violin

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misa. Era de estilo alemán pero más sencillo, de un período anterior, cuando el rococó había cubierto Viena. Arcos góticos se elevaban desde columnas con rosetones. Las piedras eran de grandes dimensiones y sin lustre. Los fieles eran gente de campo, y las sillas eran escasas, casi inexistentes. Su apariencia espectral no había cambiado. Seguía siendo una visión lozana, policromática. Observó la distante ceremonia del altar, bajo el dosel rojo sangre sostenido por santos góticos, hambreados, consumidos, venerables y torpemente ubicados allí como pilares de apoyo. Delante del alto crucifijo, el sacerdote elevó la hostia consagrada, la mágica oblea blanca, el cuerpo y la sangre milagrosamente comestibles. Alcancé a sentir olor a incienso. Sonaban las pequeñas campanillas. Los fieles murmuraban en latín. El fantasma de Stefan los miró indiferente, temblando, como podía mirar un hombre que está por ser ejecutado a personas extrañas que lo observan dirigirse a la horca. Pero no había una horca. Volvió a internarse en el viento y subió una pendiente con ese andar que yo imagino cuando escucho el Segundo Movimiento de la Novena de Beethoven, esa marcha persistente. Subía y subía, atravesando el bosque. Me pareció ver nieve y después lluvia, pero no me daba cuenta del todo. Me dio la impresión de que en determinado momento se arremolinaron hojas a su alrededor, que él se hallaba en medio de una lluvia de hojas amarillas, y tambaleante salió a un camino para hacerle señas a un carruaje que no le prestó atención. —¿Pero cómo empezó? —pregunté—. ¿Cómo te convertiste en este monstruo fuerte y tenaz que me tortura? —En la negrura que nos cubría, sentí su mejilla y su boca. Entramos en una capillita donde se estaba celebrando la

Oh, pregunta sin piedad. Tienes mi violín. Quédate quieta, observa, o de lo contrario devuélveme el instrumento. ¿No has 266


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