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La vida de los mitos: el caso de Tateyama, Japón - by Elina Garone
La vida de los mitos: el caso de Tateyama, Japón La vida de los mitos: el caso de Tateyama, Japón
by Elina Garone
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Cuando era niña, mi familia pasaba los veranos en un pueblo junto al mar llamado Tateyama. Una tarde, mientras mi hermana y yo estábamos jugando en el agua, una vieja nos acercó. Sus manos estaban dobladas tras su espalda y su columna hizo una curva como una concha de caracol. “No te quedes hasta tarde”, dijo ella. “Te van a llevar.” Su boca estaba seca y pegajosa mientras contaba historias de niños ahogados y casi ahogados, que se encontraron cubiertos con las huellas de manos de “antepasados que quieren compañía.” Mi hermana y yo, que habíamos crecido en Tokio sin haber escuchado tales historias, estábamos aterrorizadas. Mientras nos salpicábamos agua brillante el uno al otro, en algún espacio de nuestras mentes estábamos pensando en la muerte, en el mar esperando tragarnos, en los antepasados solitarios echando sus manos a nuestros pies.
Muchos años después, yo vivía en ese pueblo como vecina de la vieja. Su nombre era Kyo-chan, y se la podía encontrar caminando descalza en diciembre, dando sobras a aves de rapiña, chismeando, recogiendo las flores de mi jardín, o golpeando mi ventana con una olla llena de curry en sus brazos. Era evidente en la forma en que me hablaba en japonés estándar en vez de los tonos rítmicos de su dialecto local que yo siempre sería una extranjera para ella. Pero una botella de sake y un plato de sashimi pueden relajar cualquiera frontera que existe entre personas; mientras bebíamos, ella empezaría a traducir los mitos del pueblo para mí.
Así me contó cómo era el pueblo hace décadas: lleno de pescadores, salones de pachinko, casas de baños y restaurantes familiares. Pero no sólo eran personas habitando el pueblo—también vivían delfines y martines pescadores, dragones que protegían los lagos, y zorros divinos que traían riqueza a cambio de tofu frito. Por las noches, los espíritus de pescadores ahogados en el mar volvían como orbes de fuego, y los bares abandonados se llenaban de música que no era de este mundo.
La vieja habló también de Ken-chan, el pescador jubilado que vive en nuestro barrio. Cada mañana, Ken-chan camina por la playa mientras se cepilla los dientes, y mea en el océano. Según ella, después de su jubilación, Ken-chan se apasionó por el cultivo de algas, que él creía que tienen poderes mágicos de curación. Pero desde que un tifón hace unos años había barrido a todo su equipo, decidió rendirse. Le pregunté a Kyochan por qué él nunca me habla y hasta se niega a mirarme cuando lo saludo. “Es que es muy insular, sabes? Esta tierra es su sangre y hueso, no habla con nadie de afuera.”
Hoy muchas casas en Tateyama están abandonadas, y todos los jóvenes salen a Tokio para trabajar. Cuatro años han pasado desde que el tifón arrasó las algas mágicas de Ken-chan. Hace poco, un hombre jubilado vino de la ciudad y compró una gran tierra que solía ser un lugar de ejecución hace trescientos años. Construyó una casa en estilo colonial y plantó dos olivos enormes en su patio, enviados desde un huerto de España. Hay un rumor de que está pensando en comprar más tierra y convertirla en un camping.
Así mueren los mitos. Santuario a parquímetro, lago al asfalto. Los mitos nacen de la sal y lodo de la tierra, moldeados por las alegrías y tristezas de la gente, y mueren solos, olvidados en las esquinas de las calles cubierto de polvo. Arrastrado por las tormentas o reemplazado por olivos españoles, los mitos quedan huecos, pierden su materialidad.
Esa noche, pasé por la casa de Ken-chan, el algaista. La luna temprana entró por la ventana media abierta de su cocina, iluminando una pila de platos. Desde la sombra adentro, dos manos arrugadas se deslizaron hacia la luz, brillando pálido contra la oscuridad. El fantasma de dedos flotaron por un rato, buscando algo sin encontrarlo.