Un Examen Doctrina Católica Romana

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minoría, y es que la idea de la santidad en Roma no siempre coincide con las normas del Nuevo Testamento. No se necesita hacer esfuerzos para decidir cuáles de los santos que figuran en el catálogo romano eran verdaderos santos según el Nuevo Testamento, porque la Palabra de Dios dice: “No juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual también aclarará lo oculto de las tinieblas, y manifestará los intentos de los corazones: y entonces cada uno tendrá de Dios la alabanza” (1 Cor. 4:5). Esta ordenanza se aplica a nosotros lo mismo que al papa, y una cosa es cierta, que todo “santo” católico-romano que está en el cielo se encuentra allí, no a causa de su propia santidad heroica ni de la decisión o proclamación del papa, sino porque al igual que nosotros ha confiado en Cristo como su Salvador y ha sido lavado en su preciosa sangre. Se encuentran allí en él, no confiando en su propia justicia, sino en la que es por la fe de Cristo, la justicia de Dios por la fe (Fil. 3:9). Roma dice que la intercesión que hacen sus santos por nosotros tiene especial eficacia porque están más cerca de Dios que los cristianos ordinarios, lo cual no es cierta. Todo verdadero creyente es un santo, que está “en Cristo,” como ya hemos visto; está en Cristo, como los miembros en el cuerpo; está en Cristo, como los pámpanos en la vid son parte de la vid, de modo que la vid no estaría completa sin ellos. Jesús dijo: “Si estuviereis en mí, y mis palabras estuvieren en vosotros, pedid todo lo que quisiereis, y os será hecho” (Juan 15:5 7 . En cuanto a la oración que se ha de hacer a los que han salido de esta vida, hay que decir lo siguiente. La oración es una forma de culto, y como ya hemos visto, el mandato de Dios, confirmado por nuestro Señor Jesucristo, es, “Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás.” En ninguna parte de la Escritura se ordena el culto o la oración a los santos. Ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento se encuentra un solo caso de invocación a los santos. Ni Pedro con Cornelio (Hechos 10:25), ni Pablo y Bernabé con los habitantes de Listra (Hechos 14:15) permitieron que los hombres se postraran ante ellos. Nuestro Señor Jesucristo si lo permitió. El leproso le adoró y oró a él (Mat. 8:2). Lo mismo hicieron Jairo (Mat. 9: 18), y los discípulos después de la tormenta en el lago (Mat. 14:33), y la mujer cananea (Mat. 15:22). Pablo llama creyentes “a todos los que invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo en cualquier lugar, Señor de ellos y nuestro” (I Cor. 1:2). No se refiere a ellos como “a los que invocan a María y a los santos.” Es inútil orar a los santos. Los santos que han salido de este mundo ni son omnipresentes, ni omniscientes, para poder oír las oraciones en todas partes. Orar a ellos es concederles atributos que sólo pertenecen a Dios. Además rebaja el valor y la necesidad de la oración a Dios mismo. Ni existe evidencia alguna de que tienen poder para ayudar, aunque pudieran oír y conocer nuestras necesidades. Solamente una vez se refirió nuestro Señor a la oración a un santo en el paraíso, pero aquella oración no procedió de la tierra sino del infierno. El rico oró a Abraham primeramente por sí mismo, y luego por sus hermanos en la tierra, pero ambas oraciones fueron rechazadas (Lucas 16:23-32). Saúl trató de conseguir la ayuda de Samuel, después de muerto, porque Dios no le había oído, pero inútilmente. En I Cró. 10:13, 14, leemos: “Murió Saúl por su rebelión con que


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