1984 george orwell spa

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los medios; y una procuraba burlar las prohibiciones de la mejor manera posible. A Julia le parecía muy natural que ellos le quisieran evitar el placer y que ella por su parte quisiera librarse de que la detuvieran. Odiaba al Partido y lo decía con las más terribles palabrotas, pero no era capaz de hacer una crítica seria de lo que el Partido representaba. No atacaba más que la parte de la doctrina del Partido que rozaba con su vida. Winston notó que Julia no usaba nunca palabras de neolengua excepto las que habían pasado al habla corriente. Nunca había oído hablar de la Hermandad y se negó a creer en su existencia. Creía estúpido pensar en una sublevación contra el Partido. Cualquier intento en este sentido tenía que fracasar. Lo inteligente le parecía burlar las normas y seguir viviendo a pesar de ello. Se preguntaba cuántas habría como ella en la generación más joven, mujeres educadas en el mundo de la revolución, que no habían oído hablar de nada más, aceptando al Partido como algo de imposible modificación -algo así como el cielo- y que sin rebelarse contra la autoridad estatal la eludían lo mismo que un conejo puede escapar de un perro. Entre Winston y Julia no se planteó la posibilidad de casarse. Había demasiadas dificultades para ello. No merecía la pena perder tiempo pensando en esto. Ningún comité de Oceanía autorizaría este casamiento, incluso si Winston hubiera podido librarse de su esposa Katharine. -¿Cómo era tu mujer? -Era..., ¿conoces la palabra piensabien, es decir, ortodoxa por naturaleza, incapaz de un mal pensamiento? -No, no conozco esa palabra, pero sí la clase de persona a que te refieres. Winston empezó a contarle la historia de su vida conyugal, pero Julia parecía saber ya todo lo esencial de este asunto. Con Julia no le importaba hablar de esas cosas. Katharine había dejado de ser para él un penoso recuerdo, convirtiéndose en un recuerdo molesto. Lo habría soportado si no hubiera sido por una cosa -añadió. Y le contó la pequeña ceremonia frígida que Katharine le había obligado a celebrar la misma noche cada semana-. Le repugnaba, pero por nada del mundo lo habría dejado de hacer. No te puedes figurar cómo le llamaba a aquello. -«Nuestro deber para con el Partido» -dijo Julia inmediatamente. -¿Cómo lo sabías? -Querido, también yo he estado en la escuela. A las mayores de dieciséis años les dan conferencias sobre temas sexuales una vez al mes. Y luego, en el Movimiento juvenil, no dejan de grabarle a una esas estupideces en la cabeza. En muchísimos casos da resultado. Claro que nunca se tiene la seguridad porque la gente es tan hipócrita... Y Julia se extendió sobre este asunto. Ella lo refería todo a su propia sexualidad. A diferencia de Winston, entendía perfectamente lo que el Partido se proponía con su puritanismo sexual. Lo más importante era que la represión sexual conducía a la histeria, lo cual era deseable ya que se podía transformar en una fiebre guerrera y en adoración del líder. Ella lo explicaba así «Cuando haces el amor gastas energías y después te sientes feliz y no te importa nada. No pueden soportarlo que te sientas así. Quieren que estés a punto de estallar de energía todo el tiempo. Todas estas marchas arriba y abajo vitoreando y agitando banderas no es más que sexo agriado. Si eres feliz dentro de ti mismo, ¿por qué te ibas a excitar por el Gran Hermano y el Plan Trienal y los Dos Minutos de Odio y todo el resto de su porquería?». Esto era cierto, pensó él. Había una conexión directa entre la castidad y la ortodoxia política. ¿Cómo iban a mantenerse vivos el miedo, y el odio y la insensata incredulidad que el Partido necesitaba si no se embotellaba algún instinto poderoso para usarlo después como combustible? El instinto sexual era peligroso para el Partido y éste lo había utilizado en provecho propio. Habían hecho algo parecido con el instinto familiar. La familia no podía ser abolida; es más, se animaba a la gente a que amase a sus hijos casi al estilo antiguo. Pero, por otra parte, los hijos eran enfrentados sistemáticamente contra sus padres y se les enseñaba a espiarlos y a denunciar sus desviaciones. La familia se había convertido en una ampliación de la Policía del Pensamiento. Era un recurso por medio del cual todos se hallaban rodeados noche y día por delatores que les conocían íntimamente. De pronto se puso a pensar otra vez en Katharine. Ésta lo habría denunciado a la P. del P. con toda seguridad si no hubiera sido demasiado tonta para descubrir lo herético de sus opiniones. Pero lo que se la hacía recordar en este momento era el agobiante calor de la tarde, que le hacía sudar. Empezó a contarle a Julia algo que había ocurrido, o mejor dicho, que había dejado de ocurrir en otra tarde tan calurosa como aquélla, once años antes. Katharine y Winston se habían extraviado durante una de aquellas excursiones colectivas que organizaba el Partido. Iban retrasados y por equivocación doblaron por un camino que los condujo rápidamente a un lugar solitario. Estaban al borde de un precipicio. Nadie había allí para preguntarle. En cuanto se dieron cuenta de que se habían perdido, Katharine empezó a ponerse nerviosa. Hallarse alejada de la ruidosa multitud de excursionistas, aunque sólo fuese durante un momento, le producía un fuerte sentido de culpabilidad. Quería volver inmediatamente por el camino que habían tomado por error y empezar a


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