Ediciones FUNDECEM / Encuentros con la muerte

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El pueblo del Mucuño A Arnaldo Valero

Ya no recuerdo cuando vine a establecerme en esta ciudad. Era más bien un pueblo. No tenía más de una docena de calles cortadas por seis avenidas orientadas de Norte a Sur. Las cuadrículas resultantes estaban ocupadas por casas vetustas de herencia española, con consagrados techos rojos, paredes de barro cubiertas con cal para borrar algo las huellas del tiempo. El piso de ladrillo cuando no son grandes los apuros del bolsillo. Para los más menesterosos la tierra pisada basta. Después de franquear la puerta, un pasillo conduce hasta la imagen del Sagrado Corazón donde una puerta de vaivén marca la entrada al templo hogareño después de acabar de traspasar el largo trayecto del llamado zaguán. La sala, más bien estrecha, es una suerte de museo familiar. Retratos, cuadros de antaño, colgandejos, matas de zábila amarradas con un cordón rojo, un afiche de Su Santidad, porcelanas o figuras de barro, muebles según las posibilidades, la sagrada Biblia abierta en una página perdida del Nuevo Testamento. El zaguán sigue estirándose para llevarnos a las habitaciones que no visitamos por pudor pero que muy seguramente guardarán los secretos de la casa. Algún baúl con legajos importantes, escrituras que nadie entiende pero capitales para transmitir la herencia. Lágrimas, sueños y tal vez, muchas pasiones acompañadas de plegarias y señales de cruz… Más adelante otras habitaciones, algunas vacías, “la del abuelo que se murió hace veinte años” o “la del tío que se colgó de un mecate”, condenadas por el olvido y una hebra de alambre retorcida cien veces para vetarla a los curiosos, repletas de polvo desde quien sabe cuándo. Puede que luego venga la cocina con sus delicados aromas y el humo que hace llorar ] 43 [


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