violin

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aunque de hecho se trataba de una bahía que, detrás de su horizonte, tenía otros cerros que no llegábamos a ver. El mar era el más bello refugio de Dios. Rosalind se sentía sobrecogida. Glenn tomaba fotos. Katrinka miraba con cierta ansiedad la interminable procesión de hombres y mujeres vestidos de blanco que paseaban por la ancha franja de arena beige. Yo nunca había visto una playa tan ancha, ni tan hermosa, como ésta. Estaba ahí la acera que había visto en mis sueños, el extraño diseño que, ahora comprobaba, estaba hecho esmeradamente con las baldosas. Antonio mencionó a un hombre que había construido la larga Avenida del Atlántico a lo largo de la playa, con esos diseños de mosaico, para que pudiera verse desde el aire. Habló de muchos lugares que podíamos visitar, de lo tibio del agua, del Año Nuevo y el carnaval, fechas muy especiales para las cuales debíamos regresar. El vehículo giró a la izquierda. Vi entonces el hotel que se elevaba ante nosotros. El Copacabana Palace, un edificio de siete pisos con la grandiosidad de antaño, y en el primero de ellos, una ancha terraza rodeada de arcos romanos. Seguramente los salones de convenciones y de baile se hallaban tras esos enormes arcos. Y la bella fachada de yeso ostentaba cierto aire de decoro británico. El barroco, el último eco tenue del barroco aquí, en medio de las modernas torres de departamentos que se amontonaban contra él pero no podían tocarlo. En el medio de su calle circular de acceso había almendros, árboles de inmensas hojas verdes y lustrosas, no demasiado altos, como si la naturaleza los mantuviera expresamente en escala humana. Miré hacia atrás. Los árboles se extendían por todo el bulevar, en ambas direcciones. Eran los mismos ejemplares que había en las calles concurridas. Uno no podía ver todo eso. Tirité, siempre sosteniendo el violín. 320


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