de «ladrones de cruz». En cuanto a los armenios, los llaman «salados» porque tienen la costumbre, cuando nace un niño, de salarlo. Añadiré que desde mi punto de vista dicha costumbre no carece de valor. Observaciones especiales me han demostrado que en los pueblos, los recién nacidos sufren casi siempre de erupciones cutáneas en las partes del cuerpo que se tiene por costumbre empolvar para evitar la irritación, mientras que con raras excepciones, los niños armenios que nacen en las mismas regiones están exentos de ellas, a pesar de que tienen todas las demás enfermedades infantiles. Atribuyo este hecho a la costumbre de salar a los recién nacidos. Ielov no se asemejaba mucho a sus compatriotas; estaba especialmente desprovisto de un rasgo de carácter típico de ellos; aunque era muy impulsivo, no era vengativo. Sus cóleras eran de corta duración y si llegaba a ofender a alguien, una vez pasado su furor no sabía cómo borrar lo que había dicho. Se mostraba lleno de escrúpulos hacia la religión de los demás. Un día, durante una conversación sobre la intensa propaganda que hacían en ese tiempo unos misioneros de casi todos los países de Europa para convertir a los aisores a sus creencias respectivas, nos dijo: —La cuestión no estriba en saber a quién el hombre dirige sus plegarias, sino cuál es su fe. La fe es la conciencia moral que echa raíz en el hombre durante la infancia. Si el hombre cambia de religión, pierde su conciencia y la conciencia es lo más precioso que hay en el hombre.


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