La Gatera de la Villa, número 10, junio 2012

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nº 10 Bares, qué lugares.

Cuando hablamos del patrimonio histórico de una ciudad, automáticamente se nos vienen a la cabeza tumbas visigodas, iglesias mudéjares, murallas de sólida piedra, mercados de hierro y vidrio de la era industrial, museos con telégrafos y locomotoras de vapor, cuadros de Joan Miró y bibliotecas inmensas dispuestas a ser exploradas por los curiosos. Sin embargo, hay otro patrimonio que a menudo no aparece en las guías al uso, pero que también forma parte del alma de las ciudades.

E

n Madrid disponemos, todavía, de multi­ tud de pequeños y medianos bares y tabernas gestionados por una, varias per­ sonas o una familia, que por no estar lig­ ados a ninguna franquicia ni disponer de ninguna sucursal, son espacios únicos e irrepetibles. Algun­ os son verdaderas burbujas espaciotemporales por donde parece que están a punto de aparecer Marañón, Ortega o Arturo Barea. Probablemente incluso sigan allí en espíritu. Otras tabernas, aun habiendo sido fundadas en tiempos más recientes, conservan la gracia de ser espacios únicos, lejos del ocio adocenado de las grandes cadenas de es­ tablecimientos, y sobre todo, muestran con orgullo el haber sido edificadas en la época que vio nacer a sus dueños, sin caer en las imposturas de algun­ os otros lugares que, aun estando ubicados en edi­ ficios de PAUs del año 2000, pretenden dotarse de un decorado, como si la estancia de los par­ roquianos fuera una obra teatral, para darse apari­ encia de antiguos. Mucha gente ha creído, erróneamente, que para montar un bar vale cualquiera, y ha pasado con ello como con los graffittis, que pintamonas andan sueltos muchos por nuestras calles, pero verdader­ os artistas del spray no pasan de seis o siete. Para ponerse detrás de la barra de un bar hace falta ser, ante todo un buen psicólogo, con algunos barnices de la sociología, la ciencia económica o la antropológica. Un local situado en una de las calles más transitadas, si está dirigido por un gañán, irá a la ruina. Un garito situado en un callejón minús­ culo, si sabe crearse una clientela fiel, podrá sobrevivir generaciones. Incluso podrá crearse

varias clientelas dependiendo de la hora. A de­ terminada hora vendrán los taxistas, a otra las amas de casa, a otra los funcionarios, los forofos del tenis y de las carreras de motos, los estudi­ antes, los políticos de barrio, los que están mont­ ando una banda de heavy metal, los abonados a la ópera... La única patria es la infancia, sentenció Rilke. Muchos que han sido chavales y ahora peinan canas recuerdan, como el primer espacio de so­ cialización que tuvieron, el garito a donde iban sus padres o sus tíos, o donde fueron ellos cuando to­ davía no habían entrado del todo en la edad adulta, mezclando las partidas del pinball con las primeras cervezas o los primeros amores, corres­ pondidos o no. Ahora sus hijos vuelven a pisar es­ os mismos sitios, y en las estanterías que hay tras la barra, junto a las botellas de ginebra o de pacharán, se acumulan escudos de equipos de fút­ bol, pero de los de verdad, no los de las ligas galácticas y televisadas en alta definición, sino los de los pequeños clubes de campos de tierra, la otra gran plataforma de socialización de los bar­ rios. Ahí han estado los bares. Han sobrevivido a la crisis del 29, a la guerra civil, a los años del hambre, a los planes de desarrollo, al consumismo desenfrenado. Y allí seguirán, sobreviviendo a la crisis, a los recortes, a los falsos bares de atrezzo hechos con el mismo plano y ubicados indiscrimin­ adamente en Vicálvaro, en Valladolid o en Hong Kong sin respetar las esencias de cada urbe. Están ahí para quedarse.

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