Cráneo de Vaca

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La Isla Negra La Isla Embrujada 2


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Capítulo I

Isla Embrujada Detrás de Dola Matilde el mundo anda como inspirado. A su paso se transforma la inmovilidad aparente del paisaje de la Isla de los Robles. Las espadas de los pinos juegan con el viento, las rocas relumbran con otro brillo, y el mar trae tiempo, tiempo, más tiempo. Ola a ola. Y los delfines, las toninas, cerca de la orilla, lo ven pasar, lo dejan pasar. Al tiempo. Ese misterio por el que navegan los seres y las cosas. Yo la observo desde lejos. Primero su cabellera blanca, luego sus piernas delgadas, ahora los lentes gruesos. La veo venir por el ventanal de la vieja construcción de piedra abandonada en cuyo sótano está ubicada la carpintería, la veo venir y espero, disfrutando ya, el momento en el que luego de oler profundamente el aroma de la madera toma asiento y habla. -

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La vida es una mierda sin los detalles. ¿No opina usted? Empezó hoy diciendo Doña Matilde. ¡Cuidado con la mecedora! Tuve que recordarle, porque ya ve poco. A eso justamente venía – dijo – necesito que se acerque a mi casa para encolar la mía, que anda temblando como si tuviera más años que yo. ¿Y qué es eso de los detalles? Le pregunté mientras la ayudaba a depositar su largo cuerpo en un sillón que no he vendido sólo para que cumpla esa función, la de recibir a Doña Matilde cada vez que viene a la carpintería. No bueno, es un decir… ¿Comparte usted esa sentencia? ¿Qué si la comparto? Por supuesto que la comparto. En los detalles está la sustancia. Le dije temiendo que esperase una respuesta más elaborada.

Doña Matilde quiere que yo sea escritor y sabe que durante un tiempo fui periodista porque logró sonsacármelo una tarde lluviosa en la que fue quedándose, cada más hundida en el sillón que desde ese momento empezó a ser de ella. Tanto que un día decidí obsequiárselo. “Bobo”, me dijo Emilia cuando le conté que la anciana reaccionó dejando nadar exactamente tres lágrimas por entre sus arrugas rosadas. Tres lágrimas fueron, tres que demoraron una eternidad en caer. “Bobo”, repitió Emilia dándome la espalda, su bella espalda de decirme cuando está enojada.

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Capítulo II

La carpintería. En invierno la Isla de los Robles se llena de viento. Uno helado y sonoro como el mar que lo levanta y agita. Uno cortante y señorial al que las gentes escapan no por temor, sino por respeto. Incluso durante los días soleados el viento domina la atmósfera en la Isla de los Robles. Las olas y Emilia dialogan con él. A mi me deprime, un poco a veces me deprime. Su persistencia me resulta autoritaria. No me agrada que cierre las ventanas contra mi voluntad y menos, mucho menos, que en ocasiones las abra desparramando papeles. Si yo fuese músico, como Emilia, no podría resistir su empecinada presencia invernal. Escaparía. Pero Emilia no. Emilia lo integra al violín. Lo hace sonar por debajo y por detrás. Lo deja silbar. Cuando religiosamente, una vez que ha oscurecido, encendemos el fuego, lo primero que hacemos no es de todas maneras ocuparnos del viento. Lo que hacemos es repasar las historias que durante el día yo he reunido en la carpintería. Puse una carpintería para verme a diario en la obligación de determinar qué destino darle a unas láminas de madera, pero también para comunicarme con la gente desde el lado del que escucha. Si uno por ejemplo vende repuestos, es más bien poco el tiempo que dedica a escuchar. La otra razón por la cual puse una carpintería fue Emilia. Ella ama el olor de las carpinterías. Ella ama ese olor y yo el olor de las historias de otros. No es que me seduzcan los detalles íntimos de las peripecias de la gente, pero sí el olor de sus historias. Las formas en que se desenvuelven y agitan. Con Emilia nos hemos prohibido modificar las historias que durante el día yo recojo en la carpintería: uno no sabe los efectos que sobre los hechos produce al modificar las palabras de otros. A nosotros no nos gustaría que nos toqueteen el alma. Lo que hacemos pues, es simplemente recrearlas. Y buscarles sentido. Cuando a la carpintería no va nadie, cosa que en invierno ocurre con demasiada frecuencia, repasamos la historia que Doña Matilde ha ido confiándome. Jugamos con las palabras. Pasamos el tiempo poniendo a dialogar palabras y notas musicales, aunque sin procurar ensamblarlas nunca por ahora. La Isla de los Robles ha cambiado tanto en relación al tiempo en que la descubrí… Cuando yo era niño veníamos aquí con mi padre a conversar mientras jugábamos en el mar. Con el mar. Entonces la Isla de los Robles era un lugar agreste, rocoso, casi salvaje. Ahora está cercado por una autopista y el mar ya no mira a los árboles sino a un montón de residencias lujosas que lo ven venir. En invierno de todos modos y en particular durante los días laborables, lo único que transita el cemento de la carretera es el agua. Los fines de semana invernales no jugamos con las palabras. Nos recluimos en el rancho, yo a leer y Emilia a inventar música. Nos perturba ver tanta gente deseando ansiosamente succionar el paisaje y la naturaleza en las veinticuatro horas semanales que dedican a disfrutar del ser ricos. He leído tanto últimamente que a veces dudo si no soy yo mismo un personaje de una novela. En un párrafo sobre el Alborayque que leí o creo

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haber leído hace unos horas no pude sin embargo evitar recordarme a mí mismo unos años atrás, cuando en el campamento gitano de Szeged conocí a Emilia. Yo no era entonces “ninguno de los animales de natura que en la Ley se hallan”, como dice el Libro de Alborayque. Todavía más, era algo bien parecido a un Alborayque. Según el texto, escrito en 1468 en España el Alborayque tenía “boca de lobo, rostro de caballo, ojo de hombre, orejas de lebrel, pierna de león y otra de águila, otra pierna de hombre con zapato y otra de caballo con herradura, y pelo de todos los colores”. En la carpintería he aprendido que los problemas de identidad pueden matar. Doña Matilde me relató hace poco el caso de un muchacho hijo de un diplomático que pasó su infancia y adolescencia en países muy disímiles entre sí y que luego, al ser implantado en un medio que no era el de él y donde era sistemáticamente excluido, su propio país –¿su propio país?- terminó asesinando (para llamar la atención sobre su drama – dice la anciana- ) a dos o tres chicas. Al hablarme del caso de este muchacho Doña Matilde me probaba como confidente, mencionaba detalles y me observaba como distraída… Ella cree que el drama humano es resultado de que Dios no le ha dado suficiente importancia a los detalles. Así nomás. En la carpintería la gente raramente me cuenta los detalles. O porque no me imaginan psicoanalista o porque no tienen suficiente tiempo. Emilia no deja de sorprenderme. La forma de relacionarse con el tiempo de Emilia no deja de sorprenderme. Quizá sea su forma gitana de entenderlo, o su diálogo con el violín, en el que se deja envolver, pero en todo caso resulta admirable observarla cuando es. Pues eso es lo que hace. Se deja ser a sí misma cuando empuña el violín y busca. Algunos detalles ponen de manifiesto la peculiaridad del tiempo humano - diríase que medieval - , en el que se desenvuelve. Ya ha quemado varias calderas que olvida, aunque olvida no sea la palabra precisa, en el fuego. Y no es distracción, sino que lo que explica por qué no deja de tocar y va a apagar el fuego es otra cosa. Es ese darle tiempo a su tiempo. A los ansiosos como yo esa relación con el tiempo a veces nos puede resultar morosa, excesivamente morosa, pero como ella dice: ¿Cuánto sale una caldera? Otro detalle. Emilia no subraya frases en los libros que lee sino palabras, palabras sueltas a las que yo creo que luego, antes de acostarse, reinventa.

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Capitulo III

Escones y té -

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Buen día Doña Matilde. ¿Tan temprano por acá? Vine a llevármelo a casa. Pero si tiene mucho trabajo lo dejamos para otro día…Vine a buscarlo porque usted es muy remolón y yo ando necesitando el lugar donde pienso… Ah claro, su mecedora… Le preparé escones y té. ¿Puede venir? Hoy no desayuné… ¿Así que usted fue traicionado? Inquirió del golpe. Cuando uno vive en La Isla de los Robles, tanto como cuando uno vive en el campo o en países muy fríos, el clima es un asunto que se pega a la cotidianeidad… ¿Vio usted? Le respondí. ¡Ajá! De modo que efectivamente fue usted traicionado. Exclamó como felicitándose por su intuición.

Y yo permanecí callado y pensando. Doña Matilde usó ese tiempo para encender un cigarro. La anciana fumaba esos cigarros largos que las compañías tabacaleras hacían antaño para lograr que las mujeres fumaran. Esos que tienen sabor y olor a menta. - Es traicionado quien por inocente se deja traicionar. Dije, rompiendo el silencio. - Así es. Así es. Respondió ansiosa y adivinándome. - No aprendí a tiempo a desconfiar Doña Matilde… - Si se va a lastimar no me cuente - ¿A lastimar? - Mire muchacho. Voy a ser clara. Yo necesito que usted me escuche con el alma limpia. A medida que avanzan los años uno se pone cada vez más egoísta. ¿Usted se imagina que se puede ser generoso a mi edad? Así que yo no espero que me cuente para compadecerlo, sino para disponer de usted sólo para mí… - ¿Me está seduciendo Doña Matilde? - ¿Vio? Vea cómo usted también sabe ser malo… - Apenas un poco. Una nadita. - Así se empieza. - Le voy a contar… - No intente escapar, cuente... - Si usted fuera más joven Doña Matilde, si fuera usted… Yo no he aprendido a escapar, mastico con las entrañas. - ¿Y entonces por qué puso una carpintería? - Usted sabe ser mala Doña Matilde ¡Cuidado con el escalón! - Creo que usted sabe poco de la vida… - Es posible Doña Matilde, tanto poco sé que quise cambiar el mundo y me traicionaron, si, ciertamente. - Siéntese ahí y siga contando. Le voy a servir té. Usted no sabe nada de la vida, efectivamente.

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- ¿Usted cree que hay que renunciar a imaginar mundos mejores Doña Matilde? - Sírvase escones. - ¿Qué sentido tendría la política si dejamos de imaginar no digo que “un mundo feliz” pero mundos mejores? - ¿Con o sin azúcar? - Dos cucharitas por favor. - ¡Siga! - El poder es un instrumento Doña Matilde, si todo vale, nada vale y el hombre sigue en guerra en lugar de hacer política…Me traicionaron Doña Matilde en fin, me cambaron por publicidad… - Usted no sabe nada de la vida. - Es posible, es posible. - Usted es un nabo, si me deja decírselo así. - ¿Para qué es ese grabador Doña Matilde? - Ah, no se preocupe usted. No es para grabarlo a usted, es para grabarme a mí. Lo uso para no olvidar, porque de todo me olvido ahora. - ¿Y qué anda queriendo no olvidar? - Cosas de las que me acuerdo de noche. Ayer grabé a las tres de la mañana. ¿Terminó usted con el asunto de la traición? - No, pero démoslo por terminado. Dije. Y mientras ella con unos gestos sutiles, -cambió la tetera de lugar, cerró una ventana, buscó unos papeles – producía un clima nuevo, dando por superado mi tema u olvidándolo, yo me quedé pensando si no habría sido ella misma la que con la paciencia propia de los ancianos fue descolando los brazos de la mecedora para con esa excusa hacerme ir a su casa. -

¿Es esa la mecedora? Le pregunté. Esa es. Pero usted olvidó traer la cola. Póngase cómodo. Me respondió.

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Capítulo IV

Horacio Aranjuez “A perturbar el cero venimos”. -

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Esta frase aparecía escrita a lápiz al pie de una tela en blanco; una tela de dimensiones semejantes a las de la estatura humana. Estaba enmarcada y puesta sobre un caballete. La letra era la de Horacio. ¿Horacio? Horacio Aranjuez es como mi hijo. De profesión pintor, aunque sobrevivió muchos años haciendo un programa nocturno de radio y vendiendo dibujos en las ferias. Sírvase más escones. Doña Matilde. No lo tome a mal. Pero lo que me interesa es su historia… Eso le ocurre a casi todo el mundo. Creen que los viejos tenemos cosas para contar de nosotros mismos… No pero yo… Oiga. Yo preciso tiempo. Concédame un poco del suyo… (…) En mi vida yo no he sido actriz principal nunca. No. Pero lo que voy a relatarle para que usted escriba, si quiere, que no es eso lo importante, - en todo caso usted podría - , a mí me pasó de lejos, como casi todas las cosas. De lejos… pero yo siempre atenta… Horacio y Laura. (Hizo un brevísimo silencio como esperando mi pregunta). ¿Laura? La hija de mi hermano, que en paz descase. Bueno por ahí entonces hay su historia… Quizá, si. Horacio es hijo de una sabandija que se dice mi prima. ¿Se va a servir más escones? No. No se moleste. Laura y Horacio se conocieron en mi casa, en el Barrio Palermo de Montevideo. Le voy a dar fotos después. Si le interesa. ¿Le interesa? (…) En mi casa había un altillo desde el que se veía el mar. A mí el barrio no me traía buenos recuerdos pero a ellos les encantaba ese aire melancólico que tienen las urbanizaciones de casas bajas cercanas al mar. También le voy a dar algunas cartas y grabaciones del programa de él. Si le interesa. ¿Le interesa? ¿Más té? Yo me sirvo doña Matilde, si necesito yo me sirvo. Usted siga… Al principio venían a casa nada más para el desfile de las “llamadas”, en Carnaval. Disfrutaban infantilmente el baile de los negros, el irse juntando de los personajes “llamados” por los tamboriles, el baile largo y sonoro después. Y el bochinche, el bochinche hasta la madrugada. Manuela disfrazada de otra mujer los llevaba, los ubicaba como a niños y luego se iba a bailar. ¿Me presta lápiz y papel Doña Matilde? Ahí tiene, use. Use nomás… Y bien, luego empezaron a venir a cualquier hora en cualquier momento, atraídos por los libros, por la

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biblioteca que heredé de mi padre. El altillo terminó siendo para ellos como un refugio. Y hubo un momento en que yo terminé ocupando el lugar de madre… ¿Me sirve té? Ahora mismo… Usted es una buena persona ¿sabe? De la vida sabe poco pero es una buena persona. Gracias. La madre de Laura estaba presa y la de Horacio… esa sabandija que jamás se ocupó de él. Una escribana más bien puta que cada tanto algún dinero le pasaba… Pero en general cuando ya no podían no llorar, mire que eran duros carajo, pero cuando ya no podían en el hombro en que terminaban llorando era en el mío. Yo no subía al altillo porque me daba asco. Antes que ellos empezaran a habitarlo no era más que un cuarto andrajoso en el que merodeaban los gatos de la vecindad. Ni Manuela ni yo subíamos. Manuela porque no tenía ya piernas para llegar hasta ahí y yo porque… no tenía ganas. Cuente Doña Matilde, cuente. No se pierda… A veces venían acompañados por otros amigos. Jugaban a los naipes. Se reían. Conteniendo el volumen pero se reían. Yo los escuchaba y me iba a dormir en paz. Un día Manuel me hizo un comentario de esos que hacen las viejas zorras: ¿No se estarán aquerenciando demasiado en ese cuartucho? Me dijo. Al día siguiente me levanté nerviosa. Cuando llegó Horacio, que era con quien yo podía hablar porque Laura en algún sentido raro queriéndome me temía, le deslicé un comentario cualquiera, pero provocador… Algo como ¿Están escapando del o entendiendo al mundo, ustedes, allá arriba? Dice “allá arriba” como si estuviese hablando del cielo… Doña Matilde. Del cielo… Mire usted… Qué apunte interesante… Perdone. Siga… “Nadie puede entender al mundo, si acaso a veces algo de uno mismo… pero si ni a los objetos es posible entender, abuela. Me dijo. ¡Más abuela será tu madre! Le contesté yo, porque el sabía que no me gustaba que me llamase así. Pero quizá el andaba necesitando una abuela… Espere no apure. Espere. Manuela tenía razón. En esos días empezaron a irse… O cuando Laura venía Horacio no… Se quedaban mucho rato leyendo, como esperándose, pero no se encontraban. Horacio además de leer, dibujaba… Un día llegó al amanecer. Ebrio. Lento. Callado. Lucía como si hubiese pasado la noche en uno de esos boliches donde todo lo que la mirada toca parece carcomido por la soledad. Tenía cara de estar refunfuñando contra la adolescencia que se le empezaba a morir. Y en los zapatos se vislumbraba que en cualquier momento se iba o dejaba de venir. Lo arrastré sin reparar en las formas hasta la mesa con té humeante, le cedí la taza sin otra ritualidad que la de quien se hace a un lado para dejar pasar a un animal herido, puse la cuchara en su mano y el azucarero delante de sus ojos y lo miré entonces por primera vez adulto, lo miré mimándolo, pero sin tocarlo, como hacen las ancianas con los hombres que alguna vez fueron niños en sus manos. Tomé

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asiento a su derecha para evitarle la mirada, para que evitara mi mirada y esperé. Unos segundos después bajó la cabeza y dijo que necesitaba ayuda económica para alquilar un lugar en el que pondría un taller de pintura. “Poca cosa. Y esté cerca, acá nomás, a unas cuadras”. Balbuceó. Manuela, desde la cocina, le miró la espalda. Cuando Horacio subió al altillo se acercó sigilosa a recoger la vajilla y sin mirarme dijo: “Desde gurisa veo a los hombres por la espalda. Este muchacho está fugándose de este mundo”. “Bien puede estar llegando”, le respondí, pero yo había podido olerlo. (…) Y ahora vaya. Vaya a abrir su carpintería. Cuando usted quiera le sigo contando. No sabía que iba a volver a acongojarme. No sabía…

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Capítulo V

Laura Doña Matilde tiene una forma singular de relatar. Es como si en lugar de articular palabras tejiese imágenes. Imágenes fragmentadas. “Luego de traspasar la puerta de hierro y descubrir la húmeda y expulsiva oscuridad de lo que ha sido intocado durante años Laura retrocedió. Caminó nerviosamente alrededor del casco principal de la casa, se detuvo a observar el lago, pensó que mandaría cortar unos espinillos que perturbaban la vista y finalmente, sacando los ojos de los muchos detalles que revelaban el estado general de abandono, volvió sobre sus pasos”. ¿Usted puede reconstruir el alambrado? Le preguntó al hombre por el que se había hecho traer desde el pueblo. “Va a haber que arreglar algo más que alambrado”. Le respondió casi irónico el individuo, un paisano que sin embargo le había parecido tenía cara de bueno cuando lo miró manejando la camioneta en la que la trajo, casi empujando al viejo vehículo con el cuerpo, hasta la cima de la sierra más alta de Villa Serrana, donde está ubicada Isla Embrujada, la casa a la que se fugó cuando ocurrió la tragedia. “Yo le pregunté si puede levantar el alambrado”. Le respondió y mientras lo decía recordó el tono autoritario de Milton cuando hablaba por teléfono con el cuidador de la casa, al que de tanto tiempo que pasó sin ir debía bastante dinero. ¿Sabe usted dónde encuentro a Perico? Le preguntó un poco más condescendiente, mientras el hombre empezaba a bajar las valijas y los baúles de la camioneta. “Va a haber que rehacer el quinchado también”. Dijo el hombre de pronto servicial. Y Laura aprovechó para pedirle que entrara a abrir las ventanas de la casa. “Al traspasar la puerta de hierro observé a mi sombra en los cristales soleados y dudé. Quiero creer que no era yo misma sino mi contorno y por eso tuve miedo”. Me escribió Laura unos meses después. Una vez en el interior se topó con objetos extrañamente acogedores: jarrones de barro, máscaras de greda, antiguos tachos de leche, cuadros, libros, campanas, campanas de bronce, de madera, de barro, pequeñas y medianas, unas colgando, otras en el piso y lámparas, decenas de lámparas y un montoncito de leña al lado de la estufa de piedra. Y polvo y telarañas que ella secó mentalmente y humedad sobre los muebles de madera y por todos lados heces de ratón o de murciélago que también borró con su imaginación. “De lo contrario tendría que haber corrido”, me escribió.

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Milton, el cincuentón militar con el que sorpresivamente se casó unos meses después de pelearse con Horacio nunca la había llevado a “Isla Embrujada”, a pesar de que era la única cosa de la que le hablaba con dulzura. -

Para que usted entienda le voy a entregar esta carta. Vaya y léala. Me dijo Doña Matilde la tarde en que luego de relatarme las razones por las cuales Laura se fue a vivir a Villa Serrana decidió echarme amablemente de su casa, adonde había logrado hacerme ir casi como rutina mediante el recurso de contarme la historia por capítulos.

*** (Fragmento de una carta de Laura a Horacio Aranjuez. Doña Matilde piensa que es por lo menos extraño que haya llegado a sus manos. Que Horacio no la haya destruido después de leerla) “En algún momento, poco después de haberlo conocido, y cuando recién comenzaba a asumir que me había equivocado, (aún amándolo como ahora lo amo), intuí que sólo entrando tomada de su mano a esta fortaleza llamada Isla Embrujada podría entrarle a su vez a su pasado. Pero se negó con la primer o segunda bofetada paternal y autoritaria. Luego una escena idéntica o similar caracterizaría todos los finales de nuestras conversaciones. Milton tenía cicatrices en el alma y no quería mostrarlas, no sabía mostrarlas. Pero no sé si quiero contarte la peripecia de mi vida después de vos en detalle. Aún no, pues todavía aparece. Aparece adusto e indiferente. Y aparecen sus ojos verdes y altivos. ¡Ah Milton y su estampa castrense! Cuando rechazaba la idea de traerme a Isla Embrujada Milton no era indiferente. Indiferente era cuando me hacía desnudar frente a un espejo que él miraba desde su estudio, o cuando me tocaba sin dejar de decirme que era un crimen hacerlo. Él sostenía que yo era “un objeto más para la contemplación que para el tacto”. Y no era el único, pues algo de eso hacés vos a tu manera, ¿no? Así que yo le insistía y le insistía, pero se murió sin traerme. Pero en fin, quizá no sea útil hablar de estas cosas ahora. Y no quiero que escuches expresiones de dolor. Las lágrimas no son conmigo. Creo que antes de que salgan mi cuerpo las tritura por algún mecanismo que yo misma desconozco. Dejó salir algún lamento de vez en cuando, sí, claro. A veces extraño el olor del “puchero” del Bar de la esquina de la casa de la abuela y a veces hasta el ruido de los destartalados camiones recolectores de basura cuando subían lastimosamente la cuesta de Gonzalo Ramírez hasta llegar, al fin, a paso de hombre, hasta la alta esquina de Magallanes. Otras veces extraño la tibieza de las salas de teatro. El murmullo de los actores en el escenario. Murmullo sí, porque son pocas las obras que logré oír completas sin perderme en algún escenario de mí misma. Quizá fuese el temor a que alguno de los actores caricaturizaran la riqueza espiritual de su personaje, cosa tan frecuente en las salas cuando a nosotros nos tocó el tiempo de ir al teatro y eso me hacía perder el hilo de la historia, es decir, perderme. Como ahora a veces me pierdo, esperando no sé qué cosa. O quizá esperando por vos”.

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Capítulo VI

La mujer violín Emilia a veces sugiere que se va a marchar. No dice que se va a marchar, sólo lo sugiere. “Extraño tanto el olor de los caballos de Szeged”, comenta. O dice sencillamente que no se acostumbra a la soledad cuando yo “me pierdo”. Que es lo que asegura yo hago cuando paso varios días sin hablar. “Si tu no estás La Isla de los Robles deja de ser protectora”, se queja. Este tipo de conflictos en algún momento surgen con las personas a las que uno mima mucho. ¿Pero cómo no iba yo a mimarla excesivamente, si es lo que ella ha hecho una y otra vez sobre mi yo Alborayque? Un día cualquiera que pudo haber sido un viernes, un viernes cualquiera, yo le dí a entender que estaba empezando a poner en duda la existencia de La Isla de los Robles. Y en seguida me puse a mirar sus ojos que me miraban con susto. Y luego caminó como ella camina, desplazándose sin hacer ruido, hasta la habitación sin espejos donde a veces juegan su violín y su cuerpo. Al rato regresó adentro de un vestido de hilo blanco con algunas flores rojas y anaranjadas bordadas por artesanas húngaras, fresca de aire y altanera de mirar desde lo alto. Se detuvo delante del fuego y mirándome con todo el cuerpo preguntó: ¿Quieres? Y se movió de un modo extraño. El cuerpo le temblaba como a los caballos cuando guardan silencio para escuchar al viento. Tomó un brazo de violín y con él jugando, puso sus pezones a apuntarme y su cabello a esconderlos y liberarlos y a cubrirlos y a exhibirlos y el vestido rodó deslizándose hasta quedar pegado a la madera del piso, donde apoyó juntas sus rodillas primero y luego las nalgas y finalmente su altura toda, ahora enrollada y quieta, luego alargada como las sombras del fuego. Y yo dejé el libro que trataba de leer sobre la mesa y semidesnudo y dándole la espalda me paré frente a la pared de piedra donde dejamos que la luz de las brasas chivee con las flores amarillas de Van Gogh. Y ella siguió contorsionándose sobre su vestido blanco. Hasta que gata ágil se pegó a mi espalda, ya sudando, y me lamió y besó con la morosidad de su tiempo sin tiempo. Y con la mano y los labios jugó hasta poner cremoso el marco de cuadro del hombre que se cortó una oreja. Y luego repetimos el juego pero a la inversa, y ella escupió sobre el marco del Van Gogh. Y allí quedaron las manchas que ni ella ni yo limpiamos, hasta hoy. Miro esa mancha cuando pienso. Cuando saco los ojos del fuego, o cuando los saco del aire que rodea a Emilia cuando toca el violín, o cuando a desgano los tengo que traer hacia adentro, una vez que ha atardecido sobre la Bahía de las Tres Marías, que es como llamamos nosotros al paisaje que observamos desde la Isla de los Robles, nuestra casa de Punta Ballena, el balneario donde habitamos. “La mujer violín que sólo suena con uno no existe”, me explicó un día Don Tola Invernizzi, un viejo sabio alto de ser alto al que últimamente he

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recordado mucho porque era de la misma estirpe que Doña Matilde. La frase me vino a la mente cuando percibí bastante claramente que Emilia quizá extrañe Hungría, pero antes que extrañar Hungría está molesta conmigo. Hay historias que no se deberían compartir con nadie. Pero Emilia no estaba dispuesta a quedar fuera del juego de jugar con las palabras de otros con el que nos entretenemos en invierno, de modo que hice con la historia que Doña Matilde me contaba lo mismo que hacía con las de los otros visitantes de la carpintería. Sin embargo el relato la ha perturbado. ¿Tú entiendes qué es lo que Doña Matilde pretende que hagas con su historia? ¿Y por qué te la cuenta? Me preguntaba. Y yo no tengo la menor idea. Sé que desea que yo la escriba, pero no por qué. Y eso a Emilia por alguna razón le molesta. Posiblemente porque supone que yo me estoy enamorando de un “fantasma”. Considera “una fantasma” a Laura. ¿Cree Emilia que yo soy un cínico? “Para los hombres es muy fácil sumar mujeres”, me dijo cuando discutíamos. “La vida de los hombres es más sencilla de jugar”, opina. “Las mujeres estamos mucho más solas en el mundo, siempre solas”, dice. “En eso radica nuestra inocente pureza, ustedes son unos cínicos”, me dijo cuando la discusión se acaloraba. Yo le contesté con una frase que había leído pocas horas antes, de una escritora llamada Carmen Posadas. “A las mujeres les enseñan a ser fieles, pero no leales”. “La imaginación no puede ser calificada como cínica” Emilia, por favor… le dije también, quizá en retirada. ¿Crees que la imaginación puede contenerse en los límites de la monogamia?, le pregunté. Y Emilia no me contestó. Hubo un tiempo, citaba Marguerite Yourcenar a Flaubert, “cuando los dioses no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre”. Fue un tiempo en el que los seres humanos no nos mirábamos en el espejo del tiempo y el espacio era en todo caso un puro juego de imaginar. No habíamos sido todavía adoctrinados con una moralidad hegemónica y excluyente. No resolvíamos en la búsqueda de un perdón fácilmente otorgable –porque en eso consistía el poder de quienes se atribuyeron el don de concederlo- cualquier clase de culpa, nada de eso. Antes bien, quizá únicamente una sencilla ética de la libertad. Pensé en Yourcenar y en los griegos cuando Emilia no me contestó. Pensé decirle esto. Pero no lo hice. No lo hice porque se sabe hace demasiados siglos ya que los celos no razonan.

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Capítulo VII

Lucho (Reproducción literal de uno de los editoriales con los cuales Horacio Aranjuez iniciaba sus programas nocturnos de radio. Lo desgravé de una de las cintas que me proporcionó Doña Matilde porque lo muestra muy valiente. El país padecía entonces una dictadura militar y lo que aquí sostiene no deja de ser un acto de resistencia) “Yo amo el espíritu independiente de las cosas, la sabia musicalidad de un piano que sufre solo, la risa de una guitarra cuando goza de su magnífico dominio del silencio. ¡Y sin embargo tardé tanto en ocuparme del movimiento de las cosas! Ayer me peleé con el farol. Él quería quedarse junto al ramo de cardos con los que intentó comprarme una alumna de mi taller de pintura, yo le sugerí que procurara seducir a la cafetera turca que ya sin silbar se pavonea sobre el mantel bordado de la mesita donde esperan las botellas. Creo que salió ganando pero si lo veo triste lo volveré a poner sobre el armario. Yo amo el espíritu independiente de las cosas. Las cosas suelen tener una libertad que nosotros los seres humanos no tenemos”. Horacio Aranjuez sobrevivía dando clases de pintura – preferiblemente a adolescentes bonitas –, y vendiendo en las ferias unos dibujos de perros abandonados que parecían estar a punto de morir de tristeza. Doña Matilde me obsequió uno. Con el programa de radio no obtenía rédito alguno, según pude saber por el director de la emisora donde su espacio se emitía. (Emilia viajó conmigo a Montevideo cuando decidí que podía ser interesante investigar por nuestra cuenta algunos detalles que quizá Doña Matilde no preservaba o que no podían ser extraídos simplemente de la lectura de las cartas de Laura o de la contemplación de las pinturas de Aranjuez, o de las grabaciones que la anciana me iba dando. Me alegró el gesto de Emilia, la voluntad que puso al involucrarse en un asunto que no le interesaba. No es que con ello me hubiese hecho recuperar la conciencia sobre la firmeza de su voluntad. Eso yo ya lo sabía. Viajó desde Hungría, donde nos conocimos, hasta un lugar perdido en el sur del mundo, sólo para encontrarme. Pero su gesto me alegró porque con ello se revelaba además solidaria). El director de la radio apenas recordaba a Horacio, pero tenía presente que no le había pagado nunca un centavo. “Bastante con que lo dejé salir al aire”, nos dijo cuando nos despedíamos. No era un tipo que tuviese mucho que decir. He notado que eso ocurre con la mayoría de los propietarios de radio que conozco, lo cual no deja de ser sorprendente. Pero el viaje a Montevideo, que planeamos durante semanas y que por diversas razones postergamos mil veces, no fue de todas formas infructífero. Cuando salíamos del edificio nos interceptó el operador jefe de la radio. Un narigón con rostro de técnico por

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donde se lo mirase. “Yo... conocí... bien... a Ho.. racio Aran... juez”, nos dijo sin tartamudear pero como si tartamudease. Y Emilia le preguntó si había almorzado. –¿Lo han vi... si... tado ustedes? Nos preguntó ya más sereno luego de beber agua con hielo, que fue todo lo que pidió. –Sí claro, somos familiares. Le respondí apresuradamente yo, porque Emilia no sabe mentir. –¿Y cuándo sa...le? Nos consultó. –En cualquier momento. Escuché mentir a Emilia. –Ya era hora ca...rajo. Opinó Lucho, que así se llamaba. Y dijo todavía: Todo por esa yyye... gua. Cuando salieron los pre... sos polí... ticos pensé que él también saldría y ya ha... ce ¿cuántos años? –¿Vos la co...nociste? Le pregunté sin querer. –Claro. Cómo no la voy a conocer. Si era la que más venía a la radio y a veces hasta atendía las llamadas desde la sala de operadores. Estaba tan buena y se vestía tan provocativamente que me desconcentraba. Dijo sin tartamudear. –¿Y vos que opinás? Pregunté por preguntar. –Que hizo el amor con ella no tengo dudas, pero de ahí a que la vio...la... se; no sé... ¿Conocen ustedes a Su... sana Po... co... raro? –No. La estamos buscando. Dije pero sin convicción porque todavía no había logrado sobreponerme a la sorpresa. –Es fá... cil. Dijo. Vive en el edificio lindero al taller de Horacio. –¿La has vuelto a ver a la ye...gua? Le pregunté mientras observaba el temblor de las manos de Emilia que buscaba dinero en su monedero. –Se nos ha hecho tarde. Dijo poniendo un billete en la mesa. –Nunca. Contestó Lucho, enfáticamente.

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Capítulo VIII

La Cueva Susana Pocoraro vivía a media cuadra de un sótano donde los personajes más folclóricos del barrio Parque Rodó se juntaban a jugar a los naipes. No era frecuente que Pirueta, el dueño del boliche al que los parroquianos denominaban La Cueva y que así terminó llamándose, dejase entrar mujeres. Pero Susana y alguna otra audaz en general de mayor edad a veces se atrevían a descender por las escaleras de baldosas quebradas. El lugar había sido pensado como depósito de madera de una señorial casa de principios de siglo XX debajo de la cual estaba, pero que sus propietarios a regañadientes tuvieron que alquilar a mediados de los 70 para hacer frente a contingencias económicas propias de las familias de clase media alta venidas a menos. En la casa se instaló una pensión y en el sótano La Cueva. Horacio montó por aquellos años su taller en los fondos de la misma residencia, donde alguna vez quizá hubo un patio – jardín. Doña Matilde no recuerda haber reparado en la existencia de La Cueva, pero reconoce que le llamaba la atención el olor a chorizo al vino blanco que ascendía desde unas aberturas enrejadas que se ubicaban casi al mismo nivel que la vereda. En cambio no olvida la impresión que le produjo ver la cama de Horacio colocada con el respaldo pegado al tronco de un árbol cuyas ramas bajas caían a los lados del colchón y cuyo tronco ascendía atravesando misteriosamente el techo de chapas de un acrílico transparente. Y los estantes con libros junto a las madreselvas. Y los tarros de pintura y los frascos con pinceles entre las hojas de los jazmines. Y el retrato de Laura frente a un espejo enmarcado en roble. Y la tela blanca con la frase (“a perturbar el cero venimos”), que Doña Matilde dice despertó su curiosidad sobre lo que el muchacho estaba viviendo, colocada entre ambos bajo un foco de luz que rebotaba extrañamente de un objeto a otro. No había mesa, de modo que le preguntó dónde comía. Y Horacio le contestó que al lado, seguramente refiriéndose a La Cueva aunque Doña Matilde cree hasta hoy que refiriéndose a la pensión. Emilia y yo, buscando la dirección exacta de Susana Pocoraro, logramos intercambiar algunas palabras con Pirueta, que nos recibió a pesar del cartel de “Cerrado” que lucía la puerta de hierro sin vidrios de La Cueva. A unos cincuenta metros de la entrada, en los fondos del local, que corría paralelo a una avenida poblada de árboles frondosos, se veían, apiladas, las mesas que más tarde serían utilizadas para que los jugadores compadrearan con sus saberes de vino. Nos sentamos frente a la añeja barra que frenaba el paso a las mesas del fondo y delante de la cual, cerca de la puerta, estaba el billar, pura madera casi sin verde, y los futbolitos, bastante destartalados. –Me parece que ya no vive, pero hasta hace poco vivía en el tercer piso del único edificio de apartamentos que van a encontrar en esta cuadra. Nos dijo cuando le preguntamos por Susana. Y quedó mudo y estudiándonos. Emilia, que venía demasiado entonada de la conversación con Lucho, le dijo entonces que Horacio le mandaba saludos.

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–¿Y plata? Preguntó. –¿Cuánto le quedó debiendo? Intercedí. –El sabe. Respondió. Y sacó una panza prominente a caminar hacia la puerta, invitándonos amablemente a retirarnos.

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Capítulo IX

Las comadres Que Pirueta nos diera un dato equivocado sobre la gente que habitaba en el barrio al que con Emilia presumimos debía conocer como la palma de sus manos nos pareció raro, pero no le dimos importancia. Estábamos enterándonos de demasiados detalles extraños como para poner atención a cosas tan insignificantes. Susana Pocoraro vivía todavía donde Pirueta dijo que le parecía que ya no vivía. Es cierto que sus padres se habían divorciado y que al abandonar el apartamento el padre se llevó casi todo el mobiliario en una mudanza que quedó en la memoria del vecindario. Entre otras cosas porque dicen las comadres de la cuadra, con las cuales hablamos, que hasta último momento, “hasta cuando se subía a la caja del camión en el que se llevó sus cosas, siguió increpando a Susana”. “Puta hija de otro”, es lo menos que le dijo, nos explicaron. Susana no era bonita como yo había imaginado por los comentarios de Lucho, y sobre todo por el deseo que expresaban los ojos de Lucho cuando se refirió a la muchacha. Era en cambio físicamente atractiva. Tenía cuerpo de vedette de Revista. Una inmensidad de cuerpo. La madre, en cambio, una cuarentona menuda y de pelo muy corto, tenía un rostro perturbador, tipo Joni Mitchell. “En esta casa no hablamos con extraños”. Nos dijo Susanita cuando les explicamos que teníamos intención de conversar sobre Horacio Aranjuez. Y la madre asintió a sus espaldas, como nos pareció que asentiría ante todos los gustos y decisiones de su hija. A unos treinta metros de la puerta del edificio de apartamentos que Susana y su madre nos cerraron en la cara, en la esquina opuesta adonde estaba La Cueva, un grupo de viejas nos miraban de reojo mientras conversaban con el almacenero. Posiblemente sobre el precio de las verduras de estación. Frente al montón de cajones cubiertos por una lona deshilachada que protegía frutas y verduras cuchicheaban las viejas. Cuando nos acercamos con Emilia, sin demasiadas esperanzas ya de obtener más datos en Montevideo, las mujeres se pusieron de espaldas. Observé que Emilia volvió a ser Emilia y se molestó y yo pensé que aprovecharía en las próximas horas que la actitud de las ancianas la hubiese perturbado para recriminarle su propia actitud hacia mí cuando también dándome la espalda se manifiesta molesta, las más de las veces por cosas sin importancia. Claro que de espaldas Emilia también es bellísima y para recordarlo, yo dejé que se adelantara unos metros. –Señora... –escuché que le hablaba a una de las viejas– ¿podríamos hablar con usted? –¿Sobre qué? Preguntó la vieja mirándola desafiante.

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–Doña... estamos tratando de reconstruir el caso de Horacio Aranjuez. Dije yo involucrándome en el incipiente diálogo pero mirando a otra anciana para abrir el margen de posibilidades. –¿Ve esa plaza? Murmuró la señora que había elegido Emilia. –Ahí estabamos cuando la Policía detuvo a Horacio y a esa muchacha. Dijo la otra. –¿Este almacén tiene mesas? Pregunté demasiado ansiosamente. –¿Quiénes son ustedes? Interrogó una tercera vieja. –Periodistas. Respondí intuitivamente, y mirándola mal. –Ah! –Bueno. –¿Y de qué medio? Quiso saber la más desconfiada. –Independientes. Respondí yo todo lo rápido que pude, pues en mis tiempos de periodista aprendí que la gente desconfía de los periódicos tradicionales. La conversación que tuvimos con las comadres no fue muy extensa porque todas, después que una de ellas mencionó que tenía que ir a buscar a su nieto, dijeron tener algo que hacer. Pero Emilia, que parece tener un imán extraño cuando se deja ver débil, acordó que pasaría a visitar a Lucía de Cáceres, que así se llamaba la mujer a la que en un primer momento le dirigió la palabra. “Venga sola. Yo vivo ahí”, le dijo, señalando una casa que lucía, al lado de la inmensa puerta de madera labrada, una placa con su nombre inscripto en letras pequeñas: “Dra Lucía de Cáceres. Abogada-Escribana”, decía la placa de bronce oscurecido por los años. Tres días después volvimos a Montevideo. Llegamos a la seis de la tarde y quedamos en encontrarnos a las siete frente a la puerta de La Cueva, donde yo la esperaría. Eran las ocho cuando una decena de parroquianos se dieron vuelta para mirar sus piernas, que era la parte del cuerpo que uno cuidadosamente debía introducir por la puerta de hierro de La Cueva si es que se quería evitar exponerse al riesgo de rodar por las escaleras.

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Capítulo X

Isla Embrujada (Descripción grabada por Doña Matilde, de un cuadro pintado por Horacio Aranjuez que ella misma le llevó a Laura en la única oportunidad en la que fue a verla a Isla Embrujada): “Gorriones, tordos y pequeños búhos, multitud de pájaros y el sol sobre las sierras y una tormenta eléctrica que viene del sur. Aves de fiesta. Así nomina la pintura. Hay que verla. Hay que ver a las aves descendiendo ágiles desde la copa de los árboles. Descendiendo y ascendiendo veloces, gráciles, hasta que de pronto quedan suspendidas en el aire. Al acecho. O tan luego se zambullen con los picos abiertos a la caza de unos insectos que, contrariamente a lo que podría resultar lógico, parecen disfrutar también de ese juego mortal. Los insectos, casi una nube de insectos, vuelan torpes. Vuelan parece que provocando a las aves a las que, de tal suerte, se entregan dignamente. Y los pájaros recostados en la copa de los árboles de la parte despejada del cielo parecen salir de un espejo. Vuelan, comen y vuelven. Y los que surgen desde la tormenta parecen destellos de los relámpagos por venir. Y delante de uno de los árboles, de cuerpo entero, Laura desnuda, quizá sintiendo frío”. –“Conociendo las dificultades que era necesario superar para llegar al lugar no tuve fuerzas para reintentarlo”. Me mintió Doña Matilde cuando me dio el casette. Yo creo ahora que tuvo miedo de volver. Me parece que las dos “queriéndose se temían”. –Cuénteme cómo es la casa. Le pedí. –Primero le digo que grabé lo que las imágenes del cuadro decían antes de embalarlo para llevárselo a Laura porque era una pintura a la que no daban ganas de mirar dos veces. Con la casa me pasó algo diferente. Después de entrar no daban ganas de salir. Estuve tres días y regresé a Montevideo porque Manuela se estaba muriendo y era mi obligación cuidarla como ella me había cuidado desde casi siempre. No sé decirle si Laura quería que me quedase o no. La casa la construyó un arquitecto muy famoso de apellido Vilamajó. El cuerpo central parecía un laberinto. Y era raro porque la disposición de los espacios era sencilla: una habitación enorme con la estufa de piedra contra la pared opuesta a la entrada, hacia uno de los lados una extensión de ese living comedor al que se accedía pasando por dos arcadas tipo mediterráneas, una especie de balcón cerrado con enormes ventanales que daban al lago y que producían un efecto mágico, como si parado en ese lugar uno quedase suspendido en el aire y hacia el otro lado un corredor en embudo que llevaba a la cocina, comunicada con la habitación principal por una abertura. Al centro de la habitación principal una escalera de madera noble rodeaba la columna de piedra a la que llegaban todos los troncos de madera al natural que servían de sostén al entrepiso. Hacia esa misma columna venían a caer los troncos pintados con aceite quemado que sostenían la estructura del techo a dos aguas. Cuando Laura llegó la casa tenía un quinchado lleno de agujeros pero

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ella lo sustituyó por tejas. El baño quedaba detrás de la estufa de piedra, escondido extrañamente. Estaba ahí pero la puerta por la cual se entraba no se veía sino únicamente cuando uno se dirigía hacia él. Las habitaciones estaban arriba. A unos cincuenta metros hacia la cima de la sierra había un establo para los caballos y hacia abajo, hacia el lago, una especie de baño turco de piedra y ladrillos rojos decorados con azulejos árabes que Laura convirtió además en sauna con una máquina que hizo traer desde Finlandia. Debajo del mirador que parecía suspendido en el aire, en un subsuelo al que se entraba por una puerta exterior, había otras habitaciones, pero yo no entré. No porque no quisiera sino porque estaba lleno de cachivaches y viejos muebles de madera apolillada y otras porquerías. La escalera de piedra por la que se accedía a ese lugar era también difícil de pasar porque estaba ocupada por una torre de leños para la estufa. El hijo de Milton, con quien yo cada tanto le mandaba paquetes, me contó que Laura vació ese espacio –él sabe porque se llevó las cosas para la Estancia de Laura– y me dijo que le parece que ahora allí duermen, entre hojas secas de eucaliptus y alfalfa, Camino y Verde. El caballo y el perro de Laura. Dice que le pareció ver también una alfombra pero no da fe de eso.

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Capítulo XI

Palabras “En el mundo laboral todo es política e imaginación, en el mundo individual todo es espíritu, si comprendes eso serás dichosa”. No he logrado ser dichosa y claramente tampoco feliz, pero no porque lo que nos dijo la abuela no fuese cierto sino porque no logré producir algo que es anterior a la puesta en práctica de ese consejo: la motivación. Cuando trabajé en la boutique que me instaló Milton, las empleadas me celaban no sé si porque yo recibía las miradas envidiosas de las clientas o porque asignaban mi posición a que había tenido un golpe de suerte. Después de casarme dejé de vestirme como cuando nos conocimos. Abandoné los vaqueros y empecé a protegerme resaltando mi belleza mediante el cuidado que ponía en la forma de vestir. Todos los días elegía un vestido o un conjunto nuevo y no dejaba pasar una semana sin ir a la peluquería. Yo sé que lucía deslumbrante. Pero lo que las tontas no comprendieron nunca es que no lo hacía por el negocio, para atraer a las mujeres que entraban al local acompañadas con sus novios, como ellas creían, sino para que Milton se sintiera orgulloso cuando me iba a buscar al atardecer. Aquí no necesito motivación. Cada tanto el hijo de Milton viene a traer el dinero que produce el establecimiento agropecuario. No sé si trae todo lo que debiera o no, pero trae suficiente, y no creo que me birle demasiado dinero porque quedó agradecido de que le permitiese vivir en el apartamento de Montevideo y explotar el campo que Milton puso a mi nombre antes de pegarse el tiro. Aquí no necesito motivación. Pero no te voy a negar que a veces me descubro triste. Continúo cuidando mi cuerpo e incluso mi presencia, mi forma de vestir, aún cuando aquí no estoy expuesta a las miradas de los otros pues los otros que merodean no cuentan. Y no es para tí tampoco que lo hago. Es mi forma de disfrutar la soledad. El placer de saber que dispongo de todo el tiempo del mundo. Anoche sé que me recordaste porque sentí cuando me dibujabas. Pero yo ya estaba deprimida y por eso no pude devolverte la mirada. A veces cuando te agarra la tristeza, te envuelve, y todo pesa. Las manos pesan, los pies. Yo no soy de las que se caen de tristeza. Pero sé que hay gente a la que el cuerpo le pesa tanto que no puede enderezarse. Y andan por ahí doblados por la tristeza que un día los dobló. No en dos ni en cuatro, sino en pedazos. Y peores todavía son los que llevan la tristeza adentro, como el comisario de Villa Serrana que el otro día vino a increparme no sé qué bobada. Esos, los que llevan la tristeza adentro, no tienen salvación. Porque no están doblados, sino huecos, pues la tristeza los ha corroído. A veces el proceso es rápido y entonces se van a morir por ahí, como Milton. Sin nada adentro ni siquiera se descomponen, sino que desaparecen y no dejan rastros. Otras veces el proceso es demasiado lento, se van desintegrando y a medida que lo hacen van dejando huellas en la gente que los rodea. Pobre gente que sólo se alivia cuando por fin aquellas personas mueren. A Claudia le pasó eso con la madre. Claudia estuvo el domingo en Villa Serrana. Yo recién me despertaba cuando oí movimientos diferentes a los habituales. Era el caballo de Claudia deteniendo su galope frente a la tranquera. Cómo hay gente que nunca aprende a medir el límite de los animales. Lo trajo al galope, salvo en los

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tramos muy pedregosos, desde una Estancia metida en el Marco de los Reyes, a varios quilómetros de aquí. Antes de ponerme a conversar con Claudia tuve que mimar a ese caballo durante 15 minutos. Camino también lo vino a proteger. Cuando el caballo se llevó a Claudia, perdiéndose entre las brumas del atardecer, yo empecé a sentir tristeza. Creo que me deprimen las palabras gastadas. Claudia me pidió autorización para poner un casette y eligió uno de Pablo Milanés que yo ni recordaba tener. ¡Me resultó tan lejano! Recordé que escuchándolo alguna vez gozamos en secreto soñando con la libertad. Pronuncio libertad y me miro los pies. Me quedo sin las palabras que siguen. Es horrible. No me conmueven ya las viejas palabras. Todas me parecen meramente románticas. Románticas en un sentido cualquiera, el cualquier sentido. Y cuando me vuelvo, pongo al horizonte oscurecido a mis espaldas, y me dispongo a tirar el casette de Milanés al fuego, siento furia. Y se me cae la copa donde iba a servir el último sorbo de la botella de vino que tomamos con Claudia. Y me lo derramo en la cara. Y siento más furia. Y vergüenza de sentir lo que siento. Y las palabras empiezan a quemarse junto a la leña del fuego. ¡Las palabras! Que en última instancia son lo único que hay, casi siempre. Y acaso porque me tienen harta las palabras hoy estoy triste. Estoy triste porque tengo ganas de estar triste, porque nada del mundo parece que está cerca”. –¿Qué cosas están lejos? –Todo, la gente, todo. Y tú. ¿Por dónde fluye la sangre en un mundo librado a la pura imaginación? Me preguntó Doña Matilde cuando terminamos de escuchar a Laura en una grabación destinada a Horacio pero que Horacio nunca escuchó, aparentemente porque no quiso. Aunque por cierto la voz que pregunta “¿Qué cosas están lejos?” es masculina y su timbre muy semejante al de Horacio en las grabaciones que he escuchado del programa radial. ¿Podemos hacer más té? Le pedí a Doña Matilde, despabilándome.

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Capítulo XII

Perdices Pirueta es robusto como una manzana eslava. Mientras esperaba a Emilia, el día que vinimos a Montevideo para que ella se reuniese con Lucía de Cáceres, estuve observándolo detrás del mostrador mirando, propiamente sin mirar, el movimiento del taco con el que yo trataba de volver a jugar a la carambola. Me parece que los ojos se le quedaban sellados en el movimiento de la mano, cualquiera fuera la mano, y que él oía algo que alguna vez debió agradarle oír. Volvió en sí recién cuando un parroquiano que delante de él esperaba a ser servido golpeó suavemente el vaso contra el mostrador, reclamando su vino tinto, y seguramente, un poco de atención. Entonces la botella que Pirueta tenía a mano derramó su líquido espeso y el parroquiano, luego de agradecer, enfiló para las mesas de jugar a los naipes ubicadas en el fondo del local. Pirueta pasó nerviosamente un trapo húmedo sobre la barra y como si buscara telarañas en el techo oscuro y vaporoso, me preguntó: ¿Vino solo? Dejé el taco sobre la mesa de billar. Asentí con un leve movimiento de la cabeza y me acerqué a la barra. “Un poco solo”, le respondí, mientras le pedía que me sirviese un vaso de vodka. –La gente ésa mira al mundo de reojo. Pero mira. Si va a quedarse un rato y piensa timbear tómese un vino mejor. Me aconsejó. –Un rato sí. Le dije. Y esperé. –¿Va a timbear? Insistió. –Un tute me gustaría jugar. ¿Que juegan ahí? –Tute, conga, brisca, truco... hoy no sé. Vaya y vea. –¿Es montevideano, usted? Le pregunté para ver si podía quedarme en la barra. –Gallego de La Coruña. Me respondió, afablemente. –¿De qué es ese olor? Le pregunté aprovechando el envión. –Perdices. Pero las cazaron esos viejos de allá, no sé si dará. Me dijo y se dio vuelta para apretar el play de un grabador engrasado, como de taller mecánico. –¿Pregunta usted o pregunto yo? Le dije acomodándome correctamente en la banqueta que hasta ese momento sólo había utilizado para poner a descansar un pie. Cuando puso un mantel de papel sobre la mesa, cubiertos y pan, y cuando luego depositó el plato humeante y sirvió una copa de vino, y subió el volumen del grabador que reproducía a Gardel, yo sentí como que ya había estado antes en ese lugar. No sé si comiendo perdices, pero había estado ahí, intercambiando rumores con Pirueta. Y cuando desde el fondo alguien gritó: ¡¿Y para nosotros no hay?! Yo recordé. Recordé esa imagen. Entonces ya con todo desenfado le pedí que al cobrarme me pasara la cuenta de Horacio Aranjuez, que también se la pagaría.

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–Ese muchacho no me debe nada. ¿Ve ese cuadro? (Había un cuadro perdido en una de las paredes del fondo) Me lo regaló a mí. ¡Qué me va a deber! “No te lo regalo para pagarte, te lo regalo para regalártelo”. Me dijo cuando me lo trajo, unas semanas antes de que se lo llevaran preso. Si me apura no recuerdo haber recibido otro regalo en la vida... ¡qué me va a deber! –Pero usted dijo... Empecé a decir. –Dije por decir. Me cortó. –No parece de él. Le comenté aunque era difícil saberlo desde lejos. –Es uno de Barradas. Hombre en el café. Véalo después, dijo que era de verdad. –Si es auténtico usted le debe plata a él. Le dije, tratando de empezar a saber. –Aunque no valiera, ese muchacho no me debe nada. Dijo bajando la voz, y poniendo un poco más alta todavía la de Gardel. –Susana Pocoraro vive en el edificio todavía. Decidí informarle. –Ya me enteré. Dijo, y se fue con una botella de vino a levantar pedidos al fondo. Y mientras Pirueta llevaba varios platos de perdices a las mesas que los jugadores habían limpiado de naipes, cigarros y otros objetos para hacer lugar a las exquisitas aves que se aprestaban a comer, yo observé, todavía con la sensación de haber observado ya lo que observaba. Varios parroquianos me miraban cada tanto de reojo. En particular los que estaban parados aguardando el momento de entrar en alguno de los juegos. No estaban a más de veinte metros pero parecían perdidos adentro de la bruma, algunos apenas oxigenados por un aire chico que entraba por unas ventanitas enrejadas que un poco dejaban ver, o me pareció dejaban ver, los pies de los transeúntes del mundo de arriba. Aquella gente disponía o hacía que disponía del tiempo a su antojo. Aunque en ese tiempo un poco inmóvil no es imposible que un día se desvanecieran dejando el ánima. Como olores, como los olores a vino, tabaco y desinfectante, pensé. –A Susana Pocoraro le pagaron. Unos policías le pagaron para que lo denunciara, pero las otras muchachas, las que desistieron de acusarlo, también anduvieron diciendo en el barrio que las violó. ¿Usted qué sabe? Me preguntó Pirueta nuevamente parado en su lugar del mostrador. Y siguió de largo. Si usted hubiera visto cómo lo perseguían. Hacían cualquier cosa con tal de que las dibujara. Escuche. Esos están ahí ¿ve? Los que juegan jugando y los que no, fingiendo que se entretienen mientras esperan que les toque el turno de jugar. Pero acá venía otro público entonces. Estudiantes que entraban y salían. Porque esos viven quedándose siempre... Algunos venían por los futbolitos y el billar, pero las botijas venían a verlo a él y él ¿qué quiere que hiciera? El estaba enamorado de una mujer que lo dejó por un militar. ¡En plena dictadura! Y él se las cogía ¡qué iba a hacer! Él buscaba a esa mujer. Ésta ve. (Dijo, mostrándome un retrato en blanco y negro de Laura) Por eso lo perseguían, no porque fuera guapo el botija, que era, sino porque no las miraba. ¡Ni las miraba! ¿Usted qué edad tiene? –La misma que Horacio. Dije sin pensar. –¿Vivió la dictadura acá?

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–Una parte, sí. –Y bueno, entonces sabe. ¿Qué otra cosa iban a hacer los gurises entonces? –Sí, ¿qué otra cosa íbamos a hacer? Dije recordando. –Él primero las dibujaba, acá arriba, en el taller. Después a algunas, las más independientes, las invitaba a que lo ayudaran en el programa de radio. Y se acostaba con ellas sí ¿y qué? Lo que pasa es que el nabo no se dio cuenta que en la radio empezó a irse de boca. Y por eso lo jodió la Policía. –¿Pero por qué no lo sueltan todavía? Le pregunté. –Por qué no lo han matado todavía... Pregúntese eso. Me dijo, sin mirar, como los demás, a las hermosas piernas de Emilia que descendían por las escaleras.

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Capítulo XIII

Baile de Naipes Un par de semanas después volví a La Cueva totalmente solo. Es cierto que a uno le dan ganas de permanecer bañándose en vino en un ambiente como el que caracterizaba a ese lugar. Además me había quedado pendiente una partida de tute. Creo que volví esencialmente por eso. Para recuperar la nostalgia del juego. Los naipes construyen una atmósfera de bohemia saludable y si la partida resulta bañada con un buen vino “pues todavía mejor” como decía el pescador de Isla de los Robles que me enseñó de adolescente a cocinar corvina rellena y a jugar a las barajas. Saludé a Pirueta como a un amigo de toda la vida y enfilé para las mesas del fondo. Estaba armándose una rueda de tute. Cuando me acercaba, uno de los parroquianos, reconociéndome, me invitó a entrar en el juego. “Con éste me hago la noche”, debió pensar. Y otro que se sintió desplazado lo miró mal. Pero se corrió hacia una mesa próxima donde jugaban al truco, juego más lindo de ver, según me instruyó Don Juan Capagorry, un escritor que amaba el ballet y el aguardiente y que hacía unos dibujos con copas, peces y coloridos pájaros que durante la feria dominical regalaba a los niños del barrio Palermo, donde me crié. En cambio Juancito, que escribió un libro entero sobre los diferentes juegos de barajas, no ponía ninguna duda sobre la superioridad del tute cuando de lo que se trata no es de mirar sino de participar en el juego. Una vez que los cuatro contrincantes estuvimos apoltronados en las sillas pegajosas, luego de que Pirueta hubiese llenado los vasos con un vino tinto como el cabello de Laura, el que parecía anfitrión de esa mesa, el que me había invitado a participar, comenzó a repartir las cartas. Y a hablar, que yo creo que parloteaba para confundir a los adversarios. A hablar hasta por los codos. Y mientras tiraba palabras no siempre inteligibles iba aumentando la apuesta. –“Cinco verdes más a mis cartas”, exclamaba al mismo tiempo que hacía volar hacia el centro de la mesa unos billetes manoseados y húmedos. Y los demás no tenían más remedio que llevarle la apuesta porque recién había empezado el juego y lo contrario habría sido visto como un acto de cobardía o imperdonable “falta de boliche”. Durante las primeras manos, que perdí estrepitosamente, apenas si pronuncié palabra. Para aparecer más distante de lo que en verdad estaba y para recuperar destreza mental me puse a recordar a Capagorry. La ausencia casi total de luz producía un efecto adormecedor al que tenía que enfrentar si quería tener alguna chance de ganar una partida. Y no podía tampoco distraerme, cosa que hice en un momento cuando me dio por pensar en dónde carajo me quedaría a dormir esa noche. Hubiera deseado hacerlo en donde estuvo el taller de Horacio. Le pedí a Pirueta si no tenía la amabilidad de averiguar si el lugar había sido alquilado. Me sorprendió cuando me dijo que sí, que por él. Y de ahí volví a Juancito. El barbado anfitrión me miraba divertido. Sin sobrarme, pero recogiendo con un placer indescriptible el dinero que yo iba perdiendo. “El dibujo es un divertimento, en relación con la pintura, que es un adagio”, me explicó un día Capagorry. Acodado en el mostrador de un boliche afectuoso –afectuoso el boliche y afectuoso él– y mirándome crecer, Juancito me enseñó no a entender, sino a disfrutar el arte. Viéndolo, solo, las más de las veces solo y alcoholizado, era difícil imaginarlo

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en la primera fila del teatro Solís dispuesto a presenciar cada nueva obra de ballet que los cuerpos de baile estables o alguna compañía extranjera que pisaba Montevideo ponían en escena. Pero él no faltaba, porque “el ballet es más bello, y menos complicado que el sexo”, según creía. O según –riéndose de mí– me decía que creía. “Para ganar al tute lo único que hay que hacer es decidir si uno va a más o a menos apenas abre los naipes, y luego seguir inteligentemente el juego”, recordé entonces que me dijo Juan Capagorry, cuando luego de constatar que me estaban dando una paliza decidió apiadarse de mí, a pesar de que provocó con ese consejo la molestia de quienes me desplumaban, en un boliche parecido a La Cueva pero atendido por un Pirulo y no por un Pirueta, allá por el año de 1979, cuando Horacio Aranjuez se mudaba a su taller y yo empezaba a armar mis valijas para irme a Europa. Al negro Juan, que así se llamaba el hombre que me invitó a participar del juego no le agradó que yo ganase mi primera mano. Y menos que ganase luego cuatro seguidas, recuperando buena parte de lo que había perdido. Cada vez que iba a abrir en abanico, desplazando de a uno y lentamente los naipes que le habían tocado en suerte, el negro de tupida barba blanca se persignaba. Era el único momento en el que se mantenía en silencio. –Así que usted es amigo de Aranjuez. Dijo de pronto –creo que empezando a respetarme–, cuando luego de peregrinar hacia el baño nos aprontábamos a iniciar una nueva partida, ya cerca de la medianoche. –Conocido. Respondí con precaución. –Casi hermano. Metió la cuchara Pirueta que, botella de tinto en mano, se acercaba desde la barra. Hoy cierro temprano. Jueguen la última. Ordenó. Cuando el último parroquiano cruzó tambaleándose la puerta de hierro del local, Pirueta sacó desde atrás de una antigua heladera de madera que usaba como depósito de botellas vacías un colchón al que dejó desnudo después de desenfundarlo de un plástico que lo protegía, hizo aparecer desde ahí adentro unas frazadas, a las que dejó caer despreocupada y parsimoniosamente al piso, cerró por dentro con un candado la puerta de La Cueva y sirviéndose por primera vez, que yo percibiera, en lo que iba de la noche, su propia copa de vino, se largó a monologar. “Horacio casi no dormía. Era madrugador por naturaleza y llegaba muy tarde de la radio. Cuando la prensa publicó la denuncia de la Pocoraro, por los mismos días en que aparecieron los últimos cuerpos desfigurados en el Río de la Plata, el muchacho quedó muy alterado por esa repentina notoriedad pública. Su foto salió en primera plana, junto a esos dibujos de perros que hacía para ganar algo de dinero y que lo hacían parecer como un loco, porque mire que eran monstruosos esos perros. Resultó más débil de lo que parecía. Dejó de dormir. Hasta que el fin de semana anterior al que se lo llevaran no pude abrir, porque quedó chanta ahí sobre ese mismo colchón. El botija era admirado por las muchachas del barrio. Cuando pasaba, en sus caminatas matinales ida y vuelta hasta la rambla, ellas salían para el Liceo y al cruzarse con él quedaban como flotando. Yo barría la vereda, las miraba y me reía. A él eso le gustaba. Lo que no le gustó fue empezar a ser objeto del cuchicheo de

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las viejas del barrio. ¿Vio esas ancianas que colocan los taburetes en las puertas de sus casas y miran todo lo que ocurre como si no mirasen nada? Empezaron a juntarse en ronda acá, frente a la casa de la escribana, que recién se había jubilado y cuando él pasaba cuchicheaban nerviosamente como si estuviesen mirando pasar al diablo. O se juntaban en la plaza, a mostrarse dibujos de jóvenes desnudas que Horacio había ido regalando a las muchachas que tomaban clase de pintura con él y que de pronto pasaron a manos de las viejas, y de una revista que los publicó, aunque parezca cómico, elogiándolos. “Se necesita conocer para chusmear con propiedá”, me dijo la abuela de una de las jóvenes a la que increpé que le hubiese dado los dibujos a esa revista. Las muy papanatas. Antes de lo de la Pocoraro venían ellas mismas a preguntar cuánto cobraba por enseñar. Y el botija pasó de ser la niña de los ojos del barrio a ser un delincuente “hijo de puta”, como le gritó el almacenero cuando se lo llevaban. ¿Sabés cómo me enteré que la Policía pagó a la Pocoraro? Porque me lo contó muerto de risa el mismo imbécil que le pagó, dice que tres mil dólares, a la madre. Un cabo al que la mujer venía a buscar todos los viernes para que no se timbeara en un día lo poco que ganaba al mes. Después que cayó la dictadura no vino más. Hasta que hace poco, como si fuera un bebé de pecho, se dio una vuelta por acá y cuando se iba me dijo que si podía ayudar al botija lo ayudara porque unos mafiosos lo quieren matar. Me dijo que en la cárcel, como les enseña a pintar a un montón de delincuentes, se fue enterando de la forma en que funciona una banda de ladrones y policías que roba bancos y parece que el muy nabo mandó una carta a un semanario dirigido por un tipo vinculado a los políticos y policías metidos en esa rosca. ¡Ni en la cárcel aprendió cómo funciona el mundo el muy nabo! ¿Vos creés que lo podamos ayudar?” Yo la verdad no creía. Yo no sabía bien qué creer en realidad. Mucho menos cuando a las 9.00 de la mañana del día siguiente Pirueta entró a La Cueva, dio vuelta violentamente un futbolito, pateó una silla, y tirándome un matutino a los pies del colchón dijo: “Ya es tarde, hijos de la gran puta, ya es tarde pa‟ayudar”.

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Capítulo XIV

El espejo y la mafia “Mataron a Horacio”, le dije a Emilia apenas vino hacia mí envuelta en una de sus inconfundibles bufandas húngaras. Se lo comenté sin preámbulos porque procuraba sacarme de encima toda la bronca y preocupación que había acumulado durante las dos horas de viaje en ómnibus desde Montevideo a Isla de los Robles. “Hay que decirle a Doña Matilde. ¿Vienes? Necesito que me cuentes palabra por palabra lo que te relató la escribana. Esto dejó ser un juego. No sé lo que es todavía pero ya no un juego. Quiero creer que no estamos involucrados pero lo más probable es que lo estemos ya”. –¿Ángel? Todavía no me besaste... La besé. –¿Te estás escuchando a ti mismo? –Mataron a Horacio preciosa... –¿A qué Horacio, cariño...? –A Horacio Aranjuez Emilia, mataron a Horacio Aranjuez. –¿Y qué tiene que ver Horacio Aranjuez con nosotros? Emilia es una joven temperamental. Y es al mismo tiempo frágil y fuerte. Cuando la historia de Doña Matilde se nos vino encima se aprestaba a viajar a Buenos Aires a encontrarse con su amiga del alma, Raquel Horvath, quien viajaría desde Hungría a Buenos Aires, pues juntas, y a pedido de otro Horacio –un entrañable aristócrata que la ayudó a ubicarme años atrás en La Isla de los Robles–, fueron contratadas para dar unos conciertos de música sefaradí. Intercambiándose grabaciones durante meses, también ensayaron algunas canciones gitanas. Emilia es una mujer inteligente que compartió mi interés por la historia que nos ha venido relatando Doña Matilde únicamente para que yo no pudiese reprocharle una actitud egoísta. Pero a Emilia le importan un carajo Horacio Aranjuez y Doña Matilde y un poco menos que un carajo le importa Laura. De Susana Pocoraro decidió olvidarse dos días después de entrevistarse con Lucía de Cáceres, tanto que su único comentario luego de ese encuentro fue evasivo. “Hagamos un trato”, le dije imaginando lo que estaba ocurriendo, “tú cuéntame lo que te dijo la escribana y luego concéntrate en el violín y olvídate de todo, incluso de mí, hasta que hayas dado el concierto”. – “¿Eso significa que tú vas a olvidarte de mí?”. Me preguntó, porque Emilia además de ser inteligente es astuta. Y yo me deshice del bolso que cargaba a la espalda, la tomé en los brazos como a una novia, y luego de traspasar la puerta de la Isla de los Robles le hice el amor contra la pared donde cuelga el cuadro con las flores amarillas de Van Gogh. Y ella dejó que yo hiciera, pero sin entregarse del todo pues yo había cometido la torpeza de colgar a unos pocos centímetros de esa reproducción, un retrato de Laura realizado por Horacio Aranjuez. Un dibujo que Doña Matilde me había cedido sin ninguna precaución ni consejo. Una actitud muy distinta a la que la caracterizaba cuando me entregaba algún objeto, un dibujo, una carta, una grabación, por más lateralmente que estuvieren relacionados con el relato que iba contándome.

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Intenté volver a acariciarla, pero me rechazó. Entonces la besé en la nariz todo lo tiernamente que me salió y me dejé caer al frío del piso de madera. Emilia caminó hasta mi escritorio, ubicado a unos metros, en la pared de enfrente adonde están el Van Gogh y el retrato de Laura, y escupió sobre la tela blanca, a la altura donde Horacio Aranjuez escribió “a perturbar el cero venimos”, y sobre el espejo en el que se reflejaba y se marchó a su cuarto de estar sola. Al rato vino con los ojos brillantes que le nacen cuando se enoja, (eso es lo que esconde cuando me da la espalda), me expropió una taza de café que yo me había preparado y sentándose en mis rodillas dijo que esa noche “hablaríamos todo lo que fuese necesario hablar”. “Ahora cállate y escucha”, ordenó. –Durante los primeros veinte minutos la señora me explicó siete veces que ella no era escritora, pero que como tenía tiempo y era escribana de alma aunque ya de vieja también se recibió de abogada, –según me dijo también un montón de veces–, escribió todo lo que ella sabía en un cuaderno que me entregó aconsejándome que te lo entregara si yo creía que tu podías hacer algo por Aranjuez. Es un lío muy grande ángel, y tú estás perdiéndote tontamente en medio de ese lío. Espero que sin darte cuenta. Quiero creer que sólo seducido por lo que tiene de mágico. Esa tela absurda que paraste al lado de tu escritorio, donde ocupa demasiado lugar. ¿Te das cuenta que ocupa demasiado lugar? Y lo del espejo no pienso perdonártelo. ¿Y el retrato de esa Laura? ¿Tiene valor pictórico ese dibujo como para que lo colgaras al lado del Van Gogh? La otra parte de la historia es peor. Según Lucía de Cáceres, Aranjuez no era simplemente un “joven artista inocentón”, así me lo dijo. Ella cree que pudo haberlo sido un tiempo, pero que después “se engolosinó” con su éxito con las adolescentes y dice que si bien nadie puede decir que pensase en usarlas parece que antes que con Susana Pocoraro se metió con una tal Elsa, cuyo apellido no recuerda, pero que estaba por ser enviada a Milán por una mafia que exportaba prostitutas. Y dice que él pensó en viajar con ella. ¿Te estás dando cuenta bobo? Pero eso no me molesta, que no te des cuenta de nada no me molesta. Me molesta que creas que yo únicamente estoy celosa de la tal Laura. No olvides que yo a veces veo cosas que tú no puedes ver...

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Capítulo XV

Lucía de Cáceres (Fragmentos seleccionados de los apuntes escritos por Lucía de Cáceres en un cuaderno de espiral y tapas duras al que le fueron arrancadas varias páginas, en alguna de las cuales, posiblemente, haya habido dibujos, pues las hojas en blanco siguientes todavía tenían marcados los trazos de figuras humanas y animales, quizá perros. Cáceres utilizó los escritos en su comparecencia como testigo en el juicio contra Horacio Aranjuez) “Cuando yo fui a verlo, a pedido del señor padre de la señorita Susana Pocoraro, el inculpado Horacio Aranjuez dormía. Don Pirueta García, propietario de un antro ubicado en los subsuelos del taller de pintura de Aranjuez me permitió verlo dormir. Me informó seguidamente que podía esperar al muchacho en su Taller, ubicado a los fondos de la casa en cuyo sótano está instalado ese Bar. Señaló que él procedería a despertarlo para que fuese a atenderme. El señor García es una buena persona y tuvo la amabilidad de notificarme el paradero de Aranjuez cuando me escuchó aplaudir frente al corredor de acceso a la habitación que ocupaba el joven. Como el señor Pirueta no disponía de teléfono me dirigí primeramente a mi domicilio para llamar al Dr. Marotto, abogado en cuyo nombre me disponía a actuar, pues compartimos el mismo estudio durante cuarenta años. Obtuve su consentimiento y me dirigí al Taller, que yo conocía pues tomé con el muchacho clases de pintura. La puerta estaba abierta. Siempre estaba abierta. El piso estaba cubierto por una docena de cartulinas blancas que contenían líneas grises y sombras. El señor Pirueta ya me había comentado que durante la semana anterior el muchacho tomó mucho alcohol, no durmió y dibujó, o se esforzó por dibujar, hasta que decidió dormir cuando el gas de la garrafa en la que hervía el agua para el café “escupió sus últimos fueguitos”, según expresó. Conservo dos de esas cartulinas. El muchacho me las entregó para agradecer mi disposición a ayudarlo profesionalmente. Me dio tres pero una la obsequié a un amigo amante del ballet igual que yo, también pintor, y escritor, y otras cosas. A veces robaba paltas en las ferias de los domingos, pero eso no viene al caso. Este señor me explicó que el dibujo tenía bastante valor. (...) Que el muchacho dormía o estaba durmiendo o se había ido yo ya lo había imaginado cuando a pedido del señor padre de Susanita fui a interesarme por él, porque desde hacía varios días resultaba prácticamente imposible acceder a la puerta de su taller, pues allí se juntaron, esperándolo, todos los perros abandonados del barrio. Estuvieron ahí, tendidos, acurrucados como los perros machos cuando olfatean una hembra en celo, durante tres o cuatro días. La mayoría desapareció cuando un Circo brasileño llegó a la ciudad y se instaló cerca del lago del Parque Rodó. Menos dos, que parecían de mentira de tan inmóviles que estaban hasta que el muchacho llegó al taller. En ese momento de todas maneras, apenas movieron la cola. Queda por decir que todas las cartulinas tenían un cero dibujado a pincel con un trazo de estilo chino y con tinta china. A un lado de ese cero, una inscripción a lápiz y en letras muy pequeñas decía: “A perturbar el cero venimos”. (...)

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Horacio Aranjuez rechazó todos los cargos. Me preguntó si yo que lo conocía creía lo que estaban diciendo que él hizo. No nombró lo que hizo. Y yo le dije que lo conocía porque efectivamente lo conocía. No dijo mucho más. Me entregó las cartulinas y me pidió autorización para quedarse solo, pues quería escribir lo que esa noche iba a decir en la radio. Yo lo escuchaba en el programa de radio. Siempre lo escuchaba, aunque a veces me dormía, caray, me dormía con él. Con su voz. (...) Para mí es inocente. El señor padre de Susana Pocoraro cree lo mismo y es el padre de la víctima. Algunas de las adolescentes que fueron citadas a declarar por el Fiscal, el señor Perialdéz y con las cuales yo dialogué, son de la misma idea, aunque dos de ellas me relataron que Horacio Aranjuez estaba por emprender un viaje. Una dice que a Europa y otra que a un paraje del interior del país llamado Villa Serrana. Efectivamente había un bolso a medio hacer en su taller. Al señor Fiscal Perialdéz puede solicitarle información sobre mi proceder en cuarenta años de ejercicio de la escribanía porque durante la dictadura y aún después, mucho después, él se interesó en un millonario juicio impulsado contra el Estado por una curtiembre del Departamento de Salto. Yo era escribana de esa curtiembre que perdió una máquinas viejas durante las inundaciones del setenta y ahora no recuerdo cuánto, cuando se construyó la Represa de Salto Grande. No sé si es importante para ustedes tener referencias mías, pero si lo fuera consulten nomás con el señor Perialdéz.(...) * * * (Reproducción de fotocopias con recortes extraídos de un expediente judicial pegadas con engrudo en las últimas hojas del cuaderno de la escribana Lucía de Cáceres. Los recortes del expediente aparecen numerados del 1 al 5) 1.– “La violación cometida sobre una persona de igual o distinto sexo, pero menor de quince años de edad, es presumida por la ley como un caso de empleo de violencia. Es decir que aún cuando no hubiera existido la violencia e incluso el o la menor hubiera prestado su total consentimiento para el acto sexual, por mandato de la ley se da por probado que existió violencia y por ende delito de violación. Lo que se presume no es precisamente la violencia, sino la falta de concurrencia de la voluntad de la víctima del acto, tratándose más que de una presunción juris et de iure, de una verdadera y propia ficción”. 2.– “Más bien, por lo dicho, se trata de una prohibición impuesta por la ley, según la cual se establece la inviolabilidad carnal del menor de quince años. Más que presumir habría que afirmar que se “supone” que ese consentimiento, como consentimiento con validez jurídica, no existe o no se ha podido emitir. Se basa, como se decía en la antigüedad, “velle non potuit ergo poluit”, o sea, “no pudo querer, luego no quiso”, porque, en último término, como se ha tratado de poner de relieve, son personas que por su misma situación tienen que tener el amparo especial de la ley y su querer, no cuenta. Por tal razón, Sebastián Soler afirmaba: “La ley no contiene realmente una presunción de violencia, sino que prohibe in limine ciertas formas de acceso carnal por pura consideración a las condiciones del sujeto pasivo, a cuyo asentimiento o

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Cráneo de Vaca disenso no le acuerda ninguna relevancia Argentino,t.III, edición 1963,pág.295)”.

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(Derecho

Penal

3.– “O sea, hay una inexistencia de consentimiento válido del menor o una prohibición de la ley, en cuanto a mantener relaciones sexuales con una menor de quince años de edad, o si se quiere, en otra dirección, la creación de un tipo especial de violación frente a la genéricamente concebida; pero lo que resulta indubitable es que tanto desde un punto de vista o de otro, todos coinciden en proscribir el amplexo en esas condiciones. Es “como si” la norma dijera, en cuanto a sus consecuencias y aplicación práctica: “El que efectúa la conjunción carnal con un menor de quince será castigado...tal como se propicia por la última...” (El recorte no permite leer el final de la frase). 4.– “Lo que la ley ha tomado fundamentalmente en cuenta, es la inmadurez del menor, al que considera incapacitado para consentir con aptitud psicológica y mental suficiente; asimismo, antes y preferentemente que una presunción relativa a la violencia, es a dicho consentimiento que se refiere la previsión de la ley. Y lo que en definitiva consagra, es en esencia una ficción, en principio exiliadas del campo del derecho penal, aunque el legislador es soberano de establecerlas para resolver de manera satisfactoria, una determinada situación y de análoga naturaleza a la que regula la capacidad penal o civil; con el margen de “arbitrariedad” que lleva ínsito el fijar una cifra determinada como límite, en cualquier hipótesis”. 5.– “La ley presume que un menor de quince años no se halla totalmente capacitado para apreciar integralmente la naturaleza del acto sexual y sus eventuales consecuencias, y de ahí la incriminación del ilícito con entera prescindencia del consenso que la víctima pueda prestar”.

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Capítulo XVI

Imágenes en la Madrugada (Último editorial leído por Horacio Aranjuez en su programa de radio, horas antes de ser detenido y luego procesado con prisión. El espacio era emitido de lunes a viernes y comenzaba con la lectura o improvisación de esos editoriales, que resultaban luego comentados por los oyentes durante las dos horas siguientes). “Llevo muchos días sin dormir, de modo que algunas de las opiniones que hoy vierta van a ser seguramente usadas en mi contra. Hoy me despido de ustedes. Este es el último programa de “Imágenes en la Madrugada”. Atravieso una situación personal muy difícil y aunque pueda, no quiero seguir haciendo radio. De todas maneras lo más probable es que no pueda. Cuando mi voz ya no esté aquí el lunes, sepan quienes me juzgan, que “yo soy la realidad” y ellos la sombra. Tengo ante mí el ejemplar 1375 del semanario Marcha, una publicación que ya no se edita, pero que circula, en fotocopias o ejemplares amarillentos. Que yo recuerde en mi casa no se compraba o yo era muy niño cuando dejó de publicarse por razones tan obvias que ni mencionaremos. Pero fue la lectura de una nota que aparece en este ejemplar de Marcha la que me impulsó a aceptar el enorme sacrificio que ha significado poner al aire durante más de dos años este programa de radio. En torno a los mejores hombres siempre se teje una leyenda. Yo no soy un gran hombre, y no soy ni seré leyenda. Y soy demasiado joven, por lo demás, para merecer honores. Pero también soy muy joven para merecer el desprecio por algo que dicen que hice y que no hice. Los individuos más sabios se niegan a ser objeto de ninguna clase de mitificación. Yo no he venido aquí a pedir el aplauso de ustedes. Otros en cambio, enfermos de divismo, son capaces de cualquier cosa para alcanzar una presencia pública y una vez que la alcanzan, puestos en ese papel, en ese rol teatral que como se sabe cumple en la actualidad una función social, terminan por desfigurarse a sí mismos. Luego, son nada. Nada pasajera. Una de las razones por las cuales siento un entrañable afecto por un viejo humilde al que en su tiempo traicionaron y luego reverenciaron y que no obstante respondió a unos y a otros, a quienes lo traicionaron y a quienes lo reverenciaron, con un largo silencio, es precisamente porque con esa actitud de renunciamiento selló el destino de este territorio alejado del mundo. En la soledad de una choza selvática devino sabio, aunque no era más que un hombre común entre otros hombres. Ocurre simplemente, que como pedía el autor de un libro delicado, como pocos libros son delicados, Saltoncito, ese hombre quería hacer “por los hombres algo más que amarlos” y poco le importaba su destino personal. De igual estirpe era Fransisco “Paco” Espínola, el autor de Saltoncito. En el número 1375 del semanario Marcha, impreso el 20 de octubre de 1967, aparece publicada una nota que reproduce la alocución de Paco Espínola cuando fue despedido, por esos días, del canal de televisión del Estado. Espínola tenía una audición de más de una hora que se emitía tres veces por semana en la que comentaba a los clásicos de la literatura universal. ¿Qué hacía en esa audición, que en 1967 fue censurada? Hablar de Cervantes sí. ¿Y qué más? Permítanme leer lo que Paco decía que él hacía, porque es lo

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que yo, con toda irreverencia pues soy apenas un escolar, me esforcé por hacer en “Imágenes en la Madrugada”. “Sin que nadie lo sospechase, y cuando todos ustedes tal vez creían que yo estaba hablando con la mayor libertad, con la mayor desaprensión del mundo, yo obedecía sumisamente (y para ustedes, como obligación, con esa obligación que desde hoy se me impide seguir cumpliendo); yo obedecía, sumiso, a altas voces imperiosas, a aquellas que busqué en muchas horas, en muchos días, en muchas noches, renunciando para ello al hallazgo y al goce de cosas que de la vida arrebatan aquellos que, según Gracián, son „tan modestos (es decir, tan poco ambiciosos) que se contentan con ser felices‟ ”. Y seguía diciendo Espínola y yo estoy viéndolo, encorvado como sobre un libro y apesadumbrado en todo lo alto que era, y todavía conmovido detrás de aquellos lentes de cristales gruesos que ocultaban su ira: “Bueno, escuchen ustedes una de aquellas voces a las que yo era dócil al sentarme aquí todos los lunes, miércoles y viernes, el año pasado y éste (honorariamente), durante meses y disponerme a analizar obras de arte supremas, grandes entre las grandes que creó el hombre. Escuchen ustedes. Habla Rodin. Ustedes dirán si yo cumplí o no: „Devolvamos a todo, pues, el sentimiento de admiración, y no vayamos más a buscar tan lejos la belleza‟”. Disculpen amigos oyentes ahora, que abandone a Espínola y a Marcha y haga una apreciación cifrada. Personal. No vayamos Laura, a buscar tan lejos la belleza. Y termino. Me despido. Vuelvo a la lectura de lo que expresó Espínola el día en que se vio obligado a dejar de enseñar literatura por televisión, que eso hacía, y por eso fue censurado. Dijo ante las cámaras del canal oficial: “Ahora, ahora llega el momento de decirles adiós. ¿A quiénes? A ustedes. ¿Quién? Yo. ¿Y quién soy yo? Permitidme una vez más y por última, entreabrir un instante los velos del arte supremo. En un punto de la escena II del acto IV del Rey Lear de Shakespeare. Desposeído de todo por dos de sus tres hijas, seguido siempre por su bufón como por un lamentable perro fiel, el anciano ya sin corona deambula –privada la razón– una noche, entre bosques, bajo aterradora tempestad. (Poco después de esto que voy a leerles ahora, su hija buena, Cordelia, venida con un ejército francés a rescatarlo, lo hallará y le hará, esperanzada, esta pregunta: “¿Me reconocéis, señor?” Y el anciano, a quien la locura le ha hecho nacer una doble vista más penetrante que la normal perdida, le dirá a aquella hija cuya exterioridad en modo alguno reconoce: “¡Sí, sois un espíritu puro!”) Pero ahora, en esta segunda escena del acto IV, entre los relámpagos y los truenos, chorreando agua de su manto y de sus inmensas barbas y de su inmensa cabellera, convertido no en espantoso espantapájaros sino en espantoso espanta impuros, se da a conocer al súbdito leal que lo buscaba, al buen conde de Kent. ¿Y qué le dice al conde? ¿Acaso “Soy el Rey Lear”, “Soy tu soberano”, “Soy el Rey de Bretaña”? No. Y no, puesto que de eso él nada sabe, ya. Él, lo que revela a Kent es lo que en aquel instante absoluto de su ser percibe en la sublime lucidez de su locura: “Yo soy un hombre contra quien se ha pecado”. Eso sencillamente, digo yo. Yo soy un hombre contra quien se ha pecado. Ustedes son, hombres contra quienes se ha pecado y mujeres contra quiénes se ha pecado. Y me despido. Me despido sí, lo reconozco, un poco apesadumbrado. Quienes han pecado irán el domingo a misa y expiarán sus culpas. Y el lunes seguirán pecando. Dios sepa no perdonarlos nunca. Amén”.

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Capítulo XVII

Isla Embrujada “Ahora ambos tenemos mucho tiempo para leer. Te mando con la abuela los libros Magia, ciencia y religión de Bronislaw Malinowski y El Hombre y lo Divino de María Zambrano. Cuídalos. No son libros fáciles de encontrar. Me parece innecesario que explique por qué no voy a verte. No le tengo temor alguno a las prisiones. Pero yo no deseo salir de la mía. Si lo hago no volveré. Apenas el riesgo, la posibilidad de que una vez que tome distancia de este lugar pueda desear no volver me aterroriza. Cada cual busca la belleza a su manera. No seré cruel. Tú padeces una prisión terrible, yo una elegida. Pero yo estaba aquí, no me fui a ninguna parte. Y vos escogiste a Susana Pocoraro. Olvidémoslo. Olvidémoslo todo. Quiero olvidar sobre todo, lo reconozco, que antes que vos a esa muchacha yo elegí a Milton. Él representaba la madurez, es todo. No seré cruel, pero tampoco voy a dejar pasar cosas por alto. No te voy a decir que me indignó porque nada me indigna ya, pero no me pareció feliz que te compararas con Espínola, porque eso hiciste, no sé si deliberadamente o no. Nosotros somos los hijos de Videla, de Pinochet, de Bordaberry, de las Juntas de Comandantes en Jefe, de los vuelos de la muerte, –esos aviones que Milton me reconoció tiraban seres vivos al Río de la Plata–, de las clases de literatura sin literatura, del puerto quieto con sus grúas herrumbradas durante toda nuestra existencia, de la pobreza infinita y el miedo, los hijos de Milton sí, y los hijos de otros cuyos nombres no sabemos y no sé si vale la pena saber y por más que dediquemos horas y horas a leer, hasta que se nos empequeñezcan los ojos, jamás tendremos la pureza espiritual y la profundidad cultural que las generaciones anteriores a nosotros llegaron a tener. Este es otro país. Yo me asilé aquí en Isla Embrujada porque este es otro país. Bien que después de la muerte de Milton yo hubiera deseado “hacer por los hombres algo más que amarlos”. Aunque más no fuere para odiarlo sofisticadamente. Pero yo no acepto que se me recrimine el silencio. Yo no tengo culpas que expiar y no voy a misa. Yo sé que no te referías a mí. Pero me adelanto a la posibilidad de que se te dé por juzgar mi elección por la soledad. Mi miedo a los hombres, a todos los hombres. ¿Qué hacen los hombres por mí? Comprar carne, diría el muy materialista hijo de Milton. ¿Y qué más? Yo sigo siendo una mujer atractiva. Los paisanos de Villa Serrana cada tanto merodean por aquí. Pasan arreando sus ovejas y se detienen a encender sus cigarros cuando, sobre todo en verano, me ven andar desnuda, deliberadamente desnuda, desde el casco de la casa hasta el sauna. Y todavía están ahí, cuando vuelvo, bastante después. Pero ninguno ha podido sonreír cuando poco después del atardecer van a tomar unas copas al almacén de Perico. Hace poco escuché a la mujer del comisario hablar de mí. Yo estaba por entrar a la casa de una señora que vende dulces y quesos caseros y ella ya estaba adentro. Antes de correr la horrible cortina de nylon con la que pretende espantar las moscas me detuve para oír: “¿No le parece raro que esa mujer siga viviendo sola en ese caserón lleno de luciérnagas?” Preguntó la anciana de los dulces. Y la mujer del comisario, que es un borracho inepto, le dijo: “¿Sola? A veces...”

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La semana pasada entraron a Isla Embrujada. Ingresaron por el ventanal. Yo dejé abierta una de las ventanas corredizas porque tuve la intención de no llevar a Verde: el pobre sigue siendo acusado de morder ovejas. Pero cuando subí a Camino para salir a hacer mi diaria cabalgata vespertina me lamió las botas e hizo una de esas muecas enternecedoras que usa para comprar a los niños de fin de semana de modo que finalmente dejé que nos siguiera. No se llevaron nada. ¿A qué entraron? Ya ves, en ningún lugar estamos totalmente a salvo. La otra noche, –espero no aburrirte con estas pequeñeces, en todo caso el propósito es otro: deseo profundamente que te arrepientas de no haber venido, ya me tenía harta tu forma de tocarme sin tocarme– me pareció ver un bicho inmóvil entre los arbustos. Pudo haber sido cualquier cosa y no voy a negar que todavía a veces me pasa que veo o siento o creo sentir movimientos que no controlo entre los arbustos. Y entonces me descubro débil. Adentro de Isla Embrujada estoy preparada para resistir hasta al diablo, al que no se puede descartar se le ocurra descender acá, pero yo estaba a medio camino entre el sauna y la puerta principal. Estaba desnuda sí, ¿por qué? Yo enfrento la desnudez de mi alma con mucho más inocencia que a la desnudez de mi cuerpo pero no voy a negarme ese placer, casi el único que me doy. Son pocas las noches de verano en las que puedo hacerlo sin sentir frío y no estoy dispuesta a desaprovecharlas porque a alguien se le ocurra esconderse entre los matorrales a observarme. Los machos sexualizan sus relaciones sensuales, las hembras sensualizamos nuestra sexualidad. Yo me quedé quieta un segundo, desnuda, el pelo húmedo chorreando gotas que rodaban por mi espalda. Así inmóvil contuve la respiración y miré directamente hacia los arbustos, calculando las posibilidades o las intenciones del animal o del hombre que allí estaba, hasta que sentí en la piel sus propios miedos, oculto entre las ramas, acaso amigable, acaso humano y entonces quitándome la toalla que llevaba anudada a la cintura sonreí, y seguí caminando lentamente hasta la casa. Antes de empujar la puerta, con el control de la situación por lo menos al alcance de mis manos, volví a mirar hacia los matorrales y vi, claramente, el brillo de unas pupilas entre las sombras. Yo hubiera deseado que fuesen tus ojos los que me miraban. Hubiese deseado sentirte entrar –sin golpear a la puerta– detrás de mí. Y hubiese deseado que me tomaras por la espalda y que lamieras el agua de mi espalda y que descendieras hasta mis nalgas y que abriéndolas con las dos manos me siguieras lamiendo. Antes de entrar a la casa, la puerta abierta ya, imaginando que los ojos que me miraban pudieran pertenecerte o queriendo por lo menos eso imaginar, dejé caer la toalla, y me agaché a recogerla como la abuela nos decía que no había que inclinarse a recoger ningún objeto para que no se dañara la columna. Y sólo unos minutos después, cuando la puerta estuvo cerrada y bien cerrada, me permití olvidarte, empezar a olvidarte, y pensé en la frase que dejaría salir de su inmunda boca el comisario antes de tomarse su última grapa en lo de Perico: “Me pareció que la sombra sudaba cuando ella cerró la puerta”. Porque a ese milico y a su mujer son a los únicos a los que todo parece estarles permitido ver. No vayas a creer que yo los odio. Ocurre que son lo único que interfiere con mi paz. ¿No es por lo menos raro que la autoridad sea casi siempre la que termina perturbando la paz? Pero no los odio. El comisario es un pobre tipo que arrastra treinta años de sudor sobre un uniforme andrajoso. Ha pasado los últimos no sé cuántos años esperando con ansiedad el advenimiento de cada semana de Turismo para detener a alguien. Debe haber

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recreado decenas de veces la escena: una larga persecución a caballo por las sierras, y finalmente, el momento en el que debe soñarse esposando a alguno de esos montevideanos de cuerpos atléticos que montan con sus culos de goma una o dos veces al año sobre sus corceles bien alimentados, llevándose todo por delante, tanto cuando cabalgan como cuando se broncean semidesnudos al sol antes de nadar como anguilas en el lago. Pero no hay persecución, y la única vez que yo supe detuvo a alguien fue sí en Turismo, en Semana Santa como él dice, y el detenido era su sobrino, que había robado no sé qué bobada a unos muchachos que acampaban detrás del Ventorrillo de la Buena Vista, una construcción hermosa como su nombre. Siempre hay alguna imagen que perturba nuestra memoria. ¿A quién habrá perturbado la imagen de mi cuerpo desnudo? Lamentablemente no fue a vos. No a vos, a quien yo debería compadecer y sin embargo estoy olvidando. En realidad ya te estaba olvidando antes de que te encarcelaran. Porque si vos hubieses estado acá y no revolcándote con Susana Pocoraro la gente del pueblo no diría que yo soy una bruja. Diría que soy una amante romántica que vive con su príncipe azul. El otro día una turista brasileña se atrevió a llegar en auto hasta la cima de La Leona, porque unos paisanos que la tomaron para la chacota le dijeron, cuando preguntó qué otras cosas además de cañadas y casas construidas por el arquitecto Vilamajó había para ver en Villa Serrana, que “allá arriba –y señalaron Isla Embrujada– vive una “bruja todavía joven”. Así le dijeron. Me lo contó Graciela, la esposa de Perico, el almacenero. Yo estaba en la bodega jugando con Verde y Camino y revisando mi provisión de vino y ella se puso a aplaudir sin animarse a pasar el cerco que hice hacer todavía más lejos, unos veinte metros más lejos del alambrado que rodea la propiedad. Estuvo aplaudiendo intermitentemente durante casi quince minutos, esforzándose por hacerme salir a atenderla. Al ver que yo no salía a su encuentro cruzó el cerco, se sentó sobre una piedra que se parece a un cráneo de vaca y desde donde se puede ver la mejor puesta de sol de Villa Serrana y como eso estaba por ocurrir decidió quedarse ahí, quieta, mirando de reojo hacia el ventanal. Yo di la vuelta a la casa por atrás, para desde el establo verla sin que me viera y pensé: “si se queda más tiempo se va a asustar”. Y se quedó. A mí me sedujo su osadía, de modo que decidí compartir con ella un espectáculo que cientos de veces deseé compartir con vos. Ocurre una vez por año de modo que es muy posible que a ella la haya enviado Dios. Cuando las últimas luminosidades anaranjadas del cielo empezaron a borronearse y a mezclarse con el violeta de la piedra de las sierras encendí una enorme fogata de hojas casi verdes de eucaliptus y desde la sombra de las altas llamas, –desde abajo, puesta en su lugar, confieso que yo me hubiese asustado– le señalé que mirase hacia el techo de la casa. Yo empecé a caminar hacia la cabeza de vaca y cuando estuve a unos metros de ella, como si hubieran estado esperando a que yo llegara, miles de luciérnagas, no cientos, miles de luciérnagas que ese día nacen, empezaron a levantar vuelo y a encender sus farolitos, rodeándonos, pues ascienden desde la pradera de pasto y trébol ubicada al interior de mi terreno, al que mantengo siempre húmedo, pero luego del primer vuelo vienen a caer entre los árboles que protegen del viento a la piedra ésa. ¡A esa piedra desde la cual he visto, pensando en vos, tantas puestas de sol! ¡Le hubieras visto el rostro! El brillo de los ojos que parecían otros bichitos de luz. La invité a que pasara y juntas y sin hablar nos sentamos en el mirador a seguir observando ese increíble fenómeno que se prolonga por un poco más de dos

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horas. Y sí, yo tuve ganas de tocarla. Si tú hubieras estado no habrías podido contenerte. Era bella como son bellas las brasileñas mestizas. Ya debía estar por cumplir treinta años, pero parecía una adolescente. Como no asumí ese riesgo porque probablemente no me atraen las mujeres más que espiritualmente, fui a buscar una botella de vino y en su honor y en honor a su valentía puse el disco Pelé de María Betania. No hablamos una sola palabra. No sé si podrás entenderlo. Ni una sola palabra. Antes de irse fue hasta su auto, trajo un enorme ananá y lo dejó sobre la mesa del comedor. Sonrió, y terminó de irse. ¡Canalla! ¡Ah, gran canalla! Y vos no estabas. Un cuervo vuela despreocupadamente ahora sobre el valle, se entretiene en el aire. Es bonita su forma de volar, pero cada vez que los veo no puedo dejar de recordar que esperan la muerte de otro para alimentarse. ¡Y tú en un momento quisiste que yo fuese a vivir a la ciudad rodeada de cuervos! Pues vete al infierno. ¿Has tratado alguna vez de cuantificar cuál es el número de personas en el mundo, en el mundo, que pueden elegir Isla Embrujada? ¿Cuántos serán? No creas que los muy ricos pueden, son muy, muy ricos, porque están enfermos de una enfermedad que no entiendo, de lo contrario no podrían ser tan, tan ricos, y los miles de millones de pobres tampoco, claro. Yo nunca vi un silencio inmóvil, totalmente inmóvil al silencio nunca lo vi. Lo que veo desde aquí es mejor que el silencio. Unos caballos pastando, pájaros en concierto –tu pintura–, el mugido asustado de un ternero perdido, su eco. Aquí estoy ante el mejor de los silencios. El silencio con sus sonidos naturales. Cuando hace pocas horas el hijo de Milton vino a Isla Embrujada, vino especialmente a decirme que estabas preso porque abuela le pidió que lo hiciese, lo primero que pensé fue en cómo protegerte. Repensando ese instante ahora, veo, que lo que imaginé como protección para vos no me presuponía a mí ningún esfuerzo. Pero no es una novedad que soy egoísta. Si no fuera egoísta no habría resistido Isla Embrujada ni un mes. Si yo estuviera en tu lugar pondría la tela blanca en la celda, le colocaría velas alrededor y trataría de que los demás presos vieran eso como un culto satánico, así no te molestan. Seguro vos sabrás arreglarte. Como vos me dijiste, escapando de Isla Embrujada sin siquiera haberte quedado a dormir, con tu puta pintura de pájaros abajo del brazo, “hasta que yo vuelva no le des bola al comisario”. Despreocúpate, que no le di bola, pero tampoco encadené a Verde pues Verde no ha mordido ninguna oveja. No es culpable. Vos tampoco seguramente, pero Isla Embrujada no merece que yo renuncie a ella por vos. “Aunque nuestro amor se desvanece, / detengámonos / junto a la ribera del lago una vez más”. ¿Te leía a Yeats la Pocoraro? Ayer estuve caminando por la ribera del lago, no fui con Camino sino a pie, y en el momento en que empecé a compadecerte dije no. No. Pensá en vos. Tú elegiste ser un jacobino inorgánico. Un Quijote solitario. Los grandes emprendimientos no se pueden encarar individualmente. Pero lo mío no son los grandes emprendimientos sino Yeats. Yo quiero leer tranquila a Yeats. ¿Puedo? Una vez nos dijiste a mí, a Claudia, a Pilar, a Mariana, a Fernando y a tu tocayo Horacio, que creo éramos los que nos encontrábamos ese día en el altillo de abuela: ¡Denme cien Espínolas, y les devuelvo un país! Ya entonces tú querías cambiar el mundo. Porque no era solamente tirar abajo a la dictadura, como recordarás. Yo en cambio, quizá acompañándote democráticamente alguna vez, cuando se pueda, que ya se está por poder, me permito el silencio, porque creo que es silencio casi todo lo que resuena. Quizá algún día algo logre entusiasmarme

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nuevamente... Nunca se sabe. Pero no voy a pensar en eso ahora. Ahora, ahora mismo, voy a salir a cabalgar por las sierras. Intentaré no extrañarte”. Doña Matilde todavía mordía su labio inferior. Fue el gesto espontáneo con el que desfiguró su cara apacible de casi siempre cuando le dije lo que estoy seguro ya sabía, que habían matado a Horacio Aranjuez. Después de traer la carta; quedó hamacándose en su mecedora de pensar, los párpados entrecerrados, los cabellos blanquísimos de algún modo sangrando. Yo supongo que presintió –al escuchar mi respiración agitada que en algunos tramos de la carta que a dos metros de ella yo leía me estaba doliendo el dolor de Horacio. Lo supongo porque sin esperar a que yo terminase de leer –la última hoja con una Posdata sudaba en mi mano izquierda - o acaso para darme oxígeno con una pausa que mi cabeza bien que necesitaba, me informó: “Los libros se los entregué, la carta no”. –La leí antes de dársela porque tenía que leerla. No sé todavía a quién quise proteger no entregándosela. Si a ella que se desnudaba y uno nunca sabe qué cosas podían pensar o hacer los oficiales que leyeran la carta antes de dársela a Horacio o si a Horacio, que se hubiera quedado sin sueños que soñar, justo ahí adentro, cuando más los necesitaba. –Hizo bien Doña Matilde. –Esta era la única pertenencia de ellos que no pensaba darte, pero ahora no tiene sentido ocultar nada. Se hizo tarde, –dijo parándose ágilmente – para todo se hizo tarde. Dijo, y luego de besarme, fue empujándome hasta la puerta. Como queriendo que me fuera a Isla Embrujada.

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Isla Negra (Algunos años después)

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Capítulo I

Isla Embrujada ¿Qué destino hay que darle a una historia de dudosa verosimilitud? ¿Encubrirla, alterarla, concedérsela al fuego? Cuando Ariadna ingresó a Isla Embrujada, donde existimos Laura y yo, y tomó posesión de algunos de sus rincones como si siempre hubiese habitado en ella, nuestra primera reacción fue naturalmente de desconcierto. Doña Matilde, cuyas cenizas están enterradas detrás de Cráneo de Vaca, – una roca que nos observa cuando nos sentamos a leer en el mirador– antes de morir, nos dijo: “No dejen entrar nunca a nadie en el mundo privado de ustedes”. Con Laura creímos que se refería a los fantasmas del pasado que cada uno de nosotros arrastra, inexorablemente, y que ella sabía que arrastrábamos y decidimos por lo tanto tomarlo como una expresión de afecto de alguien que no desea ver perturbada una historia recién tejida. En esencia seguimos creyendo que se refería a eso, que lo que nos quería decir era: “no dejen que el pasado reciente de cada uno interfiera en el diálogo que ustedes son capaces de producir”. Pero también podría haberse referido a Ariadna, cuya presencia quizá adivinó. No hubiese sido la primera vez. Doña Matilde tenía ojos de ver lejos. Ariadna no nos dirige la palabra. Se expresa con sus actos. Desde que se instaló en Isla Embrujada colabora, participa, se involucra. Barre, carga leña, cuando la dejamos cocina y cuando no, sale sola a caminar, –lleva con ella dos cámaras fotográficas, a veces se detiene en una cascada próxima a nuestros dominios, en un terreno rocoso donde de a poco ha ido construyendo lo que parecen ser los cimientos de una cabaña, vuelve, nos observa con una sonrisa enigmática, prepara unos tragos afrodisíacos con ananá, canela, pimienta, limón y caña brasileña, y en ocasiones hasta elige la música que le parece que nosotros queremos escuchar. Después de observar la puesta de sol desde Cráneo de Vaca se va a leer al establo. A un rinconcito del establo que acondicionó lujosamente y donde en realidad no nos perturba, pero donde se instaló un poco irrespetuosamente. Cuando a la mañana siguiente del día en que apareció de la nada fuimos a ensillar a Camino y a Tola para salir a cabalgar un rato y en la esquina del establo donde antes se hallaban las bolsas de alfalfa y maíz vimos: una pequeña cama labrada de fina madera, una salamandra con chimenea y todo, una mesita de luz haciendo juego y una cómoda no menos lujosa con la que en cierto modo evita que los caballos lleguen hasta ésa su improvisada habitación; lo primero que nos pasó fue que nos tentamos. No pudimos dejar de reír mientras ensillábamos, y seguimos no digo que riendo a carcajadas pero riendo desordenadamente hasta que al llegar a la

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sierra Guazubirá, a un par de kilómetros de Isla Embrujada, nos encontramos con siete caballos que parecían salidos de un cuento de hadas. Con Laura cabalgamos a diario, salvo que el cielo anuncie tormenta. Cuando llueve ni nos levantamos, nos dejamos estar hasta el mediodía y a veces más. Por suerte parece que Ariadna tiene hábitos semejantes, porque no ha entrado por la mañana a la casa cuando llueve. Ni a Laura ni a mí se nos escapa un árbol nuevo. Un pájaro nuevo, un hongo, un ternero, un potrillo. No es que nos dediquemos a observar el nacimiento de las cosas, es que los elementos nos advierten que han nacido. ¿De dónde salieron esos siete caballos? Al pasar nosotros por donde ellos pastaban se hicieron ordenadamente a un lado, dóciles, educados, como cortesanos abriéndole camino a su rey. Entonces Laura y yo nos miramos sorprendidos y al mismo tiempo encendimos, parsimoniosamente, luego de bajarnos de los caballos, cada cual su cigarro de pensar. Nos sentamos sobre una roca que hemos elegido para mirar el paisaje al revés. Y fumamos. Desde Isla Embrujada la laguna de Villa Serrana parece un espejo, uno que de tan cristalino y manso inmoviliza todo lo que toca. Desde Guazubirá en cambio, como se observa al agua caer desde la represa al río, al que así vuelve alegremente, la imagen es un poco más salvaje. Estuvimos un buen rato en silencio. Pensando. Hasta que por encima del sonido natural del viento cortando sierras escuchamos un repique armónico, como ensayado, que salía de los cascos de los siete caballos danzando. Solos sobre una planicie en la sierra de Guazubirá, siete caballos danzando. Laura, Camino, Tola y yo nos quedamos más quietos que de costumbre, dejamos de mirar hacia la laguna y los observamos, los cuatro, encantados. Hasta que Verde, nuestro perro, que dormitaba despreocupadamente, ladró sin razón ni sentido. Y los caballos parece que interpretaron el ladrido como una orden y se dispersaron, ágiles pero no espantados. Entonces sí, nos asustamos. Laura y yo, un poco nos asustamos. Laura asoció el fenómeno a la aparición de Vana, una viejita que con toda formalidad nos entregó en Isla Embrujada una invitación en la que Doña Matilde nos anunciaba que quería hablarnos antes de morir. Vana es una gitana de cuya existencia ni Laura ni yo habíamos tenido antes noticia. Los ojos no se le ven, escondidos que parece los tiene entre las arrugas de su centenaria cara. Algo en el rostro de la vieja a mí me resultó en cierto modo reconocible. No supe qué. Pero supe que esos siete corceles que parecían salidos de un cuento de hadas no pertenecían a Vana. Los caballos están todos marcados con una @, como de Ariadna.

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Capítulo II

Laura Doña Matilde fue para Laura una madre. Y para mí un ángel perturbador. Nos conocimos en Punta Ballena, un paraje rocoso adonde viene a descansar el océano y al cual se accede luego de atravesar un bosque de pinos. Las rocas caen al mar. Y lo acogen, envolviéndolo. Son las mismas rocas que conforman la cadena de cerros que luego de alcanzar su punto más alto en Villa Serrana, empiezan a descender por la Sierras de los Caracoles, –unas ondulaciones que semejan olas petrificadas–, hasta ocultarse en el mar. En Punta Ballena yo tuve un rancho al que bauticé Isla de los Robles. Un rancho cercano adonde mucho tiempo atrás tuvo su residencia Doña Margarita Xirgú. Una actriz española que residió unos cuantos años exiliada en Punta Ballena, donde en una noche de cantinela, Doña Matilde la conoció. Doña Matilde no recuerda haber visto esa noche a Rafael Alberti, aunque el poeta escribió un libro bellísimo en un chalet que tuvo no lejos de allí. Otra cosa que yo tuve cerca de la Isla de los Robles fue una carpintería, de la cual Doña Matilde fue asidua concurrente. Y tuve a Emilia. Un día Doña Matilde me preparó té y escones, me arrastró desde la carpintería a su residencia, ubicada más que frente al mar, sobre el mar y empezó a contarme la historia de Laura y Horacio Aranjuez, la una hija de su hermano fallecido y de una mujer que estuvo presa y murió en prisión y el muchacho un familiar no tan cercano al que adoptó como hijo varón. La anciana estaba preocupada por las peripecias personales que cada uno de ellos atravesaba. Por Laura porque después de casarse con un militar que se suicidó, como consecuencia del impacto de ese suicidio y en espíritu de fuga, se fue a vivir sola a Isla Embrujada, “en medio del campo” como describía a Villa Serrana y por Horacio, porque un par de años antes de que la conociese el muchacho había sido detenido por la policía militarizada de la dictadura que en aquel entonces gobernaba al país. A pesar de los consejos de Doña Matilde: –“No dejen entrar a nadie”..., nos dijo, ni Laura ni yo le tememos al pasado, tanto así que nos atrevimos a enterrar sus cenizas en Cráneo de Vaca, detrás de Cráneo de Vaca, adonde la esperaban las de Horacio Araunjuez. Incluso hicimos construir un pequeño monolito con un epitafio cuyo texto creemos hubiese sido del agradado de ambos. Horacio Aranjuez fue el eterno amante de Laura, hasta que lo asesinaron. No fue otra cosa que amante porque Horacio estaba enamorado de lo que hacía en la ciudad. Pintaba, tenía un programa de radio, se entretenía jugando

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a los naipes con gente de su agrado en un boliche llamado La Cueva y sobre todo, daba clases de pintura a un selecto grupo de adolescentes. Con Laura se conocieron y empezaron a disfrutar primero de la amistad y luego de la sexualidad en un altillo de la casa que Doña Matilde tuvo en el Barrio Palermo de Montevideo y adonde empezaron a ir con mucha frecuencia cuando ambos, por diferentes razones, quedaron casi solos en el mundo. Mientras Doña Matilde iba contándome la historia de Laura y Horacio, con la doble finalidad o con la esperanza de que yo pudiese ayudarlos, y sobre todo ayudarla a reconocerlos, pues sentía que los había perdido, yo me sentí –a través de las pinturas que Horacio había hecho de ella, de fotos, de cartas y hasta de alguna grabación que la anciana me proporcionó– irrefrenablemente atraído por Laura. Hasta que una tarde propicia decidí que la tenía que conocer. Pocas horas después de poner en conocimiento a Doña Matilde del asesinato en la cárcel de Horacio Aranjuez, a quien por lo tanto yo ya no podría ayudar, y ella no podría recuperar y como consecuencia del involucramiento que tenía con la historia que la anciana me permitió compartir, me pareció necesario informarle también a Laura. “Sin datos suficientes, toda apreciación es una temeridad”, decía LouisAuguste Blanqui, cuando harto de la pequeñez de lo político decidió ponerse a investigar el infinito. En su honor no voy a ocultar un dato en absoluto menor. Si Emilia, la bella Emilia, hubiese estado en Isla de los Robles... pues si hubiese estado, no hubiera habido Isla Embrujada, pero Emilia había viajado a Buenos Aires a dar un concierto, –es violinista y yo no tenía ganas de estar solo. De modo que recorrí los noventa kilómetros que separan Isla de los Robles de Isla Embrujada y no dormí. Antes de acercarme a Laura, antes de que Laura se acercara, pasé una noche en vela. Vi al mar desde las sierras, al mar de la Isla de los Robles, lo vi desde donde no se lo ve. El sol cayó en el horizonte, redondo y solo en el horizonte rojo. Y ascendió luego por el otro costado. Y yo ahí, patético e inmóvil en la roca Cráneo de Vaca. Yo había subido a pie hasta la cima de La Leona, el más alto de los cerros de Villa Serrana, donde está Isla Embrujada y me había sentado en esa piedra, primero a reponer fuerzas, luego a pensar. No es que no quisiera moverme, es que no pude. Pero Laura supo que alguien la miraba. –Estoy acostumbrada a que me observen paisanos y curiosos pero no a tener un hombre sentado en mi propiedad durante toda la noche. No me ha dejado dormir, pero como no se mueve presumo que no vino a matarme. Me dijo, con una su voz dulce que yo ya le había imaginado. –Vine a matar tu pasado. Le respondí, débilmente, lo que debe haber contrastado con la dureza de la afirmación.

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Yo no voy a negar que cuando sentí la tibieza de la piel de Laura, que me tomó de la mano para impulsarme a acompañarla al interior de Isla Embrujada, algo adentro de mí sintió un poco de miedo. Yo no lo voy a negar. Miedo al miedo. Al riesgo. Y sorpresa también sentí. Sorpresa por el gesto casi infantil con el que Laura me tomó de la mano. Porque Laura me tomó de la mano como si me hubiese conocido de toda la vida, como si hubiese estado esperándome, y aunque no es imposible –nunca me lo reconoció– que Doña Matilde le hubiese hablado de mí, contado de mí, con la misma intensidad con la cual a mí me habló de ella, yo en ese momento no lo sabía. Yo apenas me había arriesgado a llegar hasta Isla Embrujada para conocer a Laura porque con ella había soñado mientras Doña Matilde me la describía, y por el cariño que había aprendido a sentir por la anciana, a la que aquel día del cual prefiero no acordarme la dejé llorando su dolor por la muerte de Horacio. Meses después, luego de que Emilia decidiese volver a Hungría, desde donde un día partió, abandonándolo todo, para buscarme, luego de que Emilia decidiera irse, no indignada no, pero ciertamente aterrorizada: –“La Isla de Los Robles es un hospital psiquiátrico y tú eres un soñador enfermizo”, dijo al despedirme; meses después, muchos meses después, cuando Doña Matilde murió, yo entendí, recién entonces, a qué obedecía el miedo que sentí aquella noche primaveral que pasé en vela amparado apenas por una tenue luz de luna. Entendí lo que me había ocurrido, –si es que entender se puede–, cuando mientras leía unos textos de la poeta Irene Bleier descubrí que me estaban corriendo por las mejillas unos irrespetuosos lagrimones. “Lo que me mata es ir / cometiendo pecados / de lejanía / es no poder aprender / nada / sobre los límites / sobre aceptar o resignarse”.

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Capítulo III

Ariadna Ariadna se expresa maravillosamente. No vocaliza palabras. Porque es muda. Pero crea imágenes, series de imágenes que relatan con infinita mayor profundidad que la que los hablantes expresamos con letras atadas. Las palabras son en nuestras bocas sonidos amalgamados arbitrariamente, en cambio las imágenes de Ariadna obedecen a un instinto tan pero tan natural que parece manejaran el habla de los niños. Las imágenes de Ariadna producen luz, aún cuando el objeto de su mirada sean, por ejemplo, las sombras de los árboles. A veces escribe, –muy pero muy a desgano– frases imperiosas. “No tengo palabras para agradecerles”, nos escribió en un papel el día que se mudó a su cabaña. Y cuando Laura leyó lo que había escrito levantó la mirada para observarla y ella reía. Sin ninguna inocencia, reía satisfecha de su propia ironía. Desde hace unos meses cada mañana, al despertarnos, lo que con Laura hacemos no es pelearnos por decidir en cuál de los siete caballos que Ariadna ha puesto a nuestra disposición cabalga por la tarde cada cual. Eso hacíamos invariablemente –como juego –, hasta que por debajo de la puerta Ariadna empezó a dejarnos un sobre con siete fotografías. Cada día, siempre siete. Son las imágenes con las cuales Ariadna nos habla, nos cuenta lo que pensó el día anterior. Desde ese día nos peleamos por ver quién llega antes a recoger el sobre. Últimamente yo he decidido dejarme vencer. Aproveché esa pugna para ducharme antes que Laura, de modo que cuando afeitado y limpio de los sudores nocturnos me predispongo a emprender las actividades del día, lo hago ya purificado. Esto es, limpio el yo, me olvido de mí. ¿Qué otra cosa absolutamente imprescindible tiene que hacer uno cada día por sí mismo que purificarse para olvidar su pobre yo? No su yo creador, cabalgador, alto, sino el otro. El del espejo. Beber el agua de cada día. ¿Qué más? Supongo que no se puede generalizar mi experiencia pero después de ducharme yo me olvido de mí. Luego, observo las imágenes que Ariadna inventó el día anterior, las observo sin tener que pensar en otra cosa, que es como creo que a ella le gusta que las observen. Y después, mientras espero que Laura a su vez se purifique, ensillo a Camino y a Tola, a los cuales concedemos el privilegio de montar cuando salimos a recorrer un campo cercano que adquirimos para engordar ganado vacuno. Ellos a su vez nos conceden el privilegio de querernos, lo cual, tratándose de caballos, aunque a veces se comporten como seres humanos, mejor que seres humanos, no deja de resultar encantador. Encantador de encantamiento, de magia simple. Precisamente en honor a la magia yo quería poner al campo a actuar en una actividad menos generalizada que el engorde de ganado. Quería sembrar un monte de Paltas y plantar un

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bosque de Robles. Pero asesorada por un ingeniero agrónomo Laura optó por el ganado vacuno y luego me explicó –con enorme delicadeza– que la poesía la plantara en libros, que ella se ocupaba de nuestra supervivencia. Yo consideré la actitud del ingeniero agrónomo como una traición, esperaba que el tipo fuera cómplice de mi pasión por los árboles, que además quizá podían resultar productivos, –era lo menos que se podía esperar de un ingeniero agrónomo–, pero por las razones que sean o porque, como dijo, los costos de explotación del ganado vacuno son infinitamente menores, el individuo terminó de inclinar a Laura hacia las vacas. Todavía me molesto cuando lo recuerdo, así que trato de no recordarlo. No me duele tanto la muerte como la traición. Cuando Ariadna apareció con sus siete caballos, –más o menos por la misma época- Laura y yo estábamos analizando un abanico de ideas que nos permitieran relacionarnos mejor con la ciudad, la urbe, pues antes de morir, el día que a través de Vana nos invitó con escones y té, Doña Matilde nos había sugerido que nos preocupáramos de ese tema. Los deseos de la anciana fueron y siguen siendo muy importantes para nosotros, y éste, además, tuvo la virtud de plantearlo especificando que no por ello nos tendríamos que ver obligados a abandonar Isla Embrujada. El advenimiento, la aparición de Ariadna, postergaron esas reflexiones. Como todo ángel caído del cielo trajo consigo algunos inconvenientes. El primero de ellos fue existencial: tanta energía perturba. El segundo fue muy mucho menos trascendente, pero igualmente conmovedor, en un sentido psicológico. Su aparición provocó no sólo una alteración del paisaje sino también un incremento de los curiosos y de los turistas. El divulgador del fenómeno Ariadna fue el comisario de Villa Serrana, que a los cuatro vientos anunció la presencia de “otra mujer sola” que por suerte, dijo, no trajo perros. Cuando Laura habitaba Isla Embrujada acompañada únicamente de su belleza el comisario la visitaba periódicamente y como en realidad no había razón alguna para que lo hiciera había inventado un delito a Verde. “Los propietarios de las estancias tal y tal dicen que desde que usted vino con Verde, al recorrer cada mañana sus propiedades encuentran ovejas mordidas en sus patas delanteras”, vino a decirle, sobrio, una tarde. Y cada tanto reaparecía con la misma acusación. Cuando yo me mudé de Isla de los Robles a Isla Embrujada retiró los cargos. Dicen que dijo en al almacén de Perico –el único local comercial digno de llamarse almacén y pulpería de Villa Serrana–: “parece que al fin vino un hombre a poner en vereda a ese perro maldito”. Cuenta Graciela, la señora esposa de Perico, que la mujer del comisario fue menos elíptica: “Le llegó el cuchillo a la berenjena”; comentó, ni un poco preocupada por las travesuras de Verde. A este paisaje llegaron Ariadna y sus milagros. Cuatro meses después del día en que se instaló en nuestro establo aparecieron en Villa Serrana tres camiones gigantescos, cada cual con su container, y luego de recorrer extremando precauciones, los resquebrajados

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caminos de pedregullo, los depositaron a un lado de la cascada donde Ariadna había hecho construir a Perico los cimientos para una cabaña. La casa prefabricada ocupaba uno de los container. En los otros dos venían un laboratorio fotográfico equipado con tecnología de última generación, gruesos y pesados libros de pintura y fotografía, siete plantas de ananá embaladas como si se tratase de cristales, y un cine. Propiamente, un cine. Pantalla, butacas, –es cierto, no muchas butacas– y el equipamiento correspondiente. Cuando el hermano de Ariadna, Josué, irrumpió con un BMW exótico y tres celulares –tres– con o desde los cuales organizó en una semana el ensamblaje de la cabaña y las dos carpas militares en cuyo interior hizo instalar en la una el cine y en la otra el laboratorio fotográfico, Laura y yo manejamos la posibilidad de dejar de saludar a Ariadna. Pero imaginamos los comentarios que estaría formulando la esposa del comisario y luego de reírnos mucho decidimos que al haber optado por carpas revelaba y nos expresaba que se trataría de elementos que sólo transitoriamente perturbarían la belleza natural del paisaje de Villa Serrana. El destino del cine no era originalmente el de convertirse en sala de cine, pero Ariadna se encargó de que Josué se encargara de que también cumpliera esa función pues de lo contrario, le escribió con unas letras grandes y nerviosas, prendería fuego a la carpa cinco minutos después de que él regresase a EEUU. Josué trabaja en EEUU, aunque es brasileño como Ariadna, y como ella, pero menos dificultosamente que ella, nieto de uno de los propietarios de O Globo. Laura presenció la “conmoción Josué” porque cuando Ariadna vio venir los camiones la tomó de la mano, la arrastró hasta la piedra Cráneo de Vaca de Isla Embrujada, donde a su solicitud ambas se sentaron y allí, sin escribir ni pronunciar palabra, le explicó detalladamente todo lo que correctamente presuponía estaba por ocurrir. Por esos días yo había viajado a Buenos Aires a comprar libros y unas plantas de Palta que el ingeniero agrónomo tratando de congraciarse conmigo me había dicho le habían dicho que alguien importó de Israel, pero Laura, que frecuentemente habla pausada y graciosamente, apenas regresé me apabulló a palabras, con las cuales me explicó lo sucedido. Justificó esa catarata de palabras explicándome que empleaba las mismas que el rostro compungido y los brazos y las manos de Ariadna emplearon para rogarle que en los próximos días no la dejara sola ni un minuto porque perfectamente podía matar a su hermano de los tres celulares –el gesto con el cual anunció ésa su determinación no implicaba el uso de armas de fuego sino de un cuchillo grande, según Laura–, o irse al carajo con la misma delicada e irrespetuosa majestuosidad con la cual había aparecido con sus siete caballos. Laura la tranquilizó convenciéndola de que podía resultar lindo contar con un cine en Villa Serrana.

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–Sí, sí puede ser, pero subterráneo, no encima de un cerro. Le mostró Ariadna. –Que no le construya paredes. Se le ocurrió entonces a Laura sugerirle. Y a Ariadna se le iluminaron los ojos.

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Capítulo IV

Vana A Laura y a Ariadna les encanta desayunar galletitas con queso. Y tartas de cebolla y puerros. Y té. Océanos de té. Lo preparan con una infusión de yuyos que aseguran les permite mantener las delicadas figuras que efectivamente mantienen. Y jamón con ananá y jugo de naranjas. Tanto les encanta que Laura ha dejado de acompañarme en las cabalgatas matinales durante las cuales hasta hace no muchas semanas chequeábamos juntos el estado general del ganado. Porque no se trata de engullir manjares para abordar satisfechas el día, dicen, sino que el juego consiste en disponer del tiempo necesario para hacerlo eróticamente. Me han invitado en reiteradas oportunidades a participar del rito, pues ese carácter le han dado al acto de desayunar, pero salvo cuando leo, escucho música o hago el amor, y a veces incluso cuando hago cualquiera de esas cosas, yo soy demasiado ansioso para perder una hora y media comiendo galletitas. Para satisfacer ese placer que comparten compulsivamente han logrado que Vana les cocine. Pensaron contratarla pero la anciana prefirió hacerlo gratuitamente a cambio de que le permitiesen acomodarse en un rinconcito de la cabaña de Ariadna. Una semana después, cuando se consideró satisfactoriamente instalada, les explicó que de nada sirve disponer de una cocinera si los productos con los cuales se elaboran las comidas no son frescos. Vana es sustancialmente gitana, una hermosa vieja gitana, pero anoche nos explicó que queriendo morir como esquimal, o por lo menos como recordaba de niña le dijeron que se iban a morir –solos y sin molestar–, los ancianos esquimales, abandonó a su tribu un par de años atrás. Se despidió de sus hijos y de sus incontables nietos y enfiló hacia Punta Ballena. Una vez en la playa enterró en la arena sus pertenencias más íntimas: unas cuantas fotos, algunas joyas, los trozos secos de los ombligos de sus nietos todos, y un collar de hebras de cola de caballo de los más diversos colores. Luego se desnudó enteramente, se persignó e intento ahogarse en el mar. La volvieron a traer a la orilla los delfines, las toninas, y la terminó de sacar del agua, tomándola de las trenzas, “la vieja Doña Matilde”. “Yo le expliqué que en los últimos dos meses se me habían muerto mi viejito despistado, Pardo y Astuta, mis caballos, hasta el perro, pero Doña Matilde no quiso entrar en razones”, nos contó. “La culpa fue mía por decirle que quería morir como esquimal, si le hubiese dicho que quería morir como gitana capaz que me dejaba”, pensó Vana. “„Ando necesitando gitana y no esquimal ahogada‟, me dijo con una risa tan llana y seria que me conmovió”. “Esa noche volví a ser niña por un rato, porque decidió leerme un libro que se llama El país de las sombras largas, el mismo que me había leído mi abuela cuando yo vivía en las afueras de San Petersburgo”.

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“Dos días después fui a la playa a recoger mis pertenencias y el mar sin delfines me tentó. Doña Matilde me observaba desde arriba, desde el balcón de su casa sobre el mar. Parecía una virgen. Con una voz ronca que no era la de ella me llamó entonces por mi nombre, me dijo que no jugara con la voluntad de Dios y me rogó viniese a Villa Serrana primero a traerles la carta a ustedes y luego a velar por sus restos”. “Y eso hice y mientras lo hacía me aburrí de tratar de morirme”, nos explicó. Y sin más explicaciones cambió de tema. Nos soltó un montón de argumentos a favor de la necesidad de tener quinta para cosechar productos frescos y nos anunció formalmente que se quedaba a vivir con nosotros. Laura y Ariadna le dieron sumisamente el gusto. Hicieron traer decenas de camiones con tierra negra de un campo que Vana nos informó había utilizado mil años atrás para plantar papas y le contrataron un quintero para que siguiendo sus órdenes se ocupara de las verduras y los árboles frutales. Yo me plegué de buen grado a la iniciativa de Vana porque aproveché las circunstancias para plantar Paltas y alrededor de la quinta, Jazmines y algunos Robles. Desde entonces he notado, con un poco de preocupación, que ellas no sólo no engordan sino que cada día lucen más bellas y fuertes, y yo, que desayuno a las corridas tostadas con jamón crudo, ya tengo rollos difíciles de ocultar. Procuro convencerme de que eso lo explica, no el desayuno, sino la cena. Ellas durante el día comen manzanas y a la noche ensaladas, quesos y vino y yo acompaño la luz con litros de café y recibo la noche dorando carnes sin desgrasar. Vana me miró el otro día a los ojos y acercando su boca a mi oído me susurró que no me preocupara por la panza, que ella convocaría a Pahra-Un, el Dios bueno siempre dispuesto a dar una mano en la tierra y que él la ayudaría a evitar que yo me “desfigurara”. Mientras tanto, –ordenó– “cómprate un caballo negro recién domado”. Entre los siete caballos marcados con la @ de Ariadna hay uno negro, pero ese no servía, según Vana. “Tiene que haber sido potro ayer, tiene que recordar cuando fue potro”, me explicó. Y además me dijo: –“Deberías permanecer menos tiempo ante la televisión”. “No es televisión sino computadora”, pude decirle, pero me pareció que era entrar en detalles superfluos.

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Capítulo V

O Globo Ariadna siente repulsión por los hoteles. La desestabilizan. “Los hoteles tienen demasiados ojos”, titula a la última serie de siete fotografías que dejó bajo la puerta de Isla Embrujada. La imagen que cierra esa composición muestra un rascacielos –posiblemente paulista–, cuyos ventanales, todos, incluso los más elevados, aparecen cubiertos con un nylon negro como el que se utiliza para alejar de nuestra vista a los desperdicios domiciliarios o a los cadáveres de muertos recién accidentados. El paisaje desde el mirador de Isla Embrujada amanece a veces inhóspito, mortuorio. Y yo un poco deprimido. La niebla encubre al lago y al verde de los árboles. Los pájaros permanecen en sus nidos. Laura y Ariadna también. Hace unos minutos, cuando luego de preparar café me disponía a hurgar en revistas y periódicos que me mandaron desde Montevideo y a dar el primer vistazo a los libros que traje de Buenos Aires, entre ellos una biografía de la fotógrafa norteamericana Diane Arbus, que era el que más estimulaba mi curiosidad, vi pasar una cabeza de vaca absurdamente separada de su cuerpo, oculto que éste estaba en el mar gris, matinal, de la bruma. Pero no me deprimió el clima, sino la estupidez. Mi propia estupidez. Me perturbó descubrir que había imaginado a Ariadna como un ángel misterioso, cuando en realidad no es sino una fotógrafa que posee siete caballos que parecen salidos de un cuento de hadas. Antes de volver a EEUU Josué tuvo la gentileza de concederme diez o quince de los suyos minutos para explicarme a Ariadna. La madre de ambos falleció joven. Era una bella mulata carioca a la que un fatídico rayo encontró en la frente cuando cantaba, a pocos metros de su marido, frente al mar ambos extasiados observando a una tormenta en el agua verde caer. Cantaba una tonada popular de Dorival Caymmi. Cuando conoció al hombre que luego sería su marido ella integraba junto a su hermana el coro de Caetano Veloso y reunía fuerzas para grabar un disco como solista, pero luego los continuos viajes de su novel esposo fueron postergando la realización de ése su propio sueño. El padre de Josué y Ariadna es hijo de uno de los propietarios de la cadena de TV O Globo. Su función en esa empresa lo obligaba a viajar permanentemente a distintos puntos del planeta y como no estaba dispuesto a no disfrutar primero de su esposa y luego de su esposa e hijos, los llevaba con él. En este punto del relato, Josué hizo una breve pausa para encender un cigarro, y preguntó si yo quería que él recitara los nombres de los quinientos principales hoteles del mundo. Vio en mi cara que eso no era necesario.

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Cuando su madre encontró la muerte Josué y Ariadna estaban en San Pablo, en la casa de su abuelo. Sus padres habían logrado robar un poco de tiempo a la compañía para pasar unos días de vacaciones durante los cuales pretendían reproducir lo más fielmente posible la inolvidable luna de miel con la cual quince años antes habían coronado su casamiento en una isla próxima a Bahía. “Una isla toda para ellos, pues en ella no hay otra cosa que la mansión de abuelo”, dijo tristemente Josué. Antes de aceptar integrarse a O Globo como gerente de ventas en el exterior el padre de Ariadna aspiraba a ser fotógrafo. Para no abandonar del todo ése su propio sueño también truncado, –hecho que nunca sintió como una frustración porque según Josué “ama su trabajo”– en los muy pocos ratos libres que le dejaban los clientes “fotografiaba todo lo que veía”. Cuando Ariadna cumplió diez años, en un hotel de Praga, el padre le colgó al cuello su primer máquina fotográfica. “La máquina pesaba más que ella”, rió Josué, que es un par de años mayor y que a los doce años lo que tuvo fue su primer celular. “Me lo regalaron para que abuelo pudiese comunicarse conmigo, pues el de mi padre estaba casi siempre apagado”, recordó. “Mamá odiaba los celulares casi tanto como los hoteles”, me informó luego, con el rostro puesto en los siete caballos que a unos cincuenta metros danzaban. Observándolos, Josué volvió a hacer una pausa, en cuyo transcurso encendió otro cigarro y recuperó la sonrisa. “Esos caballos se los regaló abuelo a Ariadna cuando en la fiesta de su ochenta cumpleaños ella le dijo que vendría a residir aquí para fotografiar no sé qué raro fenómeno vinculado al nacimiento de las luciérnagas. Los compré yo en el remate de un circo cuyo propietario murió ahogado. Abuelo no tomó de muy buen talante la noticia del viaje de mi hermana a este lugar porque le había encomendado que preparara un álbum de fotografías para celebrar el aniversario de O Globo, pero como Ariadna es un poco vasca decidió que en lugar de oponerse le facilitaría las cosas para que ella hiciera los dos trabajos a la vez, el propio y el que él tozudamente desea Ariadna y sólo Ariadna haga. Por eso vine con estos camiones...”. “Abuelo pensó en esos caballos para que hicieran compañía a Ariadna pero parece que ella encontró amigos más calurosos”, comentó luego mirándome directamente a los ojos y bajando la voz, pues su hermana y Laura se acercaban.

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Capítulo VI

Lorca Cuando las noches son cálidas Laura se desnuda. Recorre así, limpia de prendas sucias, dice, el trayecto que la trae desde la cabaña-sauna hasta la puerta de hierro y cristal que abre paso al casco central de Isla Embrujada. Practica ese ritual de diálogo cuerpo-aire incluso en las noches invernales que de tanto en tanto últimamente advienen calurosas como consecuencia de los nuevos fenómenos climáticos y sus extrañas humedades tropicales. Es un juego que a veces ha compartido con Ariadna pero que cuando lo emprende sola sabiendo que yo la observo, expectante, desde el mirador, deviene convocatoria, invitación, llamado erótico. Adviene. Deviene. Moja. Yo no me hago rogar. A veces escapo. Pero rogar no me hago nunca pues Laura ha arriesgado en ocasiones un resfrío emprendiendo ese viaje cuando las noches no son lo suficientemente cálidas sólo porque me ve triste y decide que navegando así puede contribuir a cambiar mi estado de ánimo. Yo no me deprimo con frecuencia pero a veces ocurre que me descubro fracturado en partes desiguales. Y allí va, andando sola, una cabeza mía entre la bruma. O mi pata de caballo perdiéndose lejos en al agua de un arroyo. O mis aletas enfriándose abajo, entre el fango negro del lago y los peces, en esos días grises que grises quedan aún después de la lluvia. Laura no cree que el goce ilimitado del sexo diluya. Opina por el contrario que en la libre experimentación sexual podría hallarse la salvación del alma humana. Lo afirma serenamente. Y cuando lo hace, quizá para tranquilizarme, agrega que no piensa que eso vaya a ocurrir ahora, ya. No dan ganas de tocarla cuando una vez adentro de la casa se detiene a gotear bajo una campana lámpara de luz tenue de la que parece ha terminado de surgir. Pero ella luego cierra los ojos y respira hondamente. Y cuando su aliento suelta el olor de esas infusiones con las cuales perfecciona el tiernísimo salvajismo de su cuerpo yo pierdo los estribos. Potro yo entonces, agua de arroyo, pequeño pez yo, entonces, nado. Nado a lamerla. Desde los pies la lamo ya no yo por dentro. Adentro, afuera. Y Ariadna un día observó. Su cámara le había implorado a Laura poder observar. Y observó. Es demasiado saludable el aire de las sierras. Una mañana cualquiera posterior no recuerdo ahora cuánto posterior Laura no fue a recoger el sobre con las siete fotografías. Ocupó la ducha, abrió el grifo, dejó que el agua fluyese. Y demoró y demoró para que el que recogiese el sobre ese día fuese yo. Esta vez no eran siete sino nueve fotografías y no

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estaban numeradas. Las esparcí por el piso de rojo ladrillo pulido y me tendí a observarlas. Verde se recostó a mi lado. No creo haber amado nunca con tanta perfección como la que quedó allí expuesta: –En una de las imágenes aparece –como electrificado, inmóvil– el cuerpo desnudo de Laura entre ramas de hojas verdes, ojos de luciérnagas y huecos de oscuridad. Disfruta de la sensación de ser mirada y trata de aprender a no sentir frío. Desde la cocina, Laura que ya me observaba, recitó: “Se apagaron los faroles y se encendieron los grillos”. “Nos vemos más tarde”, dijo al salir, luego de besarme el cabello mientras dejaba una taza de café humeante que Verde casi desparrama cuando se levantó para seguirla. –En la imagen siguiente a la que mis ojos fueron a dar llevados por quién sabe qué instinto el cabello negro, lacio, y largo de Laura participa de la soberbia, – estremecedora – capacidad de penetración de la tierra que tiene el agua cayendo. Vertical. ...“en las últimas esquinas toqué sus pechos dormidos y se me abrieron de pronto como ramos de jacintos”. –Ramos cuerpos. Piernas. Brazos. Cuerpos húmedos entrelazados inexplicablemente, como si se tratase de algas recién extraídas del mar o como “una pieza de seda rasgada por diez cuchillos”. “Laura es pícara”, pensé, mientras recogía todas las fotografías para ubicarlas en serie sobre mi escritorio. Una al lado de la otra apoyadas sobre mis libros preferidos quedaron esperando las imágenes. Yo fui a buscar a la biblioteca el Romancero Gitano de Federico García Lorca. Fui a buscar palabras. Al regresar –riendo– corrí la silla giratoria de roble mía de todos los días, separándola del escritorio, pero no me senté. Quedé parado con las piernas abiertas y los brazos apoyados en el respaldo. Abrí el libro de Lorca en la página donde está el poema “La casada infiel”, y así abierto lo dejé sobre el roble donde habitualmente mi culo suda cuando no logro escribir como desearía escribir y finalmente alcé la vista para volver a la contemplación de las fotografías. –Un primer plano del rostro de Laura donde lo que resalta es su boca tragando aire. La boca nadadora fuera del agua tragando aire, –más aire –, y el resto del cuerpo quizá tratando de hacer pie. –Los dientes míos irregulares separándose del erguido pezón de Laura. –Dos manos enterradas –adentro– resurgiendo –afuera–, buscándose, entre las nalgas de Laura. Gotas sueltas de sudor o de agua. “...y un horizonte de perros ladra muy lejos del río”.

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–La piel de Laura. Erizada. Colinas levemente onduladas. “Ni nardos ni caracolas tienen el cutis tan fino, ni los cristales con luna relumbran con ese brillo. Sus muslos se me escapaban como peces sorprendidos, la mitad llenos de lumbre, la mitad llenos de frío”. –Una V enrulada. Una V rosada. Una V clara, oscura. Adentro, afuera, adentro, afuera. –Una mancha blanca. Lenta. Corre. Lenta. “Son nueve de treinta”, me dijo Laura unos días después, mientras yo, que volvía por un rato a ser carpintero, las enmarcaba para poder colgarlas prolijamente en nuestro dormitorio. A las otras Ariadna las quemó. “Las prendió fuego”. –Tenía dos cámaras, yo vi que tenía dos cámaras. ¿Qué hizo con las que sacó me parece que en blanco y negro? Le pregunté. –Quiere que vayamos al cine esta noche. Me respondió. Hay algunos momentos –instantes– en los cuales la fotografía resulta una forma de expresión inigualable. Hasta que vi las fotos en blanco y negro esa noche, sucediéndose casi fílmicamente, una tras otra proyectadas por Ariadna en la pantalla del cine que nos envió Don O Globo yo creía que ni la fotografía ni la pintura podían reproducir no ya el tiernísimo erotismo de una cascada sino tampoco el estruendo de las cataratas. Las expresiones plásticas me parecían incapaces de reproducir el erotismo abrazador de la pugna entre el agua y las rocas, que es parecida a la que tiene lugar en los escenarios de la sociedad; donde permanentemente se encuentran y desencuentran la naturaleza desenfrenada del alma humana y su vocación de libertad, con las formas que las contienen. Las más de las veces envileciéndolas. Las contienen. Pero esa noche cambié de opinión.

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Capítulo IX

Doña Matilde Un día antes de morir Doña Matilde preparó té y escones. Escones y té con los cuales nos agasajó a Laura y a mí en su residencia frente al mar, sobre el mar. En la esquela que nos envió con Vana nos había pedido que fuéramos puntuales y puntuales fuimos. Nos recibió engalanada con un blanco vestido de seda y una pañoleta color crema con flores amarillas y rosadas que razones que sólo la luz entiende la hacían parecer todavía más alta de lo que naturalmente era. Para llegar exactamente a las cinco de la tarde salimos de Isla Embrujada a las dos, aunque el viaje puede hacerse en poco más de cincuenta minutos. Mientras esperábamos que fueran las cinco caminamos por la playa de la Isla de los Robles. Laura, entretenida con unos caracoles, se retrasó. Yo la esperé unos metros más adelante contemplando el frente de Isla de los Robles. En un momento extendí el brazo y señalando hacia el chalet le grité: ¡Emilia, mira! Había un mar de golondrinas sobrevolando el techo de tejas rojas. –“Laura”. Me recordó Laura, acercándose. Y sonrió. A mí me gustó que sonriera. La mayoría de las mujeres ponen cara de culo cuando uno se confunde al nombrarlas y nombra a una otra cualquier mujer de la memoria. Y que sonriese me agradó, no sólo por cómo sonrió, pícara, sino porque los míos pies, independientes, querían estar ya adentro de la casa, rememorando violines. Sin nostalgia, pero con la predisposición a sentir placenteramente el perfume de Emilia, su levedad cuando tocaba el violín dejándose ser en un tiempo sin tiempo. Y Laura sabía eso, porque las mujeres saben eso, no sé como, y sin embargo sonrió. A las cinco y dos minutos de la tarde nos acomodamos como niños en un sillón verde de mimbre donde Doña Matilde había indicado que nos sentáramos. –Desde que perdí al carpintero dejé de comprar muebles de madera. Dijo la anciana riendo. Escuché esa tarde a Doña Matilde con la misma atención con la que la escuchaba años atrás, cuando imitando la teatralidad del decir de Margarita Xirgú me relató la historia de Laura y Horacio para que yo la escribiese. Creo que para que yo la escribiese, y para bordarme a Laura, porque, vaya a saber por qué, pero en todo caso arbitrariamente, la anciana creyó creer que estábamos hechos el uno para el otro. –Yo me voy a morir mañana. Dijo Doña Matilde luego de servirnos té. –Doña Ma... Empecé a decir yo. –Shhhh. –(...) –¡Hagan silencio! Yo me voy a morir mañana.. –(...) –Yo nunca en mi vida fui un cuerpo, como todavía lo son una buena cantidad de mujeres en este mundo, y no porque no fuese bonita. Que es cierto, no lo fui. Sino porque me hice mujer en un país en el cual el Presidente de la

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República escribía con seudónimo femenino en el principal diario del país manifestándose a favor de la igualdad entre los sexos... a favor del voto de la mujer... y nunca fui meramente un cuerpo porque mi madre era una mujer navaja, no se hacía notar, pero cortaba. Y me dejó algunas enseñanzas. Antes de morir, mi madre me sentó ante ella así como yo ahora los siento a ustedes ante mí y me dijo: “Si alguna vez te dicen puta, dales el culo, pero nunca la cabeza”. Mi madre era de las Islas Canarias, antes de arribar a este país, donde se casó con el señor arquitecto mi padre, habitó en cuevas. Alejandro, el padre de Laura, mi hermano cara de niño, fue una vez a Islas Canarias y vio esas cuevas metidas en la montaña. Durante su corta vida se habían tratado horriblemente mal con mamá. Alejandro, que en paz descanse, miraba el mundo desde los ojos de mi Papá, el señor arquitecto, que era un canalla aunque me duela reconocerlo. En aquel entonces era fácil vivir en este país. La gente decía que era el mejor país del mundo y aunque no lo era porque no podía serlo, la gente lo creía, honestamente lo creía. Alejandro también, de modo que no le agradaba ser hijo de una mujer que vivió en una cueva y que en lugar de sentirse orgullosa de ser considerada como una igual por la sociedad en la que se desenvolvía y en la que había alcanzado un alto nivel de vida, sentía nostalgia de su pasado. Mi hermano nunca entendió que lo que mamá extrañaba no eran las cuevas, sino el trino de los pájaros de Santa Cruz de Tenerife. Mamá imitaba el canto de los pájaros, tanto que su trino se confundía con el sonido de los muchos canarios que cuando yo era chica teníamos en casa. Un día le pregunté cómo había aprendido a hacer eso y me dijo: “es que así nos comunicábamos en Tenerife, era nuestra forma de informarnos urgencias de una montaña a la otra”. Alejandro empezó a entender a mamá recién después de ese viaje que hizo a las islas y otros lugares de España. Lástima que luego se fueran tan pronto los dos, consumidos cada cual por su propia tristeza, la misma, la muerte en un accidente estúpido de Papá. Hay gente a la cual cuando se le hace pedazos el entorno sereno en el que se desenvuelve pierde pie. Empieza a caer y cae, inexorablemente, aún sin padecer ninguna enfermedad. Papá era funcionario de una repartición pública. Era jefe de Planeamiento Urbano de la Intendencia de Montevideo. Y de vez en cuando hacía alguna obra propia, casas como ésta que no habitaba ni vendía ni alquilaba. “Yo ahorro ladrillos”, dijo una vez. “Ladrillos de otros”, le respondí yo, provocándolo. Un día triste, quizá el más triste de mi vida, poco antes de morir, apareció en mi casa compungido e inseguro. Yo nunca lo había visto dudar y cuando quería verme me hacía llamar por Alejandro, así que pensé que venía a disculparse conmigo. Pero no venía a disculparse, venía a hacerme sufrir. Me había echado de casa cuando alguien le dijo que yo era de izquierda. En realidad yo nunca lo juzgué mal por eso, porque a mí me pareció que me echaba para estar solo con mamá. – “No se va a casar nunca y además es de izquierda”, le dijo a Alejandro, –que recién se había casado con la mamá de Laura, ella sí de izquierda–, cuando le explicó por qué me obligaba a mudarme a cualquiera de las sus tantas casas. “Que ella elija a cuál”. Le dijo a Alejandro. Y yo elegí una de Palermo porque entre los recuerdos más hermosos que preservaba de mi adolescencia estaban las idas con mamá al conventillo del Medio Mundo, que era el corazón de ese barrio. Una prima de mamá vivía ahí, entre las familias de negros que lo habitaban casi comunitariamente, y cada vez que se empezaban a preparar los disfraces para el Carnaval mamá iba a ayudar a su prima a confeccionar esos trajes. Hasta

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que un día Papá le pidió que no fuese más convenciéndola no sé con qué argumentos. – “¿Podrías acompañarme al trabajo?” Me rogó, con un tono copiado al dulce de mamá y con cara de tristón. Papá ya se había jubilado pero siguió trabajando porque un amigo militar le pidió que los ayudara a reorganizar las cosas mientras la dictadura se instalaba formalmente. Cuando llegamos a su oficina me ordenó que me sentara en la silla baja de recibir a la gente que tenía frente a su escritorio. Los bobos habitantes de este país recién empezábamos a tomar conciencia de que íbamos a tener una dictadura como son todas las dictaduras. En las oficinas públicas la gente parecía una parte del mobiliario. Daba miedo el silencio. ¡Yo recordaba tan otro clima de cuando unos cuantos años antes íbamos con mamá a llevarle el almuerzo! Mi padre se inclinó sobre sus carpetas, hurgó en una de ellas y extendiéndome unas fotografías en las que podían verse las paredes derrumbadas del conventillo del Medio Mundo me dijo: –“Lo hice para valorizar tu casa. El barrio ahora va a empezar a ser otro”. Y luego de tirarme el expediente donde se detallaba el desalojo y derrumbe del Medio Mundo con un inmenso sello que decía “Ejecutado” se paró y se fue. Yo me quedé observando el veloz desplazamiento de las faldas de sus dos secretarias, que lo siguieron como soldados. Hasta que unos minutos después, todavía temblando de odio, me paré para irme, con ganas de matarlo. Pero no fue necesario. Lo mató su madre, mi esquelética abuela que desde hacía ya años ni fuerzas para hablar tenía y que al enterarse lo hizo ir a verla. Cuando lo tuvo ante ella le escupió la cara, cerró los ojos, y se dejó morir. ¡Pobre Papá! Un par de meses después, él que se ufanaba de ser un excelente conductor, estrelló a su auto y a su inmensidad toda contra una columna del alumbrado público, a tres cuadras del Medio Mundo, ante cuyos restos el vehículo había estado detenido durante dos horas. Mi padre nunca pudo tolerar las miradas entre socarronas y despectivas con las que él decía lo acompañaban a su paso por el Barrio Palermo, donde transcurrió su adolescencia, los negros que se juntaban a conversar en las esquinas. “Tenía enroscado al cuello, –decía mi mamá– el “blanco pituco de mierda” que él creía ver en los ojos blancos, casi nunca depositados en su propia mirada, de los negros con los que sin embargo compartió las primeras correrías juveniles”. Sólo con mi madre comentó ese desprecio presentido, pero no con la de él. Mi abuela había elegido residir en el Barrio Palermo como agradecimiento a Manuela, una negra cuyos hermanos habitaban en el Medio Mundo, y que por razones que desconozco fue muy importante en su vida. Manuela debió haber sido alguna vez muy bonita. Mamá le pidió que trabajase en mi casa luego de la muerte de abuela. Papá en un tiempo parece que también la quiso. Pero le provocaba rechazo el cuchicheo cómplice con el que una vez le dijo a mamá lo recibían cada mañana la abuela y Manuela y náuseas el olor de su madre postrada en el cuarto del fondo de la casa donde, sin embargo, al frente, tenía y tuvo desde que se recibió su estudio de arquitecto. Hasta en su lecho de muerte Manuela se negó a hablarme de Papá. Antes de firmar la orden de demolición del conventillo mi padre se había sorprendido al escuchar la oposición de la abuela –con la que apenas intercambiaba frases de rutina– y que sin embargo abandonó su postración para recibirlo una mañana y preguntarle si estaba loco. “¿Olvidas que fue una negra de ese condominio que te enseñó a ser hombre?” Le preguntó. Mi padre no le respondió y ni falta que hacía. Hubiera tenido que reiterar los argumentos que dio en un informativo de televisión y ante los cuales él sabía que la abuela

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reiría a carcajadas o sonreiría lastimosamente como dice que imaginó hizo cuando lo miraba, chiquito en el aparato, más por curiosidad que por verdadero interés. Desde entonces me duele el Carnaval, las “llamadas”, que son el verdadero carnaval de los negros. Jamás luego de que pasase todo eso volví a bajar a la vereda a ver el desfile, a pesar de que Manuela no se las perdía nunca, y a veces participaba disfrazada de otra mujer. Una semana después de la muerte de Manuela decidí venir a vivir a Punta Ballena, a esta casa en la cual veraneábamos con mamá y Alejandro cuando yo era joven. Mi espíritu necesitaba ese cambio. Que no crean fue fácil. Por eso admiro la férrea voluntad con la cual Laura afrontó su exilio en Isla Embrujada. Pero no puedo dejar de reconocer y por eso los he llamado, que al abandonar la urbe se pierden algunas cosas. El encierro es muy húmedo en este país. ¿Me comprenden? Esta casa no tiene nombre, porque las construcciones de Papá no tenían nombre. Pero para mis adentros yo la llamo Isla Negra... Porque ella y yo hemos ido acumulando más memoria oscura que voces nuevas... –Yo conocí a Margarita Xirgú ¿saben? Una tarde hace ya no sé cuántos malditos años fui a bañarme sola. Alejandro había ido a jugar a no sé qué juego con sus amigos y mamá a la playa no iba. Miraba al mar a toda hora, pero no dejaba que la tocara. De pronto veo a dos muchachos saliendo del agua, uno que ya era hombre y otro de piel nueva. El que ya era hombre se acercó irrespetuosamente hacia mí y me dijo un piropo que no voy a recordar pero que me hizo reír. La risa me perdió. Invitada por él fui esa noche a la casa de Margarita Xirgú, donde estaban reunidos varios intelectuales y científicos para recibir a Einstein. Recuerdo que estaban Vaz Ferreira y Clemente Estable. El que me piropeó era José Bergamín, otro exiliado español, pícaro y guapo. Y a la cena vinieron desde Montevideo y Buenos Aires otras personas tan encantadoras como ellos. Hombres altos. ¡Cuántos hombres altos había en aquella mansión! ¡Elegantes y finos y llenos de mundo! Esa noche fui cabalgada por el culo y por la cabeza. ¡Y con qué placer! “La noche sobre espejos y el día bajo el viento”, recitó esa noche alguien en mi oído citando a Federico García Lorca. Cuando retorné a casa muy tarde, todavía no había salido el sol pero ya no era noche cerrada, mi hermano estaba esperándome. Abrí la puerta y le vi los ojos. Recuerdo todavía su mirada recriminadora. No habló, pues no tenía autoridad para hacerlo, pero fue peor, porque me juzgó sin oírme. Antes de morir de esa muerte incomprensible que lo mató, y llorando tanto su presentida propia muerte como la de su esposa, que poco antes había muerto en la cárcel, se disculpó por haberme juzgado. Y yo lo perdoné. A él sí. Porque no fue él, sino mi padre a través de él el que al juzgarme me inmovilizó. La fiesta tendría que haber seguido... –(...) (Laura aprovechó la pausa de Doña Matilde para volver a servir té. Yo apenas me atreví a estirar el brazo para tomar la taza porque no quería hacer viento). –Papá no me echó de casa para estar solo con mamá, que es lo que yo siempre quise creer, ni como consecuencia de que alguien le dijera que yo era de izquierda, porque él sabía que yo era de izquierda como podía no serlo, sino porque yo estaba saliendo con Augusto, un negro que resultó ser la horma de su zapato. Las personas que fingen fortaleza suelen ser tan débiles... Un día,

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con el consentimiento de Papá, mamá invitó a cenar a Augusto. Papá lo recibió con una sonrisa, pero una vez que tomamos asiento, se empecinó en ridiculizarlo. “Así que usted es de izquierda”, le dijo ni bien mamá terminó de servir su comida favorita. Una delicia hecha a base de rodajas de pez espada apenas doradas a la plancha que luego acompañaba con una salsa verde clara de corazones de alcachofas y unas zanahorias glaseadas. “De izquierda sí, pero yo no sé nada de política”, le dijo Augusto, que era estudiante de Bellas Artes. “Yo soy socialdemócrata”, le aseguró mi padre y Alejandro y yo nos miramos. “Es lindo ser socialdemócrata”, le respondió Augusto y agregó, tomando serenamente los cubiertos: “Yo soy liberal, de izquierda y liberal, de modo que estoy condenado a no tener partido”. Mi padre se llevó un trozo de pescado a la boca. A mí casi se me cae la copa a la que decidí recurrir para controlar los nervios. “¿Imagino entonces que admirará usted a los ingleses y a los norteamericanos?”, le interrogó Papá observándolo comer. “A los anglosajones en general sí, no tanto a los norteamericanos... Yo soy negro ¿vio?”, le dijo Augusto mirándolo a los ojos y con aplomo de hombre mayor. Papá le ofreció volver a llenar su copa de vino, Augusto aceptó de buen grado. “Es francés, el buen vino es francés”, le explicó Papá, irónico. Y brindó: “¡Por Margaret Thatcher!”. “Por Olof Palme”, exclamó levantando altamente su copa Augusto y Papá no pudo no preguntarle: –“¿Y quién es ése?”. “Un líder socialdemócrata sueco”, respondió, riendo, Augusto y como vio que mi padre dudaba, poniéndose serio y humildemente, agregó: “Sabe usted... yo casi nada sé de política, sinceramente, pero sé que el exceso de pragmatismo liberal, – como el de Thatcher–, suele ser tan malo para el espíritu, como el dogmatismo –del tipo que usted quiera– lo es para el intelecto”. Por única vez en mi vida vi esa noche a Papá hacer silencio en medio de un esgrima de ideas. Mamá sirvió los postres respirando agitada, quizá temiendo una reacción tardía de Papá... quizá arrepintiéndose de haber invitado a cenar a Augusto. Pero nada ocurrió. Con cierta frialdad pero sin agredirse hablaron luego durante un buen rato sobre la obra de Joaquín Torres García, hasta que Augusto anunció que debía retirarse. “Mi madre se pone nerviosa cuando llego muy tarde”, explicó. A las tres de la mañana de aquella memorable noche escuché caminar solo a Papá por la oscuridad de la casa. Apagué la luz, –yo leía–, temiendo que deseara vengar en mí –no sé de qué manera– su derrota. Pero no se atrevió o no supo cómo. Durante unos pocos minutos escuché su respiración detrás de la puerta de mi dormitorio, hasta que volvió sobre sus pasos. –(...) –¡Qué hermosa noche! Una noche propicia para creer en Dios. Dios demoró muchos años en intervenir en mi vida. Me regaló durante un par de años a Augusto, hasta que se fue a estudiar a Estados Unidos, adonde no me atreví a seguirlo, y aquella noche de dicha en lo de Margarita Xirgú y luego me dejó ser hasta que de golpe arremetió sin asco. Tuvo la bondad de concentrar en muy pocos años todo el dolor que a otras personas les hace sufrir en períodos más extensos. Aunque luego haya cometido la perversión de abandonarme sola junto a Manuela. Supongo que pensó en ponerme a vegetar hasta la muerte. ¡Pobre Dios Padre! Pobre Señor si pensó que yo me quedaría postrada esperando la muerte. ¡De ninguna manera! Yo atraje hacia mí primero a tí Laura y a Horacio, el bello Aranjuez, que Él me los fue quitando, y luego a usted joven. Y como Él interviene arbitrariamente sobre las vidas de los seres frágiles, ¿por qué no habría de poder intervenir yo? Pero no para hacerles

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sufrir. ¡Ah no! Sino para enseñarles a gozar. ¡Sí señor! ¿Quieres mi carne? Toma mi culo, pero no mi cabeza. Ustedes, los sueños de ustedes, las palabras de ustedes, son mi venganza. Él los hizo sufrir. Yo los puse a gozar. Y si Él actuó a través mío, que Dios lo bendiga. Ustedes no dejen entrar nunca a nadie en el mundo privado de ustedes, pero al de afuera llénenlo de gente alta. No sólo “alta de ser alta”, como decía el muchacho de piel nueva que conocí aquel día en la playa refiriéndose a los asistentes a la reunión en la casa de Margarita Xirgú, no sólo gente “alta como es lindo ser alto”, que así decía en realidad, sino alta de mirar lejos. Más lejos que mañana... Dejó de hablar, casi sin aire, unos segundos antes de que en por lo menos dos de sus varios antiguos relojes sonaran las doce campanadas que anunciaban lo que anuncian las campanadas a esa hora. Se sirvió una taza de té, sorbió con su delicadeza gestual de siempre un largo trago, depositó la lujosa pieza de loza inglesa sobre la mesa y reclinándose hacia atrás en la mecedora susurró, ya no dirigiéndose a nosotros: –Ahora sí. Ahora si quieres toma mi cabeza. Y sonrió.

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Epílogo La enterramos al otro día. Cremamos sus restos y la enterramos al otro día. Detrás de Cráneo de Vaca esparcí con mis propias manos sus cenizas como había visto hacer a Laura con las de Horacio Aranjuez. El pozo, no demasiado hondo, también lo hice con mis propias manos. En la memoria de mi padre –que fue asesinado y cuya historia conté en un librito titulado La Isla de los Robles– y en la de Doña Matilde y en la de Horacio Aranjuez, colocamos un monolito con un texto que una vez yo había escuchado recitar al músico e intérprete Eduardo Darnauchans. Es un poema de Eduardo González Lanusa que se titula “Poema para ser grabado en un disco de fonógrafo”, pero que a Laura y a mí nos pareció también podía ser grabado en un monolito con el cual no enterramos pero modificamos a la piedra desde la cual nos gusta ver la puesta de sol: la roca Cráneo de Vaca, desde donde también, una vez al año, observamos junto a Ariadna y otros amigos el nacimiento de las luciérnagas: “Sabes que acaso te está hablando un muerto. Eco callado soy que resucito. Única voz que se atigró en cien soles. No bronce o mármol. Frágil cera guarda Esta inmortalidad Que estás oyendo. Voz que ya nadie dice. Luz de un sol extinguido que aún galopa en el tiempo. Bajo mis alas, trémulos Se acurrucan minutos de otros días. Tu atención ya la he visto y he de verla abierta en otros. Sois reflejos míos. Yo soy la realidad, sombras vosotros. Que con ser sólo un aire estremecido Yo he de vivir aún más que quien me dijo. Soy el claro prodigio sin misterio. Voz que se dice sola y para siempre. En vano, sobre mí pondrán los hombres Leve silencio o densidad de olvido. ¡Vendrá una mano y volare de nuevo! Diré otra vez, Lo que te estoy diciendo.

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