Escritos Creativos

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mos a esperar su llegada con el fervor que dedican los adultos a las imágenes que salen de esa pequeña caja de la sala. Como era de esperarse, a los mayores empezó a molestarles su presencia. Nos advertían prudencia, pero nosotros le dábamos a esas palabras la misma importancia que a los llamados para hacer los deberes. De esta manera, transcurrieron uno o tal vez dos meses. Sin embargo, un sábado en la mañana, mientras me alistaba para salir, encontré a mi mamá erguida frente a la puerta y con el ceño fruncido. Me prohibió salir, el secretario de esto o aquello había anunciado alerta roja para toda la zona. No entendí, protesté, pero no hubo fuerza que la moviera. A los dos días empezaron los disparos. Los subversivos estaban moviéndose hacia el sur y el Ejército Nacional intentaba interceptarlos, por lo menos eso decían los señores de la televisión. Mi mamá lloraba y rezaba con frecuencia. Mi papá se sentaba en su silla, fumaba unos cigarrillos y agarraba su bastón. Desde que tengo memoria siempre se había apoyado en él para caminar, resultado de un accidente de cacería, o algo así, siempre evitaba el tema. Cuando era más chico, solía tomar el bastón cuando él dormía la siesta, jugaba a los espadachines. Tenía dos bastones, uno para usar en la casa y otro negro y pulido para usar en la calle e ir a la iglesia. Tenía miedo, pero no lloraba, le sujetaba la mano a mi mamá y pensaba ser una cometa roja, pero sin cuerda, atravesando los cielos a mi antojo. Los disparos terminaron luego de una semana, pero no me dejaron salir hasta algunos días después, “por seguridad,” decían. No se sabía cuándo podían volver los subversivos. El único que salía era mi papá, muchas veces se quedaba horas afuera. Iba a reuniones con otros adultos del pueblo y mi mamá se preocupaba mucho. Por fin recuperé mi libertad después de otra semana, un general de tales y cuales había informado que la situación se había controlado. Volvimos a encontrarnos todos como siempre en la plaza, después del almuerzo, y la vida recuperó su curso natural. Volvieron las risas, volvieron los juegos, pero el amigo no volvió. Después de unas dos semanas, decidí por fin preguntar a mi padre, si lo había visto en sus incursiones. –Hijo, mejor olvídate de ese hombre. No lo volverás a ver nunca. Es mejor así, les estaba arruinando la cabeza con todas esas estupideces. Es más, yo creo que hasta nexos con los subversivos debía tener –respondió mientras mecía suavemente el bastón negro. El bastón de usar en casa había desaparecido desde hacía algunos días. Las cosas se quedaron así y no quiso decir más. Entonces decidí hacer caso y olvidar. No obstante todas las tardes calurosas volteábamos a mirar hacia

las colinas con anticipación, esperando el rugido de un motor viejo y con muchos kilómetros recorridos, pero el sonido nunca llegaba. Pasó el tiempo y después de algunas semanas la expectativa se volvió insoportable. –¿Saben qué? ¡Me voy a buscarlo! Y el que me quiera seguir es bienvenido. Así emprendimos el camino en fila como una tropa en busca de nuestro amigo. Por fortuna, eran alrededor de las doce y media, por lo tanto todos los grandes debían estar pasmados frente a la pantalla, así que nadie nos vio subir la colina y adentrarnos en los matorrales. Seguimos la ruta que parecía más conveniente para trazar en moto, por una trocha embarrada. Caminamos al menos una hora o así pareció, pero nos entreteníamos cantando los versos que el amigo nos había enseñado. Mi mente estaba fija en un objetivo, encontrarlo y traerlo de vuelta, tal vez incluso conocer su casa llena de juguetes y de magia. Esto imaginaba mientras nos abríamos camino en el bosque, corriendo hojas de palma y saltando pequeños arroyos. Empecé a sentirme como cometa, ya sin rastro de cuerda, disfrutando de la brisa con el horizonte a mis pies. De repente, tropecé con una piedra y me desplomé sobre el camino. Por unos segundos tuve miedo. Mis compañeros guardaban completo silencio, la cara se les había helado. Una nube negra cubrió el sol que nos había arropado hasta este punto, lentamente alcé la mirada. Un par de alpargatas se mecían con el susurro del viento. La cuerda de una cometa roja sostenía delicadamente un cuerpo inerte desde la rama más alta del árbol frente a nosotros. La barba negra dejaba entrever un bastón viejo y gastado incrustado en el pecho del muerto. Guardamos silencio unos minutos, dimos la vuelta y bajamos por la colina hacia nuestras casas. Esa noche prendí el televisor y escuché atentamente todo el noticiero sin parpadear. Martín Vanín Grado 12° - Escrito en 11° Colegio Bolívar

Ilustrado por Daniela Arango Grado 12° Colegio Bolívar

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